Textos para pensar


Vivir con extraños

María del Mar Martín [CV]

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Nota del Editor

El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XVIII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (VII).

1. Introducción

Esta ponencia toma el relevo a ¿Qué amaste? La desidealización, presentada en el año 2015 en las XIV Jornadas psicoanalíticas del EPBCN. En la última se rodearon, casi sin tocarlos, los conceptos de ambivalencia y mezcla pulsional, relacionándolos con el tema que ocupaba al texto: la desidealización. En esta ocasión, retomamos ambos para explorarlos con la pretensión de averiguar qué tipo de relaciones, de vínculos, nos permiten pensar.

Lo que sigue no es un trabajo sobre el amor, ni tampoco sobre el odio, es un trabajo sobre la dinámica de cualquier vínculo. Éstos están cada vez más dejados de lado, opacados bajo el espectro de la preocupación por conseguir el amor romántico o la amistad perfecta. Tras esta preocupación superficial debería existir un interés real respecto a cómo funciona el intercambio amoroso —en un sentido ampliado— con aquellas personas por las que decidimos hacernos acompañar.

Haremos un viaje que no nos alejará de la teoría freudiana, con la expectativa de hallar en ella los elementos suficientes para abrir el psicoanálisis desde el psicoanálisis mismo.

Cualquiera que haya transitado un análisis o algún tipo de formación psicoanalítica puede haber escuchado la siguiente afirmación: «Toda relación es ambivalente». Nos preguntamos, como motor del texto: ¿Puede sostenerse dicha afirmación en la obra freudiana? ¿Existe en su teoría la apertura a otra posibilidad de vinculación? o, efectivamente: ¿Estamos todos a un paso del odio?

2. Matices

2.1. En las neurosis: una cuestión de grado

En el marco de su teoría sobre las neurosis, Freud destacó, en innumerables ocasiones, el papel de la ambivalencia afectiva en la formación de los síntomas. A pesar de que la mayoría de referencias a este concepto en su obra están relacionadas con la neurosis obsesiva, también resaltó su participación en la melancolía, la histeria, la fobia y la paranoia.

El caso de la neurosis obsesiva es en sí el más escandaloso, puesto que en él podemos encontrar ambas mociones contrarias —amor y odio— en la conciencia, lo cual lleva al obsesivo al máximo sufrimiento.

En la melancolía, junto con la identificación, es el conflicto de ambivalencia lo determinante para su formación. «La pérdida del objeto de amor es una ocasión privilegiada para que campee y salga a la luz la ambivalencia de los vínculos de amor», sostiene Freud en Duelo y melancolía.[1] En la histeria, observamos una hiperternura hacia el objeto y una preocupación excesiva por él, preocupación que enmascara un odio inconsciente y que, por lo tanto, responde también a un conflicto de ambivalencia. En la fobia —como es el caso de Hans—,[2] los deseos hostiles (contrarios a los amorosos también existentes) y el temor por la vuelta de la agresión como venganza son proyectados al objeto fóbico al que se teme. Y en la paranoia, es la preexistencia de la ambivalencia el motivo por el que el paranoico puede pasar del amor homosexual dirigido hacia el objeto al «le odio porque me persigue», que subyace a su delirio de persecución.

De este modo, la ambivalencia se nos presenta como una pieza fundamental para el puzzle de las neurosis. Y, como sabemos, todos somos un poco neuróticos. Ahora bien, el propio Freud inserta un primer matiz al respecto en Sobre la dinámica de la transferencia:

Una ambivalencia así de los sentimientos parece ser normal hasta cierto punto, pero un grado más alto de ella es sin duda una marca particular de las personas neuróticas.

Destaca aquí el factor económico, factor al que dio cada vez más importancia a medida que fue avanzando en el desarrollo de su obra. Y si, como afirma, un grado alto de ambivalencia se nos presenta como «marca particular de las personas neuróticas», entonces nos estaría permitido pensar que a menos neurosis le podría corresponder también un grado menor de ambivalencia.

2.2. Lo infantil y el hombre primitivo

Otro de los ámbitos donde hallamos la presencia de la ambivalencia afectiva es el de la infancia. La etapa de su máxima expresión es, sin duda alguna, el complejo de Edipo, en la que esta oposición de sentimientos dirigida hacia las figuras paternas introduce al niño en un problema irresoluble. Pero más allá de este momento concreto del desarrollo, la ambivalencia es considerada por Freud «un caracter universal de la sexualidad infantil».[3] Esto es directamente un observable en los niños, los vemos pasar del amor al odio —del cariño a la rabieta acompañada de fallidos intentos de agresión— en cuestión de segundos.

Sin embargo, encontramos precisamente aquí, relacionado con lo infantil, otro matiz:

En las primeras fases de la vida amorosa es evidente que la ambivalencia constituye la regla. En muchos seres humanos este rasgo arcaico se conserva durante toda la vida; es característico del neurótico obsesivo el equilibrio de amor y odio en sus vínculos de objeto.[4]

«En muchos seres humanos», equivale a decir «no en todos». Y puesto que, de inmediato, el ejemplo que utiliza Freud nos lleva de nuevo a las neurosis, podríamos traducir la afirmación del siguiente modo: en los neuróticos se conserva durante toda la vida la ambivalencia característica del niño.

Por otro lado, Freud trata a la ambivalencia como un «rasgo arcaico», lo que remite a su presencia en los hombres primitivos. En varios lugares de su obra hipotetiza que en ellos predominaba esta coexistencia de sentimientos y que, con la inserción del hombre en la cultura, su intensidad fue cada vez a menos. La observamos en su máxima plenitud en el niño —como herencia de lo que una vez fue una forma de vida— y, de igual modo que en la historia del Hombre, ese ir a menos podría darse también en la evolución de cada humano.[5]

Sin embargo, a pesar de ser presentada como «regla» en las primeras fases de la vida del niño, esta ambivalencia no estaría desde el principio, es algo que se adquiere en el marco del desarrollo libidinal, en concreto en el momento previo a la fase sádico anal. Veamos cómo lo presenta Freud en Angustia y vida pulsional:[6]

En el primer subestadio se trata sólo de la incorporación oral y falta aún toda ambivalencia en el vínculo con el objeto del pecho materno. El segundo estadio, singularizado por la emergencia de la actividad de morder, puede ser designado como oral-sádico; muestra por primera vez los fenómenos de la ambivalencia que adquirirán tanta nitidez en la fase siguiente, la sádico-anal. El valor de estos nuevos distingos se evidencia en particular cuando en determinadas neurosis —neurosis obsesiva, melancolía— uno busca los lugares de predisposición dentro del desarrollo libidinal.

Y una vez más, aparece resaltada su participación —como predisposición, aquí— en la neurosis obsesiva y en la melancolía.

2.3. Ambivalencia «externa»

Un tercer matiz lo encontramos en relación a su origen. El que habitualmente es más resaltado dentro del campo psicoanalítico es el constitucional, al que se hacen innumerables referencias. Sin embargo, Freud también destaca un origen externo y actual en el que las pulsiones yoicas reaccionan con repulsa hacia el objeto amado «a raíz de los frecuentes conflictos entre intereses del yo y del amor»,[7] generando así un conflicto de ambivalencia con él. Esto es de suma importancia, ya que introduce a la ambivalencia en el presente y la hace depender, de una forma u otra, de la situación actual del yo.

Y podríamos añadir todavía un cuarto matiz. En algunos casos, cuando se refiere al origen constitucional lo hace no como a un factor inherente a todo ser humano, sino como a algo que le pertenece a un yo concreto:

Esta es [la ambivalencia] o bien constitucional, es decir, inherente a todo vínculo de amor de este yo, o nace precisamente de las vivencias que conllevan la amenaza de la pérdida del objeto.[8]

Se nos presenta así una ambivalencia líquida y oscura, Freud no es categórico al respecto. Es constitucional pero con diferencias de grado, o es constitucional para un yo; es constitucional, pero adquirida en el desarrollo, y susceptible de generar fijaciones que lleven a intensificar su presencia en la vida anímica; es de origen constitucional, pero también su origen puede ser actual. Sin duda, esto es algo a lo que Freud ya nos tiene acostumbrados; ¿para qué insistir en hacer un ejercicio de reducción?

3. Discusión

Después de los matices, retomemos la afirmación presentada en nuestra introducción:


Toda relación es ambivalente.


Esta aseveración utilizada en el ámbito psicoanalítico —además de que se repite con demasiada frecuencia— se presenta sin tener en cuenta las consecuencias y repercusiones que pueda generar en el que la escucha y la cree. Estudiémoslas ahora con detenimiento.

3.1. ¿Se puede sostener en la teoría freudiana?

La primera cuestión estriba en determinar si se puede sostener o no dicha afirmación en la teoría freudiana. Por lo visto hasta el momento, no tendría por qué ser válida en todos los casos.

Por un lado, aun tomando la ambivalencia como algo constitucional del ser humano, sería discutible que este aspecto se tenga que poner necesariamente en juego en todos y cada uno de los vínculos. Ya hemos resaltado el factor económico, y la realidad es que, en todas las propuestas de Freud, cualquier elemento psíquico puede ser productivo siempre y cuando la inervación, la carga que contiene, sea suficiente para que éste genere efectos.

Por otro lado, ha quedado suficientemente resaltada su vinculación con la neurosis, lo que no nos permite hacer una afirmación a la altura de la cuestionada. Más allá de que cierto grado de neurosis está presente en todos y cada uno de nosotros, no en todos los casos nos enfrentamos al mismo grado de ésta. Y por lo tanto, no podemos suponer ni la misma presencia de ambivalencia ni esperar las mismas consecuencias de ella.

Por último, Freud no deja fuera la posibilidad de un vínculo en el que no haya ambivalencia:

No podemos llegar tan lejos como para aseverar que la ambivalencia de las investiduras de sentimiento sea una ley psicológica de validez universal, ni que sea de todo punto imposible sentir gran amor por una persona sin que vaya aparejado un odio acaso de igual magnitud, o a la inversa. Es indudable que la persona normal y adulta consigue separar entre sí ambas posturas para no tener que odiar a su objeto de amor ni amar también a su enemigo. Pero esto parece ser el resultado de desarrollos más tardíos.[9]

Aquí, además de la referencia a un posible vínculo de amor sin odio y a la limitación respecto a la ambivalencia como ley psicológica universal, encontramos la remisión a un desarrollo respecto de la misma, que acontecería después de la infancia.

Algo similar es sostenido en Pulsiones y destinos de pulsión, texto en el que plantea que el odio que acompaña al amor en los vínculos proviene en parte de «las etapas previas del amar no superadas por completo». ¿Abriría esto la puerta a una superación de las formas previas de amor pertenecientes a lo infantil y que incluyen la ambivalencia? Es una posibilidad.

No pretendemos menospreciar la importancia de la ambivalencia ni eliminarla de un plumazo del aparato psíquico, pero sí pretendemos quitarle la rigidez, volverla móvil, lo que, por otra parte, está más cerca del sistema dinámico que descubrió Freud y que propuso como funcionamiento del alma humana.

3.2. Consecuencias y repercusiones

Como ya hemos resaltado, consideramos que la afirmación «toda relación es ambivalente» tiene consecuencias directas e indirectas en aquellos que la escuchan. Como psicoanalistas —aunque en realidad sería aplicable a cualquier hablante— no podemos pretender que nuestras afirmaciones sean meras frases inocuas, neutrales, que atraviesen, sin dejar rastro, primero la oreja derecha y luego la izquierda, de aquellos que nos escuchan. No hay frase gratuita y menos cuando se ocupa una posición mediada por la transferencia y a la que se le atribuye un saber. Lo que decimos es recibido, en más ocasiones de las que nos gustaría, como una descripción de la realidad o como un estado de cosas, lo que hace que el grado de responsabilidad ética que debemos tener sea extremadamente alto. El mayor riesgo es que estas afirmaciones, que acaban funcionando como lemas, acaben formando parte de la ideología de los oyentes, que las encarnan y reproducen como autómatas en su vida y, por desgracia, en la del resto.

Dicho esto, en un cierto sentido —y en un primer momento— las consecuencias de la afirmación que discutimos pueden ser positivas. En realidad, abre los ojos a asumir en uno mismo y en los otros la existencia de mociones hostiles, que en sí son difíciles de aceptar para cualquiera. El mero ejercicio de asunción de su existencia puede ser revelador y un paso de crecimiento para cada persona. Pero una vez desvelado el secreto, ¿es vivible un mundo en el que creemos firmemente que todos los vínculos son ambivalentes?

3.2.1 Generadora de paranoia

En primer lugar, es una afirmación que genera paranoia,[10] vuelve a la persona suspicaz y desconfiada. Si toda relación es ambivalente: ¡no va a ser que la ambivalencia la padezco sólo yo! Es evidente que la persona que supuestamente me quiere, puesto que está bajo el mismo conflicto de ambivalencia, me va a agredir en cualquier momento. Debo estar atento, observante, ya que tarde o temprano esa hostilidad se hará patente.

Esto lleva a muchas personas a hacer un seguimiento pormenorizado de los movimientos, comentarios, bromas, gestos del compañero —llámese pareja, amigo, familiar, etc.—, que resulta en un estado de alerta continuado en busca del ataque escondido. En muchos casos, acaban peleando con fantasmas e interpretando en clave hostil aspectos que responden más a la subjetividad del otro que a una agresión real en el vínculo.

No hay ni que decir que, en la mayoría de ocasiones, ese ejercicio de observación se reproduce de idéntica forma, pero dirigida ahora hacia uno mismo: «¡Que no se me escape la hostilidad!», «¿Esto se lo he dicho para agredirle?», «Quizás es que le quería hacer daño», y un largo etcétera que mina la posibilidad de cualquier forma de confianza, en mí y en el otro.

Quedamos así condenados a vivir con extraños en los que no podemos confiar, ya que la agresión acecha; a vivir extrañados de nosotros mismos, sin suelo en el que apoyarnos ni sobre el que construir un vínculo tranquilo.

Parece evidente que no es el mejor contexto para establecer una relación desarrollada en un marco de conversación, acercamiento y acompañamiento.

Esta primera consecuencia se inserta, por lo tanto, en uno de los aspectos más íntimos y, por otro lado, constitutivos de cualquier ser humano.

3.2.2 Coartada para la agresividad

En segundo lugar, esta afirmación acaba siendo utilizada como coartada para la agresividad. En los divanes observamos con bastante frecuencia a personas que agreden de una forma u otra a aquellos con los que están más vinculados y que para tranquilizarse se escudan en justificaciones como la siguiente: «¡Claro! como toda relación es ambivalente, lo que se me ha puesto en juego es el odio inconsciente!» Y me quedo tan tranquilo hasta la próxima vez que se me escape.[11]

Es cierto que hay ocasiones en las que uno se encuentra haciendo algo que daña al otro quedando totalmente helado ante la propia acción y sin asidero alguno; pero también lo es que en la mayoría de ellas esta intención de daño ya se veía venir con el rabillo del ojo. Es justo en estos casos donde la ambivalencia suele utilizarse con más frecuencia como coartada, se aprovecha la existencia de una hostilidad que aparece como inevitable para eludir la responsabilidad o la reflexión respecto del daño ocasionado.

Ahora bien, Freud es bastante claro al respecto, esta repulsa que el objeto de amor nos puede despertar no proviene siempre de una ambivalencia constitucional, puede ser también el resultado de los conflictos entre nuestro yo y el amor.

En muchos casos estos conflictos se manifiestan en lo que podríamos considerar microagresiones. La mayoría de veces se ciñen a malas contestaciones, malas caras, castigos retirando el amor, expresiones de indiferencia, etc., que pueden pasar inadvertidas para otros pero que son de extrema importancia para los protagonistas del vínculo. En otros, desencadenan discusiones, ya más escandalosas y por tanto evidentes para cualquier observador.[12]

En realidad, muchas de esas microagresiones —o no tan micro— son meras reacciones yoicas ante el objeto de amor: me molesta, me impide hacer lo que quiero, me pide algo que no le quiero dar, me muestra algo de mí que no quiero ver y, por lo tanto, le odio.

No, señores, no es inconsciente, ni es constitucional, es yoico.

3.2.3 O agresión o síntoma

En tercer lugar, si toda relación es ambivalente —y lo más enorme es que se pretenda que lo son todas— no hay salida posible: o bien expreso esa agresividad o bien será utilizada para generar síntomas. Es más, todavía habría un tercera opción, que sea dirigida sobre mí mismo en forma de automartirio o generando un sentimiento de culpa continuado en el tiempo y sin explicación aparente.

Plantear las relaciones, todas y cada una de ellas, como ambivalentes introduce al sujeto en una asunción gratuita, permanente e ineliminable del daño —para sí mismo o para otro— simplemente: «porque sí», «porque es así». Sin matiz posible, sin salida alguna.

Es cierto que Freud propuso un sistema basado en las oposiciones y en la noción de conflicto y que de ello se derivan encrucijadas como la planteada; sin embargo, él mismo erosiona la noción de conflicto en Análisis terminable e interminable,[13] texto en el que la presenta no tanto como resultado de contenidos que funcionan como opuestos para el «yo», sino como efecto de la existencia de un fragmento de agresión libre que se añade a ellos. Llega a preguntarse aquí si todo el saber desarrollado hasta el momento sobre el conflicto «no debería revisarse desde este nuevo punto de vista».

Queremos resaltar con este ejemplo que se pueden encontrar algunos elementos en su obra que permiten abrir rendijas para una posible salida de lo que en última instancia es la rueda neurótica. Y esto también debe ser leído y destacado.

4. Propuesta

Freud teorizó en 1920, en Más allá del principio de placer, la existencia de dos nuevos grupos de pulsiones, las de vida y las de muerte, en los que quedaron también incluidas las anteriores pulsiones yoicas y pulsiones sexuales. Las pulsiones de muerte generaron gran controversia, a tal punto que se intentaron dejar de lado por muchos psicoanalistas de la época, y en realidad, también por muchos de la actualidad. Freud llegó a darles tal importancia a ambas que afirmaba que la vida en sí es el resultado del bregar de estos dos tipos de pulsiones. Con ellas mantenía la oposición, la noción de lucha o conflicto que, como mencionábamos, atraviesa toda su obra pero que, a su vez, está lleno de matices.

Es francamente complicado hallar un concepto en Freud que no esté erosionado de alguna forma en sus bordes. Sin ir más lejos, la misma división del aparato anímico en un «yo», un «ello» y un «superyó» se desdibuja en sus fronteras, son más bien «campos coloreados que se pierden unos en otros» como afirma en La descomposición de la personalidad psíquica, cuyos límites «es posible que hasta se alteren en el curso de la función e involucionen temporariamente».

4.1. La mezcla pulsional

El mismo ejercicio de degradado cromático podemos encontrarlo respecto a los dos grandes grupos de pulsiones cuando Freud introduce la noción de mezcla pulsional. Pulsión de vida y pulsión de muerte no campan libres y de forma independiente; las más complejas relaciones se establecen entre ellas. Por un lado, el hecho de que exista tal mezcla se traduce en que acaban por no manifestarse nunca de forma pura en el exterior. Las proporciones de la mezcla son diversas, pudiendo llevar en cada caso a resultados distintos. Por otro lado, por este expediente, la pulsión de vida puede conseguir «domeñar»[14] a la pulsión de muerte.

Respecto a la mezcla afirma Freud en El yo y el ello:[15]

En los componentes sádicos de la pulsión sexual, estaríamos frente a un ejemplo clásico de una mezcla pulsional al servicio de un fin; y en el sadismo devenido autónomo, como perversión, el modelo de una desmezcla, si bien no llevada al extremo.

Nos encontramos, por tanto, ante un sistema móvil en el que las pulsiones de vida y de muerte pueden mezclarse pero también son susceptibles de una desmezcla. Cuando la desmezcla acontece los efectos de la pulsión de muerte son un observable, ésta deja de estar domeñada por las pulsiones de vida y se expresa como pulsión de destrucción.[16] Los componentes sádicos de la pulsión sexual son inofensivos; no suponen un daño real, en cambio, si hay desmezcla el resultado es otro.

Sin embargo, a pesar de que es el más utilizado, este no es el único ejemplo de mezcla presentado por Freud; ni tampoco es la pulsión de destrucción, dirigida al mundo y a otras personas, la única forma de expresión de la pulsión de muerte.

En Más allá del principio de placer,[17] entre otros textos, encuentra en el odio su expresión y en el amor la expresión de la pulsión de vida. En el mismo trabajo, busca la manifestación de la pulsión de muerte en los procesos catabólicos, desasimilatorios, lo que nos permite pensarla, en un sentido metafórico, como causa de lo que expulsa, separa, desvincula. En La negación[18] da un paso que nos introduce en lo abstracto, todavía más, y nos aleja de la pulsión de muerte como mera pulsión de destrucción:

La afirmación —como sustituto de la unión— pertenece al Eros, y la negación —sucesora de la expulsión—, a la pulsión de destrucción. El gusto de negarlo todo, el negativismo de muchos psicóticos, debe comprenderse probablemente como indicio de la desmezcla de pulsiones por débito de los componentes libidinosos.

Cuando consideremos la mezcla y la desmezcla pulsional, deberemos tener en cuenta también estas otras formas de manifestación.

4.2. La mezcla imperfecta

Tomando la oposición entre las pulsiones de vida y las de muerte, resulta inevitable que nos aparezca una conexión directa de éstas con la ambivalencia o, cómo mínimo, el cuestionamiento de si unas no estarán vinculadas con la otra.

Freud hizo referencia a ello. Consideraba que la ambivalencia regular, la que está intensificada en los neuróticos, puede ser pensada precisamente como una «mezcla pulsional no consumada»:

También se plantea una pregunta: La regular ambivalencia que tan a menudo hallamos reforzada en la disposición constitucional a la neurosis, ¿no ha de concebirse como resultado de una desmezcla? Pero ella es tan originaria que más bien es preciso considerarla como una mezcla pulsional no consumada.

Una «mezcla imperfecta» traduce por su parte José Luis López-Ballesteros. ¿Nos abriría esto la posibilidad de pensar una mezcla posterior, de tal forma que la pulsión de vida domeñara a la pulsión de muerte de forma definitiva? ¿Que el amor neutralizara para siempre al odio? Es demasiado osado, esto mismo iría en contra del movimiento, de la vida, del dinamismo que planteó Freud y que hemos resaltado en varias ocasiones en este texto. Sin embargo, y precisamente porque la teoría freudiana no es un sistema cerrado, sí creemos que se nos abre aquí una nueva vía para pensar la ambivalencia y por lo tanto también los vínculos.

Si la ambivalencia es una mezcla imperfecta; si en la mezcla pulsional la pulsión de vida puede domeñar a la pulsión de muerte; si la pulsión de muerte no es sólo la destrucción sino también la desvinculación, el no y el odio; si el neurótico es más ambivalente; si la ambivalencia no es una ley psicológica de validez universal y, además, en muchos casos es yoica; si se nos ha abierto la posibilidad de un desarrollo en el que la ambivalencia disminuya; entonces, ¿no será posible una relación no ambivalente en su núcleo? ¿No sería la mezcla pulsional lo que podría subyacer a un vínculo no determinado por la ambivalencia?

Quizás estemos planteando, ni más ni menos, la posibilidad de un vínculo no neurótico. Esa es nuestra propuesta.

5. Sobre la curación

Qué es la curación para el psicoanálisis es una pregunta abierta en esta disciplina. Freud hace algunas referencias a ella: transformar un conflicto inconsciente en un conflicto consciente tolerable para el yo; el domeñamiento de la pulsión; recuperar la capacidad para amar, gozar y trabajar. Cualquiera de ellas nos servirían para el tema que hemos estado desarrollando.

Sin embargo, con lo visto en este recorrido, quizás también el poder salir de la ambivalencia, el establecer vínculos en los que se dé una mezcla pulsional, sea uno de los elementos que formen parte de la curación de una persona. No pensamos que no se pueda, no pensamos que toda relación tenga que ser ambivalente.

El alejamiento de una posición yoica, la salida de la neurosis, deberían facilitar el establecimiento de vínculos en los que ese otro no tenga la capacidad de despertar —no consiga por completo desmezclar— aquello que está calmado en mí.

No será un vínculo exento de molestia, lo que está vivo no se puede matar sin que muera también el cuerpo; y la pulsión de muerte lo está. Puede haber momentos de desmezcla, puede estar el desacuerdo, la discordia o la breve atenuación del amor. Pero la mezcla es también una soldadura, así lo dijo el viejo Freud, y ella no permitiría su total descomposición.

Menorca, abril de 2018


Notas

1Freud, Sigmund (1917 [1915]). Duelo y melancolía. Todas las citas de Freud en este texto pertenecen a la edición de Amorrortu de las Obras completas de Sigmund Freud, trad. de José Luis Etcheverry, Buenos Aires - Madrid. 
2 Nos referimos al conocido Caso Hans, publicado por Freud en 1909 bajo el título: Análisis de la fobia de un niño de cinco años. 
3Freud, Sigmund (1931). Sobre la sexualidad femenina. 
4Ibid.
5 En el próximo apartado añadiremos algunas referencias que introducen a la ambivalencia dentro de una posible evolución a lo largo del desarrollo de cada persona. 
6Freud, Sigmund (1933 [1932]). 32ª conferencia. Angustia y vida pulsional. 
7Freud, Sigmund (1915). Pulsiones y destinos de pulsión. 
8Freud, Sigmund, op. cit., p. 2. 
9Freud, Sigmund, op. cit., p. 3. 
10 En el sentido coloquial del término. 
11 Esta cuestión merecería una reflexión más amplia, en realidad, cualquier aspecto inconsciente puede ser utilizado como coartada, es uno de los contras del efecto del psicoanálisis en una persona cobarde. 
12 Y todavía habría casos en los que ingresa la violencia, en éstos se hacen necesarios más elementos de los que estamos abordando para poder explicar tal fenómeno. 
13Freud, Sigmund (1937). Análisis terminable e interminable. 
14 «Neutralizar», utiliza Freud en alguna ocasión. 
15Freud, Sigmund (1923). El yo y el ello. 
16 Más allá de que en la mayoría de casos en los que el sadismo como perversión es llevado efectivamente a cabo existe una regulación del daño establecida de antemano por los propios protagonistas. 
17Freud, Sigmund (1920). Más allá del principio de placer. 
18Freud, Sigmund (1925). La negación. 

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