Este trabajo, como otros anteriores, parte de la conjetura sobre lo que podría ser una intervención de orientación psicoanalítica, o sea: abrir el silencio que guarda la palabra empeñada. En una de las tramas conceptuales freudianas, ese silencio habla a través de vocablos y frases como «dogmático», «dogmáticamente», «certeza inconmovible», «impensable», «sin dudar», «sin pestañear», y derivaciones familiares e imprevistas.
El ensayo que nos ocupa, y nos pre-ocupa, es «¿Pueden los legos ejercer el análisis? (Psicoanálisis y Medicina). Diálogo con un juez imparcial».
La extensión y modalidad del título marca la importancia, el momento histórico-conceptual, el tono diagnóstico y el carácter de pronóstico que posee la intervención discursiva y extradiscursiva de Freud.
¿Por qué traducimos, «lego» y no «profano»? En primer lugar por un motivo trivial, literal, ya que el nombre del volumen dice «Laienanalyse», análisis lego. En segunda instancia porque la voz «profano» queda asociada involuntariamente a una serie de caracteres y actos reprobables, «profanador» (de tumbas), «profanación» (de templos), etc. El mismo Freud al explicarle a ese «juez imparcial» el descubrimiento psicoanalítico de la sexualidad infantil, destaca que «hombres agudos», en tono subido, la tildaron de «profanación de la niñez». Del sentimiento al ultraje sin pasar por el argumento, parece ser la connotación inmediata de lo profano. De ahí la necesaria distancia con este término.
El texto está compuesto y dispuesto como una conversación. Hay en él una manifiesta disposición al diálogo. Es el único escrito de Freud con esas características. El intercambio dialógico y el interlocutor simulado navegan por un río tranquilo, de mansas corrientes, alteradas, una que otra vez por pequeños remolinos y rizos de olas insinuadas. Sin embargo nada es como se muestra. La «psicología abisal» (Tiefenpsychologie) que edificó el psicoanálisis no permite que la unidad coloquial anule las diferencias constitutivas. Eso evita que el diálogo se convierta en una «apología». Nada que defender, nadie a quien convencer. Sólo una exposición, donde un pensamiento se expone, aún a los propios riesgos de sus certezas. ¿Será éste el primer atributo de lo «dogmático»? ¿Podemos ignorar de que con él ya estamos en el reino de las atribuciones, de una argumentación opuesta que no escapa de lo que atribuye al otro discurso?
Las certidumbres lanzadas no esperan respuestas para ser revisadas. Son «tocadas», antes de cualquier observación, por el propio texto. Así se vuelve activo, pues va trabajando su materia en todos los planos (conceptual, argumental, indicativo, alusivo, etc.) a medida que la va desplegando para su consideración. Lo que parece, el parecer, es lo que desaparece. Se abandona la pasividad de la reproducción, surgiendo la energía de la síntesis y el mapeo conceptual. Las tonalidades del enervamiento en la conversación son las «coloraciones» de las pulsiones, se tensan por sus conductos. Por otro lado el mismo relato va modificando sus estrategias. Simula defensas figurativas, ataques profesionales, cuidados territoriales, enfados amistosos, antipatías regionales o necesidad de ofrecer un dictamen coyuntural a la manera de una pregunta variable, ¿pueden?, ¿es posible? O mejor: ¿no será una brutal injusticia con el psicoanálisis que los legos no puedan ejercerlo? Lo «dogmático» ahora hace bisagra con una postura ética, denunciando con todas las letras una anomalía. El sistema legal bordea su disolución, cuando intenta aplicar ilegalmente una ley que ignora el alcance de su obsesión prohibitiva. Anunciémosle, entonces, que inconcientemente morirá por aquello que desea matar. Será un suicidio del derecho, torcido por su propio designio. Con esto quiero sugerir algo respecto al texto freudiano. Siempre debemos situarnos a la altura de su discurso, nunca bajo la conjetura de sus «motivos». De modo que apunta a la «ficción jurídica», y, en la dirección de nuestro interés, al discurso médico, la singularidad de su transmisión, las formas de su juramentación, los principios de su poder, el abroquelamiento de sus convicciones y las pautas de su formación, emblemáticamente asumidas por el diplomado.
Por eso el trabajo de Freud no satisface una urgencia (él mismo no cree que el cierre de la causa contra T. Reik haya sido un «triunfo» de su libro), sino que la «urgencia» es puesta en perspectiva desde lo urgente para el campo analítico. Así lo expuesto «dogmáticamente» responde, es la responsabilidad ante una pregunta no formulada de manera explícita: ¿qué es el psicoanálisis? «Dogmático equivale, entonces, a volcar de forma anticipada y oportuna una problemática, rehén de un constante malentendido. Se presenta como si «fuera un edificio doctrinal acabado». Pero enseguida comienza a resquebrajarse, «no puedo garantizarle que su actual forma de expresión será la definitiva». En el sendero de Pulsiones y destinos de pulsión desmiente el carácter sacro que a menudo se le achacó, «Usted sabe que la ciencia no es ninguna revelación». Y, más tarde, se precipita en uno de sus rasgos constitutivos, «carece,..., de los caracteres de precisión, inmutabilidad e infalibilidad tan ansiados por el pensamiento humano». Agreguemos: cuando pretende avanzar ilusoriamente mediante un encadenamiento de lumínicas definiciones, incapaces, por definición, de dar sus condiciones de emergencia. De modo similar a la operación de «degradación» del color en la pintura y del «tono menor» en la música, la de Freud «ahueca» las certezas del dogma, para testimoniar lo cierto de un viaje de invención («La hemos desarrollado muy poco a poco, luchando largo tiempo para conseguir cada pieza»), anotado día a día en el diario de bitácora. Lo cual indica justamente la imposibilidad de ser dogmático, aunque resta, para quien la ejerza, la posibilidad de ser necio. Toda argumentación razonable —antagónica de una «razonadora»—, por más tajante que sea, casi siempre tajea un dogma por el lado menos previsible
Los interrogantes y las respuestas, los pedidos de aclaración y el sesgo explicativo, las réplicas cortantes y la ironía contestataria, los cuestionamientos incisivos y el alegato consecuente, no responden al afán retórico de persuadir. Tampoco al de una dialéctica erística, ese arte de discutir, según Schopenhauer, «y de discutir de tal manera que uno tenga siempre la razón, o sea, per fas et nefas (con derecho o sin él)». El final del opúsculo confirma estas breves presunciones. ¿Pero entonces de qué se trata? De algo radicalmente distinto, de la resonancia expositiva de una construcción conceptual y un pensamiento afirmativo, a los que se retorna una y otra vez desde diferentes encrucijadas, transitadas cuidadosamente por el psicoanálisis.
Las señales que vengo dando nos ligan con un leit-motiv de la travesía freudiana. Es aquello que, ayer, la «psicología de las facultades», la «fisiología de los sentidos», etc, y hoy las «neurociencias», no pudieron concientizar ni mentalizar en sus esquemas y clasificaciones abarcadoras, es decir, lo «impensable» mismo. Ese es el sentido más fuerte del artilugio dogmático —como me gustaría llamarlo— freudiano. Ello nos impulsará, breve e indefectiblemente, hacia otros textos que reverberan en éste. Son huellas indelebles que acuden desde Más Allá del Principio del Placer y El Yo y el Ello. Entre guerras, 1920 y 1923, serán amparos de la batalla librada en 1926.
La «psicología abisal» opera, y lo hace sin cirugía, a través de palabras que hunden su filo en lo real y en los monumentos corporales.
«Impensable» (Unbedenklich) es una de esas palabras. Más Allá la estampa para señalar el camino curvo del psicoanálisis. Dice ahí, «en la teoría admitimos sin dudar, sin pestañear, sin pensar (subr. mío) que el curso de los procesos psíquicos se regula automáticamente por el principio del placer». ¿Pero qué es lo «impensable»? Si dejamos de lado la banalidad de tomarlo bajo una impresión primeriza como «no se puede pensar de otra manera» (S. Fish) o «él nunca podía entender las posiciones intermedias» (E. Jones) y otras confortables personalizaciones que apuntan a destacar rasgos idiosmerásicos en lugar de los conceptuales, veremos que el término rehúsa cualquier prohibición en beneficio de una creación indeclinable.
Es «impensable», «imposible», aceptar un desvío del desvío que ya había efectuado el psicoanálisis. El por qué es claro (aunque al interlocutor le suene «ríspido», «inentendible», «misterioso» y demás). Se produciría un retorno indeseable a los territorios de la conciencia, a las síntesis yoicas, a las claves significativas, a las modalidades descriptivas y sensibles de los síntomas, a las evidencias palpables, a los registros de la mirada, en fin, a todo aquello que las disciplinas médicas, la psicología «escolar» y sus derivaciones, etc, habían realizado con gran idoneidad, no exenta de irrefrenables acentos dogmáticos. Ahora si, como un implante de su propio modo de transmisión, a diferencia del «tinte dogmático» que colorea la argumentación de Freud, es decir, una posición que evita cuidadosa y respetuosamente abusar de las «luces de la razón», cediendo el psicoanálisis como otro capítulo del «iluminismo» o de la «historia del entendimiento». Por eso es «impensable» querer entender el inconciente sin el trabajo que lo produce y la «puesta a prueba» —aspecto docimásico de lo dogmático— que lo constituye. «Impensable» y «dogmáticamente» se funden, así, en un tiempo de insistencia, de perseveración, no de la exclusión que atraviesa las obstinaciones corrientes.
El Yo y el Ello, supuesto durante todo este relato «lego», da cuenta de lo «impensable» en el nido mismo del aparato psíquico y su conformación. El «yo» del que habla el psicoanálisis se teje desde la superficie de haces perceptuales-concientes a un omphalos que escapa de toda representación. Entre esa «corteza» y ese «núcleo» hay una completa disimetría. Los planos de una y otro son inconmensurables, no pueden medirse ni compararse entre sí, aunque estén fuertemente conectados. Si una transcurre a la luz del día, el otro permanece en la oscuridad. Estos rasgos son fundantes. Ahí lo dogmático funciona como un guarda de aduana, garantizando que los tránsitos no sean ilegítimos o sean portadores de contrabandos identitarios. Es decir del malentendido que puebla las traducciones fáciles que van de las síntesis e intencionalidades concientes hasta lo asintético e irrepresentable inconciente, haciéndolo «objeto de significación». La «traducción» (de los sueños, p.ej.) a la que tanto apela Freud es «anasémica», tomando el concepto de N. Abraham y M. Torok, asemántica, no traduce el significado de un sueño o un síntoma, sino que lo trabaja a través de una interpretación demorada, sin urgencia por saber qué significa tal o cual elemento.
Lo dogmático, y la preservación de lo impensable es, entonces, ese constante retorno a la diferencia donde el psicoanálisis se ha constituido como ciencia singular del inconsciente. Y, en la que se anudan simultáneamente convergencias y divergencias, construcciones y métodos, procedimientos y reglas, formas de transmisión e institucionalización que deberán ser congruentes con lo que fundan.
Llegados a este punto el ensayo freudiano hace dar un giro radical, tanto a su pregunta vertebral como al tono discursivo. La primera redefine la noción de lego, por lo cual éste surge como resultado de la formación médica, automáticamente autorizado por su titulación para ejercer el análisis. El interrogante sigue siendo simétrico, pero invertido: ¿pueden los médicos practicar el análisis, sólo porque, legal y equivocadamente, se lo califique como una rama de la medicina? ¿Su preparación los dispone, los pone a disposición del análisis o los in-dispone de manera concluyente?
También cambia el tono discursivo, y notamos que toda la «demostración» impulsada en el texto, era, en verdad, un acto de desatribución. Una compleja intervención sobre los discursos constituidos (médicos, legales, institucionales) sus hegemonías, la violencia de sus atribuciones e intromisiones, así como sobre las instituciones psicoanalíticas, sus mitologías nacionales, nocionales y estamentarias. Y se trata aún de una intervención más inquietante que las anteriores, mediante la cual un «lego» podría rotularse inequívocamente: la falta de formación y producción en el campo analítico. Creo que ésta es la más «feroz» de las prescripciones, ya que se transforma en un mandato, sin obligación manifiesta, de la implicación efectiva, inexcusable del candidato. E «inexcusable» no es un término severo, intolerante, sino lo que atañe a una apuesta y un trabajo destinal. En relación a esto, el «destino» del vínculo entre psicoanálisis y medicina, se vuelven relevantes las perspectivas de Freud —el «dogmático»— y de Jones —el «mediador»—, sobre el asunto. Afirma Jones, «según toda probabilidad, empero, esta cuestión no la vamos a resolver nosotros, sino el destino». Contesta Freud, subrayando, «El destino decidirá sin duda, cual ha de ser en última instancia la relación entre psicoanálisis y medicina, pero esto no significa que nosotros no tengamos que influir sobre el destino, que no debamos darle forma por nuestros propios esfuerzos». El primero, no sin cierto cinismo resignado, abundante en las Asociaciones Psicoanalíticas, acepta un destino trágico. El otro, con cierta ironía cansada, remarca el único destino posible para el psicoanálisis: durar a través de una transformación incesante, dejándose «destinar» por el descubrimiento analítico, por un «hecho exquisitamente colectivo» de modo eminentemente singular.
Noviembre de 2005.