El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XIII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (II).
“Siempre me pasa lo mismo” es una frase que escuchamos con frecuencia en los divanes. Los pacientes concretan que siempre escogen el mismo tipo de hombre o de mujer, siempre son traicionados, siempre son engañados, siempre les salen mal sus inversiones, siempre, siempre, siempre... El motivo de consulta suele ser cualquier otro diferente a esta repetición vital, en relación a ella cuentan con el convencimiento de que ellos “no tienen nada que ver, es sólo cuestión de mala suerte”.
El psicoanalista espera que en el desarrollo del tratamiento se dé también una repetición así. El analizado, que debería poder recordar sus vivencias y relatarlas en las sesiones, “no recuerda, en general, nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. No lo reproduce como recuerdo, sino como acción, lo repite, sin saber, desde luego, que lo hace”.[1] Repite sus inhibiciones, sus actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter y sus síntomas. Despliega en el análisis —en y mediante la relación transferencial—, aquello que también actúa en su vida fuera del mismo. Esta repetición es una de las piezas fundamentales del análisis ya que brinda al psicoanalista un material con el que de otro modo no podría contar.
Una de las preguntas fundamentales que se formula el propio paciente en relación a su repetición, no tanto a la del análisis —de la cual no es consciente, al menos en un primer momento—, como a la que acontece en su vida, es ¿cómo salir de ella? “Sí, siempre me pasa lo mismo, pero es que... yo soy así, yo no puedo hacer nada, yo no tengo nada que ver... Dime tú lo que tengo que hacer ”, dicen los pacientes, como si existiera una respuesta prefabricada acorde con la especificidad de cada caso. No estimamos necesario explicitar los motivos por los cuales el psicoanalista tampoco conoce cuál es la grieta exacta por la que puede salir el paciente, en cada uno de los casos, de dicha repetición; sin embargo, sí que nos parece interesante abordar qué posición podría adoptar el paciente durante el tratamiento para generar una situación propicia para el quiebre de esa repetición.
En lo que sigue nos apoyaremos en dos frases de Freud. La primera de ellas pertenece al texto “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica” publicado en el año 1919 y la segunda pertenece a “Recordar, repetir, reelaborar”, de 1914 .
Trabajaremos primero la frase extraída del texto “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica”.
“En la medida de lo posible, la cura analítica debe ejecutarse en un estado de privación —de abstinencia—.”
El primer paso será ubicar esta frase en el contexto en el que fue escrita. Freud plantea que la cura analítica debe realizarse en estado de privación o abstinencia por el siguiente motivo: los síntomas son satisfacciones sustitutivas de deseos o mociones pulsionales inconscientes que no pudieron alcanzar dicha satisfacción en la realidad exterior y la encuentran en la realidad psíquica. En el proceso del análisis y a través de la repetición en transferencia el paciente vivencia, en la propia relación con el psicoanalista, esos mismos deseos que frustrados lo llevaron a la contracción de la enfermedad. Si accedemos, como psicoanalistas, a darle satisfacción a aquello que él más desea de nosotros iremos, por dos motivos, en contra de la cura:
1. Dejaremos que el paciente encuentre otra satisfacción sustitutiva en la relación con nosotros y de este modo únicamente conseguimos trasladar el síntoma de un sitio a otro y mantener al paciente en la repetición.
2. Al concederle la satisfacción dejamos de contar con parte de la fuerza pulsional que esfuerza al paciente hacia la curación.
Este planteamiento es presentado por Freud en varios textos de su obra llegando a decir en uno de ellos que la abstinencia es “un principio probablemente soberano en nuestra técnica”.[2] Apoyándose en esto se pasó a hablar de la “regla de la abstinencia” o del “principio de abstinencia”[3] que aparece en textos de psicoanalistas posteriores y en la institucionalización del psicoanálisis mismo a la altura de la regla técnica fundamental, la de la asociación libre.
Nuestro punto de partida ha sido el “siempre me pasa lo mismo” de los pacientes; el primer paso será preguntarnos qué relación tiene el llamado principio de abstinencia con esta repetición. Ya hemos mencionado que el paciente repite en el análisis “sus inhibiciones, sus actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter y sus síntomas”. El trabajo analítico deberá orientarse hacia la eliminación de los síntomas, pero también hacia el cese de esa repetición (recordemos que la misma acontece también en la vida del paciente, no sólo en el análisis). En la conferencia “La terapia analítica” Freud afirma: “La pieza decisiva del trabajo se ejecuta cuando en la relación con el médico, en la transferencia, se crean versiones nuevas de aquel viejo conflicto, versiones en las que el enfermo querría comportarse como lo hizo en su tiempo, mientras que uno, reuniendo todas las fuerzas anímicas disponibles [del paciente], lo obliga a tomar otra decisión”.[4] Esta última frase nos proporciona una pista respecto a la posible salida de la repetición. En el análisis, en el momento en el que el paciente querría comportarse como ya lo hizo una vez (y en la mayoría de los casos como lo ha seguido haciendo) debe poder tomar otra decisión. Tenemos de este modo la pelota en el tejado del paciente.
Hasta el momento ha quedado planteada la llamada regla de abstinencia de parte del psicoanalista, éste no debe permitirle al paciente la satisfacción sustitutiva dentro del tratamiento; pero Freud no habla únicamente de lo que debe hacer el psicoanalista, sino también de lo que debería hacer el paciente; en última instancia es él el que está enfrascado en la repetición y aquél del que se espera que tome otra decisión.
Existen varias referencias freudianas en relación a la privación por parte del paciente. Destacaremos dos:
Por un lado, el paciente buscará en las acciones fuera del análisis también satisfacciones sustitutivas análogas —en actividades, preferencias y hábitos— a las que busca dentro del mismo. De este modo, será tarea del analista “pesquisarl[a]s un[a] por un[a] y pedirle que renuncie a ell[a]s, por inocente que parezca en sí misma la actividad productora de satisfacción”.[5]
Por otro lado, en las acciones del paciente fuera del análisis se estará jugando también la compulsión de repetición que quisiéramos circunscribir al análisis para poder así operar sobre ella. En este caso, “el mejor modo de salvar al enfermo de los perjuicios que le causaría la ejecución de sus impulsos es comprometerlo a no adoptar durante la cura ninguna decisión de importancia vital (p. ej, abrazar una profesión o escoger un objeto definitivo de amor); que espere, para cualquiera de tales propósitos, el momento de la curación”.[6]
De estas referencias se pueden extraer dos condiciones destacables para propiciar el progreso del tratamiento: la eliminación de las satisfacciones sustitutivas fuera del análisis y la introducción del paciente en una posición de pausa, de espera. Añadiremos también la deseable inhibición de la acción o descarga motora, con la esperanza de que al mantenerla en el ámbito psíquico pueda ser tramitada como un recuerdo. Vemos entonces que la privación o abstinencia no es algo que le concierne única y exclusivamente al psicoanalista. El paciente debería tomar una posición activa en relación a la privación, no tanto dentro del análisis —esto sería predominantemente trabajo del analista— como fuera del mismo.[7]
Ahora bien, ¿por qué motivo se le requeriría al paciente una privación así? En primer lugar, los mismos argumentos que sustentan la privación dentro del análisis serían también válidos para la vida del paciente: evitar la satisfacción sustitutiva y contar con toda su energía para el esforzar de la cura. En segundo lugar, existe otro argumento bastante sencillo de comprender utilizando una analogía, quizás un tanto burda: si un médico nos recomienda adelgazar por cuestiones de salud y nosotros por un lado, nos apuntamos al gimnasio para perder peso pero, por otro lado, seguimos comiendo los alimentos que más engordan, es claro que los resultados no serán del todo satisfactorios y que el proceso será mucho más lento de lo deseado. Siguiendo esta comparación, si dentro del tratamiento quedan insatisfechas ciertas mociones de deseo y esto posibilita que el paciente pueda tomar una decisión diversa respecto a las mismas, pero fuera del tratamiento continúa haciendo exactamente lo mismo que hasta el momento, también es claro que los resultados no serán los esperados ni por el paciente ni por el psicoanalista.[8]
Hemos mencionado nuevamente que, durante el tratamiento, el paciente debe poder tomar otra decisión en relación a aquello que se repite. Si decimos que tome “otra decisión” es que pensamos que en algún momento debe haber tomado “una”. ¿Cuál fue esa primera decisión? Claramente la de satisfacer la pulsión, ya sea de forma directa en la realidad, ya sea a través de la represión y la formación de síntoma. Por tanto, esa otra decisión debe ser algo diverso de la satisfacción de la pulsión o al menos de su satisfacción directa e inmediata. El estado de privación en el que se debe desarrollar la cura se introduce en el tratamiento como un reino intermedio entre la frustración y la represión. Ya no se vivirá la pulsión o la moción de deseo como frustrada pero tampoco se reprimirá [9] sino que se mantiene, por el momento, en un estado de privación.
En lo que sigue plantearemos la privación, dentro y fuera del análisis, como posibilitadora de algo nuevo.
¿A qué abre posibilidades la privación? Una de las opciones más claras y con un indispensable papel dentro del trabajo analítico es a la sublimación. Por una parte, sabemos que la sublimación es el cambio de vía en la meta de la pulsión y que tiene un papel fundamental en las empresas culturales del ser humano. Por otra parte, la sublimación es un concepto muy amplio en la obra de Freud y que excede a esta primera aproximación. Él mismo habla de sublimación de las pulsiones, del erotismo, de la libido, de los componentes sexuales y, a pesar de que generalmente se resalta su papel relacionado con las creaciones artísticas, también es un mecanismo presente en procesos tales como la formación del carácter, el levantamiento de los diques psíquicos, la identificación, o el mismo proceso de pensamiento. Este último aspecto es el que más nos va a interesar para lo que queremos plantear. Freud afirma en El yo y el ello: “Si incluimos los procesos de pensamiento en sentido lato entre esos desplazamientos [desplazamiento de libido desexualizada], entonces el trabajo del pensar —éste también— es sufragado por una sublimación de fuerza pulsional erótica”.[10]De este modo, lo primero que podría posibilitar la privación, mediante el mecanismo de la sublimación, es el proceso de pensamiento. Pasaríamos entonces del “siempre me pasa lo mismo”, claramente vinculado con la acción y la satisfacción inmediata, a introducir el proceso de pensamiento, que tendría su grieta de entrada a través del estado de privación. En este paso, aparentemente simple, se juegan varios tránsitos: del proceso primario al proceso secundario, de lo inmediato a lo mediato, del principio de placer al principio de realidad, y en última instancia del reino animal al reino humano.[11]
Siguiendo la línea de estos tránsitos posibles, Freud destaca en uno de sus textos que “el trabajo psicoanalítico se ve una y otra vez enfrentado a la tarea de instar al enfermo a que renuncie a una ganancia de placer fácil e inmediata. No es que deba renunciar al placer en general; [...] sólo debe renunciar a esas satisfacciones de las que infaltablemente se sigue un perjuicio, sólo debe privarse por un tiempo y aprender a trocar esa ganancia inmediata de placer por una más segura, aunque pospuesta. Dicho con otras palabras: debe realizar, bajo la guía del médico, ese avance desde el principio de placer hasta el principio de realidad por el cual el hombre maduro se diferencia del niño”.[12]
LLegados a este punto observamos que el papel de un estado de privación paralelo al tratamiento psicoanalítico toma una relevancia que, en general, no se acostumbra a destacar. Esto podría provocar cierta sorpresa: ¿cómo va a ser que un estado de privación posibilite algo? ¡Si es una frustración! Y es cierto que los estados de privación son utilizados en muchos casos como castigo o incluso como tortura: se castiga a los niños encerrándolos en la habitación, se castiga a los criminales privándoles de su libertad en las cárceles y sabemos que una de las torturas reconocidas como más desesperantes es la privación del sueño. Pero también es cierto que los estados de privación han sido y siguen siendo utilizados por otras disciplinas como medios para alcanzar algo nuevo o diferente. Un ejemplo de ello lo podemos encontrar en algunas religiones, en las que el estado de privación: aparece como vehículo, como posibilitador de algún tránsito y en algunos casos como alternativa a la represión. Dentro de la amplitud e inabarcable complejidad de las religiones reduciremos la búsqueda de posibles conexiones aproximándonos, mediante un quiasmo, a la llamada vida monacal.
Tanto en el monacato cristiano, como en el sufismo islámico, en el renunciante hindú (Samnyasin) y en el budista (Bhiksu) existen una serie de votos[14] que apuntan claramente a que el monje viva, en un cierto sentido, en un estado de privación.[15] En todos los casos los votos aparecen como necesarios y posibilitadores. En el caso concreto del cristianismo los votos requeridos a los monjes son tres: pobreza, castidad y obediencia. Los argumentos para sostener estos tres votos son muy variados y discutidos, tanto dentro como fuera de la Iglesia Católica; en especial el de castidad, alrededor del cual existe una gran controversia respecto a si es posible o no fundamentar su existencia en las escrituras del Nuevo Testamento. En relación a los dos primeros —pobreza y castidad— me gustaría resaltar dos citas en concreto:
La primera es de Javier Melloni,[16] de su texto “Nómadas del Absoluto — La Vida Religiosa ante el diálogo interreligioso.”Plantea en este libro el voto de pobreza frente a la libido de poseer. Posesión no tanto de bienes materiales como de creencias:“Hacer voto de pobreza respecto de las propias creencias significa desposeerse de esa pretensión y dejar de aferrarse a un determinado modo de creer, porque toda creencia, si bien indica una dirección, es también una reducción de Dios y de la realidad.” Más adelante añade: “Jesús vuelve a decir: Todo aquel que por mi nombre haya dejado casa y hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o campos, recibirá mucho más y heredará la vida eterna. (Mt 19,29). Dejar casa y campos, padres e hijos significa aquí desprenderse de los lazos territoriales y tribales que nos atan a determinados juicios y prejuicios. Seguir a Jesús implica introducirse en un nuevo paisaje y establecer unos nuevos vínculos, que ya no son lo heredados en el grupo, sino los que surgen por atreverse a dejar los antiguos”.[17] En este caso concreto, el planteamiento del voto de pobreza no es tanto quedarse sin ninguna posesión material sino desprenderse de creencias, relaciones, juicios y prejuicios para poder abrirse así a nuevos vínculos o formas de pensamiento.
La segunda referencia, en este caso en relación al voto de castidad,[18] es de José Luís Martínez Martínez,[19] extraída de una ponencia presentada en La Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada, 32a Edición, celebrada en el año 2003,[20] destinada en su totalidad a debatir el celibato en los clérigos. “[...] El impulso sexual continúa existiendo porque el religioso no ha sido ni puede ser vacunado contra el deseo. Sin embargo, la respuesta sexual se orienta para su objeto y es inhibida conscientemente en su realización. El afecto se deposita en Dios, sumo Bien. A Él se le entrega la vida, con Él se vive la vocación, por Él se asume el Proyecto del Reino. Desde Dios se extiende la capacidad de amar a los demás hombres y mujeres, con rostro concreto y nombre propio”. De este modo el celibato aparecería, en un cierto sentido, como la privación de un tipo de amor —el amor carnal dirigido con exclusividad a una persona— pero posibilitaría, a través del amor a Dios, el amor a todos los hombres y mujeres.[21]
Observamos que en ambos casos se presenta la privación como vehículo hacia algo nuevo o distinto (y en algunos casos más amplio), emerge aquí un punto de encuentro con uno de los aspectos planteados hasta el momento en esta ponencia: la privación como posibilitadora.
Nos permitiremos usar todavía otra referencia más que posibilite el diálogo entre el planteamiento de la privación en el tratamiento psicoanalítico y el de la privación en la vida monacal. En el punto anterior hemos resaltado el papel de la inserción del proceso de pensamiento como resultado de la privación y, en última instancia, como una alternativa a la represión mediante el mecanismo de la sublimación. En relación a ello encontramos también propuestas con algunos puntos de conexión en la misma historia del cristianismo.[22] Anselm Grün,[23] en su libro “Acompañar. La dirección espiritual de los Padres del desierto”,[24] afirma lo siguiente en relación a la ascética monástica: “La ascética monástica es una ascética de transformación y no de cambio. El cambiar es una cosa violenta. [...] La transformación es una más suave. Todo puede darse, todos los pensamientos y sentimientos. Tan sólo hay que transformarlos. La transformación significa que yo me vislumbro a mí mismo en mis necesidades y pasiones, y las pienso hasta el final, las siento hasta el final. Entonces descubro lo que todo ello significa”. Añade después, “puede transformarse únicamente lo que se contempla. Los monjes no reprimen nada, lo dejan llegar todo, pero tratan de vislumbrar en las pasiones la energía que viene de Dios”. Así, Grün introduce el contemplar, el pensar y el sentir como algo diferente de la represión para poder conseguir la transformación. Para lo que aquí nos interesa, para conseguir tomar otra decisión. Freud plantea en “Análisis terminable e interminable” como nueva meta terapéutica del tratamiento psicoanalítico: “[...] un agotamiento radical de las posibilidades de enfermedad y una alteración profunda de la persona”. No nos resulta muy descabellado equiparar aquí“alteración profunda de la persona” con transformación y que entonces el planteamiento de la privación y la introducción del proceso de pensamiento aparezcan también como punto de pivotaje hacia la transformación.
Tomaremos ahora la segunda de las frases que presentamos en el segundo punto:
“La transferencia crea [...] un reino intermedio entre la enfermedad y la vida, en virtud del cual se cumple el tránsito de aquella a ésta”.
Esta frase nos puede resultar especialmente enigmática por un motivo: ¿por qué dice Freud entre la enfermedad y la vida en vez de entre la enfermedad y la salud? Podríamos rastrear una posible respuesta dirigiéndonos a las definiciones y etimologías de estas palabras. Si buscamos en la RAE la definición de la palabra enfermedad encontramos como primera acepción: alteración más o menos grave de la salud.[25] No añade mucho; nos interesar á más en este caso su etimología. La palabra enfermedad viene del latín infirmitas, donde el prefijo in— indica negación; el lexema latino —firm proviene del adjetivo —firmus, que significa fuerte, firme; el sufijo latino —itat indica abstracción o cualidad. De este modo enfermedad querría denotar en su origen: falta de fuerza, de firmeza. En apoyo a esto, desde la teoría psicoanalítica sabemos que en la neurosis está en juego el factor económico: el enfermo tiene destinada gran parte de su energía a la represión, el padecimiento y el mantenimiento de sus síntomas, lo cual hace que el mismo no tenga capacidad para desempeñar tareas fundamentales o aún, en algunos casos, tareas triviales. Respecto a la palabra vida encontramos en el mismo diccionario la siguiente definición, también como primera acepción: fuerza o actividad interna sustancial, mediante la que obra el ser que la posee. Si nos ceñimos a la cuestión de definición o etimología aparecerían como opuestos bastante claros enfermedad y vida, en tanto en cuanto la enfermedad sería la falta de fuerza y la vida sería la fuerza con la que obra el ser.[26] En este sentido, no sería tan llamativo que Freud proponga la transferencia como un reino intermedio entre la enfermedad y la vida. El tránsito sería pasar de la falta de fuerza a la fuerza misma como expresión de vida.
Pero sigamos un poco. Si tomamos los aspectos que hemos destacado en esta ponencia, podríamos vislumbrar también qué puede estar proponiendo Freud como enfermedad y como vida.
En el plano de la enfermedad encontraríamos: los síntomas, la compulsión de repetición, el proceso primario, lo inmediato, la satisfacción directa, lo animal. No queremos incurrir en el error de afirmar que todo lo que tenga que ver con este primer listado sea signo de enfermedad, de sobras sabemos que, por ejemplo, el proceso primario participa en la formación de actos fallidos y chistes que de ninguna manera pueden ser considerados como patológicos. Lo que nos interesa es destacar, en este caso, que ese proceso primario interviene también en la formación de los síntomas y sólo en este sentido lo consideraríamos como patológico.[27]
En el plano de la vida: el proceso secundario, la mediatez, la satisfacción sublimada, el proceso de pensamiento, lo humano.
Es posible que Freud esté planteando algo así: el paciente que parte del “siempre me pasa lo mismo”, despliega la repetición en el análisis a través de su relación con el psicoanalista. Impuesta dentro del análisis la privación de la satisfacción sustitutiva, y decidida por el paciente la privación fuera del mismo, quedaría liberada energía suficiente para introducir, en relación a sus síntomas y a la repetición, el proceso de pensamiento,[28] según nuestro planteamiento a través del mecanismo de la sublimación. Es así como podría producirse el tránsito de la enfermedad a la vida y como se gestaría la posibilidad de que el paciente tome otra decisión; todo ello enmarcado dentro de la relación transferencial pero no ceñido con exclusividad a ella.
Llegados a este punto alguien nos podría preguntar. ¿Así, tan fácil? ¿Se trata sólo de dejar de hacer lo que llevo haciendo toda la vida? Es claro que si fuera tan sencillo el paciente ya lo hubiera hecho solito. De modo que nos encontramos ahora ante las posibles objeciones y dificultades en relación a nuestro planteamiento.
Un primer cuestionamiento sería: ¿cuándo, cómo y durante cuánto tiempo debe presentarse el estado de privación?
Es obvio que el despliegue de la repetición en transferencia no es algo que acontezca inmediatamente en el curso del análisis, en ocasiones es lento y pueden pasar meses, incluso años, hasta que el paciente establezca la llamada neurosis de transferencia. Freud plantea que es algo que va entrando “pieza por pieza” y que en su desarrollo “emergen pulsiones nuevas, situadas a mayor profundidad, que todavía no se habían abierto paso”.[29] Es quizás en este momento —en el cual lo más probable es que el paciente ya haya resuelto algunos síntomas y haya adquirido mayor templanza del carácter— en el que emerge como fundamental introducir el estado de privación tanto dentro como fuera del análisis.
En relación al ¿cómo?, la respuesta es diferente según si la planteamos para el estado de privación dentro o fuera del análisis. Dentro del análisis es el analista es que debe decidir qué es aquello que bajo ningún concepto le debe ser satisfecho al paciente y que en general coincide con aquello que el paciente desea con más urgencia.[30] Fuera del análisis es el paciente el que tiene que decidir asumir ese estado de privación, ya que si fuera impuesto sería vivido por él como una frustración.[31] Freud destaca que “también hay enfermos a los que no se puede disuadir de embarcarse durante el tratamiento en aventuradas empresas, totalmente inadecuadas, y sólo tras ejecutarlas se volverán dóciles y accesibles para la cura psicoanalítica”.[32]
Por último, en relación al cuánto tiempo debe prolongarse este estado de privación fuera del análisis nos encontramos con más dificultades para delimitarlo. Tal y como hemos destacado en una nota anterior, el planteamiento de Freud es que el paciente no tome decisiones importantes mientras dure la cura, pero también es cierto que en la actualidad[33]los tratamientos pueden durar varios años o incluso toda la vida. Es claro que no tiene ningún sentido mantener al paciente en este estado de privación durante varios años, quizás en este caso la respuesta sería: hasta que consiga tomar esa “otra decisión”, es decir, hasta que consiga hacer el tránsito de la enfermedad a la vida
Un segundo punto a tratar son las dificultades con las que nos podemos encontrar en la práctica. Destacaremos sólo la principal de ellas: la resistencia del paciente. Es debido a su existencia el que Freud haga afirmaciones como esta: “La experiencia analítica nos ha mostrado que lo mejor es enemigo de lo bueno, que en cada fase del restablecimiento tenemos que luchar con la inercia del paciente, quien está pronto a conformarse con una tramitación imperfecta”.[34] Así, es habitual que el paciente ceda en su determinación consciente de dejar de repetir, que cuando empiece a encontrarse un poco mejor desee conformarse con ese estado “imperfecto” y se enfrasque de nuevo en la repetición. Ante esta dificultad el analista mucho no puede hacer aparte de esperar sosegadamente a que el paciente consiga reelaborar su resistencia, enfrentarse a ella. Nos encontramos de nuevo ante la necesidad de que el paciente adopte una posición activa en relación al tratamiento y a su propia enfermedad.
En palabras de Freud: “[...] es preciso que el paciente cobre el coraje de ocupar su atención en los fenómenos de su enfermedad. Ya no tiene permitido considerarla como algo despreciable; más bien será un digno oponente, un fragmento de su ser que se nutre de buenos motivos y del que deberá espigar algo valioso para su vida posterior”.[35]
Barcelona, abril de 2013
[Texto distribuido como soporte a la ponencia del mismo título presentada el sábado 11 de mayo de 2013 a las 10:30 en las XIII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas “Aperturas en psicoanálisis (II)”, y celebradas en la sede del EPBCN de la calle Balmes, 32 (Barcelona).]