El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XVIII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (VII).
—«¿Y tú crees que lo que me pasa es porque mi padre estuvo ausente?». La pregunta, lanzada a bocajarro a los cinco minutos, cinco, de la primera sesión, cae a plomo. «No puedo saberlo, acabas de llegar, sigue hablando», fue la respuesta.
—«¿Y tú crees que lo que me pasa es porque soy muy narcisista?», insistió en la siguiente sesión, obteniendo la misma respuesta. Luego, desapareció, sin mediar explicación.
Se trataba de una mujer que se acercaba a los 40 años. Pero eso da igual. Hombres y mujeres, de todas las edades, pueden responder a este ¿perfil? Se acercan a una terapia, pretenden una solución exprés a sus padecimientos y, acto seguido, se esfuman al no encontrarla (algunos, incluso, desaparecen antes de aparecer, después de concertar sólo una cita a la que no se presentan). No hay tiempo de intervenir, ni bien ni mal, ni siquiera de hacerles entender que es necesario un mínimo de perseverancia antes de abordar algún remedio. Y la pregunta que lo sacude a uno es: ¿qué pasa?
El siguiente texto es un intento de responder parcialmente a esta pregunta. La respuesta ensayada, desde luego, será incompleta, ya que hay múltiples y desconocidos motivos que empujan a alguien a actuar de ese modo tan nocivo; pero quiere poner de manifiesto un fenómeno social que, vista la observación en consulta, se antoja muy actual y que podría aportar alguna luz al interrogante.
Se trata del miedo. Pero de un tipo de miedo que, defenderemos, surge con una naturaleza que le otorga una dimensión distinta con la que, tradicionalmente, lo pensamos; y cuyas consecuencias empiezan apenas a atisbarse, pero no por eso son menos graves desde el plano individual, colectivo, ético. Por eso, en lo que sigue, el recorrido que se ensayará sobre el miedo estará enfocado, y sesgado, por el objeto de la presente indagación.
En primer lugar, ¿qué es el miedo? Si nos atenemos a la definición más ortodoxa, la de la Real Academia, en su versión online, se trata de:
Del lat. metus «temor».
1. m. Angustia por un riesgo o daño real o imaginario.
2. m. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.
Es decir, una alteración del ánimo que nos causa malestar pero que, por otro lado y en primera instancia, resulta un mecanismo absolutamente imprescindible para la supervivencia de cualquier ser vivo, ya que nos prepara para la huida o la defensa frente a enemigos o peligros potenciales.[1]
No obstante, y antes que nada, el miedo ha sido y es un acompañante muy incómodo, que ha ido de la mano del ser humano a lo largo de toda su historia y, mal que nos pese, que se ha instalado en el alma de forma omnipresente. Sin ir más lejos, los turcos, los judíos, los herejes, las mujeres (especialmente las brujas), las pestes, Satán, el Anticristo, el Juicio Final... son algunos de los miedos que el historiador Jean Delumeau describe al referirse a la Europa cristiana de los siglos xiv al xviii en su obra El miedo en Occidente [3].
A estos miedos (y a muchos otros, anteriores y posteriores cronológicamente) podemos atribuirles los siguientes rasgos. En primer lugar, se trataba de temores utilizados en numerosas ocasiones por las elites para controlar y manipular a sus súbditos.[2] En segundo lugar, un número importante de miedos eran fruto, simplemente, de la ignorancia, de la falta de conocimientos del momento.[3] Y por último, cabe resaltar que el ser humano se enfrentaba a miedos seculares, ancestrales en cierto sentido, claros, concretos, precisos, definidos; es decir, sabía contra qué o quién se las tenía que ver: «Esta enunciación [en referencia al listado citado arriba] designaba peligros y adversarios contra los cuales el combate, si no fácil, era al menos posible, con la ayuda de la gracia de Dios» [3, p. 39].
Rescatemos este último rasgo, en especial cuando intentamos discernir la diferencia entre miedo y angustia (una diferencia sutil, que hasta la propia RAE entremezcla en la definición vista unas líneas antes). Un hilo conductor para distinguir ambos conceptos sería: en la angustia aparece una indeterminación o trascendencia respecto a aquello que la provoca, mientras el miedo está más focalizado hacia un objeto. En este sentido, el filósofo griego Epicuro (siglos iv y iii a. C.) ya distinguía cuatro miedos fundamentales contra los que el ser humano debía combatir: «el miedo a los dioses, el miedo a la muerte, el miedo al dolor y el miedo al fracaso en la búsqueda del bien».[4]
¿Y qué se pensaba en los siglos xix y xx, cuando apareció Sigmund Freud en la escena intelectual? Algunos prominentes filósofos trazaron la misma distinción. Uno de los más notables fue el danés Sören Kierkegaard (1813-1855), quien señaló: «Todos estos conceptos [el miedo, u otros similares] se refieren a algo concreto, en tanto que la angustia es la realidad de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad» [10, p. 102].
Siguiendo la estela de Kierkegaard, en lo que se ha dado en llamar la filosofía existencialista, el alemán Martin Heidegger (1889-1976) atribuía el temor de la angustia a algo indefinido, mientras que, en el miedo, aquello a lo que se temía aparecía con más claridad: «El ante qué del miedo..., lo «temible», es en cada caso algo que comparece dentro del mundo en el modo de ser de lo a la mano, de lo que está-ahí o de la coexistencia»... «¿Cómo se distingue fenoménicamente eso de lo que la angustia se angustia, de aquello ante lo que el miedo tiene miedo? El ante-qué de la angustia no es un ente intramundano. De ahí que por esencia no pueda estar en condición respectiva. La amenaza no tiene el carácter de una determinada perjudicialidad que afecte a lo amenazado desde el punto de vista de un poder-ser fáctico particular. El ante-qué de la angustia es enteramente indeterminado» [9, pp. 164, 208].
Y otro gran referente, el francés Jean-Paul Sartre (1905-1980), recogía la obra de los dos autores precedentes y se alineaba con sus disquisiciones: «En primer lugar, ha de darse la razón a Kierkegaard: la angustia se distingue del miedo en que el miedo es miedo de los seres del mundo mientras que la angustia es angustia ante mí mismo» [15, p. 61].
¿Y Freud? El creador del psicoanálisis mantuvo, igualmente, esa distinción entre ambos términos en las ocasiones en que los contrastó a lo largo de su obra; por ejemplo, en Inhibición, síntoma y angustia: «La angustia tiene un inequívoco vínculo con la expectativa; es angustia ante algo. Lleva adherido un carácter de indeterminación y ausencia de objeto; y hasta el uso lingüístico correcto le cambia el nombre cuando ha hallado un objeto, sustituyéndolo por el de miedo» [4, p. 154].
Tomaremos, pues, esta distinción entre miedo y angustia para plantear el siguiente desarrollo.
En la oscura España de la posguerra, apareció, en los años 50, el semanario El Caso, que se mantuvo en escena hasta el año 1997. Aquello que caracterizaba a esta publicación era su especialización en crímenes y sucesos tremebundos, con titulares efectistas, duros y directos que buscaban el impacto. Es decir, estaba la prensa seria, por un lado, y por el otro, estaba El Caso, para quienes quisieran horrorizarse. Pero, ¿qué ha sucedido en las últimas décadas en los medios de comunicación?
Una mirada actual a cualquiera de los periódicos, televisiones y radios nos mostrará como todos los medios se han convertido en eso, en un Caso. Noticias sobre guerras, terrorismo, violencias de todo tipo, corrupción, peligros para el medio ambiente, riesgos para la salud... y todo ello, desde luego, a la velocidad vertiginosa, imposible de procesar para el psiquismo, que proporcionan las nuevas tecnologías. Ya no se trata de que algo dé miedo, sino que todo es susceptible de dar miedo, en cualquier momento, en cualquier lugar, y al unísono.
Como decía el sociólogo polaco Zygmunt Bauman: «Más temible resulta la omnipresencia de los miedos; pueden filtrarse por cualquier recoveco o rendija de nuestros hogares y de nuestro planeta. Pueden manar de la oscuridad de las calles o de los destellos de las pantallas de televisión; de nuestros dormitorios y de nuestras cocinas; de nuestros lugares de trabajo y del vagón de metro...» [1, p. 13]. Y añadía, categórico: «Como constancia de que tales miedos no son en absoluto imaginarios podemos aceptar la destacada autoridad de los medios de comunicación actuales, representantes visibles y tangibles de una realidad imposible de ver o tocar sin su ayuda» [1, p. 31].
Desde luego, Bauman no es el único que denunciaba estas nuevas formas de miedo absolutamente contemporáneas. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han incide también en ello: «La sobreprotección y la desprotección digitales generan un miedo latente que no se explica en función de la negatividad de lo distinto, sino del exceso de positividad. En el infierno transparente de lo igual no falta el miedo» [8, p. 59]. Y el filósofo y sociólogo alemán Heinz Bude posa, igualmente, la mirada sobre este fenómeno: «... aquello por lo que tenemos miedo resulta difuso» [2, p. 117].
Una plausible lectura de lo que estamos planteando es que la distinción clásica entre angustia y miedo se está difuminando. El miedo ya es susceptible de ser vivido, siguiendo la terminología de Bauman, de modo líquido, informe, constante; en suma, sin un objeto del mundo claro debido, precisamente, a la acumulación y al intercambio de objetos que, potencialmente, pueden dispararlo.
Es decir, el miedo se puede experimentar con la misma indeterminación que la angustia; sin embargo, aquí es necesario introducir un matiz clave. Uno de los rasgos de la angustia, para los pensadores en que nos hemos apoyado, es que situaba al ser humano ante toda su dimensión, su complejidad, su trascendencia: lo interpelaba. En un proceso analítico, la angustia empuja al individuo a cuestionarse a sí mismo; lo dirige al cambio, lo pone en el camino de una cierta transformación. Pero este aspecto determinante, providencial, no asoma en esta forma de miedo contemporáneo que, de repente, se nos aparece tan cercano a lo angustiante.
La pregunta, llegados hasta aquí, nos asalta: ¿qué consecuencias tiene este miedo angustiado, borroso y múltiple que parece haberse adueñado de nuestra sociedad?
Volvamos a los tres rasgos que resaltábamos del miedo. Uno de ellos señalaba que el miedo fue una herramienta utilizada por las elites para el control social. No parece que hoy haya cambiado esta circunstancia, aunque sí las sibilinas formas en que se aplica.
Curiosamente, en la era de mayor seguridad (en Occidente, al menos) de la historia de la Humanidad, las medidas para combatir los miedos y proporcionarnos protección están más en boga que nunca. Esas medidas, también curiosamente, aparecen como inevitables, inaplazables, y ejecutadas a pesar de la aparente contrariedad de los poderes (acompañadas muchas veces por cínicas expresiones como «no hay más remedio», «esto es lo que hay»...). Y, todavía más curiosamente, surgen después de que una sociedad determinada haya atravesado momentos de temor, de shock, de trauma, por diversas circunstancias, ya sea un ataque terrorista, un asesinato o un crimen que haya adquirido notoriedad, una posible pandemia por algún virus repentino... y eso la haga más manipulable. Todo, como hemos visto, debidamente amplificado por los medios de comunicación.[5] Y todo, en el colmo de lo curiosamente, destinado a vendernos remedios contra el miedo: seguros, pólizas, sistemas de vigilancia, alarmas... Compra, consume, gasta… ¿para qué? Para no tener miedo. Vendedores de humo, humo tóxico.
El miedo se ha convertido, pues, en un objeto más de consumo de masas. Protege a tu familia, protege tu casa, protege tu salud... Y, desde luego, hazlo rápido, ¡ya! Porque en cualquier momento puede acontecer un nuevo desastre que te va a pillar desprevenido. Volvamos al clarividente Bauman: «La economía de consumo depende de la producción de consumidores y los consumidores que hay que producir para el consumo de productos «contra el miedo» tienen que estar atemorizados y asustados, al tiempo que esperanzados de que los peligros que tanto temen puedan ser forzados a retirarse y de que ellos mismos sean capaces de obligarlos a tal cosa (con ayuda pagada de su bolsillo, claro está)» [1, p. 17].
El escenario descrito, además, está alimentado por un fenómeno también muy moderno: la extraña obligación que el ser humano contemporáneo moderno se impone de ser feliz. Una exigencia fomentada, desde luego, por la publicidad y sus intereses económicos, entre otros actores sociales, y que el individuo ha comprado (nunca mejor dicho) y lo aplica concienzudamente, por ejemplo, en las redes sociales, donde mostrar la dicha propia es lo más. «En las sociedades modernas, declarar que se tiene miedo obedece a una contradicción peculiar. Como personas particulares no queremos parecer miedosos, sobre todo delante de amigos y de conocidos (...) Ese ideal de coolness que actualmente tanto se valora, y que es propio de la cultura pop, se controla directamente censurando la expresión del miedo» [2, p. 115–6].
Bude incide en este fenómeno y nos proporciona la palabra clave: se censura la expresión del miedo.
Y cuando algo se censura, es susceptible de ser reprimido. Y cuando se reprime, crea síntomas. Y, además, produce agotamiento y hastío vital.[6] Pero eso no evita que los miedos, como cualquier otra cosa reprimida, sigan ahí: «[Los miedos] no se van nunca; pueden ser aplazados u olvidados (reprimidos) durante un tiempo, pero no exorcizados», afirma Bauman [1, p. 45]. Y Bude apuntilla: «El miedo extenúa (...) cuesta energía» [2, p. 87].
Podemos intentar, desesperadamente, hacernos creer que no sentimos miedos; podemos esbozar nuestra mejor sonrisa forzada; podemos silbar en la oscuridad, con la torpe pretensión de mostrar una serenidad inexistente entre tinieblas. Podemos, podemos, podemos... Podemos creer hasta el infinito que podemos negarnos lo que nos sucede hasta que el bumerán de la realidad nos devuelva, amplificada, nuestra impotencia.
Volvamos a los tres rasgos que resaltábamos del miedo y que nos servían para el posterior despliegue. El último que faltaba abordar decía que muchos de los miedos que ha padecido el ser humano eran fruto de la ignorancia, de la falta de conocimientos ante el mundo; pero que, a medida que el hombre se ha ido adueñando de la naturaleza (destrozándola, si es preciso) y evolucionando técnica y científicamente, muchos de ellos han desaparecido.
Se presenta aquí, por tanto, una contradicción: ¿cómo es posible que hoy seamos tan miedosos cuando sabemos más que nunca en todos los ámbitos del conocimiento? La paradoja, en todo caso, puede ser respondida desplazando el objeto de aquello que desconocemos.
Actualmente, sí, sabemos más de todo. Pero de todo lo que está fuera de nosotros. No obstante, y acogiéndonos al panorama descrito arriba, somos inmejorables en ocultarnos la verdad a nosotros mismos. Empezando por nuestros propios miedos.
Escribe Delumeau: «Para comprender la psicología de una población azotada por una epidemia, hay que poner de relieve todavía un elemento esencial: en el curso de una prueba semejante se producía forzosamente una «disolución del hombre medio». No se podía ser más que un cobarde o un héroe, sin posibilidad de refugiarse en el punto medio de esos dos estados» [3, p. 161].
En la epidemia de miedos que nos azotan hoy vemos, sin embargo, que muchos se refugian en cualquier sitio antes de posicionarse ante lo que sucede. Y claro, el último refugio que a estos muchos les queda, el último lugar donde esconderse debajo de la mesa, es... uno mismo. Uno mismo desconectado de todo aquello que le acontece, desde luego.
«El miedo es poderoso porque nos recurva hacia nosotros mismos», dice el filósofo José Antonio Marina [12, p. 249]. Y en ese giro hacia uno mismo, hoy, no hay introspección ni toma de conciencia alguna, como podría suceder con el concepto clásico de angustia. Más bien, aparece el ensimismamiento narcisista actual, la alienación galopante y la ilusión aberrante de que vendrá alguien, de fuera, y lo arreglará todo rápido, muy rápido. Sin proceso de transformación alguno. Recordemos: la pregunta, a los cinco minutos: «¿Y tú crees que lo que me pasa es porque mi padre estuvo ausente?». «Respóndeme ya, resuélvelo ya, que tengo pánico, a indagar sobre mí», sería la parte no expresada, pero latente, de la pregunta inicial. «Que tengo miedo a enfrentarme a mis miedos».
Cualquier cosa, incluidos los ansiolíticos y todo tipo de pastillas que nos desenchufen velozmente y nos conviertan en autómatas, antes que afrontar las propias complejidades, lo cual supone una demora (insufrible para muchos) previa a vislumbrar una respuesta. Bauman cierra el círculo: «... nos molestan las soluciones que requieren que prestemos atención a nuestros propios defectos y faltas, y que nos instan —al más puro estilo socrático— a conocernos a nosotros mismos» [1, p. 148].
Freud, en su texto, Sobre la dinámica de la transferencia [6, p. 105], incidía en la necesidad, en este caso en la relación transferencial con el analista, de que el paciente se enfrente al fin a sus mociones más inconscientes, más reprimidas para trascenderlas y pasar de la enfermedad a la Vida, ya que la neurosis no puede ser vencida «in absentia o in effigie»; es decir, sin que uno la encare. La reflexión que aparece en este sentido es: ¿cómo se pueden encarar los propios miedos cuando es el mismo ser humano que llega a la consulta el que está diluido, licuado, vaciado, difuso? ¿Cuando se trata de un ser humano, en sí y por sí, ausente?
Un ser humano que, ajeno a sus propios miedos y enajenado de su propia realidad, huye a buscar un refugio seguro que nunca encontrará, porque en definitiva está huyendo de algo de lo que no puede escapar: de él mismo. Y quizás por eso sus miedos le parecen siniestros e indescifrables: porque le son tan cercanos, tan familiares, que no quiere vérselas con ellos para nada. No es gratuito que Freud ya desdibujara la distinción entre «lo ominoso» y «lo familiar-entrañable»: «Acaso sea cierto que lo ominoso {Unheimliche} sea lo familiar-entrañable {Heimliche-Heimische} que ha experimentado una represión y retorna desde ella, y que todo lo ominoso cumpla esa condición» [5, p. 245].
Hasta aquí, el asunto es suficientemente espinoso, ya que se trata de que muchos seres humanos malviven y sufren con sus propios miedos; pero ya hemos visto que hay algo más: al engañarse a sí mismos, engañan también a los demás, les muestran como verdadera una fachada que se desmoronará como un castillo de arena, evitan que el otro pueda acercarse a su verdadera esencia, entre otras cosas, porque no tienen ni la más mínima idea de en qué consiste esta esencia. «Colaborar externamente sin involucrarse interiormente es aquí el método para desprenderse del miedo por sí mismo», señala Bude [2, p. 148]. Pero ya hemos visto que la estrategia no funciona. La táctica del avestruz no sirve.
Surge, por tanto, una falta ética si no nos hacemos cargo de nuestros miedos; una falta que nos conduce a diversas e indeseables consecuencias. La primera, es que nos convertimos en traidores. No dejar que los otros nos conozcan es una opción de vida, más o menos discutible, pero una opción; sin embargo, no dejar que los otros nos conozcan porque uno no tiene ni remota idea de quién es ya se trata de una traición: a la confianza que esos otros depositan en uno y, en última instancia, a uno mismo, que elige un modo de vida superficial, banal, solitario, neurótico, enfermo.[7]
La segunda, es que nos volvemos seres entristecidos y desesperados. Uno de los grandes pensadores de los afectos humanos, el filósofo Baruch Spinoza, distinguía los afectos primigenios de la alegría y la tristeza y concluía: «De aquí en adelante, entenderé por alegría: una pasión por la que el alma pasa a una mayor perfección. Por tristeza, en cambio, una pasión por la cual el alma pasa a una menor perfección» [15, pp. 184–5]. La tristeza, según Spinoza, «disminuye o reprime... la potencia de obrar del hombre, esto es..., disminuye o reprime el esfuerzo que el hombre realiza por perseverar en su ser...» [16, p. 209]. Y el miedo, en esta línea, sería un afecto derivado de la pasión triste, una «tristeza inconstante» de la que surgiría, ahí es nada, «la desesperación» [2, p. 193].
Y al fin, la última consecuencia es que nos convertimos en cobardes. Esta es, quizás, la repercusión más hiriente, porque sitúa al ser humano ante la posibilidad de elegir entre la Vida y la enfermedad... y de elegir la enfermedad. Y la enfermedad de la cobardía aparece como una de las plagas de nuestro tiempo; un tiempo de revolucionarios de salón donde muchos se creen muy atrevidos por publicar cualquier estupidez en Twitter, Facebook o cualquier otra plataforma donde los rebeldes sin agallas acallan sus conciencias.
Tener miedo es humano. E inevitable. Pero no es una condena si uno decide enfrentarlo. Lo que sí condena al ser humano es darle la espalda y dejar que nos siga privando de la posibilidad de realizarnos o, al menos, de no vivir como súbditos. Como decía Erich Fromm, «... el silbar en la oscuridad no trae la luz. La soledad, el miedo y el azoramiento quedan» [7, p. 140]. Y como señala con mucha pertinencia Marina: «El miedo es una emoción, la cobardía es un comportamiento». [12, p. 190] Y añade: «La búsqueda obsesiva del bienestar fomenta el miedo, nos convierte a todos en sumisos animales domésticos, y la sumisión es la solución confortable —y por eso amnésica— del temor. La valentía, en cambio, nos libera, pero —molesta contrapartida— nos hace perder parte del bienestar» [12, p. 194].
En última instancia, entre ser un sumiso y atemorizado animal doméstico o un ser humano que lucha por su libertad está el dilema. Entre salir corriendo a los cinco minutos o apretar los dientes ante las propias oscuridades está la disyuntiva. Entre seguir parasitando o pelear por la propia dignidad está la elección.
En Así habló Zaratrusta [14, p. 50], Friedrich Nietzsche se preguntaba: «¿Qué es bueno?», y contestaba: «Ser valiente es bueno».
A María del Mar Martín, por su trabajo y su meticulosa corrección y mejora del texto. A Irene Martín, por su «guía» filosófica y su idea de miedo como objeto de consumo que tan fructífera resultó. A Josep Maria Blasco, Enric Boada, Laura Blanco, Fabián Ortiz, Olga Palomino y Silvina Fernández por su apoyo en la aventura. Y a Blanca Castillo por su presencia y sus comentarios tan enriquecedores.
A todos ellos, mi más sincero agradecimiento.
[1] Zygmunt Bauman. Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores. Barcelona: Paidós, 2010.
[2] Heinz Bude. La sociedad del miedo. Barcelona: Herder, 2017.
[3] Jean Delumeau. El miedo en Occidente. Barcelona: Taurus, 2012.
[4] Sigmund Freud. «Inhibición, síntoma y angustia». En: Presentación autobiográfica. Inhibición, síntoma y angustia. ¿Pueden los legos ejercer el análisis? y otras obras (1925-1926). 2a ed. Vol. xx. Sigmund Freud Obras Completas. Buenos Aires–Madrid: Amorrortu, 2004, págs. 71-163.
[5] Sigmund Freud. «Lo ominoso». En: De la historia de una neurosis infantil
(eñ «hombre de los Lobos») y otras obras (1917-1919). 2a ed. Vol. xvii. Sigmund Freud Obras Completas. Buenos Aires–Madrid: Amorrortu, 2013, págs. 215-251.
[6] Sigmund Freud. «Sobre la dinámica de la transferencia». En: Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente (Schreber). Trabajos sobre técnica psicoanalítica y otras obras (1911-1913). 2a ed. Vol. xii. Sigmund Freud Obras Completas. Buenos Aires–Madrid: Amorrortu, 2001, págs. 93-105.
[7] Erich Fromm. El miedo a la libertad. Barcelona: Paidós, 1947.
[8] Byung-Chul Han. La expulsión de lo distinto. Barcelona: Herder, 2017.
[9] Martin Heidegger. Ser y tiempo. Madrid: Trotta, 2003.
[10] Sören Kierkegaard. El concepto de la angustia. El libro de bolsillo. Madrid: Alianza, 2007.
[11] Naomi Klein. La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre. Barcelona: Planeta, 2012.
[12] José Antonio Marina. Anatomía del miedo. Un tratado sobre la valentía. Barcelona: Anagrama, 2006.
[13] María del Mar Martín. La piel del alma. Sobre la traición. Vol 3. Cuadernos Mínimos. Barcelona: EPBCN, 2017.
[14] Friedrich Nietzsche. Así habló Zaratustra. Filosofía Hoy. Barcelona: Globus Comunicación, 2011.
[15] Jean-Paul Sartre. El ser y la nada. Biblioteca de los grandes pensadores. Barcelona: RBA, 2004.
[16] Baruch Spinoza. Ética. El Libro de Bolsillo. Madrid: Alianza, 1987.