Textos para pensar


El imperativo de la felicidad
Sus efectos en lo social y en la clínica

Josep Moya [CV]

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Nota del Editor

El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XXII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (XI).

1. Idea de la felicidad

La felicidad es una emoción que se produce en un ser vivo cuando cree haber alcanzado una meta deseada. Se entiende en este contexto como un estado de ánimo positivo. Dicho estado de ánimo es subjetivo y, por tanto, no se refiere a un hecho autopercibido. Esto implica que una misma serie de hechos puede ser percibida de manera diferente por personas con diferentes temperamentos, y por tanto lo que para una persona puede ser una situación feliz para otra puede llevar aparejada insatisfacción e incluso frustración. Es por esa razón, que la felicidad, a diferencia de otros hechos relacionados con el bienestar, se considera una situación subjetiva y propia del individuo (en contraposición a hechos objetivos en los que diferentes observadores concordarían).

Sin consultamos la enciclopedia digital Wikipedia nos encontraremos que nos dice: «La felicidad frecuentemente se considera positiva, ya que permite a los individuos sacar partido de las condiciones objetivas, favorece la actitud de abordar diferentes tareas llevándolas al término propuesto. La depresión y otros trastornos psicológicos, por ejemplo, se caracterizan por una notoria falta de felicidad del individuo, lo cual frustra las posibilidades de los individuos para acometer con éxito diversas tareas u obtener beneficios de situaciones objetivamente favorables». Bajo un estado de felicidad los individuos son capaces de llevar a cabo una actividad neutral constante en un entorno con variables ya experimentadas y conocidas, los distintos aspectos de la actividad mental fluyen de forma armónica, siendo los factores internos y externos interactuantes con el sistema límbico. En dicho proceso se pueden experimentar emociones derivadas, que no tienen por qué ser placenteras, siendo consecuencia de un aprendizaje ante un medio variable.

Muy probablemente, si realizáramos una encuesta formulando la pregunta ¿desea usted ser feliz?, obtendríamos de manera abrumadora una respuesta afirmativa. Sin embargo, esa unanimidad se disolvería si, a continuación, preguntáramos qué se entiende por «felicidad» y, sobre todo, qué condiciones favorecerían alcanzar el objetivo de ser felices. Podría afirmarse que con la felicidad ocurre algo similar a la angustia: lo que para unos sujetos es fuente de angustia, para otros lo es de excitante satisfacción.

Pero si buscamos algunas referencias filosóficas y nos remontamos a Aristóteles, comprobaremos que su idea de la felicidad dista mucho de lo que, en la actualidad, la mayoría de las personas considera felicidad.

El maestro de Alejandro Magno distinguió entre bienes externos, bienes del cuerpo y bienes del alma. Entre los primeros estarían la riqueza, la fama, el poder o los honores. Entre los segundos, la salud y el placer. Finalmente, entre los bienes del alma estarían la contemplación y la sabiduría. De todos ellos, el mayor bien sería el que favoreciera el pleno desarrollo de la esencia humana. De ahí que Aristóteles considerara que los bienes del alma son los bienes por excelencia. Parece obvio que las tesis de Aristóteles no gozarían en la actualidad de buena prensa o aceptación; recordemos, a título de ejemplo, el texto de una canción que pudimos escuchar en las postrimerías de la dictadura franquista: «Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor, y el que tenga esas tres cosas que le dé gracias a Dios». Y, precisamente, esas tres cosas forman parte del conjunto de quejas más frecuentes en las consultas de salud mental: «No tengo salud, me duelen las articulaciones, no puedo respirar bien, tuve un infarto», entre otras quejas somáticas; o «estoy arruinado, he perdido todo lo que tenía en bolsa, me han despedido del trabajo y no me quedan ahorro»; y finalmente «mi chica me ha dejado, dice que no soy el hombre de su vida» o «ella me engaña», o todo un sinfín de malestares asociados a la vida amorosa. Y son esas quejas las que hacen que muchas personas se sientan desgraciadas. Observemos que en los historiales clínicos no encontramos que alguien nos diga que no es feliz porque no ha alcanzado la sabiduría o porque considera que no ha conseguido la meta de la Realización personal.

Pero demos ahora un gran salto en la historia y fijémonos en lo que nos decía el filósofo y matemático Bertrand Russell (1969). Este autor, en su libro La conquista de la felicidad [11], publicado en el año 1930, escribió:

Hay cosas indispensables para la mayor parte de los hombres; pero son cosas sencillas: la casa, la comida, la salud, el amor, el éxito en su trabajo y el respeto de los suyos. Para algunas personas es asimismo esencial la paternidad. Cuando estas cosas faltan, sólo hombres excepcionales pueden ser felices; pero cuando se tienen o pueden obtenerse mediante un esfuerzo bien dirigido, el que sigue siendo desgraciado tiene alguna tara psicológica, que si es muy grave puede necesitar los servicios de un psiquiatra si bien en casos corrientes puede curarse por sí mismo, siempre que adopte un tratamiento adecuado [11, p. 145].

No deja de ser un tanto curioso que un individuo dotado de una gran talla intelectual planteara en términos psicopatológicos que una persona no sea feliz a pesar de tener «aquellas cosas» que se lo podrían facilitar. Dicho en otras palabras: «Usted tiene todo lo necesario para ser feliz pero resulta que no lo es, luego, usted tiene un trastorno mental y debe ser visitado por un psiquiatra». Pero nuestro filósofo fue más lejos en sus aportaciones y nos legó algunas recomendaciones:

Nuestro esfuerzo debiera tender, tanto en la educación como en las relaciones sociales, a evitar las pasiones egocéntricas y a la adquisición de afectos e intereses que impidan a nuestro pensamiento encerrarse perpetuamente dentro de sí mismo. […] Las pasiones más corrientes son el miedo, la envidia, la sensación de pecado, el desprecio de sí mismo y la propia admiración. En todas ellas nuestros deseos son egocéntricos; no existe un interés verdadero por el mundo exterior, sino tan sólo la preocupación de que pueda perjudicarnos o no favorezca a nuestro yo [11, p. 145].

Pero ¿en qué consiste la felicidad? Es un hecho que hoy en día no existe un acuerdo universal acerca de qué nos hace felices.

2. Contexto discursivo de la felicidad

El imperativo de la felicidad tiene lugar en un contexto social caracterizado por una determinada manera de vivir la vida y, más concretamente, las relaciones con los otros. Asimismo, ese contexto viene definido por la existencia de unos objetos que encarnan un momento del mundo y del pensamiento. Esos objetos marcan una especie de ruptura técnica e imaginaria [5]. De ahí surgen tres modalidades subjetivas: el sujeto neoliberal, el sujeto digital y el sujeto no responsable.

2.1. Sujeto neoliberal

En un texto que se ha convertido en un clásico de la sociología y la filosofía, La nueva razón del mundo [3], sus autores, Christian Laval y Pierre Dardot, han escrito que el neoliberalismo lleva a término una extensión de la lógica del mercado mucho más allá de las estrictas fronteras del mercado, produciendo especialmente una subjetividad contable mediante el procedimiento de hacer competir a los individuos entre sí.

Los mismos autores han señalado que la racionalidad neoliberal produce un nuevo tipo de sujeto basado en la competición y el rendimiento.

El empresario de sí mismo es un ser hecho para triunfar, para ganar. El sujeto neoliberal es producido por el dispositivo «rendimiento/goce». Ahora ya no se trata de hacer lo que se sabe hacer y consumir aquello de lo que se tiene necesidad sino que lo que se requiere del nuevo sujeto es que produzca cada vez más y goce cada vez más. En definitiva, que esté conectado con un plus de goce que ya se ha convertido en sistémico. En una línea similar, el filosofo surcoreano Byung-Chul Han ha escrito que el imperio global no es ninguna clase dominante que explote a la multitud, ya que hoy cada persona se explota a sí misma y piensa que vive en libertad. El actual sujeto del rendimiento es actor y víctima a la vez [10].

Pero eso tiene unos efectos en el campo de la clínica mental: las clínicas del neo sujeto. Estas derivan de un hecho crucial: El sujeto neoliberal sitúa su verdad en el veredicto del éxito y esta verdad queda identificada con el rendimiento, tal y como este es definido por el poder gerencial. El culto al rendimiento conduce a la mayoría de los individuos a experimentar insuficiencia y a padecer formas de depresión a gran escala.

Es en este marco que la depresión aparece como el reverso del rendimiento, como una respuesta del sujeto a la obligación de realizarse y ser responsable de sí mismo, de superarse cada vez más en la aventura empresarial. La clínica mental nos confirma día a día que los pacientes con síntomas depresivos se presentan, en una gran proporción de casos, con un discurso que tiene un núcleo recurrente: la depresión es la diferencia existente entre sus ideales de éxito personal y la realidad, vívida como fracaso y humillación.

2.2. Sujeto digital

La sociedad actual, y no únicamente la del Primer Mundo, vive inmersa en un universo caracterizado por la hiperconectividad. Todo el mundo está conectado, casi de manera permanente, incluso hay quien no concibe su vida cotidiana sin el móvil. Se hace necesario estar informado, al minuto, de todo aquello que, alguien, ha decidido que es relevante. Como ha escrito el psicoanalista Gustavo Dessal, nuestra existencia está siendo transferida por entero al mundo digital. La frontera entre el mundo on-line y el mundo off-line se ha borrado, se ha hecho permeable. Nadie puede escapar de la vigilancia global mediante la geolocalización o visión por Satélite [7]. Pero este fenómeno de la hiperconexión, de esta necesidad que exige respuestas inmediatas, tiene también sus efectos en la clínica mental y, también, en la propia estructuración del cerebro, como han señalado diversos autores (Spitzer, 2013; Desmurget, 2020). Fenómenos socio-clínicos como el TDAH, el ciberacoso o los estados de ansiedad y de depresión son unas claras manifestaciones.

2.3. El sujeto no responsable

Nuestra sociedad presenta también una característica peculiar: ahora, nadie es responsable de nada. No se trata sólo de un rasgo social sino también individual. Así, cuando un individuo acude a un dispositivo de salud mental explicando que se encuentra deprimido y se le invita a que hable de las circunstancias personales que envuelven su sufrimiento, no es nada raro que responsa que no tiene ni idea pero que alguien le ha dicho que probablemente tenga un déficit de serotonina. En este contexto, el individuo «deprimido» suele solicitar, con urgencia, la prescripción de un fármaco que lo anime y le libere de la angustia, ya que ha perdido el gusto de hacer cosas, de tener iniciativas. En cierta ocasión una colega —médica— vino a verme pidiéndome ayuda, ya que se encontraba «deprimida», pero añadió lo siguiente: «Dame una pastilla pero no me hagas pensar». En efecto, se trata de un sujeto a la espera del Prozac; recuerden el título de un libro que se publicó poco tiempo después de la salida al mercado de este famoso antidepresivo: Listening to Prozac. En aquel momento se llegó a hablar del Prozac como la «droga de la felicidad». Actualmente, aunque hay muchas personas que son reacias a tomar psicofármacos, encontramos también otras que se interrogan sobre los posibles desequilibrios químicos que serían los causantes de sus malestares emocionales: «Eso que me pasa, ¿no será algo químico? , ¿no será que me falta alguna sustancia?, ¿No podrá pasar que me falta litio en el cerebro?».

Buscar respuestas en supuestos desequilibrios en los neurotransmisores en lugar de buscarlas en el propio funcionamiento mental o en aquellas circunstancias sociales que han podido contribuir a generar un estado de tristeza o de angustia. Es algo que se pudo constatar en la crisis económica del 2008 o en la crisis provocada por la pandemia de Covid-19.

3. La felicidad como imperativo

En este contexto ha emergido un tipo de psicología, la psicología positiva, que da orientaciones y consejos prácticos para alcanzar la felicidad. Parece que hemos entrado en una época en la que el imperativo es llevar un estilo de vida más mindful y menos stressful, como ha escrito William Davies [4].

El ideal de felicidad se ha convertido en un imperativo, desde hace ya unas décadas, sonreír en las fotografías es un mandato y, desgraciado de aquel que no lo cumpla, ya que se le invitará, coercitivamente, a la consulta de psicología o, peor aún, de psiquiatría.

Frente a este imperativo, algunos autores han levantado airadas protestas, así, Pascal Bruckner, en su libro La euforia perpetua, escribió que no se trata de estar en contra de la felicidad, sino en contra de la transformación de este sentimiento frágil en un auténtico estupefaciente colectivo al que todos debemos entregarnos, ya venga en forma química, espiritual, psicológica, informática o religiosa. Bruckner añadió que el proyecto de ser feliz huye del sufrimiento hasta el punto de encontrarse desarmado frente a él en cuanto éste resurge. En efecto, de manera regular e insistente, nos topamos con personas que se encuentran desarmadas ante la menor frustración —recuerden: «este niño no tolera las frustraciones»—, indefensas frente a una pérdida, una decepción, un objetivo no alcanzado, etc. Y es también bastante frecuente que renuncien a realizar un trabajo de investigación en lo personal y lo sustituyan por una exigencia: «Cúreme, pero no me haga pensar». En el texto mencionado, Bruckner explica que desde la Revolución francesa en adelante y, muy especialmente, desde el Mayo del 68, se ha difundido una suerte de compulsión casi enfermiza por la felicidad a cualquier precio y ello ha dado lugar a una nueva clase de marginación: la de los que sufren. Fijémonos en dos detalles:

1) Cada vez que nos hacemos fotografías tenemos la obligación —bajo amenazas— de sonreír. ¡Ay de aquellos que no sonríen cuando son fotografiados, porque ellos serán condenados a la depresión y la fluoxetina! Estamos celebrando una reunión, una conferencia, incluso un seminario, ¡cosa seria! El conferenciante acaba su exposición sobre un tema que ha generado gran expectación: análisis cosmoantropológico de los delirios esquizoparafrénicos; el público aplaude, satisfecho, aunque no todos lo hacen con el mismo entusiasmo, especialmente aquellos que han entendido muy poco de lo que el conferenciante ha intentado transmitir. Alguien da la orden: ¡Vamos a hacer una foto! El conferenciante, algo cansado, la moderadora de la mesa y la persona que ha organizado el evento, posan frente a la cámara. Es entonces cuando se produce la segunda orden: «Sonreíd». Y las tres personas esbozan una sonrisa aunque su principal expectativa es salir de la sala y dirigirse rápidamente al restaurante.

2) Asistimos, desde hace unas décadas, a un rechazo sistemático del sufrimiento. Se reniega del dolor físico, pero también del mental. Tengamos en cuenta que los fármacos más vendidos en las sociedades del Primer Mundo son los analgésicos, los ansiolíticos y los antidepresivos. En este contexto, Pascal Bruckner, en el libro ya mencionado de La tentación de la inocencia, de 1996, escribió: «Decir que estoy sufriendo cuando apenas se sufre, es desarmarse por adelantado, volverse incapaz de afrontar un sufrimiento verdadero (de ahí esa propensión a medicalizar las dificultades, a eliminar todos los malestares mediante píldoras, la promoción de los tranquilizantes como remedio universal» [2, p. 146]. Pero, ojo al dato, si ese individuo que sufre muestra su malestar a su entorno corre el riesgo de que se le advierta, muy seriamente, que debe pedir ayuda y, muy probablemente, se le acabe prescribiendo un psicofármaco, como bien señala Bruckner. En todo eso, los famosos manuales dsm han tenido y tienen un papel considerable. Todos locos, todos depresivos, todos ansiosos, y si usted no lo está es porque todavía no lo han diagnosticado. Y, como acontece en esa nefasta publicidad televisiva, llame rápidamente y pida una cita urgente.

4. De pacientes a clientes

Cualquier persona que haya caminado por los pasillos de un dispositivo asistencial, un hospital, un ambulatorio, por citar dos ejemplos, se ha tropezado con un departamento muy peculiar: Unidad de Atención al Cliente. Este significante, «cliente», llama la atención ya que, de entrada, quienes entran en un dispositivo de salud no pretenden comprar nada, a menos, claro está, que la salud sea un objeto vendible. Por otro lado, está claro que quienes acuden a consultar por un problema de salud lo hacen en tanto «pacientes», esto es, personas que tienen algún tipo de sufrimiento. Y, en el proceso de la diagnosis y la terapéutica, se convierten en «usuarios».

Resumiendo, se entra siendo un paciente, circula por el dispositivo siendo un usuario y, al salir, se ha convertido en cliente. Y, he ahí, que lo que se le pregunta a este cliente es su nivel de satisfacción. Es más, los mencionados dispositivos son evaluados, en parte, por el nivel de satisfacción de sus clientes. Y si nos fijamos en los anuncios de las empresas que ofrecen servicios sanitarios, las mutuas privadas, por ejemplo, podremos comprobar aquella transición: aparece una persona con expresión de sufrimiento, rápidamente es atendida por un profesional que le sonríe y, al final, la expresión de dolor se ha transformado en una expresión de felicidad: desapareció el dolor, ergo, estoy satisfecho/a, soy feliz. En este contexto, los hospitales, los ambulatorios, los centros de salud mental, se han convertido en elementos de un mercado que ofrece satisfacción generadora de felicidad.

5. ¿Realmente queremos ser felices?

La afirmación según la cual los seres humanos se esfuerzan en ser felices tropieza con la roca de la realidad cotidiana. Recordemos las palabras de Freud cuando, en su texto El Malestar en la cultura [9], escribió que «el plan de la Creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz», y un poco más adelante:

En cambio, nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos. El sufrimiento que emana de esta última fuente quizá nos sea más doloroso que cualquier otro; tendemos a considerarlo como una adición más o menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el sufrimiento de distinto origen [9, p. 3025].

Debe señalarse, no obstante, que a esta lista de tres fuentes de malestar cabe añadir una cuarta, más desconcertante que la tercera: el propio sujeto. Esta fuente es más desconcertante, ya que es el propio individuo el que se procura el malestar tomando decisiones fatales a pesar de tener todos los argumentos en contra. Es la pulsión de muerte, aquella por la que el sujeto actúa en contra de sus propios intereses, toma decisiones que le pueden acarrear consecuencias fatales y, además, no aprende de los graves errores sino que los vuelve a repetir una y otra vez. Se trata de una misteriosa tendencia que nos empuja al fracaso, a repetir el error, a recrearnos una y otra vez en aquello que es fuente de malestar y perjuicio [8].

Finalmente, ese imperativo que nos exige gozar para lograr la felicidad puede provocar en los sujetos la escasez de recursos simbólicos para tramitar la angustia, inclinándose entonces a resolverla a través del actuar como en los casos de violencia, adicciones, compras compulsivas, etcétera.

Frente a todo ello surge la pregunta: ¿cómo se puede situar el psicoanalista frente al imperativo de gozar permanentemente, de rechazar cualquier manifestación de dolor, de renegar de todo límite? Pregunta que, probablemente, presenta matices en función del lugar en el que el psicoanalista desarrolle su actividad.

6. Para concluir

En el actual contexto social, caracterizado por la ideología neoliberal, la omnipresencia de objetos agalmáticos —los teléfonos inteligentes— y el rechazo sistemático de la responsabilidad, un rasgo peculiar ha invadido las casas y las mentes: el imperativo de la felicidad. Hay que ser felices, mostrar buena cara y sonreír. Hay que ser positivos, ver la cara amable de las cosas, gozar de la vida a cada momento, viajar, exhibir los cuerpos, ser optimistas y, si las cosas se ponen feas, como en la pandemia de 2020, pensar que «todo irá bien» o ir al psiquiatra y esperar la correspondiente etiqueta diagnóstica vía DSM-5.

En este marco, el rechazo del sufrimiento está también omnipresente, de ahí el consumo desorbitado de analgésicos, antiinflamatorios, ansiolíticos y antidepresivos. Felices para siempre, dando a cada momento lo mejor de uno mismo, renegar de las vicisitudes inherentes al paso de los años. No al dolor, ni físico ni mental. La euforia perpetua, como mandato social, como imperativo, como el título de un conocido programa de TV3. Y si no consigue sentirse feliz, vaya al médico y pídale una pastilla. Verá cómo en pocos días recupera la ilusión de vivir, aunque ello sea a costa de anestesiarse emocionalmente y no responsabilizarse de aquello que le concierne.


Barcelona, mayo de 2022

Referencias

[1] Pascal Brukner. La euforia perpetua. Barcelona: Tusquets, 2000.
[2] Pascal Brukner. La tentación de la inocencia. Barcelona: Anagrama, 1996.
[3] Pierre Dardot y Christian Laval. La nueva razón del mundo. Barcelona: Gedisa, 2013.
[4] William Davies. La industria de la felicidad. España: Malpaso, 2016.
[5] Pierre-Marc De Biasi. El tercer cerebro. Madrid: Ediciones Ampersand, 2022.
[6] Michel Desmurget. La fábrica de los cretinos digitales. España: Península, 2020.
[7] Gustavo Dessal. Inconsciente 3.0. Barcelona: Xoroi, 2019.
[8] Gustavo Dessal y José Antonio Bustos. Psicoanálisis y discurso jurídico. España: Gredos, 2015.
[9] Sigmund Freud. «El malestar en la cultura». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xxii: El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[10] Byung-Chul Han. El enjambre. Barcelona: Amorrortu, 1984.
[11] Bertrand Russell. La conquista de la felicidad. Madrid: Espasa-Calpé, 1969.
[12] Manfred Spitzer. Demencia Digital. Barcelona: Ediciones B, 2013.


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