El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XIX Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (VIII).
En contra de lo que podría pensarse, el proceso de escritura, o dicho muy ambiciosamente, de pensamiento, cuenta con una vida propia, que —como vida que es— busca su propio movimiento, su expresión y, en última instancia, su libertad. Así, se producen fenómenos que al propio escribiente y después lector de sus escritos pueden dejar helado y sorprender.
El siguiente escrito es el resultado de la relectura de textos anteriores, que incluyen: La piel del alma. Sobre la traición, ¿Qué amaste? La desidealización y Vivir con extraños. En cada uno de ellos, el foco del texto estaba puesto en ciertas temáticas, hacia las que se dirigían los párrafos y cada una de las letras plasmadas en sus hojas, inicialmente en blanco: la traición, la desidealización, la ambivalencia, etc. Más abajo, subterránea y silenciosamente, ha caminado siempre la reina muda: la pulsión de muerte.[1] En cada escrito ella ha aparecido lateralmente, de forma central pero deslocalizada, como anexo, etc.; vale decir: como le ha dado su real gana. Y quizás sea así como lo hace también en la obra de Freud. Obra siempre resaltada por destacar el papel de las pulsiones sexuales en la vida en general y en las neurosis en particular, y que, en cambio, permite además una lectura en la que la pulsión de muerte explique muchos de los fenómenos vitales. Uno de los objetivos de este texto será darle voz a esa muda: ¿qué tiene para decir respecto a las neurosis y a la salud?, ¿cómo se juega en el análisis?, ¿quién es Eros para ella?, ¿qué papel juega en los vínculos?
Y son precisamente estos últimos, los vínculos, otro de los ejes subterráneos de textos anteriores. Un profundo interés respecto a ellos parece haber generado aproximaciones teóricas que los rodean acercándose desde diversos lados: el propio vínculo con uno mismo en la traición, el vínculo con un otro, antes idealizado, en la desidealización y el vínculo con cualquier otro en la ambivalencia. Al final, parece que el vínculo es lo que importa. Tomaremos este interés que resalta y que desborda en lo escrito para mirarlo, esta vez, de frente.
Dos líneas, por tanto, son las que orientan este recorrido: pulsión de muerte y vinculación. Veremos si el desarrollo las une en algún lugar.
El texto carece, casi por completo, de referencias bibliográficas literales, es más bien el resultado de la integración de múltiples lecturas de la obra freudiana combinadas con años de atención clínica de pacientes. Esto le dará un aspecto de escrito hablado más que de ponencia teórica.
—¿Qué te duele? —¡Me duele el alma!..., respondían algunas señoras de antaño, y algo de razón tenían. A todos nos duele algo en el alma, en algún momento de nuestras vidas. No necesariamente un síntoma que cause padecimiento anímico; quizás nos duelan las pasiones, los miedos, los pensamientos, los deseos, el pasado, el presente o el futuro mismo. Cualquiera de estas opciones puede ser motivo de trabajo en un proceso analítico. Al final, el paciente habla casi exclusivamente, durante muchos años, de lo que le duele; quizás tan sólo después de que esto se agote empiece el análisis.
El glosario doloroso, como cabe esperar, puede ser muy amplio, pero sin duda alguna hay temas estrella. El tormento que produce el superyó, con sus reproches y castigos; la dificultad en relacionarse con un otro, sea cual sea su encarnación: familia, pareja, amigos, jefes, compañeros de trabajo, etc.; la agresividad que suscitan las frustraciones vitales, las conversaciones, el entorno, el mundo tal y como está; los rechazos, los propios pensamientos, los deseos, las normas, la educación, las injusticias, las diferencias, las pérdidas, las, las, las… y así podríamos seguir casi hasta el infinito. Y cómo no, los síntomas, en sus formas clásicas de manifestación o en las que podríamos considerar actuales.[2]
Podríamos sintetizarlos, inicialmente, en cuatro bloques:
Los abordaremos uno por uno y, en realidad, veremos con facilidad que, en todos ellos, de una forma más o menos explícita, está presente nuestra reina muda.
Es evidente, los pacientes no lo llaman así —a no ser que tengan un mínimo de formación psicoanalítica o cuenten ya con un tiempo de análisis y se les haya facilitado tal denominación—. Más bien, se refieren a él por sus frases, sus torturas y sus persecuciones. O por sus efectos: sentimiento de culpa, remordimientos, masoquismo moral, etc. Tampoco se dirigen a él como a alguien distinto de sí mismos, piensan que son él y también por eso sufren.
Pero este superyó, además de ser la interiorización de las figuras paternas después del sepultamiento del complejo de Edipo, tiene como rasgo original haber acogido toda la pulsión de muerte que quedó libre gracias al proceso de identificación con los progenitores: hubo identificación, desexualización de la libido —una suerte de sublimación, dice Freud—, y la consecuente desmezcla pulsional que dejó a la pulsión de muerte con las manos libres. Este vínculo entre superyó y pulsión de muerte puede llegar a su extremo en la melancolía, en la que lo que «gobierna en el superyó es como un cultivo puro de la pulsión de muerte» [4].
En general, en un análisis, solemos darle peso a analizar las frases, a ver de dónde provienen o a perseguir a la identificación de la que beben; y este proceso no es tan sólo necesario sino también nuclear. Sin embargo, no debemos olvidar que hay un aspecto en el que el superyó, y sus torturas, son mera pulsión de muerte, que no dice nada, que tan sólo alimenta a la fiera.
O las relaciones, podríamos decir, para no ser demasiado optimistas. En Vivir con extraños, llevamos a cabo una crítica sobre la siguiente afirmación: «Toda relación es ambivalente». Pusimos de relieve que en la obra de Freud la ambivalencia está vinculada, principalmente, con lo infantil, lo primitivo y la neurosis; también, que en varios fragmentos de su obra sugiere que esta ambivalencia puede ser superada, y que, por lo tanto, tal afirmación no tendría la validez que pretende para sí. Nuestra propuesta al respecto fue que quizás la vía de la mezcla pulsional sea un mecanismo que haga viable tal superación.[3]
Pero la realidad es que, a pesar de ser posible otra cosa, gran parte de la población —por no haber ido más allá de las formas previas del amar o por neurosis— está bajo el sello de esta ambivalencia afectiva en todas sus relaciones. Los seres más cercanos, sus considerados más amados, les descomponen, no les gustan, les molestan, los aman pero también los odian. Los consideran egoístas, o inferiores, o maniáticos, o rígidos, o enfermos, o simplemente distintos. Y, no nos llevemos a engaño, a veces lo son, todo junto, y esto los convierte en «poco queribles». Pero no sería este el caso que nos interesaría abordar, ya que no estaríamos entonces bajo una expresión de la ambivalencia; nos interesan los casos en los que el otro, francamente apreciado por mí, de repente es odiado, detestado por algún gesto, por una diferencia, por una expresión de su carácter tal vez inesperada.
Y ese odio repentino —en ocasiones de emergencia muy frecuente— no consigue ser atemperado por nada, aparece solo, desconectado, en ese momento nada lo baña con ternura o lo dulcifica. En algunos casos, visto desde fuera, uno considera que lo acontecido podría merecer una reacción de molestia; en otros, la manifestación de ese odio se nos antoja directamente gratuita. Y como ya es sabido, en el marco de la teoría psicoanalítica el odio, la agresividad, la hostilidad, son formas de manifestación de nuestra reina muda. Así que aquí la tenemos, mediante la ambivalencia, jugándose también en los vínculos.
Por otra parte, no es necesario recurrir a la ambivalencia para explicar la presencia de hostilidad, y por ende, de pulsión de muerte, en las relaciones. El propio sujeto está dotado de cierta carga de este tipo de pulsión, es inherente a él y diferente para cada cual. Es fácil encontrarse con personas respecto de las que se dice que son como «una bomba de relojería», y también lo es que estas mismas sean bombas que explotan precisamente con sus vínculos más cercanos. Mucha pulsión de muerte libre, buscando algo de lo que agarrarse y mediante lo que poder descargar.
Y alejándonos ya de lo constitucional, la propia historia vincular va cargando a una persona de hostilidad. Las traiciones, las mentiras, las decepciones, los abusos, etc., van generando odio, resentimiento, desconfianza, que cargará las tintas sobre futuros vínculos. En el mejor de los casos, mediante defensas y en el peor de ellos, mediante ataques gratuitos, mudos o escandalosos. Ataques que minan, erosionan o, directamente, rompen el vínculo llenando así de motivos al ahora dañado, para buscar luego él mismo a otra aleatoria víctima.[4]
No son las únicas formas en las que las pulsiones destructivas se presentan en las relaciones, procesos como la desidealización liberarán también ciertas cuotas de agresividad; afectos como la envidia, también comandados por la pulsión de muerte,[5] lucirán sus mejores galas en los peores momentos; etc.
Y el mero transcurrir vital, desde su perspectiva más cruda, como mencionábamos en nuestra Introducción, genera con sus embates situaciones que desembocan en sentimientos hostiles. El propio proceso de educación, sea más o menos severo, obliga al niño a renunciar a sus formas originales de satisfacción, renuncia que provoca en él frustración y enfado. Si reflexionamos al respecto, es fácil ver que este proceso, en realidad, se alarga durante toda la vida, adoptando diversas formas: el acatamiento de una moral imperante, de una cultura concreta, de normas sociales, y un largo etcétera, que siguen coartando al hombre hasta su muerte. No es ninguna novedad, Freud lo resaltó en muchos de sus textos; el mero hecho de formar parte de una cultura será generador de malestar en el hombre. Y no sólo de malestar sino también de agresividad.
A todo lo citado podemos sumarle las experiencias vitales concretas, las dificultades a las que cada uno haya tenido que enfrentarse en su propio recorrido, sean cuales sean las formas que hayan adoptado. Todo ello hace que sea muy frecuente que cuando un paciente llega a la consulta, una de las primeras observaciones a hacerle sea que está francamente enfadado. Enfado que atraviesa su transitar vital, que alimenta su superyó y que baña también a sus vínculos.
Desembocamos ahora en los síntomas. También en Vivir con extraños, analizamos la presencia de la ambivalencia en su formación: en la melancolía, en la fobia, en la paranoia, en la neurosis obsesiva y en la histeria. En todos ellos, la ambivalencia afectiva juega su papel: es decir, el odio juega su papel, y por tanto, la pulsión de muerte también lo hace. Al final, parece que el ser humano no sólo no sabe qué hacer con su sexualidad, sino que tampoco sabe cómo lidiar, cómo descargar, su pulsión de muerte. Por ello, los síntomas la recogen y le dan su propia satisfacción mediante las formaciones de compromiso.
Se puede entender: desde el punto de vista moral consideramos normal que el hombre no sepa qué hacer con su agresividad.[6] Le genera conflicto, le atormenta, no la acepta, la quiere obviar o eliminar, en resumen, le provoca dolor en el alma. Pero Freud fue más allá en uno de sus textos más tardíos: esta pulsión de muerte no sólo puede generar conflictos desde el punto de vista moral, sino que podría convertir en conflictivos —y, por lo tanto, colaborar en la generación de síntomas posteriores— contenidos que no tendrían por qué serlo de entrada. Utiliza como ejemplo la bisexualidad propia del ser humano. ¿Por qué tendría que darse un conflicto entre las dos orientaciones sexuales? Quizás deberían poder funcionar ambas sin convertirse en contrarias u opositoras entre sí. Y, de hecho, en algunos casos lo hacen, «ambas se han conciliado sin recíproco choque». Al respecto, Freud reflexiona lo siguiente en Análisis terminable e interminable [6]:
Uno tiene toda la impresión de que la inclinación al conflicto es algo particular, algo nuevo que viene a sumarse a la situación (...). Y semejante inclinación al conflicto, que aparece de manera independiente, difícilmente se pueda reducir a otra cosa que a la injerencia de un fragmento de agresión libre. Si el caso aquí elucidado se reconoce como una exteriorización de la pulsión de destrucción o de agresión, se plantea enseguida este problema: si no se debería extender esta misma concepción a otros ejemplos de conflicto, y, más aún, si todo nuestro saber sobre el conflicto psíquico en general no debería revisarse desde este nuevo punto de vista.
Desde esta perspectiva, el conflicto podría quedar reducido a una mera cuestión económica, en este caso relacionada con un monto libre de pulsión de muerte. Se nos abrirían entonces dos planos distintos para pensar este tipo de pulsión. Uno, el que podríamos considerar más alto, aquel que conflictúa al sujeto a un nivel moral: siento odio hacia mi amado, no soporto este odio porque es moralmente reprochable y me convierte en un mal ser. Me genera conflicto, lo reprimo y genero un síntoma. Y otro, el meramente económico: hay pulsión de muerte libre, busca asidero, encuentra dos contenidos psíquicos diversos, potencialmente rivales entre sí, se suma a ellos y ese hecho desemboca en un conflicto que, por supuesto, también podrá generar un síntoma.
Algo similar puede pensarse respecto del superyó, ya lo sugerimos antes. Como portador de la conciencia moral y como ideal del yo, sus reproches pueden ser representantes de aspectos morales interiorizados vía identificación; efectivamente, ese que mira está diciendo algo que hay que buscar de dónde procede. Pero hallaríamos también un aspecto meramente económico, la pulsión de muerte sin más, que encuentra expresión mediante el sadismo propio de ese superyó.
Y lo mismo en los vínculos, a veces el otro no me gusta por buenos motivos, o me descompone porque efectivamente me hace un daño, pero en muchos otros casos, el afecto hostil que me provoca es la mera expresión de pulsión de muerte circulante, sin un contenido concreto y que emerge aislada, desconectada de entrada.
Nada muy diverso podemos decir respecto de lo que hemos denominado la vida. Efectivamente, se nos abrirían también estos dos planos, quizás en el origen, en las primeras experiencias, el aspecto económico tenga menos relevancia, pero cuando el sujeto ya está en un estado de enfado vital, ¿cuántas de sus frustraciones, cuánto de su dolor asociado con situaciones nuevas, no será ya su propia carga circulante de pulsión de muerte yendo a alimentar cada hecho desagradable?
Llegamos así a un punto interesante, pero también problemático. Si la pulsión de muerte es inherente al ser humano, ¿no se puede pensar una salida para la incesante tortura superyoica? ¿Y un vínculo sano? ¿Y una vida en la que el enfado no sea un estado permanente? ¿Y una persona no atada a sus síntomas?
Abordaremos estas cuestiones desde el recorrido analítico y utilizaremos varias vías de entrada.
Hacer conciente lo inconciente, ir llenando las lagunas del recuerdo, «donde ello era yo debe advenir», serían algunos de los procesos, equivalentes entre sí por los efectos que producen, que se van desarrollando en un psicoanálisis. Todos ellos pueden incidir, y de hecho lo hacen, sobre contenidos agresivos. El sujeto va haciendo consciente su propia hostilidad, su ambivalencia hacia sus seres cercanos; recuerda escenas que le enfadaron, le frustraron, le crearon rabia; etc. En la mayoría de ocasiones, haciendo una grosera generalización, el proceso sigue el siguiente patrón: primero no reconoce ninguna hostilidad en él (o la observa, pero no la soporta), después él es todo hostilidad y finalmente algo se equilibra y asume la existencia de amor y de odio en sí mismo. Respecto de las relaciones puede pasar algo similar: primero «con papá está todo bien», después «papá es el peor ser del universo» y finalmente «papá hizo lo que pudo».
Estos pasos se van dando en un marco de intercambio con el analista en el que surgen reflexiones, interpretaciones, resistencias, conversaciones, explicaciones, sugerencias a pensar y otras múltiples formas de interacción que van ayudando a la elaboración, por parte del paciente, de esos afectos hostiles que emergen como recuerdos o repeticiones en el análisis. En este proceso de elaboración podemos intuir que, a nivel macro, se dan también momentos de comprensión, de aceptación, de integración de escenas o situaciones vitales que ayudan a deshacer, de una forma u otra, esas mociones hostiles y por ende los síntomas vinculados con ellas.
Pero, a nivel micro, ¿cuál ha sido el proceso?, ¿que ha acontecido?
Son varias las vías que Freud deja abiertas para la pulsión de muerte, muchas de ellas ya han sido mencionadas en el texto: se liga en los síntomas, es acogida por el superyó, se expresa como masoquismo o como sadismo, se manifiesta como necesidad de castigo o de estar enfermo, se dirige hacia el mundo exterior como agresión, de forma directa mediante la musculatura o, indirectamente, mediante algún otro tipo de acción. Pero en todas ellas el resultado no es demasiado esperanzador, implica dolor para el propio sujeto, para otro o para el mundo.
Quizás uno de los mayores problemas sea que, desde una perspectiva estrictamente freudiana, para la pulsión de muerte no parece estar abierta la vía de la sublimación.[7] El resto de destinos —los mismos que están abiertos para las pulsiones sexuales— los observamos en su dinámica: la vuelta hacia la persona propia, el trastorno en lo contrario, la represión; e incluso todos los mecanismos de defensa del aparato anímico: la formación reactiva, la negación, la proyección, etc. Esto nos deja en una situación de aparente desamparo respecto a nuestra reina y sus destinos.
Pero la realidad es que, con mucha frecuencia, observamos que los pacientes, tras un tiempo notable de análisis, reducen su persecución superyoica, deshacen algunos de sus síntomas y, lo que es más llamativo, mejoran también sus relaciones. Y así, nos vuelve a aparecer la misma pregunta: ¿qué ha pasado? Si tenemos en cuenta el sistema dinámico y económico que planteó Freud, ¿a dónde ha ido a parar la pulsión de muerte que estaba ligada mediante los síntomas o en el superyó?, ¿dónde está la que circulaba libre?
El papel de Eros tiene que haber sido fundamental en el proceso. Es la única salida que deja abierta Freud para lidiar con la pulsión de muerte, sólo Eros tiene la capacidad de neutralizar los poderes destructivos de la reina muda. En reflexiones amplias respecto a la lucha contra la pulsión de muerte, Freud alude a los procesos de identificación[8] y a la existencia de las pulsiones de meta inhibida como vehículos para vencer a esta pulsión. En ¿Por qué la guerra? [5] apuesta por ellas como único medio para poder pensar la posibilidad de la paz. Es notable que ambas produzcan vinculación y que esta vinculación sea la que podría ir en la vía neutralizar o, como mínimo, atemperar la pulsiones destructivas. Es decir, contra la reina que desvincula, el único (re)medio que habría sería el rey que vincula.
Y a partir de aquí, nuestra hipótesis. Al nivel micro que estábamos trabajando, hallamos en la teoría psicoanalítica el mecanismo de la mezcla pulsional. Ya la habíamos utilizado en Vivir con extraños para pensar la salida de la ambivalencia y nos será útil aquí también para pensar otro posible destino de la pulsión de muerte, claramente no tan dañino como el resto. Quizás, en el proceso del análisis, en ese trabajo de elaboración, lo que se vayan produciendo también sean vastas mezclas pulsionales que van acogiendo para sí los fragmentos de pulsión de muerte que, libres o mal ligados, generaban dolor en el alma. Al final, la mezcla no deja de ser una microvinculación, una combinación útil en la que los dos reinados ganan algo. Se entiende, Eros tampoco puede reinar solo, necesita de su reina para encontrar el límite, para decir no, para saber ver la diferencia, para alejarse cuando toca.
En el proceso del análisis el paciente va liberando también, dicho metafóricamente, capacidad de amar. Muchas de sus pulsiones sexuales estaban también implicadas en sus síntomas, u opacadas tras el resentimiento. La liberación de éstas, en sus diversas formas de manifestación, es decir, también como creación de pulsiones de meta inhibida, nos parece, posibilitan la ligazón, mediante la mezcla, de la pulsión de muerte. Más pulsión de vida, más capacidad de mezcla.
Visualizamos así un estado de cosas en el que, obviamente, el paciente sigue teniendo superyó y, sin duda, también aspectos sintomáticos, pero continuando con nuestra hipótesis consideramos que parte del monto sobrante de pulsión de muerte no excede al yo de la misma forma que lo hacía anteriormente. Dicho metafóricamente, en la situación original no había un suelo, había unas arenas movedizas en las que a cada paso el pie se hundía; en ese estado, cualquier golpe hace a la persona caer, o hundirse, o estancarse; con un suelo firme, el golpe puede ser acogido, esquivado, o lo que cada situación requiera. Y el golpe no es siempre el que viene de afuera, el golpe más fuerte es el que viene de dentro. Ese embate de hostilidad que trae una frase del superyó o ese momento de odio que emerge desconectado ante un otro.
No consideramos casual que, al fin y al cabo, la mejora del paciente mediante el análisis se dé en el núcleo de un vínculo, el vínculo terapéutico. Sabemos de la importancia de la repetición en transferencia y que el paciente debe ir resolviendo, in situ, actitudes y afectos anteriores que nada tienen que ver con el analista pero que se resuelven con él. Y, precisamente, uno de los vínculos clásicos que se repiten en el análisis es el que se tuvo (o se tiene) con los padres, que por su carácter infantil está teñido de ambivalencia. Esta ambivalencia deberá ir cediendo en el análisis, e hipotetizamos que lo hace mediante la consolidación de mezclas pulsionales. Y junto a ella, muchas otras que se irán elaborando en este marco basado en una conversación que colaborará en la elaboración de los aspectos hostiles.
En ocasiones este vínculo terapéutico puede funcionar como punto de referencia para el paciente, pero más allá de eso, y mucho más importante, es que el mero hecho de transitar la vida con menos ambivalencia, con menos sentimiento de culpa inconsciente, con menos persecución superyoica, con menos resentimiento, con menos masoquismo, con menos sadismo, con menos síntomas —con más capacidad de amar, al fin y al cabo—, debe tener una repercusión directa en la capacidad de vinculación de esa persona. Si el vínculo no está basado en la ambivalencia es más difícil que el otro me descomponga; si no me siento culpable sin saber por qué es más fácil que no tenga paranoia; si no soy masoquista, es más difícil que consiga hacerme maltratar; si mi sadismo está atemperado, es más difícil el daño gratuito. Si el otro me muestra una cara que no espero, si no está donde deseo, los dos reyes deberán salir a la par, a mirar, desde cerca y desde lejos, a conversar.
Menorca, abril de 2019
[1] María del Mar Martín. La piel del alma. Sobre la traición. Barcelona: EPBCN Ediciones, 2017.
[2] María del Mar Martín. ¿Qué amaste? La desidealización. En Textos para pensar, 2015.
[3] María del Mar Martín. Vivir con extraños. En Textos para pensar, 2018.
[4] Sigmund Freud. El yo y el ello, y otras obras. En Sigmund Freud Obras Completas, vol. XIX: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[5] Sigmund Freud «¿Por qué la guerra?». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. XXII: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[6] Sigmund Freud. «Análisis terminable e interminable». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. XXIII: Moisés y la religión monoteísta, Esquema del psicoanálisis, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[7] Sigmund Freud. «Esquema del psicoanálisis». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. XXIII: Moisés y la religión monoteísta, Esquema del psicoanálisis, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.