Textos para pensar


Despacio

María del Mar Martín [CV]

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Nota del Editor

El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XXIII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (XII).

1. Introducción

Esta ponencia sigue, en cierto modo, la estela de Dame herramientas. En ese texto, pusimos sobre la mesa los cambios que se han ido produciendo en los últimos años en los procesos de llegada y de inicio de análisis por parte de los pacientes. A pesar de que en aquella ocasión dedicamos algunas reflexiones al posicionamiento del psicoanalista en estos comienzos terapéuticos, nuestro foco estuvo centrado en los pacientes. Reflexionamos sobre cómo los cambios socio-culturales, la predominancia de la prisa y de las pantallas, la caída de los ideales, etcétera, se insertaban, a modo de repetición, en las cartas de presentación y actitudes de éstos al aproximarse al análisis: «queremos que el proceso sea rápido, fácil e indoloro y, para ello, queremos herramientas».

En esta ocasión, quisiéramos poner también la mirada en el otro lado. Los cambios a los que aludimos no sólo afectan a los analizandos, sino que tienen también influencia sobre los psicoanalistas y sobre la propia práctica terapéutica, ya que esa velocidad ambiente repercute y baña, en muchos casos, no sólo el ritmo del paciente, sino también el del análisis mismo.

El texto transitará, además, por algunas reflexiones y observaciones respecto a situaciones complejas para los psicoanalistas, que pueden llegar a suponerles un verdadero reto. Para este trayecto, nos basaremos no sólo en la experiencia de la atención clínica, sino también en una serie de materiales extraídos de la labor de supervisión. Algunas de las cuestiones que plantearemos son conocidas, comentadas y transmitidas de supervisor a supervisando o entre colegas, pero es difícil hallarlas escritas. Por este motivo, consideramos interesante dejarlas plasmadas sobre el papel.

2. No future

Una mirada crítica sobre lo que acontece en nuestro contexto histórico es, sin duda alguna, absolutamente necesaria. Denunciar los cambios que «van a peor» debería ser una obligación ética de cada generación. En la actualidad, la fluidez de los vínculos, la tendencia a instalarse en posicionamientos radicales, el uso de las pantallas por un sector cada vez más importante de la población y las repercusiones que estos y otros aspectos tienen en la subjetividad son algunos de lo temas que preocupan, y deben preocupar, a todos en general y a los psicoanalistas en particular. En última instancia, trabajamos con esas subjetividades (o con la ausencia de subjetivación) y nos enfrentamos a esos cambios en el día a día de la consulta.

Sin embargo, ese ejercicio crítico puede generar en el que lo escucha una sensación de pesimismo, de un no future al más estilo punk setentero. No creemos que tenga que ser así, no toda crítica debería desembocar o provocar o ser, incluso, pesimista. Existe un equilibrio, aunque difícil de sostener, entre la denuncia y la rendición; equilibrio al que todos deberíamos intentar llegar. Que uno denuncie que los pacientes se presentan en tal o cual estado, no quiere decir que no siga teniendo el deber de romperse la cabeza para intentar llegar a ellos.

Los cambios a los que nos enfrentamos no son sólo negativos o mermantes; algunos son simplemente cambios sociales que influyen y suponen retos a la sociedad en general y a la práctica clínica en particular. Hace unas semanas, escuchaba a una psicóloga especialista en niños y adolescentes hablar del reto que suponían, para los profesionales, todos los aspectos ligados a la cuestión de la transexualidad infantil. Decía: «Estamos todos desorientados, pero hay que seguir, alguien les tiene que acompañar». Y estoy totalmente de acuerdo, los cambios de escenario pueden producir desorientación o, incluso, angustia, pero a pesar de ello, no podemos dejar de acompañar.

Personalmente, me formulo en ocasiones esta pregunta: ¿en los últimos tiempos vamos «más a peor» que nunca o todas las generaciones anteriores ya han tenido esta sensación? A veces, temo que, en algunos aspectos, estemos cayendo en el clásico lugar del padre conservador que no consigue entender a su hijo adolescente.

Sea como sea, estemos peor que nunca o no, lo que está claro es que habrá que seguir.

3. La contaminación

Uno de los últimos escritos de la obra freudiana, Análisis terminable e interminable [2], es, precisamente, un texto que ha sido considerado por algunos autores como pesimista. Freud dedica parte de esa obra a trabajar lo que podríamos denominar los límites del psicoanálisis; es decir, pone sobre la mesa aquellas características concretas del paciente con las que nos podemos encontrar y que pueden representar una traba o, directamente, un punto y final al progreso del trabajo analítico.[1]

El infantilismo psíquico, la viscosidad de la libido, el factor constitucional o una alteración del yo en grado sumo, serían algunas de estas características ante las que el psicoanalista encontraría un límite o una gran dificultad en su labor. No se trata de algo que sucediese en la época de Freud, sino que todas esas características siguen suponiendo una traba en la actualidad. En algunos casos, lo más difícil, cuando nos enfrentamos a estas cuestiones, es saber si nos estamos encontrando efectivamente con un límite infranqueable, o bien si se trata de simples manifestaciones de la neurosis que, con tiempo y análisis, se puedan curar o sortear.

La casuística puede ser muy variada. En ciertas ocasiones, podemos creer discernir con claridad de qué se trata: «Es todo neurosis»; o bien, «El grado de alteración del yo hará que podamos llegar sólo hasta este o tal otro punto». Este planteamiento inicial, que de todos modos puede ser provisional, orientará las formas de intervención con ese paciente en particular. Sin embargo, en otras ocasiones, como mencionábamos, no sabemos, ni podremos saber durante un gran trecho del análisis, —y nos estamos refiriendo, en algunos casos, incluso a años—, si estamos luchando contra algo inamovible o contra algo susceptible de cambiar. Este es un tema central y absolutamente delicado, ya que si intentásemos llevar a ese paciente más lejos del punto al que efectivamente puede llegar, correríamos el riesgo de añadir nosotros un problema más a los que éste ya tenía antes de empezar el tratamiento, sin obtener, por otra parte, ningún beneficio. Pero también nos podemos encontrar con el problema inverso. Si valorásemos, y todavía más, si lo hiciésemos de forma definitiva, que el paciente no podrá ir más allá de determinado punto, también podríamos errar y no permitirle así llegar hasta donde sí hubiese podido hacerlo.

A esta dificultad en el discernimiento de los posibles límites del paciente, se le añade actualmente una novedad. Ocurre, cada vez más, que el analista llega a este atolladero, a no saber si el paciente puede o no cambiar, demasiado rápido. A veces, incluso, en los primeros meses de análisis. «No sé qué hacer con él», «Se lo he dicho de todas las formas posibles», «No hay por donde entrarle», «Lo intenta, pero no puede» y otras expresiones similares son las que podemos escuchar. ¿Qué está pasando? En realidad, podemos leer la situación desde diversos ángulos, que no son para nada excluyentes entre sí.

Por un lado, es cierto que, como ya destacamos en Dame herramientas, los pacientes llegan con prisa y con actitudes muy demandantes. Por un lado, es cierto que, como ya destacamos en Dame herramientas, los pacientes llegan con prisa y con actitudes muy demandantes. Muchos de ellos tienen la expectativa de una cura rápida, lo que hace que la dimensión temporal con la que el analista parece poder contar sea cada vez más reducida. Se entiende el efecto que esto puede producir en la escucha analítica: si el paciente piensa que en seis meses se tiene que curar, y yo entro en su dimensión temporal, a los cuatro meses ya me tengo que estar preguntando si el paciente va a poder o no cambiar.

Por otro lado, también podría ser, y en algunos casos es así, que por todos los elementos sociales que ya hemos mencionado, los pacientes lleguen más dañados, sean menos asequibles, más rígidos, menos permeables. Que su capacidad de soportar la frustración y la angustia, necesaria para todo proceso de cambio, sea muy reducida y por este motivo, muy rápidamente, nos encontremos formulándonos la pregunta de si van a poder o no modificar aquello que les enferma.

También hay que decir que estas frases del analista pueden ser meras descargas, formas de hablar, que sirvan como exutorios para la frustración que puede generar ver cómo alguien se daña, detectar claramente cual sería su vía de salida y observar que no sale.

Además, dentro del campo transferencial que baña todo proceso terapéutico, estas manifestaciones pueden ser una mera transacción afectiva: siento yo, como analista, la impotencia del propio paciente, siento el efecto que le producen sus propias preguntas sobre si va a poder cambiar algo, o no.

Pero también puede estar pasando otra cosa, ¿no nos estaremos contaminando también nosotros de esa velocidad ambiente? ¿No existe el riesgo de que estemos siendo arrastrados a un ir rápido que está en las antípodas de lo que requeriría un proceso analítico? En última instancia, también somos nosotros hijos de la época, también estamos expuestos a todos los cambios mencionados, también nos podemos poner a correr sin saber por qué ni hacia dónde, también podemos estar siendo atravesados por un no future, donde no toca y con quien no toca.

3.1. A tu sitio

Despacio, paciencia, distancia. Como un mantra lo podríamos repetir a modo de anclaje a un lugar que un analista no debería de perder jamás. La atención libremente distribuida, la «disponibilidad» de la que hablaba François Jullien[2] y que creía encontrar en los desarrollos freudianos, son figuras, referencias que apuntan a una actitud por parte del analista muy próxima a la calma. Esto no quiere decir que no tengamos que hacer intervenciones rápidas, intensas, repentinas o que tengamos que hablar al paciente siempre calmados o despacio. Lo que quiere decir es que nuestra actitud, nuestro posicionamiento interior no puede ser, en ningún caso, de urgencia o de prisa. No podemos meternos en el atolladero, si es que tenemos que llegar a él, antes de tiempo.

Hace unas semanas, en una conversación, una terapeuta corporal hacía referencia a una frase que consideré esencial para el tipo de trabajo que desempeñamos: «Escuchar y permanecer». Así es, gran parte de nuestra labor se basa en esto, en escuchar y en permanecer. Y, precisamente, la permanencia es lo primero que perderé si corro, o si tengo urgencia o prisa, porque inevitablemente me habré marchado. Habré salido de mi permanencia, de mi presencia.

El proceso analítico es un viaje de largo recorrido. Uno tendría que poder estar ahí, observar cómo el paciente viene y va en su decir, cómo se desespera, se tranquiliza, se angustia, se alegra, se cae, se levanta, se tropieza una y otra vez con una misma piedra. Y permanecer.

Pero no siempre pasa así, no siempre soy capaz de quedarme y de no echar a correr, metafóricamente, con el paciente. Y si es así, en ese preciso momento tendré que pensar: despacio, paciencia, distancia. De nuevo el mantra.

En este punto, le rendiré un homenaje a mi antiguo perro, enseguida veremos por qué. Era un Dogo de Burdeos de casi setenta kilos. Como suele pasar con lo perros grandes, su estar habitual era la calma, permanecía tumbado, tranquilo, aparentemente dormido en ocasiones, pero a la que escuchaba un ruido, abría un ojo, o los dos. Miraba de soslayo: «¿A ver qué pasa? ¿Hay que hacer algo?». Estaba ahí, en disponibilidad, sin moverse, pero atento.

En ocasiones, como cualquier perro, se salía de esa calma, se alteraba o era preso de una urgencia que la situación no requería. En ese momento, llegaba la orden: «¡Otto, a tu sitio!» Y volvía, con parsimonia, moviendo lentamente sus setenta kilos al lugar de calma, a su sitio.

Y eso que hacía Otto con el cuerpo, es lo que tendríamos que hacer nosotros con el alma: irnos, despacio, a nuestro sitio.

4. Ni para adentro, ni para afuera

Otro de los aspectos que pueden aparecer como limitación al proceso analítico son los posibles derroteros de la pulsión de muerte. Ya en La reina muda, planteamos que muchos de los padeceres de los pacientes están relacionados con esta pulsión y con sus implicaciones psíquicas: su expresión a través del superyó, su presencia en los vínculos y en la vida y su participación en la formación de síntomas. Lo que resulta problemático respecto a la pulsión de muerte, y a sus manifestaciones en tanto pulsión de destrucción, es que no parece haber remedio para ella: o va para afuera (a dañar a otro), o va para adentro (a dañarme a mí) o se liga en los síntomas (y me daña a mí y a cualquier otro que me acompañe). En este sentido, se nos presentaría como otro atolladero del cual no sabemos bien cómo salir.

En la actualidad, la cuestión de la hostilidad, de la agresividad, de la pulsión de muerte en última instancia, es otro de los puntos de gran complejidad en el proceso de atención de pacientes. A pesar de estar situados en un mundo cada vez más hostil, las formas de manifestación de la agresividad son cada vez más refinadas. Esto, junto con la creciente tendencia a la corrección política, hace que muchos pacientes no puedan reconocer en sí mismos nada de hostilidad, ni tampoco sepan reconocerla en su entorno. En ocasiones, es un trabajo muy arduo conseguir llevar al paciente hasta el punto en el que se haga cargo de su existencia. En cambio, en otros casos, nos encontramos con el problema contrario, todo en ellos está bañado por la hostilidad, tanto sus propias acciones y pensamientos como las interpretaciones que hacen de las acciones de los demás.

Ahora bien, sea cual sea el caso, cuando ya hemos puesto sobre la mesa la hostilidad del paciente o cuando él mismo ya la pone de entrada: ¿qué hacemos con ella?

Por su propias particularidades, la hostilidad suele ser otro tema que demanda urgencia por ser resuelto; así que es fácil que, cuando ya está en un primer plano, tanto el paciente como el psicoanalista sientan prisa por eliminarla. Sin embargo, va a ser otro de los momentos en los que tendremos que pensar: despacio, paciencia, distancia.

4.1. Una carta a la princesa Marie

Es cierto que, en la obra freudiana, es difícil hallar destinos para la pulsión de muerte que no sean los clásicos mecanismos de defensa: la represión, el aislamiento, la vuelta hacia la propia persona, la proyección, etcétera.

Sin embargo, también en La reina muda, planteamos la hipótesis de que la mezcla pulsional pudiese ser una de las posibles salidas para el atolladero de la pulsión de muerte. Proponíamos que en el recorrido analítico, fruto del trabajo de elaboración, se podrían ir produciendo, por un lado, vastas mezclas pulsionales que irían sustituyendo a ambivalencias previas y, por otro lado, ligaduras de fragmentos de agresión libre, pulsión de muerte libre, de modo que la carga hostil del paciente pudiese acabar, la mayoría de las veces, menguando. Está claro que se trata de algo que es fruto de un proceso y que no se podrá resolver de un plumazo.

Incorporaremos, esta vez, una referencia teórica de Freud en la que abre la posibilidad de sublimar la pulsión de muerte.

Como mencionábamos, esta posibilidad no aparece en ninguno de los textos publicados en sus Obras Completas. Sin embargo, sí que existe una referencia directa a esta cuestión en una de las cartas[3] que intercambió con la princesa Marie Bonaparte.[4] Marie Bonaparte había interpelado directamente a Freud sobre la cuestión de la agresión[5] y éste le respondió el 27 de mayo de 1937.

Uno debe admitir [...] que se puede demostrar que el instinto de destrucción es desviado, en forma similar y en amplia escala, de sus objetivos de destrucción y explotación al logro de otros fines. Todas las actividades que reestructuran algo o que producen cambios son en cierta medida destructivas y realizan una desviación del instinto original de destrucción. Aun el instinto sexual, como sabemos, no puede actuar sin cierta dosis de agresión. Por ello, en la combinación regular de los dos instintos hay una sublimación parcial del instinto destructivo.

Hay dos aspectos que nos interesan resaltar de este fragmento. Por un lado, la afirmación de que «en la combinación regular de los dos instintos», es decir, en la mezcla pulsional, «hay ya una sublimación parcial del instinto destructivo». Esto apoya nuestra hipótesis, planteada en La reina muda, de la mezcla pulsional como posible salida para la hostilidad.

Y, por otro lado, el hecho de que todas las actividades que «reestructuran algo o producen cambios» realizan una desviación de la pulsión de muerte; es decir, que se pueden pensar también, en tanto desviación, como una especie de sublimación o una «sublimación parcial», tal y como la denomina Freud.

En este sentido, en tanto el proceso de análisis intenta reestructurar y producir cambios, podría ser también, él mismo, un medio para sublimar la pulsión. Esto, que podría parecer una mera cuestión teórica, tiene en realidad un gran valor práctico, ya que, además de abrir una salida que parecía no existir —la de la sublimación de la pulsión de muerte—, daría una explicación a por qué en un proceso de análisis puede ir menguando la pulsión de destrucción.

Además, si las actividades de reestructuración y cambio desvían la pulsión de muerte, ellas pueden ser también una vía de salida, no sólo en el análisis, si no en la vida del paciente en general.

Continúa Freud en su carta:

Se puede considerar finalmente la curiosidad, el impulso de investigar, como una sublimación completa del instinto agresivo o destructivo. En la vida del intelecto, tomadas las cosas en su conjunto, el instinto alcanza una gran significación como motor de todas las discriminaciones, negaciones o condenaciones.

Encontramos también en este párrafo dos ideas que queremos destacar. En primer lugar, el hecho de que se presenten la «curiosidad» o el «impulso de investigar» como sublimación, en este caso «completa», de la pulsión de muerte. Esta consideración es francamente interesante, ya que tanto la curiosidad como la investigación están en general, en la obra de Freud, ligadas a la investigación sexual infantil y, por tanto, vinculadas, en todo caso, con la sublimación de las pulsiones de vida; en cambio, aquí aparecen directa y explícitamente relacionadas con las de muerte.[6]

En segundo lugar, se presenta la pulsión de muerte como motor de las «discriminaciones, negaciones o condenaciones». En este sentido, podemos pensar que el ejercicio de ir adentrando al paciente en un proceso de análisis, en el proceso de aprender a pensar, de aprender a discriminar, de incorporar la capacidad de crítica[7] y de autocrítica, el hecho de que vaya aprendiendo a decir «no» en su vida, a poner límites a los otros y a sí mismo, podría ser también el proceso de ir abriendo el camino a la sublimación de esta pulsión.

Quizás, haya entonces, para algunos, una salida. El trabajo del psicoanalista será el de acompañar y orientar al paciente en ese viaje.

¿Podrá salir? No lo sabremos, nunca, de entrada.

4.2. Una pregunta

Al hilo de lo que hemos planteado, nos aparece también otra reflexión que simplemente dejaremos formulada como pregunta. Si la pulsión de muerte es el motor del ejercicio de discriminación, si está relacionada con la negación y la condenación, estaría también, como ya hemos sugerido, en la base de la capacidad crítica y en la crítica misma. ¿No podría pasar, entonces, que esa crítica deje de ser una sublimación y desborde, con la colaboración de un exceso de pulsión de muerte, en un no future que no es tal?

5. Un clavo...

«...saca otro clavo». Así reza el refrán. Sin duda alguna, la prisa, la velocidad a la que nos hemos referido a lo largo del texto, se reflejan también en cómo se manejan las pérdidas en la actualidad. Es bastante frecuente que nos encontremos con pacientes que llegan al análisis con lo que podríamos denominar una acumulación de duelos no realizados. Suelen consultar por otra cosa, pero cuando les hemos escuchado durante unas cuantas entrevistas se nos dibuja con claridad ese escenario.

Es posible que sean duelos en diversos ámbitos. Por ejemplo, han roto con la pareja, han perdido a alguno de los padres, han cambiado de país y de trabajo — y, todo ello, en menos de un año. O que las pérdidas sean una larga lista de relaciones que se van encadenando unas con otras sin que el paciente sienta ni padezca por esas desapariciones. En algunos casos, lo que llama la atención es la falta de conciencia de las pérdidas y de la repercusión que éstas pueden generar. Es como si no supiesen nada de ellas, sin más. Sin embargo, están sufriendo, sienten tristeza y ansiedad, pero lo sienten en otro lado, en otro lugar. En otros casos, no hay rastro de dolor asociado, uno lo busca, pero no está. Quizás lloraron un par de días, pero luego, como dicen ellos, «ya está», «ya no me afecta». Y, en ocasiones, parece ser verdad.

Lo que nos llama la atención es la velocidad. Por ejemplo, después de dos o tres años de relación, se produce una ruptura, y, en quince días ¿«ya está»? ¿A otra cosa, mariposa?

Si intentamos comprender este fenómeno, la primera hipótesis con la que funcionaríamos es la de que el duelo ha quedado estrangulado, ha quedado ahí detrás, pendiente de realizar. La carga libidinal del objeto, que tendría que ser retirada en ese proceso que duele y duele, no se realizará. En ese caso, el trabajo analítico sería el de ir abriendo cada una de esas puertas cerradas, desencallar esos duelos, darles su espacio y su lugar para que el paciente pueda seguir avanzando, más ligero, y que llore lo que tenga que llorar. Muchos casos cumplen este patrón y a partir del análisis van tomando conciencia de la repercusión que tienen las pérdidas y del gasto libidinal que supone la generación, el mantenimiento y también la disolución de un vínculo.

Pero en otras ocasiones, como adelantábamos, esta hipótesis parece no funcionar. Uno busca y busca, pero no encuentra ningún duelo pendiente de realizar. ¿Qué puede estar pasando?

Como sabemos, una de las referencias más importantes en la obra freudiana para estudiar el duelo es, precisamente, el texto Duelo y melancolía [3]. En él, Freud desarrolla con detalle, aunque dejando algunas incógnitas sin resolver, cómo funcionaría un proceso de duelo. Como decíamos, se deberán retirar las cargas libidinales del objeto, tanto aquellas conscientes como las inconscientes, hasta que el yo recupere la energía vinculada con el objeto perdido y pueda así volver a amar.

En cierto punto del texto, como al pasar, afirma también lo siguiente:

Si el objeto no tiene para el yo una importancia tan grande, una importancia reforzada por millares de lazos, tampoco es apto para causarle un duelo o una melancolía.

¿Explicaría esto el fenómeno del que hablamos? Probablemente sí. El contexto histórico al que nos venimos refiriendo, no deja de ser el de la modernidad líquida de Bauman, un contexto en el que todo parece ser a corto plazo, en el que todos los objetos se antojan intercambiables, en el que parece que las pérdidas deberían dar igual. Total, hay un mercado infinito donde ir a buscar más. En un escenario así, es muy probable que el resultado sea que no se realizan los duelos porque, en realidad, no hay ningún duelo a realizar. Posiblemente, aunque se trate de relaciones de más o menos larga duración, ese «yo» no se haya vinculado con «millares de lazos», sino que simplemente lo haya hecho de una forma superficial; y de ahí, la facilidad para cambiar un vínculo por otro. «Y ya está».

Estos casos pueden suponer también un reto para el psicoanalista, ya que existe el riesgo de que el análisis se convierta, simplemente, en un vínculo superficial más. Pero habrá que intentarlo. Tendremos que averiguar por qué ese «yo» no produce millares de lazos. A veces será por temor, a veces por defensa, a veces porque no sabe cómo hacerlo y otras veces porque ese otro con quien los debería establecer, en realidad, no está.

En estos casos, nos planteamos ir consiguiendo hacer un recorrido inverso al del duelo. En vez de que el paciente aprenda a retirar, poco a poco, despacio, las cargas libinales de los objetos, deberemos ir consiguiendo que aprenda a cargar, poco a poco, despacio, a algún objeto. En este sentido, contamos con un lugar privilegiado. El propio vínculo terapéutico puede ser ese primer objeto, que sí que está, y con el que el paciente se pueda ir vinculando en su hablar.

Aquí tenemos otro motivo más por el cual, el lugar que ocupe el psicoanalista y la actitud interior que tenga son fundamentales. No sólo debe ser la superficie sobre la cual el paciente pueda desplegar su repetición transferencial, debe ser también la permanencia con la que se pueda vincular.

6. Despacio

Hemos planteado y transitado diversas situaciones en las que el no saber qué pasará toma el papel protagonista. No son las únicas: la práctica psicoanalítica está siempre atravesada por la incertidumbre, por el no saber, por el querer saber de más, por la angustia del limite o la de la limitación. Por el realismo.

En algunos casos, podremos algo. En otros no.

De todos modos:

Escuchar y permanecer. Distancia. Paciencia. Despacio.

Menorca, abril de 2024

Referencias

[1] Silvina Fernández. El odio y sus despliegues. En Textos para pensar, 2014.
[2] Sigmund Freud. «Análisis terminable e interminable». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xxiii: Moisés y la religión monoteísta, Esquema del psicoanálisis, y otras obras Buenos Aires: Amorrortu ediciones, 1986.
[3] Sigmund Freud. «Duelo y melancolía». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiv: Trabajos sobre metapsicología, y otras obras, «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» Buenos Aires: Amorrortu ediciones, 1984.
[4] Ernest Jones. Vida y obra de Sigmund Freud, vol 3. Buenos Aires: Horme, 1989.
[5] François Jullien. Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2013.
[6] María del Mar Martín. Dame herramientas. El signo de los tiempos. En Textos para pensar, 2023.
[7] María del Mar Martín. La reina muda. En Textos para pensar, 2020.

Notas

1 Yo no me animaría, en este caso, a hablar de pesimismo sino, más bien, de realismo. Este texto sería pesimista por oposición a la fantasía de omnipotencia de la que se puede pecar en cualquier práctica terapéutica. Si se renuncia a tal fantasía, el texto nos aparece simplemente como realista. 
2 Este filósofo y sinólogo francés trabaja en su libro Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis [5] el concepto oriental de disponibilidad y su posible aplicación a la práctica psicoanalítica. 
3 Ambas cartas se reproducen en el «Apéndice A» (n°. 33 y 34) del tercer volumen de la biografía de Ernest Jones [4]. 
4 Marie Bonaparte había sido paciente de Freud y forjó con él, a posteriori, una buena amistad. De hecho, fue la princesa la que consiguió sacar a Freud, y a parte de su familia, de Viena para escapar del nazismo, una vez Hitler consiguió anexionar Austria. 
5 No sabemos exactamente qué le preguntó la princesa, ya que su carta no está publicada. Tan sólo la sabemos que Freud le responde «a su pregunta sobre la cuestión de la agresión [...]». 
6 Si bien es cierto que, aunque no planteado en términos de sublimación, ya existe una relación en la infancia entre el «conocer» y la hostilidad. Por ejemplo, en la fase sádico anal donde la destrucción o el desmembramiento de los objetos es la forma privilegiada de conocimiento de esta etapa. 
7 La posible vinculación entre el odio, una de las expresiones de la pulsión de muerte, y la capacidad crítica fue abordada por Silvina Fernández en su ponencia El odio y sus despliegues. 

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