Textos para pensar


MYP (Mejor yo posible)

Carlos Carbonell [CV]

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Nota del Editor

El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XXIII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (XII).

Está en tus manos ser feliz. Y sentirte completo. Ser exitoso, reconocido. Tener dinero. Gozar de prestigio. Y de salud. De hecho, está a tu alcance conseguir todo aquello que te propongas. Sea lo que sea. No importa. Tú puedes. Porque todo lo que sucede en tu vida, todo, absolutamente todo, depende de tus decisiones. Y solo a ti te corresponde tomar las correctas. Ya lo dice Jeff Bezos: «Todo lo que eres, viene de tus decisiones». Y Steve Jobs afirmó: «Estamos aquí para dejar una marca en el universo». Pues eso, deja tu marca. Sin complejos.

No te escondas detrás de excusas baratas. Tú albergas el poder para conquistar todo aquello que decidas, sin importar las circunstancias que te rodean. Eso son justificaciones de perdedor. El mundo está repleto de ejemplos de personas que han conseguido todo lo que se han propuesto confiando en ellas mismas, con una voluntad férrea, de hierro. De personas que persiguieron y alcanzaron sus sueños. ¿Por qué tú no puedes hacer lo mismo?

Y si quieres más argumentos, te los voy a dar. La ciencia (sí, la ciencia) ha demostrado que la felicidad, el éxito y el bienestar dependen, casi exclusivamente, de ti mismo. Solo una pequeña parte, mínima, recae en las circunstancias y el entorno que te rodean: apenas un 10 por ciento. El 90 por ciento restante corresponde a factores individuales, genéticos y psicológicos, sobre los que tú tienes un amplio potencial de influencia y opciones de cambio. Si no cambias, y en el fondo lo sabes, es porque no lo deseas. Porque no te quieres lo suficiente.

El mundo está ahí delante, esperando a darte todo lo que le pidas. Y le puedes pedir cualquier cosa. El mundo espera que le muestres tu mejor versión, tu MYP (Mejor Yo Posible); que despliegues ante todos tus virtudes, tu emprendimiento, tus fortalezas. Muéstrales tus señas de identidad, tu Marca Personal. Porque sí, tú posees tu propia marca, única e inimitable. Solo debes creer y perseguir tus metas con la voluntad suficiente. Y todo llegará por sí solo.

O no.

1. Combatir el relato

La sarta de simplezas que he escrito anteriormente no forman parte de un delirio. Lamentablemente, no. Forman parte de un discurso ambiente muy peligroso, y al que es necesario cuestionar, enfrentar y combatir. Creo que, afortunadamente, cada vez más personas ya están comenzando a hacerlo. Este texto quiere contribuir a ello porque estoy convencido, y es lo que intentaré argumentar, de que este discurso tiene serias consecuencias dañinas a nivel psíquico en muchos seres humanos. Pero, ¿de dónde procede?

Coincidiendo con el advenimiento de las políticas económicas neoliberales de Margaret Thatcher, en Reino Unido, y Ronald Reagan, en Estados Unidos, allá por los años 80, el relato público cambió gradualmente. Desde entonces, y cada vez más, lo individual toma preeminencia frente a lo grupal, lo social, lo colectivo. Y esta tendencia ha ido permeando todas las áreas de la vida. Junto con algunas virtudes que, según nos dicen, son fundamentales para triunfar en el mundo de hoy en día.

Emprendimiento, adaptabilidad, flexibilidad, multifuncionalidad, ser empresario de uno mismo (¿?), son rasgos deseables para las mujeres y hombres actuales. Y, desde luego, ser capaces de evitar las emociones negativas, los pensamientos derrotistas, y focalizarse solo en lo bueno y positivo. Todo ello nos llevará, nos aseguran, a un desempeño laboral exitoso.

¿Y si aparecen baches en el camino? No pasa nada: las empresas que nos contratan se preocupan para que podamos superarlos con el mínimo esfuerzo posible. Por eso, algunas (por ejemplo, google) ya han adoptado la figura del CHO (Chief Happiness Officer), conocida en países hispanohablantes como GEFE (Gestor de Felicidad) [1, p. 105]. También están los Flow designers, obviamente. Y todos estos personajes están para velar por el clima emocional de los trabajadores, independientemente, claro, de sus condiciones de trabajo, porque el peso de éstas es muy relativo, dice el discurso. Lo importante es la actitud individual frente a las circunstancias. Estos mismos CHOS y GEFES y Flow designers son los que, llegado el caso, te darán (literalmente) un abrazo consolador el día que la empresa te despida [2, p. 100], deseándote lo mejor y augurándote un futuro prodigioso si te pones a ello.

El relato, sin embargo, no se detiene en lo laboral. Nos indica que también depende, de nuevo, de cada uno lograr la felicidad en cualquiera de los ámbitos de la vida. Y lo más llamativo es que algunas de estas afirmaciones están basadas en estudios, se nos asegura, científicos. Así, en el libro La auténtica felicidad [9] donde la predisposición genética supondría el 50 por ciento del acceso a la dicha, el 40 por ciento tendría que ver con los «factores volitivos, cognitivos y emocionales» de la persona y sólo un 10 por ciento se relacionaría con los niveles de ingresos, la educación, la clase en la que se nace...

Es decir, por enésima vez, todo el peso sobre el individuo. Porque estaría demostrado científicamente que la responsabilidad sobre tu grado de felicidad (signifique lo que signifique este concepto) es tuya. De todos modos, no habría problema: para que puedas gestionar correctamente tus estados de ánimo hay distintas soluciones que, cómo no, son muy fáciles de aplicar. Por ejemplo, el Happify, una aplicación para smartphones que te permite monitorizar en tiempo real, y a través de fáciles ejercicios, tu grado de desarrollo personal y bienestar; desde luego, con el máximo rigor, ya que su página web indica que son Science-Based Activities and Games y la página de Google Play en español nos lo traduce como «Actividades y juegos con base científica para superar los desafíos de la vida». Conclusión: como todo depende de ti y, encima, a ti te dan los artefactos para salir adelante, solo tienes que buscar quién te puede proporcionar dichos artilugios.[1]

Fue la psicología positiva, que arrancó en los años 90 en Estados Unidos, en una época muy cercana a la era de Reagan, la que afirmó la validez científica de sus postulados.[2] Lamentable, y curiosamente, estos postulados dan alas para que los gobiernos puedan hacer dejación de funciones y delegar el bienestar de sus ciudadanos en ellos mismos (y no en las políticas sociales o económicas, por ejemplo). Y también han promovido, sin entrar en si es intencional o no, una banalización de la complejidad psíquica del ser humano que ha llegado hasta los gadgets de Mr. Wonderful: «No persigas tus sueños. ¡Cázalos!», o «Pase lo que pase, siempre estoy de buen rollito», son algunos de los cientos de lemas que se leen en agendas, tazas... Antes de seguir, solo una pregunta: ¿si me atropella un coche y me deja parapléjico, entonces, también entonces, estaré de buen rollito?

2. Proceso y trabajo

Si alguna cosa es el psicoanálisis, es un ejercicio de auto responsabilización del individuo. En consulta, cada paciente se enfrenta con sus propios fantasmas y limitaciones personales y, como dice Sigmund Freud, al enemigo (es decir, a la neurosis) hay que derrotarlo cara a cara, no «in absentia»; o sea, enfrentándose a él. Igualmente, es necesario evitar que el paciente se escude en los beneficios (primario o secundario) de sus síntomas, para que no saque partido de su padecimiento y se sitúe en una posición inmovilista e incurable; es decir, no se debe permitir que un paciente justifique indefinidamente su dolor porque «mira lo que me ha pasado».

Pero de ello a hacer que recaiga toda la responsabilidad de su situación vital sobre ese mismo paciente hay un mundo. Ante una persona que ha sufrido una terrible desgracia personal, ¿hay que decirle que convertir su dolor en alegría es algo que puede arreglar con el correspondiente cambio de mood, con un pequeño esfuerzo de voluntad?, ¿o no sería mejor sostenerlo en su tristeza hasta que, poco a poco, pueda empezar a elaborarla y trascenderla?; ante personas que han sufrido vejaciones, por ejemplo, por su orientación sexual o, directamente, han sufrido abusos, ¿hay que indicarles que, aunque no lo sepan, pueden «dejar su marca en el universo», como aseguraba Jobs?; ¿no sería mejor, quizás, acompañarlas y descargarlas de la culpa que tantas veces sienten explicándoles que no tienen la responsabilidad de compartir el mundo con una panda de homófobos y desalmados?

Es simple. Muchas veces, en análisis, hay que aligerar algunas cargas que, claramente, no son de los pacientes, antes de que se pueda emprender una dimensión más autocrítica. Y en esa tarea, al igual que en muchas otras, se ponen en juego dos conceptos determinantes: proceso y trabajo. Proceso en cuanto a situar lo terapéutico en una temporalidad (que puede llevar años) que permita el cambio, la transformación, la metamorfosis progresiva; lo cual, desde luego, requiere un trabajo psíquico, en el sentido más arduo del término, como tantas veces destacó el propio Freud en su obra.

Sin embargo, aspectos estos tan fundamentales para que un ser humano pueda cicatrizar sus heridas y rehacer su vida están borrados del Happify, de la ecuación de la felicidad, de los abrazos envenenados de los GEFES, de las tazas, agendas y camisetas de Mr. Wonderful, y de tantos y tantos lemas facilones que se nos enchufan con embudo cada día, como «Impossible is nothing», «I am what I am», «Yes, you can», «love what you do, do what you love»... (parece que decir estas cosas en inglés, incluso en España donde casi nadie habla este idioma, mola más; o mejor, es más cool). Ahí, en todos esos registros, todo debe ser (y se nos asegura que es) fácil, rápido e indoloro. Toda una promesa de felicidad inmediata en un mundo en el que, paradójicamente, crecen el consumo de ansiolíticos y antidepresivos.

Y éstas no son las únicas lagunas y omisiones que podemos encontrar en el relato ambiente sobre el bienestar, el éxito y la felicidad. Hay bastantes más. Expondré las que considero más lacerantes.

3. Yo mi me conmigo...

Cuando se nos dice que todo en el universo depende de las decisiones que uno toma y de las actitudes y estados de ánimo que uno adopta, más allá de lo que nos pase, se deja la puerta abierta para que se cuelen dos registros que pueden ser claramente enfermantes: la omnipotencia del pensamiento (que señala Freud, y que Espluga describe como «voluntarismo mágico».[3]

Pensemos por un momento. Si yo creo que nada es imposible («impossible is nothing», de nuevo el inglés...), y me persuado de que, para ser feliz, solo tengo que convencerme de que lo soy y desearlo para conseguirlo sin demasiado esfuerzo, no estoy demasiado lejos del niño que, en su proceso de crecimiento, se cree la realidad de sus propios juegos, la omnipotencia de sus propias creencias.

En el caso del niño, sin embargo, este pensamiento mágico no es preocupante. Que se crea lo que elabora en sus juegos forma parte de su maduración psíquica. Para el adulto, el asunto es distinto: confiar en la capacidad de transformación de nuestras circunstancias por el mero hecho de pensarlas (conscientemente) de determinada manera, nos pone en la línea de la neurosis.

Freud advierte de ello en Tótem y tabú: «la omnipotencia de los pensamientos, la sobreestimación de los procesos anímicos en detrimento de la realidad objetiva, demuestra su eficacia sin limitación alguna en la vida afectiva del neurótico y en todas las consecuencias que de esta parten» [5, p. 90]. En este sentido, es palmario el paralelismo con el neurótico obsesivo, que padece intensamente por el hecho de dar crédito a que aquello que piensa (y que no es muy halagüeño) se va a cumplir en la realidad o lo siente ya como realizado. Y, continuando con el mismo texto de Freud, tampoco estaríamos lejos de los hombres primitivos, que se convencían de la posibilidad de «gobernar el mundo» a través de sus actos mágicos (o sea, supersticiosos, igual de supersticiosos que algunos actos que ejecuta el neurótico). No creo que Jobs se refiriera a ello cuando hablaba de dejar nuestra marca en el universo, pero la analogía es bastante evidente.

Pensemos, además, en los derroteros por los que nos lleva esta sobreestimación de nuestros procesos psíquicos: el narcisismo. ¿Qué hay más narcisista que pensar en que yo tengo el poder de cambiar lo que me plazca simplemente pensándolo? Si algo caracteriza al niño, es su narcisismo, que poco a poco va a verse obligado a abandonar para investir el mundo y vivir en sociedad («his majesty the baby», como dice Freud, no va a ostentar sus privilegios para siempre). Pero ¿qué pasa con los adultos que se comportan de semejante manera? ¿Qué mundo invisten más que el de sus propias alucinaciones o fantasías? Yo mi me conmigo. Todo depende de mí. El culmen del ensimismamiento.

Desde luego, una cierta dosis de narcisismo es necesaria para vivir. Pero cuando llegamos a estos extremos, la cosa es muy preocupante. No solamente por lo delirante de la situación, sino porque se difumina la visión del otro, de los otros, como seres humanos con los cuales vivimos, nos relacionamos y nos vinculamos para constituir un mundo habitable. Si mi universo, en cambio, solo depende de la mirada obsesiva que tengo respecto de mí mismo, de la fiscalización de mis propios pensamientos (¡piensa positivo!, ¡no seas cenizo!) y de la evaluación que hago de mis propios estados emocionales a través del dichoso Happify... ¿dónde están los demás? En ningún lado, parece. Toda la libido para mí. Para mi propia enfermedad, ya que, como Freud nos advirtió en Introducción del narcisismo: «uno tiene que empezar a amar para no caer enfermo» [4, p. 82]. A amar a los demás, se entiende, no a su propio ombligo.

Volveré sobre la dimensión de los otros más adelante.

4. ¿Dónde está el caldero?

Llegado a este punto, voy a hacer de abogado del diablo. Voy a conceder que sí, que cada uno tiene la capacidad de cambiar un montón de cosas de su propia vida. Que pensar de manera edificante, entusiasta, vital puede deparar consecuencias positivas al individuo, y que éste dispone en su interior de una fortaleza que desconoce, de una fuerza ignota para él mismo que, si conecta con ella, le permitirá una estimable transformación (aunque no voy a atreverme a afirmar que podrá modificar el universo...).

Me corrijo: no creo que esté haciendo de abogado del diablo. Creo estar planteando posibilidades que el psicoanálisis, entre otras disciplinas, y el mismo Freud despliegan (Freud hablaba de que el paciente tiene la opción de «consumar su propio ser», de dar su «mejor versión»). Porque si algo caracteriza al psicoanálisis es que, si se lleva hasta sus últimas consecuencias, abre un camino de auto trascendencia profundamente renovador, a través del conocimiento de uno mismo. Permite, en un sentido literal, cambiar la vida.

Pero, para ello, es necesario arremangarse. Es necesario arremangarse porque, para transformarse, es innegociable enfrentarse a aquellos registros de nuestro psiquismo que están obviados en el relato ambiente criticado antes, y que hace de éste un relato endiabladamente peligroso.

Nuestra abisal dimensión inconsciente, la pulsión de muerte (con su carga de agresividad, hostilidad, odio, destrucción y autodestrucción), afectos poco bienvenidos y tan reprimidos como los celos, la envidia, la angustia, la tristeza, entre otros, los deseos intolerables para nosotros mismos, los pensamientos indeseados, las resistencias a enfrentarse a los propios vacíos, las identificaciones malsanas que tantas veces forman parte de nuestro carácter... En definitiva, nuestro «caldero pulsional» y todas sus ramificaciones son aspectos de nuestro ser que, de manera inevitable, tendremos que afrontar en un análisis. Para hacer consciente lo inconsciente y, a partir de ahí, sí, sólo a partir de ahí, aspirar a darnos una vida mucho mejor.

Cuando hablé anteriormente de los conceptos de proceso y trabajo que caracterizan a un recorrido analítico me refería precisamente a esto. Al proceso de transformación que se debe dar en un camino terapéutico para abordar lo más penoso de nuestra psique y al trabajo que ello requiere. Porque, para pensar positivo, primero hay que haber analizado todo lo que no lo es; sobre todo, lo más oscuro que nos habita y a lo que no se le puede dar esquinazo con una capa de chapa y pintura de buenismo psíquico, voluntarismo bienintencionado (en el mejor de los casos) o ingenuidad.

Desde luego, no puedo estar más de acuerdo con la afirmación de Cabanas e Illouz en su libro Happycracia: «Ninguna de estas técnicas [en referencia a las técnicas que prometen un acceso rápido y fácil a la felicidad] pretende abordar o cambiar aspectos profundos o complejos de la psique, y se centran más en cuestiones de tipo práctico. Se omite, por ejemplo, cualquier referencia al inconsciente» [1].

Un inconsciente del que muy pocos dudan (todo el mundo hace alguna referencia a él en algún momento de su vida), pero del que tantas veces no nos queremos hacer cargo. Y no parece que ese sea el mejor camino si queremos conquistar algo tan inasible, esquivo, etéreo y complejo como la palabra de moda: la felicidad.

5. Felicidad: el destape

De un tiempo a esta parte, la palabra felicidad ha adquirido dimensiones estratosféricas.[4] La felicidad, da la sensación, se ha convertido en el único objetivo deseable en la vida de las personas, y se nos aparece en cualquier eslogan publicitario, anuncio televisivo («destapa la felicidad», era la frase que acompañaba a un spot de Coca-Cola), taza de café, estampado de camiseta, canción... además de en algunos discursos pretendidamente científicos.

Es decir, felicidad prêt-à-porter, rápida de adquirir, un objeto de consumo quizás algo más esquivo de comprar que un jersey pero, al fin y al cabo, adquirible. Felicidad de bolsillo, para uso y disfrute en cualquier momento. Y, desde luego, cómo vengo diciendo, asequible sin un esfuerzo excesivo. Faltaría más.

Ya de por sí, esta manera de banalizar, tergiversar e infantilizar un concepto que ha ocupado la atención de las mejores mentes de la historia de la humanidad es, como mínimo, lamentable. Sin embargo, el discurso hegemónico sobre la felicidad viene acompañado de un factor aún más preocupante: se consigue en solitario, aislado, de forma individual, donde (como indicaba anteriormente, y aquí lo retomo) los demás no están o, en el mejor de los casos, están solamente para satisfacer mi propio anhelo de felicidad (para que me digan lo estupendo que soy a través de las redes, por ejemplo).

No es demasiado difícil de hilvanar. Si el mundo y todo lo que me ocurre en él, al fin y al cabo, se convierte en una manifestación de mi manera de pensar, de actuar y de sentir, y yo tengo el poder de pensar, actuar y sentir de modo omnipotente para hacer que todo salga según yo deseo y quiero, la felicidad no sería nada más que un logro añadido, un puerto al que acabaré arribando sin más, gracias a mí, a mí mismo, a mí en mi propia mismidad. Quizás, por eso, cada vez más gente se convence de que, para sentirse mejor, lo que le falta es «tener más autoestima», sin llegar a pensar que la autoestima depende, precisamente, de los otros.

Pensemos un momento. ¿Por qué yo debería quererme si lo que me devuelven los demás no es amoroso? La autoestima (doy por válido este concepto tan vaporoso para desplegar lo que sigue) es algo que se atesora porque nos lo dan los otros. Es decir, porque los demás me muestran respeto, amor, cariño, camaradería... yo me siento bien conmigo, me autoestimo. Y me esfuerzo por seguir vinculado con las personas que me aportan estos afectos, para devolverles el mío a cambio, de modo que esos otros puedan ellos, también, experimentar sus propias autoestimas. Es un camino de ida y vuelta de la libido, de la pulsión de vida, la fuerza que nos une, que nos amalgama, que nos cohesiona, y sin la cual somos carne de cañón ante cualquier discurso demagógico o populista.

Y, por ahí, por las relaciones con los demás y el deseo de mejorarlas, se abre una de las vías hacia las que puedo experimentar una suerte de felicidad. Que no será perfecta, ni completa, pero tampoco será alucinatoria. No hay que ser ingenuos en este sentido. Freud ya lo decía en El malestar en la cultura, que la fuente de infelicidad más dolorosa proviene de «la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y a sociedad» [3, p. 85], y que nuestra compleja «complexión psíquica» no ayuda, precisamente, en este sentido.

Pero, del mismo modo que los otros nos pueden dañar, nos pueden sanar, mejorar, apoyar, acompañar; pueden aportarnos, en suma, bienestar y felicidad, y cada uno de nosotros se esforzará (si no está mal de la cabeza o es un masoquista moral) en ser acreedor de la estima ajena: he ahí un camino de mejora individual y colectiva al unísono. De darle un sentido más sensato a la búsqueda de la felicidad, en lugar de degradar el concepto.

La dimensión de los otros no está, cómo es natural, solo en Freud. Me amparo en otro gran pensador, Bertrand Russell, y en su libro cuyo título no puede ser más explícito: La conquista de la felicidad. En esta obra, el filósofo, matemático y escritor británico alude constantemente a la necesidad de relacionarnos con el mundo y con los demás para, precisamente, conquistar la felicidad: «El afecto, en el sentido de un genuino interés recíproco de dos personas, no sólo persiguiendo cada una de ellas su propia felicidad, sino aspirando al bien común, es uno de los elementos más importantes de la felicidad real [...] El ego desmesurado es una posición de la que el hombre debe huir si quiere gozar del mundo plenamente» [8, p. 152].

Russell, en una agradable coincidencia, publicó este libro el mismo año (1930) en que Freud lanzó El malestar en la cultura [3]. Parece como si los dos pensadores, desde la distancia, se hubieran puesto de acuerdo en un aspecto: en afirmar que otra de las maneras de conseguir una cierta dosis de bienestar consiste en la capacidad de sublimar; es decir, de ser capaz de vehicular la libido insatisfecha que las frustraciones del día a día nos deparan y convertirla en algo valioso a nivel intelectual, cultural y social, en una aportación beneficiosa para uno y para el mundo. Freud hizo alusión a este proceso de sanación en muchos pasajes de su obra. Y Russell apunta en el mismo sentido en la suya cuando afirma la importancia que tiene seguir los «propios impulsos constructivos» y en sentirse parte de «este planeta» y de la «humanidad» para vivir de manera edificante.

De nuevo, una vez más: los otros, el mundo. Para vincularme, para relacionarme, para expresarme y para cicatrizar las heridas que, inevitablemente, la vida me deparará. También en la sublimación es necesario un otro (físico o metafórico, como el arte) hacia el que pueda dirigirme, para recanalizar mi propio dolor y, de paso, ofrecerlo al mundo metamorfoseado.

Qué distinto suena esto de la felicidad encerrada en mi propio pensamiento endogámico, presunta y presuntuosamente omnipotente y narcisísticamente enredada en mi propia miseria psíquica. «Destapa la felicidad», nos dicen.

Penoso.

6. Superyó reloaded

Y así, poco a poco, llego al punto que considero crucial de esta exposición, al que me parece más preocupante, por las consecuencias que carrea, ya que aglutina y cristaliza todo lo expuesto hasta el momento.

Detengámonos y reparemos un instante en algunas de las frases y lemas recogidos hasta ahora: tú puedes conseguir lo que quieras; tú puedes ser feliz; no necesitas a nadie más que a ti mismo para realizar tus sueños, sean cuales sean; tú puedes modificar tu realidad y tus circunstancias a tu antojo, si lo visualizas correcta y apropiadamente; no es necesario, e incluso es indeseable, que sientas tristeza, enojo... porque son emociones que puedes controlar contraponiendo otros pensamientos... Etcétera.

Aparentemente, estas frases son en condicional. Aparentemente. «Si quieres ser feliz, tú puedes serlo». Pero, ¿no esconden un tufillo de autoritarismo?, ¿de obligatoriedad? «Si quieres ser feliz, puedes serlo; por tanto, se feliz, porque ¿quién no querría serlo?». ¿Cómo no vamos a ser felices si hasta la ONU, ¡la ONU!, ha declarado el día 20 de marzo como el Día Internacional de la Felicidad? Es decir, hay que ser felices por narices. Y ya puestos, si podemos ser felices, podemos (y, en consecuencia) debemos ser todo aquello que se nos ocurra, ya que, como se nos indica por activa y por pasiva, todo depende absolutamente del individuo, más allá de sus circunstancias, que pasan a ser un detallito sin importancia.

Conclusión: el Superyó que anida en cada uno de nosotros se está frotando las manos, ante la perspectiva de poder incorporar todas estas frases de obligado cumplimiento a su arsenal punitivo, y tirarlas por la cabeza de las personas que no sean capaces de llevarlas a la práctica en forma de auto culpabilización: «no solo estamos obligados a ser felices, sino a sentirnos culpables por no ser capaces de superar el sufrimiento y de sobreponernos a las dificultades» [1, p. 21].

Superyó recargado, reenergetizado gracias al relato ambiente. Superyó reloaded.

Desde la más tierna infancia, en el proceso de aprendizaje, de integración en la sociedad y en la cultura, el niño tiene que renunciar a un montón de cosas. Primero, al amor incondicional de papá y mamá, a los que tiene que resignar como objetos sexuales; después, al amor en exclusiva también de papá y mamá con la llegada de los hermanos, esos malditos competidores... Y así, paulatinamente, al tiempo que se va insertando en el mundo, va introyectando las figuras de autoridad, identificándose con ellas y erigiendo su propia conciencia moral, esa parte tan significativa del Superyó.

A esa primera edípica y decisiva capa del Superyó irán incorporándose nuevos estratos, configurando una dimensión más social y ampliada de la moralidad; aparecerán la escuela, los maestros, otros educadores y, a medida que el niño se convierta en adolescente y adulto, los amigos de la pandilla, los ídolos, los jefes, los trabajos y una realidad multifacética y exigente ante la que tendrá que responder.

En cualquier caso, fruto de este alambicado proceso de crecimiento, el ser humano va encontrando referentes, modelos a los que querer parecerse. Es decir, va constituyendo su propio «ideal del yo», como descubrió Freud en Introducción del narcisismo [4], ese precursor indispensable del Superyó. Un ideal que, efectivamente, persigue recobrar la satisfacción narcisista perdida de la infancia pero que, al menos, pone al ser humano ante el reto del querer alcanzar, del aspirar a parecerse a... En suma, lo pone ante modelos en los que querrá espejarse (con más o menos fortuna, eso es otra cosa), pero que le plantearán un camino hacia un cierto perfeccionamiento, un trabajo por alcanzar ciertas metas vitales.

El Superyó, sin embargo, no es tan amable como lo he pintado hasta ahora. Dependiendo de la historia de cada uno, de la educación recibida, de las exigencias a que se ha enfrentado y de otros y múltiples factores, puede llegar a configurarse como una instancia psíquica tremendamente castigadora, inmisericorde, que hace penar al individuo, precisamente, por no haber conquistado su ideal y que se refleja a menudo en frases auto denigratorias y de extrema dureza que este individuo puede infringirse a sí mismo.

Cada vez más son las personas que acuden a consulta con un alto grado de sufrimiento por sentir que no son todo lo que creen (o mejor dicho, su Superyó cree) que deberían ser. Y, a veces, esas obligaciones autoimpuestas son tan desorbitadas que, en un primer tiempo, el trabajo analítico consistirá en que puedan resituarlas y rebajar la ansiedad culpabilizadora que las acompaña. Desde luego, el hecho de que el Superyó sea una instancia con gran arraigo en lo inconsciente no ayuda en semejante tarea.

Pues bien, sumemos a este escenario las frases citadas anteriormente (que se resumirían en algo así como «tú puedes con todo») y veamos algunas consecuencias que pueden tener en el psiquismo.

En primer lugar, se sumarán, como ya he dicho, a la lista de obligaciones que nos plantea la vida y que incorporamos a nuestra dimensión moral; pero se trata de una lista donde lo más importante ya no es «llegar a ser como papá» o parecerse a aquel maestro que tanto me marcó, sino asuntos tan rimbombantes como cambiar el mundo o lograr todo lo que te propongas sin excesivas dificultades. ¿Por qué no? Si es fácil, nos aseguran. Testado científicamente. Prueba el Happify y verás. O bebe Coca-Cola, que destapa tu felicidad.

En segundo lugar, no solo tenemos que cambiar el mundo. Tenemos que hacerlo solos; sin la ayuda de nadie; no la necesitamos. Total, ya nos han dicho una y otra vez que es sencillo y, además, nos han dado las herramientas adecuadas para ello. Sólo hay que aplicarlas correctamente, como un mecánico manipula un coche, y listos.

No es necesario ser un lince para intuir que el Superyó aprovechará el terreno abonado de esta ideología ambiente para seguir fustigando al desamparado Yo: «¿cómo es posible que no consigas ser feliz (o rico, o famoso, o influencer o...), ¡idiota!, si YouTube está lleno de tutoriales donde te indican el modo de hacerlo? Eres tan necio que no sabes aplicar el manual de instrucciones, o tan torpe que aún no has sido capaz de encontrar el vídeo correcto». Tampoco hay que olvidar que estas propias frases, estos modelos reiterados hasta la saciedad actúan como una suerte de Superyó social extra, que se incorporará al que se ha ido configurando en la persona; un nuevo coro de voces que agregar a las de los padres, maestros, policías, jefes, presidentes de gobiernos, inspectores de Hacienda...

Y por último, este escenario que estoy planteando depara una trampa más sutil. Hasta ahora, en la conformación clásica de los mandatos de nuestra conciencia moral, aparecía un ideal al que aspirar que exigía, irremediablemente, renuncias (de hecho, nuestra primera renuncia, como ya he dicho, es a la del amor en exclusiva de nuestros padres). Elecciones. «Para llegar a ser como mi maestro tengo que estudiar tanto como él; por tanto, no puedo estar tomando cervezas con mis amigos». Y en el conflicto psíquico que se desata ahí entran las diferentes negociaciones que el ser humano hace consigo mismo para lidiar con ello.

Extrapolemos este ejemplo algo caricaturesco a cualquier otra situación aspiracional de la vida: si quiero lograr algo, tengo que sacrificar otro algo. No parece muy difícil de entender. Esto, que es tan evidente, no obstante, no es objeto de cuestionamiento en el panorama descrito, donde no hay renuncia. Ninguna. Donde la vida se convierte en una secuencia de metas que, claro que sí, voy a lograr con una sonrisa en los labios y sin conflicto, siempre de buen rollito, sin perder nada, sin tener que denegarme nada a cambio. Si no lo hago, es porque no he visto el tutorial correcto. De nuevo, más leña para nuestro fuego superyoico, que ya tiene el camino libre para exigírnoslo todo. Absolutamente todo.

7. Lo que comemos

Las palabras importan. Mucho. Sobre todo, las que no se dicen, las que se piensan sin saber que se piensan; las que barremos debajo de la alfombra intentándonos convencer de que no existen. O de que no nos afectan.

Por eso, asegurar alegremente y sin cuestionamiento que la ideología ambiente que he criticado a lo largo de estas páginas no nos afecta, porque ya la vemos venir y no somos tan ingenuos para dejarnos influir por ella es, quizás, el posicionamiento más peligroso. Porque los relatos calan. Y si son hegemónicos, calan más. Y el de la felicidad y la omnipotencia obligatorias aparece en cualquier esquina, en cualquier lugar, en cualquier momento. Nos lo podemos comer en cualquier instante sin apenas anoticiarnos de ello. Fast food psíquico difícilmente digerible.

La ventaja es que hay otros relatos. Y que aún, aún, conservamos una de las libertades que no nos han intentando esquilmar últimamente: la de buscar el que más nos convenga. O los que más nos convengan. Y sobre todo, de buscarlos, compartirlos, cuestionarlos o problematizarlos con los otros seres humanos que nos rodean.

Barcelona, marzo de 2024

Referencias

[1] Edgar Cabanas y Eva Illouz. Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. Ed. Paidós, 2019.
[2] Eudald Espluga. «No seas tú mismo». Ed. Paidós, 2021.
[3] Sigmund Freud. «El malestar en la cultura». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xxi: El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura, y otras obras Buenos Aires: Amorrortu ediciones, 1986.
[4] Sigmund Freud. «Introducción del narcisismo». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiv: Trabajos sobre metapsicología, y otras obras, «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» Buenos Aires: Amorrortu ediciones, 1984.
[5] Sigmund Freud. Tótem y tabú, y otras obras. En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiii. Buenos Aires: Amorrortu ediciones, 1986.
[6] María del Mar Martín. Dame herramientas. El signo de los tiempos. En Textos para pensar, 2023.
[7] Josep Moya. El imperativo de la felicidad. Sus efectos en lo social y en la clínica. En Textos para pensar, 2023.
[8] Bertrand Russell. La conquista de la felicidad. Ed. Espasa, 2017.
[9] Martin E.P. Seligman. La auténtica felicidad. B de Bolsillo, 2011.

Notas

1 Por eso, no es de extrañar que algunas personas acudan a consulta como si fueran al mecánico, y soliciten «herramientas» para remediar su malestar, como expuso María del Mar Martín en su ponencia Dame herramientas. El signo de los tiempos. 
2 No me quiero detener aquí en el desarrollo de esta línea terapéutica, más allá de que me parezca esencialmente muy cuestionable. Para más información al respecto, recomiendo la lectura del libro Happycracia, referenciado en este texto. En todo caso, sí que aclaro en este punto de donde sale el concepto de Mejor Yo Posible indicado antes, de nuevo, recurriendo a esta obra: el MYP es el «libro de herramientas para psicólogos positivos» [...] «pensar en tu mejor yo posible... es imaginar que tus sueños se han realizado y que has alcanzado el máximo potencial» [1]. 
3 «La ética de la autoayuda afirma que todo depende de nosotros, y convierte el planeta entero en una expresión de nuestra voluntad. Mark Fisher se refiere a estos discursos sobre la felicidad como “voluntarismo mágico”, en tanto que llevan la ideología individualista y privatizadora de la libre elección a un nivel cósmico: todo lo que nos pasa, para bien o para mal, es resultado de nuestros pensamientos, deseos y acciones, independientemente de cualquier consideración material externa a nosotros mismos» [2]. 
4 En este sentido, recomiendo la lectura de la ponencia de Josep Moya, El imperativo de la felicidad. Sus efectos en lo social y en la clínica, presentada en la edición de 2023 de estas mismas Jornadas. 

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