Textos para pensar


Vivir callando

Laura Blanco [CV], Ana Sáncer y Ana Viñas

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Nota del Editor

El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por las autoras en las XVI Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (V).

Deseaba un silencio perfecto.
Por eso hablo.
Alejandra Pizarnik

1. Introducción

Este trabajo es el resultado del intercambio de múltiples ideas, reflexiones y cuestionamientos sobre las consecuencias destructivas del callar y factores que se ponen en juego en el acto mismo de hablar.

Aunque conceptos como hablar, diálogo o comunicación y sus problemáticas han sido abordados desde distintos ámbitos —la filosofía o la lingüística por ejemplo—, no nos adentraremos en ellos. Nuestra intención es compartir las ocurrencias que emergieron durante el trabajo grupal y dejarlo abierto a nuevos giros, preguntas, propuestas e ideas; de la misma manera que el ser humano debe vivir abierto y enfrentado a su cambiante devenir.

Actualmente, inmersos en el boom tecnológico, creemos estar más conectados con todo lo que nos rodea. Tenemos acceso de forma inmediata a cualquier tipo de información e incluso acceso a la vida privada de aquellos que llamamos amigos a través de las múltiples redes sociales.

Ahora bien, ¿podemos considerar que esa inmediatez —característica de nuestra sociedad actual— facilita la producción de vínculos auténticos? ¿Se mantienen conversaciones reales a través de Facebook, Twitter o Instagram? ¿O más bien provocan el alejamiento de uno mismo y del mundo? ¿No estaremos callando aquello que nos acontece en cada momento ocultándonos tras la máscara virtual que nos hemos forjado?

2. La decisión de callar

Queremos destacar que callar es una decisión, implica una voluntariedad. Como dice Heidegger: «El mudo quiere hablar pero no puede; el que calla puede hablar pero no quiere, y es, precisamente, ese carácter de elección voluntaria el que carga de significación el silencio» [12].

La decisión de callar puede estar atravesada por la ideología y la educación, la prudencia o la discreción, la ocultación y el secreto, la mentira (piadosa o no), la negación de un conflicto, etcétera; pero lo que nos interesa no es profundizar en las causas o motivos que pueden llevar a la persona a callarse, sino destacar la cobardía que se esconde detrás de esa decisión.


En Resistencia y represión, Freud afirma que:

La represión [...] es la precondición de la formación de síntoma, pero es también algo que no se parece a nada de lo que conocemos. Si tomamos por modelo un impulso, un proceso anímico que se afana por trasponerse en una acción, sabemos que puede sufrir un rechazo que llamamos desestimación o juicio adverso. Con ello le es sustraída la energía de que dispone; se vuelve impotente, pero puede subsistir como recuerdo. Todo el proceso de la decisión que se adopte sobre él transcurre a sabiendas del yo. Enteramente diverso sería si imagináramos que ese mismo impulso fue sometido a la represión. Entonces conservaría su energía y no restaría recuerdo alguno de él; además, el proceso de la represión se consumaría sin que el yo lo notase [2, p. 269].

Según estas afirmaciones, el yo puede:


Por una parte, reprimir. Eso implica que el impulso pasa a ser inconsciente, desaparece el recuerdo, pero conserva su fuerza. Por lo tanto, quedará roto el vínculo con la conciencia y aquel impulso o pensamiento formará parte del inconsciente reprimido, siendo susceptible de generar síntomas.

Por otra parte, el yo puede tomar una decisión consciente que consiste en decidir no actuar. En ese caso, el impulso o pensamiento pierde fuerza pero puede recordarse. Es decir, el sujeto no tendrá ninguna necesidad de negar lo que le ocurre, podrá reflexionar sobre ello y actuar en consecuencia tras su elaboración.

De estas afirmaciones podemos deducir que aquello que se calla tendrá un efecto completamente distinto en función del papel que ejerza el yo:

En primer lugar, si aquello callado ha sido reprimido, eso implica que se ha decidido reprimir. Y esa decisión, aunque inconsciente, es una decisión cobarde, porque es consecuencia de no haber sido capaz de aceptar la realidad, de reconocer el problema, la contradicción o el conflicto y afrontar su elaboración. Por otra parte, en este caso, el problema de volverlo consciente y evitar las múltiples consecuencias de aquello que ha sido silenciado (pero que mantiene su fuerza) sólo puede resolverse mediante análisis.

En segundo lugar, si aquello callado no ha sido reprimido, la decisión consciente de callar permite tomar una vía libre de cobardía: la de poder comunicar aquello que antes se ha callado en el momento adecuado, a la persona que corresponda y de la forma apropiada. De esa manera, se trabajaría en la línea de construir y no de destruir, y ello sería una forma de ahorrarse todos aquellos daños provocados por el callar.

Pero los motivos para decidir callar algo pueden también ser motivos cobardes: se puede decidir callar, por ejemplo, por miedo a la reacción del otro, por miedo a romper el vínculo, por evitar enfrentarse a una situación incómoda. Incluso si el motivo de callarse fuera el de castigar al otro, lo que encontramos detrás es la incapacidad de enfrentarse al conflicto y resolverlo.

Esto nos lleva a un tercer desenlace posible: aquello que no hemos sido capaces de comunicar, aunque la decisión de callar haya sido consciente, corre el peligro de ser reprimido con posterioridad.

La separación entre los diferentes estratos del aparato anímico sirve sólo de figuración, pero no se trata de una división tajante, tal y como afirma Freud en su texto El yo y el ello [3, p. 26]. Por eso deducimos que algo que ha sido callado y mantenido como tal podría, en determinado momento, pasar a ser inconsciente reprimido. De esa forma, ese callar se convierte en un callar destructivo.

Al contrario de lo que hemos apuntado anteriormente, que cuando se calla algo de manera consciente existe la opción de elaborarlo y construir algo mediante ese trabajo, en este caso, la decisión que se toma es la de facilitar la represión, con todas las consecuencias que ello conlleva. Este es, sin duda, el callar más cobarde de todos.

3. El callar y sus consecuencias

El callar al que nos referimos es destructivo, va acompañado de pulsión de muerte: dificulta la generación de nuevos vínculos con el mundo y disuelve los existentes, y aquello no dicho genera ruido mental y dificultad para pensar (y pensarse). Ese callar está muy lejos de significar lo mismo que estar en silencio; y estar en silencio no tiene por qué implicar callar algo. El concepto silencio es mucho más amplio, y se puede hablar, por ejemplo, de un silencio introspectivo que permite reflexionar y escucharse a uno mismo y a los demás.

A continuación hablaremos de algunas de las consecuencias del callar, que no son precisamente positivas.

En primer lugar desarrollaremos algunos de los efectos perjudiciales que tiene en lo individual, sobre la misma persona que calla; como la neurosis, la imposibilidad de pensar, el aislamiento de sí o la incomunicación con el mundo.

En segundo lugar también hablaremos sobre los efectos destructivos hacia el exterior, entre los que se incluyen la ruptura de vínculos y de construcciones sociales.

3.1. Autodestrucción

Callar provoca autodestrucción. Genera neurosis, imposibilidad de pensar y alejamiento de uno mismo, entre otros efectos.

Para comenzar, lo que se reprime no desaparece, sino que cobra fuerza. Al callar algo que se necesita decir, se está frenando el impulso de expresarse y eso callado sigue actuando en la psique. Provoca discusiones internas —en la fantasía— sobre aquello que se podría solucionar intercambiando unas palabras con el otro; y, como ya hemos comentado, ese callar puede terminar en la represión de aquello que no se ha dicho.

En Los caminos de la formación de síntoma [5], Freud afirma que aquello que genera un conflicto y se decide —por cobardía y rindiéndose al principio de placer— no modificar en la realidad, acaba desembocando en una alteración en el cuerpo en forma de síntoma. Así, quien opta por callar y termina por reprimir se aleja de la realidad y enferma.

Tampoco permite crecer (ni al que calla, ni al otro ni al vínculo entre los dos): los neuróticos permanecen anclados a un punto de su pasado. Eso ocurre porque los síntomas resuelven el problema de la libido frustrada mediante una regresión de ésta a momentos en que había encontrado su satisfacción directa. Este proceso implica el retroceso a estadios anteriores del desarrollo en la elección de objeto o en la organización y, en el presente, la satisfacción es desfigurada por la censura y vivida como un sufrimiento.

A los efectos de los síntomas, ya de por sí perniciosos, se añade el hecho de que la generación de los mismos, sobre todo si son numerosos, va acompañada de una pérdida de energía disponible para las tareas vitales. Conlleva un gasto anímico tanto mantenerlos como combatirlos, y eso resta fuerza y potencia de actuar:

Si la formación de síntomas es extensa [...] pueden traer como consecuencia un extraordinario empobrecimiento de la persona en cuanto a energía anímica disponible y, por tanto, su parálisis para todas las tareas importantes de la vida [4, p. 143].

Y, puesto que la represión no afecta únicamente a aquello que se reprime, sino que su efecto se extiende a todo aquello que se pueda conectar con lo reprimido, si no se combate cada vez afectará a más áreas de la psique y colaborará a generar más síntomas:

La represión [...] recae sobre retoños psíquicos de la agencia representante reprimida o sobre unos itinerarios de pensamiento que, procedentes de alguna otra parte, han entrado en un vínculo asociativo con ella. A causa de ese vínculo, tales representaciones experimentan el mismo destino que lo reprimido primordial. La represión propiamente dicha es entonces un «esfuerzo de dar caza». [...] Bajo la influencia del estudio de las psiconeurosis, que pone ante nuestros ojos efectos sustanciales de la represión, tendemos a sobrestimar su contenido psicológico y con facilidad olvidamos que la represión no impide a la agencia representante de pulsión seguir existiendo en lo inconciente, continuar organizándose, formar retoños y anudar conexiones. En realidad, la represión sólo perturba el vínculo con un sistema psíquico: el de lo conciente [4, p. 143].

Esto nos lleva a deducir que otra posible consecuencia del callar que lleva a la represión es la imposibilidad de pensar. Si el pensar viene posibilitado por la capacidad de realizar conexiones, de relacionar conceptos, ideas y experiencias, la represión, en su labor de fagocitar itinerarios de pensamiento, va aumentando gradualmente la limitación de éstos y, por tanto, la capacidad de pensar.

En El porvenir de una ilusión [2], Freud habla de la prohibición por parte de la religión, o más bien de la educación católica, de pensar en determinados temas; cosa que termina por impedir o bloquear la capacidad de pensar.

Repare usted en el turbador contraste entre la radiante inteligencia de un niño sano y la endeblez de pensamiento del adulto promedio. ¿Acaso sería imposible que la educación religiosa tuviera buena parte de la culpa por esta mutilación relativa? [...] No necesitamos asombrarnos mucho por la endeblez intelectual de alguien que fue llevado a admitir sin crítica todos los absurdos que las doctrinas religiosas le instilaron, y hasta a pasar por alto las contradicciones que ellas ofrecían. [...] ¿De qué manera confiamos en que alcanzarán el ideal psicológico, el primado de la inteligencia, personas que están bajo el imperio de la prohibición de pensar? [2, pp. 46–7].

Esta misma argumentación podría aplicarse a cualquier tipo de educación y a la ideología derivada de ella. Y no hace falta irse a sociedades dictatoriales: inculcar discreción y pudor tienen efectos en esa línea, y también lo políticamente correcto. Si uno se conforma con estas creencias y las toma como única forma de actuar, calla y reprime aquello que ha pensado, se convierte en censor de sí y es el responsable de provocar sobre su propio psiquismo esos mismos efectos.

Por último, otra de las consecuencias de la represión, que provoca neurosis e imposibilidad de pensar, es el alejamiento de sí y del mundo: cuanto más se reprime, más síntomas se generan y más cerca de la fantasía y/o de épocas anteriores (infantiles) se vive.

Todo ello implica, por una parte, alejamiento de lo que uno realmente piensa, siente y quiere.

Por otra parte, quien se acerca a la fantasía se aleja también de la realidad exterior, del mundo. Al callar, en lugar de comunicarse con el otro para resolver aquello que genera un problema, se entra en una discusión interna improductiva que le supone un enorme gasto energético, que genera ruido psíquico. Por lo tanto, tomar como costumbre callar dificulta la comunicación con el mundo y la capacidad de actuar. Por añadidura, cada vez se volverá más complejo salirse de ese lugar de fantasía: «Si cree que mora en tierra de vida cuando en realidad mora en tierra de muerte, está perdida para la vida, ya no tiene oportunidad para regresar» [2, p. 22].

3.2. Destrucción del entorno

Callar no solo provoca autodestrucción, sino también destrucción de lo que nos rodea. El efecto destructivo externo más evidente, como ya hemos apuntado, es la destrucción de nuestros vínculos con el mundo. Pero esa no es la única consecuencia externa: más adelante veremos que callar (si acaba generando represión y efectos en el inconsciente) también puede dar lugar a la aparición de síntomas en el otro.

3.2.3 Destrucción de vínculos con el mundo

El hablar se entiende, en el lenguaje popular, como relacionarse con alguien. Dos de las acepciones que encontramos en el diccionario de la Real Academia Española nos remiten al hablar como herramienta para la construcción de vínculos con el mundo:

11. Tener relaciones amorosas con otra persona. Gil habla con Juana.

20. Tratarse con una persona, por amistad o por afinidad con ella. Sólo se habla con un par de vecinos. U. frec. en construcciones negativas. No me hablo con estafadores.

Así como el hablar construye vínculos, el callar en cualquier relación es un medio de destrucción de estos. Aleja a los implicados, unidos por algún lazo, de la posibilidad de comunicarse, dando lugar a incertidumbre y posibles elucubraciones en relación a sus propias percepciones, que pueden ser correctas o no. Es decir, se genera ruido en la relación, y el que calla, se queda solo y abandona al otro a su soledad.

3.2.4 Generación de enfermedad en el otro

Callar también puede generar la aparición de síntomas en el otro. Dos ejemplos de enfermedad provocada a un tercero debido a algo que se calla (algo silenciado, no dicho) son los efectos sintomáticos del trauma ancestral silenciado y la psicosis.

En cuanto a los efectos del trauma ancestral silenciado, simplemente decir que hay personas en las que aparecen síntomas que están directamente relacionados con algo que ha sido callado y silenciado en generaciones anteriores. Estos síntomas manifiestan y pugnan por expresar aquellos acontecimientos traumáticos del pasado que no han podido ser verbalizados. Hablar de lo ocurrido y, de esa forma, poder elaborarlo en su momento, evitará que miembros de generaciones posteriores enfermen.[1] Según David Cooper, las construcciones del enfermo psicótico son, en gran medida, corporizaciones del proceso familiar, y manifiestan de forma metafórica una realidad familiar. Por lo tanto, la psicosis no es algo que ocurre en una persona, sino en un grupo de personas; y lo que manifiesta el psicótico en forma de delirio son metáforas de lo que acontece en dicho grupo.

4. Hablar

Cuando insistimos en la importancia de transmitir aquello que uno piensa, siente o percibe, no nos referimos a decir todo lo que se nos pasa por la cabeza. Habría que diferenciar entre la impulsividad y una intervención adecuada, entre una reacción y una respuesta acorde a la situación que se nos presenta; de la misma manera que habría que diferenciar entre la charla trivial y un conversar genuino.

Transmitir todo aquello que llega a la conciencia sin tener en cuenta aspectos como si es apropiado decirlo en ese momento o valorar los efectos que producirá en la persona que escucha, recuerda más bien a una actitud infantil derivada de cierta inmadurez psíquica.

Hablando de esta forma puede ponerse en juego una actitud agresiva hacia aquel que escucha. A menudo se confunde la falsa espontaneidad que arroja hostilidad sobre el otro con la capacidad de poder mostrar con asertividad algún desacuerdo.

Un hablar que llene espacios vacíos con sonidos para evitar la angustia que estos causan sería una forma de hablar de manera impulsiva. Nuestra cultura lleva a una forma de vida desconcentrada, que nos arrastra a hacer muchas cosas a la vez, lo que implica una gran dificultad para quedarse sentado sin hacer nada y a solas [8, p. 145]. En este escenario, hablar con el único objetivo de hacer algo con la boca es una de las manera de calmar la angustia y la ansiedad que provocan determinadas situaciones.

Por otra parte, hablar de lo que sentimos dista mucho del hablar de las conversaciones superficiales o triviales [7, p. 41] que se dan cuando los hombres no sienten lo que dicen y, por la propia definición de «trivial», se quedan en lo superficial y no aporta nada de su esencia. En esa línea, estarían las conversaciones que parten exclusivamente de la necesidad, tanto de hablar como de ser escuchado, en las que sólo se goza del privilegio de hablar si después se está dispuesto a escuchar al otro.

Todos estos intercambios de palabras se alejan de la idea de hablar que pretendemos plantear. El hablar para calmar la angustia y el hablar trivial lo alejan a uno de sí y no contribuyen a construir el vínculo consigo mismo. Tampoco colaboran en la generación de lazos profundos con el mundo, que el hablar agresivo directamente destruye.

Por tanto, estas formas de hablar no evitan, sino que favorecen, las destructivas consecuencias del callar que hemos desarrollado en la primera parte de este trabajo. Se podría decir, incluso, que se acercan más a la socialidad animal que a la humana: el hablar de forma impulsiva conecta con lo primitivo del ser y de la especie, así como el hablar trivial se podría equiparar al desparasitarse de los monos.

4.1 Del hablar primitivo al hablar adulto

El niño, desde que nace y durante un largo periodo de tiempo, precisa que los demás se ocupen de él. Ese primer vínculo, necesario para su supervivencia, para crecer y para acceder al mundo, será la base para las posteriores construcciones de vínculos sociales, imprescindibles para la supervivencia del adulto. Pero el hombre adulto, a diferencia del animal, necesita una socialización más compleja y profunda, que lo lleve más allá de la simple supervivencia, para soportar la conciencia de sí mismo:

El hombre está dotado de razón, es vida consciente de sí misma; tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de su pasado y de las posibilidades de su futuro. Esa conciencia de sí mismo como una entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del hecho de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su voluntad, de que morirá antes que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de su soledad y su «separatidad», de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y desunida una insoportable prisión. Se volvería loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano para unirse en una u otra forma con los demás hombres, con el mundo exterior [8, p. 22].

Nuestra intención es plantear que una socialización más profunda, más madura, menos primitiva o animal, se construye hablando.

Para alejarse de las formas de hablar infantiles, triviales o agresivas que criticamos, es necesario construir una forma de hablar distinta. En ese hablar más auténtico, consideramos que la importancia no recae sobre el contenido, sino sobre la conexión del hablante con aquello que transmite y sobre su actitud ante la vida: el cuestionamiento vital, el interés por el mundo, tener preguntas abiertas, deseo de mejorar, de transformarse y de crecer, son imprescindibles, tanto en el que habla como en su interlocutor. ¿Acaso es posible separar la forma en que se habla del posicionamiento vital, ante el otro, ante los propios pensamientos y sentimientos?

4.2 Desmontando creencias

No pretendemos enumerar los cuestionamientos en los que debe entrar cada uno para enfocar su vida, pero queremos compartir algunas reflexiones sobre creencias comunes que obstaculizan el hablar y que, bajo nuestro punto de vista, es necesario ir disolviendo para generar así una nueva actitud ante el diálogo consigo mismo y con el otro.

Para comenzar, con el extracto siguiente, queremos introducir una de las grandes problemáticas a las que se enfrenta el ser humano —si no la más grande—: la de conocerse a sí mismo, saber qué le mueve, qué piensa, qué siente:

¿Cómo vamos a conocer el mundo, cómo vamos a vivir y reaccionar adecuadamente, si el mismo medio que ha de actuar adecuadamente, que ha de decidir, no nos es conocido? Nosotros somos guías, los dueños de este «yo» que se las arregla para vivir en el mundo, para tomar decisiones, ordenar prioridades y tener estimaciones. Si este yo, este sujeto principal que decide y actúa, no nos es bien conocido, debe seguirse que todos nuestros actos, todas nuestras decisiones las tomamos medio a ciegas, o en estado semidespierto [9, p. 47].

Podría pensarse que el hablante comprometido es el que ha logrado conocerse a sí mismo, y que es justamente esa característica la que le permite hablar de forma profunda y verdadera sobre lo que siente, piensa o le ocurre. Pero, ¿existe la verdad última sobre uno mismo?

Somos seres cambiantes, por eso que no tiene sentido pensarnos como algo estático. El enfoque sobre la propia vida, los pensamientos, los intereses, los anhelos de cada individuo, deberían modificarse a medida que crezca y que sus circunstancias vitales vayan cambiando. Por tanto, lo que se pueda considerar como verdadero —algo que, por otra parte es siempre subjetivo— en cierto momento, en otro no se verá de la misma manera. Así, es un sinsentido pensar que uno deba esperar a saber la verdad sobre sí mismo para lanzarse a hablar, puesto que esa verdad no es fija e inamovible, sino mudable y múltiple. Aquello que no se exprese en su momento se perderá en esa constante metamorfosis.

En la misma línea, puede argumentarse que no hay que esperar a ser capaz de hablar bien para hablar. Por una parte, no está claro qué quiere decir hablar bien. Es muy común querer impresionar al otro, pretender decir algo interesante, tratando de quedar bien; tras esa actitud se ve claramente un intento de aparentar lo que no se es, de tapar las carencias que se tienen o se creen tener, generando una máscara alejada del propio ser y que marca distancias con el otro. Y, por otra parte, quien tenga dificultades para expresarse no las va a resolver mágicamente: será justamente con la práctica con la que evolucionará en su forma de manifestarse verbalmente.

Así, también es claramente cuestionable que liberarse de las limitaciones que le supone al individuo permanecer anclado a un narcisismo infantil y al complejo de Edipo sea una condición previa para poder hablar de forma madura: si no se puede hablar hasta haber salido del narcisismo y del Edipo, ¿cómo se libra uno de ellos?, ¿acaso no es más lógico pensar que del Edipo y del narcisismo se sale hablando y abriéndose al mundo?

Es justamente el proceso de hablar el que facilita la capacidad de reconocer, pensar, aceptar y afrontar la diferencia. Por una parte, la diferencia de uno respecto al otro, requisito fundamental para desterrar ese narcisismo infantil; por otra, la diferencia del otro respecto a lo familiar, evitando así proyectar en él las figuras edípicas y repetir la estructura familiar por doquier. Pero todo ello no es posible sin enfrentarse al miedo y a la hostilidad con los que se percibe lo nuevo, lo desconocido y lo diferente.

En todos estos casos, pensamos que el error de base está en la creencia de que es posible crecer y transformarse sin trabajo y sin esfuerzo. Sin el recorrido, sin la prueba-error necesaria, nunca van a presentarse ni un aprendizaje ni una mejora. Como apunta Fromm en El arte de escuchar [9], «nadie puede mejorar sin un creciente sentido de responsabilidad, de participación, e incluso el sentido de orgullo por conseguir mejorar» [9, p. 78]. Es imprescindible comprometerse con el propio crecimiento, con el propio despertar. En definitiva, no se trata de salir del narcisismo y sepultar el complejo de Edipo para poder hablar, ni de decir la verdad o hablar bien. Se trata simplemente de hablar, y en el mismo proceso de hablar se va construyendo un sujeto nuevo; que, por otra parte, nunca será completo ni estará terminado.

4.3 Escucha y cuestionamiento vital

Retomando lo que hemos comentado antes sobre la importancia en el hablar auténtico, ésta recae en el cuestionamiento vital, el interés por el mundo, tener preguntas abiertas, deseo de mejorar, de transformarse y de crecer —tanto del hablante como de su interlocutor—. Para hablar son esenciales la capacidad como la disposición a escuchar, y es el que tiene preguntas abiertas y deseos de evolucionar quien tiene también ese interés por ir descubriéndose y por escuchar al otro.

Por una parte, los propios pensamientos, deseos, sentimientos, afectos o emociones pueden incomodar, asustar o resultar desagradables, ya sea por su carácter, intensidad o por las contradicciones que presentan. No obstante, nos conforman. Su ocultación, silenciamiento y negación provocan directamente la represión de aquellos, que no tendrá otro resultado que el alejamiento de lo que somos; sin embargo, tener la valentía de reconocerlos, aceptarlos sin valorarlos moralmente, sentirlos y pensarlos, posibilita la libertad de decidir, teniéndolos en cuenta, y actuar en consecuencia.

Según Anselm Grün, los Padres del desierto (guías espirituales del siglo IV) destacaban la importancia de no reprimir todo aquello que surge en nuestro interior:

¿Qué es lo que quiere expresarse en mi angustia, en mi enojo, en mi celo, en mi sexualidad, en mi glotonería? ¿Qué es lo que en todo ello querría vivir en mí, y que yo he reprimido? ¿A qué impulsos internos he dejado de atender? ¿Qué mociones internas he dejado de escuchar? [11, p. 105–6] (...). Si nos prohibimos los deseos, estos surgirán incesantemente de manera inconsciente, o se manifestarán en el cuerpo. Si les concedemos acceso y pensamos a fondo en ellos, entonces toparemos y descubriremos la cuestión fundamental acerca de qué es lo que quisiéramos propiamente tener en nuestra vida [11, p. 143].

Además, emprender el camino en la dirección de ser capaz de sentir, pensar y aceptar lo que ocurre internamente trabaja en la línea de eliminar el temor a quedar expuesto ante el otro cuando uno se entrega hablando. Reconociendo y aceptando las propias limitaciones se va disolviendo el sentimiento de vulnerabilidad, algo que, sin duda, da fuerza.

Por otra parte, en la disposición a escuchar al otro no cabe una actitud egocéntrica o narcisista, aquel que escucha se permite conectar con el mundo y deja que algo de afuera lo atraviese. Todo ello no ocurre si se queda estancado en sus certidumbres y sus verdades, bajo la creencia de que lo propio es lo único válido, lo único valioso y, llevado al límite, el único mundo existente. Escuchar es un acto de humildad en el que nos encontramos con el otro, y en esa vinculación responsable, tomando parte activa y consciente en la escucha, nos vemos obligados a relegar nuestro narcisismo y a dejarnos tocar por lo que el otro dice. Esto conlleva intrínsecamente una transformación.

Al generar la posibilidad de escuchar y hablar de otra manera, se puede llegar a tener un encuentro sincero con uno mismo y vínculos sanos y genuinos con el mundo. Porque en la conversación con el otro se nos brinda la oportunidad de saber qué pensamos, qué sentimos, qué nos incomoda, qué nos cuestiona, etc. En definitiva, los hablantes que se comprometen en lo que dicen se van descubriendo tanto a sí mismos —mejorando su vínculo interno— como al otro. A la vez, en ese intercambio crecen y se transforman, tanto ellos como el vínculo que han creado.

5. ¿Se puede vivir callando?

No se puede vivir sin mojarse, implicarse, arriesgarse, luchar. Para ello es necesario hablar, no callar y ser consecuente. Es necesario aceptar lo que uno es, lo que piensa y lo que le acontece en cada momento, y dejar que eso prevalezca sobre nuestros anhelos, sobre lo que nos gustaría ser o pensar. No se puede vivir con miedo, con miedo sólo se sobrevive. Es necesario ser valiente y no negarse. Ni negar la realidad.

La alternativa a esto implica recluirse, aislarse, convertirse en un muerto viviente de manera cobarde. Y morir sin haber vivido. Tal y como dijo Gandhi: «Un cobarde muere muchas veces antes de morir».

Si uno invierte todas sus fuerzas en desvincularse de sí mismo en lugar de en el acto mismo de vivir se evita una parte negativa de la vida, pero hay, a cambio, un alto precio a pagar: tampoco puede gozar de ella.

Las dos primeras acepciones de «vivir» que aparecen en el diccionario de la Real Academia Española son:

1. Tener vida.

2. Durar con vida.

Y las dos primeras de callar:

1. Omitir o no decir algo.

2. Dicho de una persona: No hablar, guardar silencio. Calla como un muerto.

Cada uno de nosotros decide cómo quiere vivir, y si quiere tener vida o durar con vida. Y si quiere hablar o callar como un muerto.

Barcelona, abril de 2016

Referencias

[1] Pilar Del Rey., Eva Rodríguez., Ana Sáncer., Núria tayó. Efectos del trauma ancestral. En Textos para pensar, 2015.
[2] Sigmund Freud. «El porvenir de una ilusión». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xxi: El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[3] Sigmund Freud. «El yo y el ello». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xix: El yo y el ello, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[4] Sigmund Freud. «La represión». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiv: Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, Trabajos sobre metapsicología, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[5] Sigmund Freud. «Los caminos de la formación de síntoma». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xv: Conferencias de introducción al psicoanálisis (Partes I y II). Buenos Aires: Amorrortu, 1978.
[6] Sigmund Freud. «Resistencia y represión». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xv: Conferencias de introducción al psicoanálisis (Partes I y II). Buenos Aires: Amorrortu, 1978.
[7] Erich Fromm. Del tener al ser. Barcelona: Paidós, 2011.
[8] Erich Fromm. El arte de amar. Barcelona: Paidós, 2007.
[9] Erich Fromm. El arte de escuchar. Barcelona: Paidós, 2012.
[10] Erich Fromm. El corazón del hombre. México: Fondo de Cultura Económica, 1966.
[11] Anselm Grün. Acompañar. La dirección espiritual de los Padres del desierto. Madrid: San Pablo, 2006.
[12] Rosa Mateu. El lugar del silencio en el proceso de la comunicación.
[13] Alejandra Pizarnik. «Caminos del espejo». En La extracción de la piedra de la locura. Otros poemas. Madrid: Visor, 1993.


Notas

1 No nos interesa extendernos en este tema, puesto que fue tratado ampliamente en una ponencia ya presentada y publicada anteriormente: Efectos del trauma ancestral silenciado [1].

En el caso de la psicosis, las familias de los enfermos presentan una intensa alienación y extrañamiento. Entendiendo por extrañamiento el sentimiento de estar en un proceso alejado de las propias intenciones. 


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