Textos para pensar


Un presente que no sueña

María del Mar Martín [CV]

Versión pdf


Nota del Editor

El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XXIV Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (XIII).

1. Introducción

¿Sobre qué escribir? Cada año, alrededor del mes de febrero, empieza a rondarme esta pregunta. El momento en el que tomo conciencia de ella sólo indica que ha asomado la patita en mi cabeza, aunque siempre sospecho que andaba ahí desde hace meses, queriendo hacerse notar. Imagino que a lo largo del año, a medida que voy leyendo, escuchando a los pacientes, preparando clases, supervisando casos, conversando con compañeros, viviendo en mi día a día habitual, debe de irse fraguando, de forma preconsciente, una idea sobre lo que me gustaría decir.

Tarde o temprano, llega un día en que me detengo a hacerme las siguientes preguntas: ¿qué te preocupa?, ¿qué ocupa tus pensamientos cuando los dejas ir a su aire?, ¿qué ha capturado tu atención en los últimos meses? Y, de nuevo, me pregunto: ¿qué te gustaría decir? En ese momento, suele aparecer, a veces tímidamente y otras de forma diáfana, una intuición, una reflexión, un pregunta o una observación —las formas pueden ser diversas—, que pugna por ser pensada, escrita y dicha.

Una vez la atrapo, la escribo. Esta vez, me ha acontecido de forma distinta. Lo que me ocupa y preocupa no se deja definir de la manera habitual. Antes de sentarme a escribir, me han asaltado las siguientes preguntas: ¿es inocente esto que piensas?, ¿quizás demasiado naïf?, ¿es reduccionista?, ¿atañe sólo a la realidad en la que tú transitas? Si miras lo que está pasando a tu alrededor, el efecto de las redes sociales, las políticas —por llamarlas de alguna manera— de Donald Trump, las personas que parecen tomarse TikTok como guía de vida, el uso indiscriminado y acrítico de las inteligencias artificiales, la guerra de Gaza, el ascenso de los partidos de ultraderecha y un largo etcétera, ¿dónde vas tú ahora hablando de soñar? Y así, que sí, que no, he pasado varias semanas. Leía noticias, a cada cual peor, y me tiraba para atrás.

Finalmente, he utilizado una táctica que suelo recomendar bastante a mis pacientes: si estás dudando entre si decirle a alguien una cosa u otra, lo más probable es que no consigas resolverlo a solas en tu cabeza; quizás, lo mejor sea comunicarle a ese alguien el problema, plantearle que no sabes resolverlo, que lo que te sucede es que no sabes bien qué decirle, ya que eso es lo que efectivamente te ocurre. Se trata de una recomendación que suele tener su efecto, así que he decidido aplicármela a mí misma con respecto a esta cuestión: en vez de seguir dudando sobre si escribir o no, pondré sobre la mesa las dificultades con las que me encuentro cuando intento hacerlo.

La intención del texto, entonces, es plantear una serie de reflexiones sobre la situación actual, que considero tanto problemáticas como complejas pero que, a la vez, estimo necesarias.

Así que voy a ello.

2. El porvenir de una ilusión

Vaya por delante que, cuando me paro a reflexionarlo, la mayor parte de las veces pienso que el ser humano merece extinguirse como especie. Lo estamos haciendo francamente mal y, por cuestiones como las que mencionaba en la introducción, me parece que tan sólo hace falta mirar un poco a nuestro alrededor para llegar a esta conclusión.

Recuerdo a Freud, en el El porvenir de una ilusión [3], dialogando con un interlocutor imaginario sobre los efectos que produce la educación religiosa en nuestra capacidad de pensar. Freud formula la hipótesis de que si eliminásemos el influjo de la religión sobre el ser humano, éste pasaría a gozar de una capacidad mayor de pensar. Su interlocutor le objeta entonces lo siguiente:

Si pretende eliminar la religión de nuestra cultura europea, sólo podrá conseguirlo mediante otro sistema de doctrinas, que, desde el comienzo mismo, cobraría todos los caracteres psicológicos de la religión, su misma sacralidad, rigidez, intolerancia, y que para preservarse dictaría la misma prohibición de pensar.

Y la verdad es que da la impresión de que no andaba muy errado.

Un poco más adelante, en el texto, casi llegando al final del último capítulo, Freud plantea lo siguiente:

Pero mitigaré mi ardor y admitiré la posibilidad de que también yo persiga una ilusión. Acaso el efecto de la prohibición religiosa de pensar no sea tan grave como yo lo supongo, acaso se demuestre que la naturaleza humana permanece idéntica aunque no se abuse de la educación para el sometimiento religioso. [...] Si resulta insatisfactorio, estoy dispuesto a abandonar la reforma y volver al juicio primero, puramente descriptivo: el hombre es un ser de inteligencia débil, gobernado por sus deseos pulsionales.

Como vemos, la preocupación por la capacidad de pensar del ser humano no es nueva. Tampoco se trata de algo que haya aparecido hace aproximadamente un siglo, fecha de publicación del texto citado, puesto que hay autores que ya plantearon este tema mucho antes que Freud. Parecería que precisamente aquello que hace humano al humano, aquello que lo aleja del animal, su capacidad de pensar, es lo que está siendo continuamente amenazado. Su tesoro más preciado es lo que siempre parece estar a punto de perder.

Quizás una de las novedades, en la actualidad, es que la posible disminución de la capacidad de pensar, o de algunas facultades asociadas a ella, ha pasado de ser algo que le podría ocurrir a la «mente», a la «psique» humana, a ser algo que le ocurre directamente al «cerebro», a los circuitos neuronales. Ya son más que conocidos los efectos que producen, por ejemplo, a nivel de la capacidad de atención, ciertos usos de las nuevas tecnologías, como la consulta continua y compulsiva de la pantalla del móvil.

Junto con la capacidad de atención, quedan tocadas otras capacidades estrictamente humanas: la capacidad de imaginar y la de relatar. Hecho que augura un panorama demasiado desolador.

3. Sin relato

La psicoanalista Lola López Mondéjar aborda de forma magistral estas cuestiones en su libro Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad [6]. Se centra en qué ocurre con la producción de subjetividad en la era digital y en cómo el individuo posmoderno está perdiendo la capacidad narrativa debido a la atrofia del pensamiento y de la imaginación.

En otro de sus libros, Invulnerables e invertebrados: Mutaciones antropológicas del sujeto contemporáneo [5], desarrolla ampliamente las particularidades del sujeto actual en contraste con las del sujeto de la llamada «modernidad sólida». Destacaré algunos de los aspectos que me han resultado más interesantes:

Simplificándolo mucho, podríamos decir que los hombres y mujetes de la Viena finisecular que fueron los pacientes de Freud eran seres con experiencia del conflicto. [...] Nada que ver con el sujeto que se adapta a los requerimientos de la modernidad tardía y del capitalismo financiarizado.

Uno de los factores diferenciales entre estos dos tipos de individuos son los mecanismos de defensa psíquicos que aplican de forma predominante.

En el individuo clásico, el mecanismo privilegiado era el de la represión, siempre vinculado con la existencia de un conflicto, así que de ahí su experiencia del conflicto. En el individuo actual, en cambio, el mecanismo privilegiado es el de la disociación, que le permite adaptarse a una realidad francamente insoportable y huir de un sentimiento de vulnerabilidad, intrínseco al ser humano pero intensificado a día de hoy. De forma simplificada y en palabras de Lola López, el efecto del mecanismo de disociación sería el siguiente: «Lo sé y lo coloco en un lugar interno donde el doloroso afecto ligado a este saber no me inmoviliza, y sigo viviendo como si no lo supiera». Este mecanismo no se aplicaría sólo a la propia vulnerabilidad, sino también a todo aquello que resulte doloroso o insoportable, ya sea interno o externo.

Por otro lado, en una sociedad en la que los valores propuestos para la formación de sujetos son los que imperan en el neoliberalismo —«individualismo a ultranza, acumulación de experiencias, relaciones superficiales y plurales, vínculos frágiles, deslocalización y consumo»— y en la que, como acabamos de mencionar, a nivel psíquico predomina la disociación (y también la negación), el resultado es un individuo que:

[H]uye de los sentimientos, incluido el de su propia vulnerabilidad, que escapa de sus limitaciones y carencias —de su fragilidad—, construyendo un falso self identificado con la fortaleza y con una fantasía de invulnerabilidad ilusoria para sobrevivir de este modo en nuestra cultura occidental globalizada.

Destacan también en él: el narcisismo exacerbado, la carencia de sentimiento de culpa (consecuencia directa de la ausencia de conflicto y de la debilidad del superyó) y la indiferencia respecto del dolor ajeno (se entiende, claro: si el mecanismo predominante es el de la disociación, no sólo seré invulnerable ante mi propio dolor sino también ante el ajeno).

Por estas características, la autora habla de «hombres y mujeres huecos»; y por la falta de continuidad mental y vital, y la dificultad para dar una coherencia y un sentido a su existencia, vía un relato propio, habla de individuos «invertebrados».[1]

Coincido totalmente con sus observaciones y con las de otros muchos autores en los que se apoya en los dos libros citados. Yo misma dediqué dos ponencias anteriores, Dame herramientas. El signo de los tiempos y Despacio, a poner sobre la mesa aspectos relacionados con el mundo actual y cómo éstos se trasladan a la atención clínica, generando efectos tanto en los pacientes como en los propios psicoanalistas.

Estamos ante un problema, y gordo, y lo tenemos que atender y denunciar. Considero que el mero hecho de describir, escribir e intentar entender qué les acontece a los individuos en la actualidad, ya es una de las formas de intentar revertir la falta generalizada de relato que acontece no sólo a nivel individual, sino también a nivel social.

Sin embargo, a pesar de esta necesidad evidente de denuncia y atención a lo que no funciona, lo que me preocupa es lo siguiente: ¿no pueden la propia denuncia y la propia crítica producir en el que la lee, la escucha o, incluso, la piensa producir un efecto paralizador?

4. Sin futuro

Uno de los principales problemas de las sociedades de la información es el bombardeo continuo de estímulos, de noticias catastróficas, de amenazas posibles, que sumen al sujeto en un estado de alerta permanente, que, de una forma u otra, terminan por paralizarlo. Precisamente, este es uno de los motivos por los cuales se puede terminar haciendo necesario el mecanismo de la disociación, como si el sujeto pensase: «es horrible, pero necesito seguir funcionando, así que todo esto que pasa no me afecta».

Esta cuestión es compleja, ya que, por un lado, existe una manipulación por parte de los medios a la hora de presentar los sucesos; pero, por otro lado, también es cierto que lo que efectivamente acontece es horrible. Escribo esto en plena guerra comercial iniciada por Donald Trump con sus famosos aranceles. Escribo esto mientras se está deportando gente de forma violenta e injustificada en Estados Unidos. Escribo esto mientras Netanyahu y Trump se frotan las manos planificando distribuirse el territorio de Gaza después de haberlo destrozado.

Ambas cosas son ciertas: es cierto que nos bombardean con estímulos desproporcionados y también es cierto que la situación global es aterradora.

Algo equivalente probablemente pase con las lecturas que podamos hacer respecto del sujeto actual. Todo lo que decimos es cierto, pero ¿qué efecto puede producir centrarnos demasiado[2] en ello? Esta es la encrucijada: estudiarlo, describirlo, denunciarlo, sin duda alguna, lo tenemos que hacer, ya que no se puede cambiar aquello que se desconoce, pero conocerlo demasiado puede producir también una parálisis que bloquee la posibilidad de iniciar un cambio.

Si consideramos las dos cuestiones, la situación política, económica, social y los recursos humanos con los que parece que contamos, es fácil que lleguemos a la siguiente conclusión: no hay nada que hacer. No hay nada que hacer, es imposible, no hay futuro. Yo misma estoy tentada de llegar a esta conclusión varias veces al día...

Sin embargo, veo los peligros que conlleva seguir este camino. El «no hay futuro» es otra forma de no tener relato. Del mismo modo que Pilar López habla de los individuos que denomina invertebrados por su incapacidad para narrar, podríamos, generalizando, hablar también de sociedades invertebradas por el mismo motivo. Ya no es sólo que no haya relatos globales, que no los hay, si no que no hay tampoco relato alguno sobre el futuro.[3]

En realidad, si lo pensamos bien, es un pez que se muerde la cola; históricamente los grandes discursos (ya sean religiosos o políticos) han marcado el camino hacia algo que se suponía que vendría después y que sería mejor. En este sentido, eran generadores de futuro. Hoy, en cambio, por la falta de un relato global parece que no haya futuro. Y, a la vez, la sensación de que no hay futuro, de que está todo mal, se traduce también en una incapacidad para el relato. He aquí otra encrucijada más.

5. Con angustia

Resultado de lo anterior: todos con angustia.

Uno de los motivos de consulta más habituales en la actualidad es el de la ansiedad, en cualquiera de sus formas de manifestación: ya sean ataques de pánico, estados de ansiedad generalizada, angustia expectante, vidas ansiosas, etcétera. En la mayoría de ocasiones, esta sintomatología suele ceder con cierta facilidad. Podemos encontrar respuestas individuales a la pregunta sobre sus causas y, también, podemos intervenir sobre ellas; sin embargo, como trabajamos directamente con el paciente, la mayoría de las veces poco podemos influir sobre su entorno social y las determinaciones que ésta tenga en su ansiedad.

La prevalencia generalizada de ansiedad en la población nos lleva necesariamente a preguntarnos el porqué de una sociedad tan ansiosa. Hay respuestas más que evidentes: la propia velocidad ambiente, la sensación permanente de peligro a la que aludíamos, la exigencia continuada de tener éxito, la competitividad, etcétera. Ahora bien, más allá de estas razones sociológicas, ¿qué explicación podemos dar desde el punto de vista de la economía libidinal?

La teorización que realizó Freud en su momento sobre los síntomas de las neurosis actuales —y en concreto de las neurosis de angustia, entre las que se encuentran, precisamente, los ataques de pánico y la angustia expectante— es la siguiente: la energía sexual, la libido, que por un motivo cualquiera no ha sido descargada, se acaba descargando en forma de ataques de angustia espontáneos o permanece, en forma de angustia no ligada, a la espera de hallar un objeto o una situación mediante la cual poder justificar su existencia.

La libido, por el mero hecho de ser energía, circula, se estanca, se acumula, se mueve, se traslada de un objeto a otro, busca sin cesar dónde depositarse. Cuando no circula, cuando se estanca, produce síntomas. Freud circunscribió esta explicación, dinámica y económica, de las neurosis de angustia a temas relacionados con la sexualidad genital; sin embargo, considero que se trata de un punto de vista que es susceptible de ser ampliado.

También la agresividad no descargada puede generar angustia, es algo que observamos con facilidad en muchos pacientes. Por ejemplo, pacientes en extremo políticamente correctos y que sufren de ansiendad, ven reducido este síntoma en el momento en el que empiezan a poder expresar sus enfados. Pero, de igual modo que no podemos reducir la génesis de esta angustia a la genitalidad, tampoco podemos reducirla al manejo de la agresividad.

Ampliémoslo un poco más. La libido carga también los vínculos, las relaciones que tenemos con los otros; si, como pasa frecuentemente en la actualidad, estos vínculos son superficiales, los acabamos cargando con menos libido, y esto también puede suponer un peligro, ya que, siguiendo la misma lógica de la acumulación de libido sin descargar, este estancamiento también podría terminar generando angustia. Pero tampoco reduciremos la explicación a los vínculos. Porque la libido también carga también los relatos, carga también los sueños, carga los planes que tengo, carga, en definitiva, el futuro.[4] Y, así, si no hay futuro... Habrá, también, angustia.

Quizás otra de las explicaciones para el estado de angustia global sea entonces este: no sabemos dónde poner la libido. No podemos cargar una idea de futuro, no podemos cargar un relato, al fin y al cabo, no podemos soñar. Y esa libido, que no sabe dónde depositarse, termina por transformarse y descargarse en angustia.

6. En una aldea

Hace tres o cuatro años, hice un viaje en furgoneta por la zona interior de Galicia. No iba a ningún lugar concreto, no buscaba nada, tan sólo iba por la carretera, observando lo que el territorio mostraba. Y a cada ratito: una aldea. Cuatro casas, gallinas, vacas y dos ancianos sentados, tranquilos, viendo pasar el tiempo sobre los verdes prados.

Muchas, muchas veces, cuando reflexiono sobre el mundo actual, cuando pienso que no hay futuro, recuerdo esa imagen y pienso: seguro que los dos ancianos (si todavía viven, claro: y si no, serán otros) siguen allí sentados, viendo pasar el tiempo.[5] Es tan solo una imagen, pero la evoco y la comparto aquí por el siguiente motivo. Vidas distintas han habido siempre, pero es probable que estemos en el momento histórico en el que se dé una mayor coexistencia de formas de vida radicalmente diferentes a la vez. Lo que antes acontecía principalmente entre culturas, la occidental y la oriental, por ejemplo, quizás exista ahora dentro de la propia cultura, del propio continente, del propio país, de la propia ciudad y hasta del propio individuo. Precisamente la velocidad de cambio facilita esta coexistencia.

Pienso en los libros que leo y en que si existen es porque hay gente, a veces aún viva, que los ha escrito. Pienso en los movimientos queer y feministas, en las movilizaciones sociales que, aunque no se les dé visibilidad, existen.

Pienso en lo que escucho de los pacientes que atiendo y los tomo como una pequeña muestra de la población. Efectivamente muchos llegan haciendo un casting,[6] y algunos necesitan de una primera etapa de la terapia que consista en ayudarles a empezar a hablar y a pensar. Pero también llega mucha gente problematizada, preocupada por darle un sentido a su vida, por eliminar el dolor de ella, por ser mejores de lo que son.

Débora Tajer[7] plantea, en su libro Psicoanálisis para todxs. Por una clínica pospatriarcal, posheteronormativa y poscolonial [9], la existencia de, como mínimo, tres modelos diferentes de feminidad y de masculinidad: los tradicionales, los transicionales y los innovadores. En la época actual, podemos encontrar estos diferentes modelos, relacionados con el género, coexistiendo en la población. Los cambios a este respecto han acontecido y siguen aconteciendo de una forma tan veloz, que la capacidad de procesamiento psíquico individual y, también de la sociedad como un todo, no pueden seguirles el ritmo. Esto produce el siguiente fenómeno: no sólo encontramos estos modelos coexistiendo en personas diferentes en el mismo momento histórico, si no que hallamos esa coexistencia dentro de una misma persona. En algunos casos, uno de estos modelos rige en la parte consciente y el otro (o los otros) cursan a nivel inconciente. En otros muchos casos, lo que se produce es una especie de fenómeno Frankenstein, por el cual soy un batiburrillo de los tres modelos. En algunos aspectos, sigo el modelo tradicional, en otros, el innovador y, en otros, el transicional.

Este fenómeno Frankenstein, que observamos de forma frecuente en la clínica, pienso que se puede dar también en otras áreas, además de en la del género. En la muestra de pacientes a la que aludía, cuyas edades están comprendidas en este momento entre los 21 años y los 50 años, no hay ni uno de ellos que tenga todas las características del modelo de individuo posmoderno. Quizás soy afortunada, o quizás la mayor parte de gente que pide una terapia psicoanalítica, por las características que ella tiene, ya tenga un cierto perfil psíquico más orientado a la profundización o a la búsqueda de sentido.

Lo que sí que observo son tendencias y cambios respecto de años atrás. Pero también se presenta este mismo fenómeno Frankenstein al que aludía: psiquismos que, en algunos aspectos, están dañados por la prisa, por la influencia de las redes sociales o por la disociación. Sin embargo, esos mismos psiquismos también reprimen, también razonan o, incluso algunos, no usan las redes sociales o no dejan a sus hijos a solas con las pantallas.

Una vez más, ¿cuál es mi preocupación? Que lo que se denuncia o lo que se describe críticamente acabe, performativamente, por convirtirse en la única realidad que existe. Ya que si esa fuese la única realidad existente, la única forma de existencia de toda la población humana, entonces sí: quizás tendrían sentido la parálisis y la conclusión de que no hay futuro. Podríamos pensar, entonces, en cerrar todos el chiringuito.

Pero si, como intento plantear, existe esta coexistencia de modelos en el momento histórico actual, entonces, algo de futuro se tiene que poder relatar.

7. La parálisis

La angustia realista es una reacción automática ante la valoración de un peligro exterior, nos prepara para la acción: ya sea la huida o el ataque. Sin embargo, si en vez de una angustia señal, se produce un desarrollo de angustia, quedaremos paralizados, y algo que es una reacción adaptativa pasará a ser exactamente lo contrario.

Nos puede paralizar la angustia, nos puede paralizar el miedo, la sobreexposición a estímulos, pero nos puede paralizar, también: la indignación.

Hace unas semanas, leía un artículo de opinión de Judith Butler[8] en relación al efecto que puede producir la performance continua de Donald Trump en los que la siguen. Efectivamente, este personaje tiene el poder suficiente como para que todos estemos pendientes de qué hace o deja de hacer. Una sola decisión suya y los dos ancianitos de la aldea pueden dejar de mirar tranquilamente el tiempo, de forma definitiva... Y el resto del planeta, pues también.

A pesar de que esto es así, tenemos que tener en cuenta qué efectos puede producir no mantener una distancia prudencial al respecto. En palabras de Butler:

Si seguimos tomadxs por la indignación y paralizadxs por la estupefacción ante las nuevas declaraciones de cada día, seremos incapaces de discernir qué las conecta. Quedar tomadxs por sus declaraciones es precisamente el objetivo de su enunciación. En cierto modo, estamos bajo su servidumbre cuando nos captura y nos paraliza. Aunque existe cada uno de esos motivos para indignarse, no podemos dejar que esa indignación nos inunde y no podamos pensar.

De nuevo, queda en el punto de mira y amenazada nuestra capacidad de pensar.

Además, añade el artículo: «Quienes celebran su desafío y su sadismo están tan tomados por su lógica como quienes se paralizan de indignación». Este es, en efecto, uno de los motivos por los que finalmente me decidí a escribir este texto; y, muy probablemente, parte de los reparos previos para hacerlo fuesen la consecuencia de estar presa de una lógica que indigna, que paraliza, que quita la posibilidad de un futuro y que elimina toda posibilidad de pensar y de relatar.

8. Ni optimismo, ni disociación

¿Solución? Salgamos entonces de la indignación. ¿Fácil, verdad? Pero se abren entonces otras preguntas: si salimos de la indignación, ¿dónde podemos situarnos?, ¿cómo seguimos?, ¿nos disociamos? ¿O deberíamos, quizás ser optimistas?

Pues no, ni optimismo, ni disociación: probablemente, esperanza. Francamente, esperanza es una palabra que yo no hubiese escogido, ya que, por su uso coloquial, puede aparecer asociada con un optimismo injustificado, con la pasividad o con la fe ciega. «Tienes que tener esperanza», «la esperanza es lo último que se pierde» son frases que a veces se utilizan cuando uno no sabe qué decirle al otro. En verdad, querríamos decirle ¡estás bien jodido!, pero lo que terminamos diciéndole es ¡hay que tener esperanza! Solemos hablar de esperanza en momentos en los que estamos convencidos de que, realmente, no hay nada que hacer.

Sin embargo, en su vertiente filosófica,[9] se trata de una palabra que tiene unas connotaciones muy interesantes. Veremos que lo que ha pasado al uso popular tiene efectivamente sus resonancias con el sentido filosófico del término, pero no conserva, en cambio, su fuerza.

Así que, intentemos vaciarla del contenido más popular y llenémosla con el que le han sabido dar algunos autores. Y si a alguien no le gusta demasiado esta palabra o no se identifica con ella, podemos llamarla, en vez de esperanza, «x». Lo que nos interesa es el sentido que puede tener y lo que éste permite pensar.

Byung-Chul Han,[10] en su libro El espíritu de la esperanza [4], realiza un recorrido muy interesante por varios autores que han escrito sobre este término y plantea también sus propias conclusiones. Me apoyaré en este texto en los próximos párrafos.

Lo primero que debemos hacer es distinguir la esperanza del optimismo, ya que muchas veces se utilizan como sinónimos. La frase: «Hay que tener esperanza» puede ser sustituida fácilmente por «hay que ser optimista». Sin embargo, para nada quieren decir lo mismo.

El optimista desconoce la duda y la desesperación: «[E]stá convencido de que las cosas acabarán saliendo bien. Vive en un tiempo cerrado. Desconoce el futuro como campo abierto de posibilidades. [N]o cuenta con lo inesperado ni con lo imprevisible». Además, el optimismo es algo obvio, que no hay que conquistar ni razonar. Y, sobre todo, no lleva a la acción: como todo va a salir bien, no hace falta que haga nada, no hace falta que imagine nada, no hace falta que arriesgue nada.

Con el pesimismo pasaría exactamente lo mismo, pero a la inversa: «El pesimista no se aviene a nada y rechaza todo cambio, sin abrirse a mundos posibles. Es tan testarudo como el optimista». Ambos son ciegos para las posibilidades.

Sin embargo, la esperanza

[...] supone un movimiento de búsqueda. Es un intento de encontrar asidero y rumbo. Quiza sea precisamente por eso que nos lanza hacia lo desconocido, hacia lo intransitado, hacia lo abierto, hacia lo que todavía no es, porque no se queda en lo sido ni en lo que ya es. Pone rumbo a lo que aún está por nacer. Sale en busca de lo nuevo, de lo totalmente distinto, de lo que jamás ha existido.

Tiene la modalidad temporal del futuro y en su núcleo está la idea de movimiento y, por tanto, de acción posible. En palabras de Václav Havel:[11] «La esperanza no es optimismo. No es el convencimiento de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, al margen de cómo salga luego».

Además, a diferencia del optimismo, la esperanza tiene un vínculo directo con la desesperación y también con la angustia. El optimismo las desconoce, pero la esperanza surge de ellas.

Y uno de los momentos de máxima desesperación y abismo para el ser humano es, precisamente, aquél en el que colapsa la narrativa. Momento en el que estamos en la actualidad.

La esperanza absoluta [...] germina en el abismo. La negatividad de la desesperación absoluta es propia de una situación en la que parece que ya no sea posible ninguna acción. La esperanza absoluta despunta en el momento en el que colapsa la narrativa, que es constitutiva de nuestra vida.

Justo en el momento más abisal es en el que tendría que poder generarse también la actitud más esperanzada. Y digo «actitud» porque la esperanza no es una emoción o un sentimiento, no es: «¡siento mucha esperanza de que pase esto!». La esperanza es un estado de ánimo,[12] una orientación en el mundo. No es ante algo en concreto, eso lo comparte con la angustia, es sin objeto.

Pensarla como un estado de ánimo me parece fundamental. Ciertamente en el corpus teórico del psicoanálisis no se contempla algo tal como el estado de ánimo; sin embargo, pienso que es muy interesante incorporar este concepto para el tema que estamos abordando. Sobretodo, porque no responde a algo que tenga que ver con la conciencia, con el pensamiento positivo o con la voluntad, no es: «hoy estoy chof y me tengo que animar». Tal y como lo trabaja Han, siguiendo a Heidegger, el estado de ánimo

«no es una sensación subjetiva de la que posteriormente se tiñan los objetos, sino que nos abre el mundo en un nivel previo a la reflexión. Antes de tener cualquier percepción consciente, ya hemos experimentado el mundo desde un estado de ánimo».

Es decir, ese estado de ánimo orientará, antes de que seamos consciente de ello, la percepción que tenemos del mundo y, por tanto, determinará lo que podamos o no imaginar, que determinará, a su vez, la evaluación de nuestras posibilidades de acción.

Con un estado de ánimo angustiado, pesimista u optimista no podremos pensar nada. Tomando la esperanza como la hemos ido definiendo aquí, con un estado de ánimo esperanzado introducimos la dimensión de futuro, de acción y de sentido, y por lo tanto, nos queda abierta la posibilidad de narrar, de actuar, de imaginar y de soñar.

Un estado de ánimo esperanzado no es optimismo, pero comparte con él la posibilidad de que algo que hagamos salga bien. Tampoco es disociación, pero, como ese mecanismo, nos saca de la parálisis y nos permite funcionar.

No sé a ti, pero a mí me da un poco de aire, la verdad.

9. Un presente que no sueña

No estamos en un momento muy alentador, pero quizás no seamos, tampoco, todos invertebrados. El problema lo tendremos si todos aquellos que todavía están libres de ser hombres o mujeres huecos acaban paralizándose y convenciéndose de que todos los modos de existencia se han convertido en el mismo.

No pienso que nos quede mucho tiempo, así que quizás se trate de hacer equilibrismos, de poner un pie en la crítica y otro en la esperanza. De entender las lógicas que nos paralizan e intentar no quedar atrapados en ellas. De no ser ni optimistas ni pesimistas. De desesperarse para esperanzarse. Quizás se trate de soñar. Porque:

Un presente que no sueña tampoco genera nada nuevo. Un presente así no tiene pasión por lo nuevo, entusiasmo por lo posible ni ganas de comenzar de nuevo. Si no hay futuro, es imposible apasionarse [4].


Menorca, abril de 2025

Referencias

[1] Jorge Mario Bergoglio. Esperanza. La autobiografía: Memorias del papa Francisco. En Editorial HarperCollins, 2024.
[2] Judith Butler. Trump está desatando el sadismo sobre el mundo, pero no podemos dejarnos abrumar. En El diarioAR, 2025.
[3] Sigmund Freud. El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura, y otras obras. En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xxi. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[4] Byung-Chul Han. El espíritu de la esperanza. España: Herder, 2024.
[5] Lola López. Invulnerables e invertebrados: Mutaciones antropológicas del sujeto contemporáneo.. España: Anagrama, 2024.
[6] Lola López. Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad. España: Anagrama, 2024.
[7] María del Mar Martín. Dame herramientas. El signo de los tiempos. En Textos para pensar, 2023.
[8] María del Mar Martín. Despacio. En Textos para pensar, 2024.
[9] Débora Tajer. Psicoanálisis para todxs. Por una clínica pospatriarcal, posheteronormativa y poscolonial. España: Topía, 2024.

Notas

1 Lola López hace un juego interesante con la idea de que la columna vertebral, a nivel anatómico, es lo que une, articula y funciona como eje del cuerpo. Los «invertebrados», desde un punto de vista metafórico, serían aquellos individuos que carecen de articulación, continuidad vital y de eje moral. 
2 Tampoco se sabría qué es exactamente demasiado: ¿en qué momento empieza la parálisis? 
3 Algunos hay, pero o son apocalípticos o un tanto delirantes, como empezar de nuevo en Marte. 
4 Esto queda evidenciado en los procesos de duelo. Cuando pierdo una persona, el duelo, es decir, la retirada de libido, la realizo no sólo de la persona, sino también de todos los planes que tenía con ella, de todo el relato y el proyecto de esa relación. 
5 Y no creo que les pase más rápido hoy, por más hipervelocidad que tenga este mundo loco moderno. No estarán libres de afectación, seguramente sus pensiones se vean comprometidas, también los servicios de salud que reciban, pero dudo que piensen que tienen que vivir su vida corriendo. 
6 Tal y como desarrollé en mi ponencia Dame Herramientas. 
7 Psicoanalista argentina especialista en la relación entre psicoanálisis y género. 
8 Filósofa y activista norteamericana, pionera de las teorías queer. 
9 También la esperanza es un concepto teológico. Es una de las tres llamadas virtudes teologales en la religión cristiana (fe, caridad y esperanza) y está vinculada a las promesas de Dios. Precisamente, el recientemente fallecido Papa Francisco tituló sus memorias, publicadas en enero de 2025, Esperanza. La autobiografía [1]. 
10 Filósofo, teólogo y ensayista surcoreano experto en estudios culturales y profesor de la Universidad de las Artes de Berlín. 
11 Dramaturgo, escritor y político checo. Fue el último presidente de Checoslovaquia y el primer presidente de la República Checa. 
12 La propia definición lingüística del término lo dice: «Estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea». Definición de la rae.