Textos para pensar


En la trampa

Silvina Fernández [CV]

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Nota del Editor

El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XVI Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (V).

Como cuerpo, cada hombre es uno;
como alma, jamás.

Hermann Hesse


Introducción

Hablar hoy de lo privado es hablar del ámbito doméstico, del espacio físico de la vivienda y de las relaciones familiares que tienen lugar en él. Lo privado se acerca peligrosamente a lo íntimo. Mientras que lo público, por oposición, es todo aquello que acontece fuera del hogar, en las diversas esferas de lo social, de lo político, de lo cultural.

La naturaleza de lo privado y lo público es específico de cada sociedad; es el producto de las relaciones sociales y forma parte de la definición de la formación social en cuestión.

Estas producciones sociales se han transformado durante los siglos y su contraposición, implicación recíproca y proporcionalidad dieron características únicas a cada momento histórico. Por ejemplo, a diferencia de hoy en día, para los griegos, privado era lo privado de algo, es decir carente de lo esencial. En este sentido, la vida privada era aquella vida dedicada a la necesidad y a la repetición, ajena a la verdadera vida que se escenificaba en lo público, donde era posible realizar discursos o acciones extraordinarios.

Durante el último siglo la transformación de estos ámbitos, en conjunción con otros factores, dio como resultado el surgimiento de una nueva forma de subjetividad, muy peculiar y, no se puede negar, preocupante. Así como a comienzos del 1900 entre las esferas de lo público y lo privado había un tránsito fluido, con el transcurso del tiempo se configura una decidida defensa de la vida privada y con ello un individuo cada vez más volcado en sus propios intereses que vivirá como contrapuestos aquellos que vengan del exterior.

Esta reflexión nos lleva a plantear una serie de preguntas, inspiradoras de este texto. Nos preguntamos por las implicaciones de esta nueva forma de subjetividad y si podría ser ocasionadora de conflictos psíquicos de difícil resolución la oposición de estos ámbitos tal y como se vivencian en nuestros días.

Además, puesto que las transformaciones sociales siempre van un paso por delante de la ideología de los individuos que las viven, nos preguntamos cuáles son las consecuencias psíquicas de los cambios tan radicales que hemos vivido en los últimos 70 años.

Y por último, ¿habría alguna otra forma de pensar estos dos ámbitos?, ¿podríamos pensar un mundo sin esta dicotomía?

Comencemos destacando, con la certeza de estar haciendo una vasta reducción, algunas claves de los principales movimientos sociales que nos llevaron a la conformación actual de un vida privada individual.


Hacia la vida privada individual[1]

Lo público y lo privado han cambiado dependiendo no sólo de la época, sino también de la clase social. En el último siglo ha sido la clase obrera la que ha sufrido los cambios más radicales puesto que en sus comienzos tener vida privada era un privilegio sólo de la clase burguesa. Los obreros hacían su vida en medios intermedios, en la calle, en la casa, en el umbral de la puerta. Será durante el siglo XX cuando se dará un cambio progresivo de lo público y lo privado hacia la democratización de la vida privada transformando, a su vez, la vida pública. La vida privada individual se erigirá como resultado de dicha transformación.

La primera gran evolución tuvo lugar en el campo del trabajo, éste deja de ejercerse en el ámbito doméstico y se traslada fuera de la esfera privada. Si tomamos como ejemplo el funcionamiento de los comercios, observamos que la mayoría tenían la vivienda en la parte posterior, los espacios entre lo doméstico y lo laboral estaban prácticamente indiferenciados, dando lugar a que las transacciones comerciales se realizasen en cualquier horario. Pero esta indiferenciación de los espacios comienza a ser vivida como un sometimiento absoluto del tiempo y como consecuencia se produce un doble movimiento: los espacios se separan y se especializan. La tienda quedará en la planta baja, por ejemplo, mientras que el hogar se trasladará a la parte superior o incluso se desplazará a otra zona del pueblo. A su vez, en cuanto a la legalidad, el trabajo deja de regirse por normas de ámbitos privados para regirse por las normas del convenio colectivo.

Lo que se confundía a comienzo del siglo XX, trabajo y ámbito doméstico, ahora está en oposición, tanto en las ciudades como en el campo.

Esta separación repercute de forma directa en el caso de la mujer. La segregación de los espacios productivo y doméstico transforma el sentido de la división sexual de las tareas e introduce en la pareja la relación de amo y servido que antaño caracterizaba a la burguesía. La especialización de los espacios rompe la igualdad conyugal y hace de la mujer una sirvienta, el quedarse en la casa pasa a significar el sometimiento al hombre. Esta mudanza es agravada por los cambios en la economía; puesto que ésta se vuelve cada vez más monetaria, resta importancia a la tarea de ahorro desempeñada por ella.

Otro gran cambio acontece en la familia. Durante el siglo XX ésta pierde sus funciones públicas para sólo mantener las privadas, debido a que parte de las tareas son asumidas por instancias colectivas como, por ejemplo, la educación, llevando a lo que podemos denominar una privatización de la familia. Este cambio de funciones implica un cambio de naturaleza: la familia, entonces, deja de ser una institución fuerte. Así pasamos de una familia dominante, en la que el marido era el jefe y la mujer en el ámbito doméstico privado tenía gran control sobre los hijos, a un régimen familiar más suave.

Esta mudanza repercute en la organización del espacio doméstico, puesto que no se organiza en función de una lógica derivada de necesidades privadas supuestamente autónomas, sino que es él mismo un producto social.

Antes el espacio privado era el espacio público del grupo doméstico. Se compartían los ambientes, los integrantes se desnudaban y lavaban unos delante de otros, las relaciones sexuales se mantenían en el espacio compartido, no se poseían objetos personales, etc. La vida transcurría a lo ojos de todos. Junto con la pérdida de poderes de las figuras parentales se disgrega el espacio doméstico y en la vivienda cada uno comienza a tener sus propios espacios.

En este movimiento los individuos conquistan el derecho a tener una vida privada autónoma en el seno de la familia. Es entonces cuando, a partir de la segunda mitad del siglo XX, la vida privada se desdobla y dentro de la vida privada de la familia surge una vida privada individual.

¡Detengámonos aquí!


Implicaciones

Este desdoblamiento no es sin consecuencias. La creencia de que somos seres autónomos, independientes y libres va adquiriendo consistencia hasta nuestros días en que se establece como un derecho indeclinable. Este centramiento en uno mismo está en la base de aquello que moldea nuestro ser y repercute en el desarrollo de nuestra vida.

Centremos nuestra atención en algunas de sus implicaciones.


Desde la familia

Si a principios del siglo XX la vida privada se confundía con la familiar, ahora la familia ha pasado a ser juzgada en función de su contribución al pleno desarrollo de la vida privada de los individuos.

De este ámbito familiar aguardamos la satisfacción de todo lo que es deseado, a la vez que esperamos que sea el apoyo para el crecimiento personal. Por ello lo defendemos con la máxima devoción y cualquier intromisión se interpreta como un ataque a la integridad personal. Lo llamativo es que esta creencia se sostiene aún cuando lo que se obtiene de la familia está en contraposición a lo deseado, aún cuando esa esfera de lo privado es justamente la generadora de malestar.

Este reforzamiento del ámbito familiar, entendido para muchos como un oasis, se refleja en la disposición espacial de las viviendas. Todo está organizado para el mayor confort de cada uno de los individuos que habitan en ella: un sofá cómodo, varias televisiones para que cada uno pueda ver lo que le interesa, una cerveza siempre cerca al mejor estilo Homer Simpson.[2]

Los hijos, en el transcurso de los años, han ido adquiriendo mayor relevancia y llegamos hasta nuestros días en los que el espacio se organiza prácticamente alrededor de sus necesidades. Por ejemplo, sus habitaciones son ya pequeños apartamentos independientes, en algunos casos, del funcionamiento del hogar.

La vida familiar pasa a ser la unión de vidas privadas individuales. Así, el ámbito familiar afianza y promulga la individualidad, y una de las consecuencias directas de este reforzamiento será la dificultad para establecer vínculos fuertes fuera de este ámbito.


Caminando rumbo al mundo

Vincularse es ante todo transformación. Implica dejar de mirarse a uno mismo para ver que hay otros en el mundo, con necesidades, afectos, preocupaciones, y la transformación surge como fruto del intercambio con ese otro que no soy yo.

Vincularse involucra el compromiso. Sin duda, cuanto más intenso sea el vínculo exigirá más de los individuos, a la vez que brindará más. No es lo mismo, por ejemplo, el vínculo que pueda tener con el camarero del bar que visito diariamente a aquel que tenga con mi pareja. Si dejo de ir a ese bar no es probable que el camarero me envíe un mensaje reprochándomelo.

Vincularse es interrogarse por el otro y actuar en consecuencia. Es pensarlo en sus diferencias, similitudes, desvíos. Así, el otro ya no es un enemigo de la propia identidad, y la vinculación lleva al crecimiento de cada uno de los vinculantes. Es la tendencia hacia una suma. Y en el caso de que no fuese así, tendría que llevarnos a la reelaboración del vínculo.

Sin embargo, en nuestros días, hablar de vinculación es aterrorizar a la población. Encontramos en el libro Amor líquido de Zygmunt Bauman la siguiente afirmación:

La moderna razón líquida ve opresión en los compromisos duraderos; los vínculos durables despiertan su sospecha de una dependencia paralizante.[3]

Para que un compromiso perdure en el tiempo debe ser pensado y elaborado, esto conlleva un trabajo arduo y de implicación mutua que es interpretado como opresivo porque en el intercambio se cuestiona el ego, se limitan algunas direcciones del hacer, es decir, se atenta contra el narcisismo. Sin embargo, lo que se obtiene del vínculo se niega, queda silenciado muchas veces porque en definitiva, ¡lo que me dio me correspondía!

Guiados por el temor al compromiso, pero también a la soledad, se instalan una serie de conductas repetitivas que no hacen más que generar un círculo del que es difícil escapar, puesto que para evitar la soledad se lanzan a una búsqueda desmedida por conocer a alguien, pero luego, el temor a la dependencia y a que justamente su disolución lleve nuevamente a la soledad, actúa horadando el vínculo desde dentro. Se establece el vínculo, pero no lo suficientemente fuerte como para hacer que perdure en el tiempo. Así infinitas veces. Y nunca se aprende, o en verdad lo que se aprende es a establecer relaciones de corta duración.

Entonces la impotencia para establecer vínculos duraderos queda enmascarada como una nueva forma social de vinculación. Muchos contactos, poca intensidad.

Los vínculos familiares, de padres e hijos, son los únicos que persisten en el tiempo y que, por el contrario, la pérdida de la intensidad a veces nunca llega. Y es en este vínculo en el que se pone todo el acento y es del que se espera la satisfacción.

La dificultad para vincularse se combina con una desmedida reivindicación de libertad.


En mi reducto

En ese ámbito privado, en el desarrollo de la vida privada individual, la libertad es la que lleva el estandarte. La libertad comprendida de la manera más absurda, como la no obligación a nada, ni con nadie. Como un privilegio para hacer y decir lo que viene en gana.

Acertadamente, Erich Fromm, en su libro El miedo a la libertad, asevera:

Nos sentimos orgullosos de no estar sujetos a ninguna autoridad externa, de ser libres de expresar nuestros pensamientos y emociones, y damos por supuesto que esta libertad garantiza —casi de manera automática— nuestra individualidad. El derecho de expresar nuestros pensamientos, sin embargo, tiene algún significado tan sólo si somos capaces de tener pensamientos propios.[4]

La atracción que ejerce la idea de libertad y la ilusión de no estar sujetos a ninguna autoridad sostenidas desde todos los ámbitos, adormece. Repetimos como algo propio pensamientos que no dejan de aparecer en vallas publicitarias, en series de televisión, en películas.

Anhelamos vidas como las de las revistas de famosos, nos identificamos con ellos y los observamos atontados como las vacas que ven pasar los coches tras una alambrada. Compramos sus ideas de éxito y felicidad, pero es un traje que no nos sienta bien.

El sometimiento a esta nueva autoridad está encubierto.

Entonces, la libertad entendida en estos términos produce individuos desconectados de sí, que expresan pensamientos e ideas, que tienen opiniones acerca de todo lo que sucede, pero que están alejados de sus afecciones. Hablan, parlotean, pero no están comprometidos en el decir.

Individuos que actúan no como respuesta a procesamientos y elaboraciones de sus propios afectos o intereses en determinadas circunstancias, sino que responden en nombre de una libertad ideológica, de una sabiduría (falsa) acerca de la vida, aunque, a veces, esa respuesta vaya en contra de sí mismos.

Poseen una pseudolibertad que los lleva, paradójicamente, a la esclavitud. A estar sometidos a una autoridad que no se vive como tal, sino que justamente hace sentir como propias las ideas y los pensamientos. La capacidad crítica queda neutralizada y el agente opresor es negado desde la omnipotencia narcisista.


Corolario

Llegados a este punto, observamos que el reforzamiento desde la familia y desde lo social de la vida privada individual produce en el individuo, entre otras cosas, aislamiento, desconocimiento de sí, desconexión, abolición de cierta capacidad crítica. El fortalecimiento de la individualidad pone en oposición los ámbitos público y privado.

Ahora bien, ¿podría ser que tal y como se vivencia esta oposición sea ocasionadora de conflictos de difícil resolución?


Desgarro

A priori, la respuesta es afirmativa. Si bien lo público y lo privado han sufrido múltiples transformaciones históricas, en los últimos setenta años, como hemos desarrollado, adquiere características que hacen del individuo casi un héroe del cómic en lucha permanente contra el mundo, desconociendo una parte de sí.

Este héroe, lejos de poder ganar su batalla, se vivencia compacto, se exhibe sin fisuras, inmerso en la creencia de que esa consistencia es su fortaleza. Sin embargo, ello le cierra el camino a la posibilidad de procesamiento de las propias contradicciones, al entendimiento de la ambivalencia en cuanto a los sentimientos, a la resolución de las dudas en la toma de decisiones, en definitiva, a todo aquello que nos hace seres complejos, con incertidumbres y vacilantes frente a la vida.

Este individualismo interrumpe el flujo con lo público e interfiere en el desarrollo a partir de la propia experiencia, entendiéndola como el saber adquirido en la vida por la vida misma[5]. Esta sabiduría no sobreviene a todos, puesto que no basta con ver y oír, sino que es necesario escuchar, mirar y retener, y sobre todo, ordenar lo visto y lo oído, establecer juicios y leyes generales, pensar lo percibido, en definitiva, hacer carne lo vivido. Sin sentirse parte de ese afuera, en flujo con el exterior, el mundo es una pared contra la que se rebota una y otra vez.

Así, las vivencias son allanadas, el individuo es reducido a una unidad simple y la complejidad queda para unos pocos.

En este contexto encontramos un individuo aislado, con la convicción de poseer ideas propias y la sensación de estar muy conectado. Sin embargo, sabemos que esas ideas no son más que repeticiones de las ideas ambiente y que está muy conectado, pero no vinculado.

Esta individualidad conlleva un narcisismo exacerbado que interpreta las demandas que provengan del exterior como elementos perturbadores. A la vez, que no le permite reconocer sus propios afectos y pensamientos.

Así, el individuo queda sumergido en una trampa.

Lo más propio es un producto ideológico y, justamente, no se puede ver debido al acrecentado narcisismo. A su vez, lo que viene de fuera es la ideología en acción, podemos decir. Entonces, en el reforzamiento de la individualidad frente a lo perturbador del exterior, en la defensa de sus convencimientos, no hace otra cosa más que reforzar la ideología. Defiende a ultranza aquello que lo esclaviza.

En estos casos, en verdad, no hay conflicto alguno, la ideología es la que reina y las perturbaciones no dejan de ser más que molestias propias del narcisismo. No sin que cierto malestar se instale como un fondo permanente.

En esta situación, debemos agregar una nueva complejidad. Los cambios psíquicos nunca han acompañado a los cambios sociales, sino que éstos requieren de más generaciones para asentarse, según destaca Wilhelm Reich, en Psicología de masas del fascismo:

[...] con el tiempo las estructuras psíquicas van retrasándose respecto del desarrollo de las condiciones sociales que les dieron origen y que evolucionaron rápidamente, y entran en conflicto con las formas ulteriores de vida [...].[6]

Nuestras estructuras psíquicas están un paso por detrás de los cambios sociales actuales, están desfasadas, es decir, actuamos según los estándares sociales, pero ideológicamente no estamos a esa altura. Y si tenemos en cuenta los cambios vertiginosos de las últimas décadas, incomparables con cualquier otro momento histórico, este desfase es más acusado.

Quizá sea esto lo que provoca esa sensación de extrañeza cuando nos detenemos a ver cómo se mueve el mundo. Quiza la vida a ritmo vertiginoso sea un intento de acompañar el movimiento social. Quizá esa sensación de que nunca es el momento de plenitud, ni el lugar, ni la mujer ni el hombre adecuados marque este desfase. Quizá ese nunca es de nuestros días, esa permanente insatisfacción extendida, sea su forma de manifestarse. Quizá.

Si con todos los medios que se han desplegado, el mayor confort que efectivamente hemos alcanzado, el desarrollo tecnológico, los avances científicos, los nuevos medicamentos, etcétera, nos encontramos así, cabe la aterradora pregunta acerca del futuro, ¿qué será lo que viene? La respuesta no es muy alentadora, en palabras de Friedrich Nietzsche, El desierto crece: ¡ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!.[7]

Entonces, nos hacen creer en un intento desmedido que el ser humano es un individuo, la ideología lo refuerza, pero, si ahondamos, lo que aparece a nuestra vista son quiebres, fisuras, coexistencias de ideas contrapuestas, desfases entre el pensamiento y la acción, simultaneidad, discrepancias y contradicciones.

El término individuo[8] no es más que un producto y a la vez productor de la ideología de la no división. Y si de algo se nos priva con esta ideología de la vida privada individual es de la singularidad.

Retomando la pregunta inicial acerca de si tal y como se vivencia la oposición entre los ámbitos público y privado ésta podría ser ocasionadora de conflicto, afirmamos que lo es sólo cuando una parte del ser conecta consigo, cuando por ciertas circunstancias vitales o experienciales se consigue tocar algo de lo propio, y esto entra en oposición con la ideología. Lo que hasta ahora servía de guía ya no nos es válido.

A partir de aquí, y en el mejor de los casos, es el punto de partida para iniciar un camino propio de crecimiento, un camino de singularidad. En el caso de no encontrar una vía de resolución lo más probable es quedar atrapado entre estas dos tendencias y, por consiguiente, paralizado en algún aspecto o momento de la vida.

Puesto que el panorama no es muy alentador, creemos que es el momento oportuno para preguntarnos si cabría la posibilidad de pensar la dicotomía público / privado de un modo diferente, que reconozca la división del individuo y rompa con la separación tajante de individuo y mundo exterior.


Hacia la fusión

Pensar un mundo sin esta dicotomía no parece posible. Ahora, pensar un mundo en el que por ende estos ámbitos tiendan a la fusión es probable.

Nuestro pensamiento siempre tiende a separar y comparar, jerarquizar y categorizar. Nos movemos entre opuestos y complementarios para pensar la realidad, dividimos los espacios otorgándoles una funcionalidad, separamos el tiempo del trabajo del tiempo de ocio, estratificamos las relaciones sociales, creamos diversos emails y nos repartimos en tres perfiles de facebook. Así compartimentamos la vida.

Nosotros estamos en todas esas separaciones. Y nos convertimos en esas divisiones.

Pensar una vida fusionada implica que alguna de esas divisiones vayan desapareciendo y con ello ciertas limitaciones que traen aparejadas.

Implica ir deshaciendo aquellas divisiones que se forjaron como respuestas a situaciones desagradables o dolorosas en algún momento de nuestra vida en la que no teníamos la fortaleza suficiente para sobrellevarlas, y que con el desarrollo han quedado sedimentadas como algo propio. Divisiones en respuesta a o como consecuencia de la ideología. Divisiones que nos alejan de nosotros mismos. Es decir, implica abandonar el narcisismo exacerbado de nuestro tiempo.

A la vez que nos lleva a desandar un camino, nos invita a caminar por una senda propia. Fusionar lo público y lo privado es fusionar la vida, es llegar al punto en el que mi pensamiento no entre en contradicción con mi hacer en el mundo, es a la vez sentirme singular siendo parte de un todo.

Allí se juega la fuerza vital. Allí se juega la propia vida.


Conclusión

La vida privada no es una realidad natural que nos venga dada desde el origen de los tiempos, sino más bien una realidad histórica construida de manera diferente por determinadas sociedades.[9]

Esta afirmación no presenta ninguna dificultad, nadie la puede negar y ni tan siquiera ponerla en duda. Ahora bien, asumir esa idea como una sentencia es quedar apresado en los despliegues propios de cada momento histórico social.

Sin embargo, pensarnos en flujo con el mundo en un tiempo no lineal nos abre las puertas a lo singular; en el decir de Pistorius, un personaje del libro Demian, de Hermann Hesse, nos abre las puertas a la humanidad:

Acostumbramos a trazar límites demasiado estrechos a nuestra personalidad. Consideramos que solamente pertenece a nuestra persona lo que reconocemos como individual y diferenciador. Pero cada uno de nosotros está constituido por la totalidad del mundo; y así como llevamos en nuestro cuerpo la trayectoria de la evolución hasta el pez y aún más allá, así llevamos en el alma todo lo que desde un principio ha vivido en las almas humanas. [...] Pero hay una gran diferencia entre llevar el mundo en sí y saberlo [...] Mientras no lo sepa es como un árbol o una piedra; en el mejor de los casos, como un animal. En el momento que tenga la primera chispa de conciencia, se convertirá en un hombre.[10]


Barcelona, marzo 2016


Notas

1 Nuestras fuentes son la obra de cinco volúmenes de Georges Duby y Philippe Ariès, Historia de la vida privada, Editorial Taurus, 1992, y un artículo de la historiadora Begoña Pernas, Utopías de la vida privada. 
2 Es el padre de la familia protagonista y uno de los personajes centrales de una serie de televisión de dibujos animados llamada Los Simpson. 
3 Bauman, Zygmunt: Amor líquido, Editorial Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 70. 
4 Fromm, Erich: El miedo a la libertad, Editorial Paidós, Nueva Biblioteca, Barcelona, 2000, p. 342. 
5 Morente García, Manuel: La filosofía de Kant, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2004, p. 129-130. 
6 Reich, Wilhelm: Psicología de masas del fascismo, Editorial Bruguera, Barcelona, 1980, p. 48. 
7 Nietzsche, Friedrich: Así habló Zaratustra, Editorial Alianza, Madrid, 1997, p. 413. 
8 El concepto griego de individuo (átomo) indica lo indivisible, algo elemental que no admite unidades inferiores. 
9 Duby, Georges; Ariès, Philippe: Historia de la vida privada, La vida privada en el siglo XX, Editorial Taurus, 1992, p. 14. 
10 Hesse, Hermann: Demian, Editorial Alianza, Madrid, 1998, p.113-114. 

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