El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XVIII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (VII).
Este escrito[1] pretende ser una modesta interpretación de las significaciones actuales de la sexualidad moderna y de los procesos socioculturales y discursivos que la constituyen actualmente. De igual modo, se intentará exponer cómo la forma que tenemos de re-conocer nuestra identidad sexual está condicionada por patrones, reglas y secretos bien asentados en nuestras sociedades occidentales actuales, y por cómo pensamos el hombre moderno de principios del siglo XXI.
El término «sexualidad» suele asociarse inmediatamente con el de «genitalidad». Han pasado más de cien años desde que Freud intentó deslindar esta identificación entre ambos términos, pero aún caemos en ella. Asimismo, creemos saber lo que es un hombre y una mujer, y su correlación con lo masculino y lo femenino. La sexualidad, con estas derivaciones terminológicas, parecería ser mucho más de lo que en un principio se percibe. El pensamiento de lo que se ha dado en llamar el hombre moderno ha levantado una enorme arquitectura desde el sexo. Consideramos que no está cerrada y va creciendo cada vez más. Es una estructura procesual de la que nos sentimos liberados de toda represión y nos halagamos de haber traspasado cualquier tipo de restricción moral imperante.
Lo que está claro es que pocas materias generan tantas dudas y preocupaciones entre la población como la sexualidad y todo de lo que ella deriva: identidad sexual y de género, y comportamiento y orientación sexuales, que parecen ser temas de rabiosa actualidad que medios de comunicación de todo tipo fomentan de forma explícita y continuada. Además, la existencia de cada vez más etiquetas, o categorías sexuales, dan la imagen de que la sociedad occidental está emancipada de pasadas restricciones morales.
En la especie humana, la ciencia ha dejado bien claro cuál es la diferenciación entre género masculino y género femenino. Y como, se dice, la ciencia todo lo sabe y se ha erigido en nuestra nueva Biblia, tenemos muy aprendido del colegio que un par de cromosomas sexuales, que existen en la forma X o en la forma Y, conforman los géneros masculino y femenino. La combinación XX determina el género femenino. La combinación XY, el masculino. Los gametos, que tienen solamente un ejemplar de cada cromosoma, llevan el cromosoma X (femenino) y el cromosoma X o Y (masculino). Cuando se unen en la fecundación, habrá la combinación XX (mujer) o XY (hombre). A partir de esta primera célula, el cigoto, derivan por división todas las células de nuestro cuerpo, de ahí que cada célula de nuestro organismo sea XX, si el individuo es mujer, o XY si es hombre. Parece evidente entonces que hombre y masculino, y mujer y femenino forman pares duales no intercambiables.[2].
Este desarrollo biológico, determinado por la naturaleza, tropieza con el aspecto psíquico, en que hombre y mujer ya no aparecen como conceptos tan nítidos, igual que su supuesta correspondencia con masculinidad y feminidad.
La historia de Occidente ha estado habituada a tratar con polaridades enfrentadas: la luz y la oscuridad, el bien y el mal, el sol y la luna, el día y la noche, Dios y el diablo, razón y sentimiento, claridad y oscuridad, masculino y femenino, etcétera. Estas dualidades primigenias, siempre opuestas, fueron estudiadas desde la filosofía griega, y representadas en la mitología y en el arte. Si hiciéramos un estudio comparado, observaríamos que, en casi todas las grandes culturas de la Tierra, la polaridad entre lo masculino y lo femenino ha sido siempre primordial.
Y ahí empieza nuestro rompecabezas. El dilema de la identidad sexual del individuo constituye la percepción que cada individuo tiene sobre sí mismo y elude al aspecto psíquico de la propia sexualidad. Y se conforma por tres elementos: la identidad de género, que es el sexo psicológico o psíquico, esto es, la percepción subjetiva que se tiene de sí mismo, y que no tiene porque coincidir con las características sexuales biológicas; la orientación sexual, que es la tendencia o patrón de elección de objeto amoroso; y el rol de género, que es el comportamiento y las normas culturalmente observados como apropiados por una sociedad, en función de cómo se haya estimado lo que supone la masculinidad y la feminidad. Todo ello parece colocarnos en una posición de incertidumbre sobre el significado esencial de nociones como mujer, hombre, masculino, femenino, e incluso, como veremos, activo y pasivo. Así, nos preguntamos si estos conceptos, y sus combinaciones posibles, son congruentes con el mosaico sexual que existe actualmente.
En civilizaciones antiguas y dispersas como la grecorromana, la china, la japonesa o la india, la sexualidad se fundamentaba en el Ars erotica, o en la multiplicación de los placeres. Este entendimiento de la sexualidad se contraponía a la Scientia sexualis de Occidente, instaurada desde la oficialización del Cristianismo en Roma, que se centraba en escudriñar el presunto pecado sexual de cada individuo, y, una vez hallado, conseguir que fuera confesado. Esta confesión, que supone el Sacramento de la Reconciliación en la Iglesia Católica, se realizaba en los confesionarios con un sacerdote encargado de escuchar esos pecados sexuales cometidos por los arrepentidos, que se mostraban listos para cumplir la penitencia impuesta.[3] Además, este mecanismo no se daba sólo en los confesionarios, sino que también existía una versión secular en las consultas médicas, tribunales de justicia, e incluso en la institución familiar. Todos ellos, junto a los sacerdotes, eran los encargados de modelar y redirigir la sexualidad de aquellos que no cumplían con la práctica establecida por la moral sexual imperante: una sexualidad heterosexual con finalidad exclusivamente reproductiva. Aquellos que se separaban de esta única práctica válida eran enjuiciados y castigados. El objetivo era siempre procurar la internalización de las normas sociales, o lo que es lo mismo, reinstaurar un discurso vinculado al poder. El filósofo francés Michel Foucault (Poitiers, 1926-1984), en su Historia de la Sexualidad[4] se preguntó sobre la sexualidad en los diferentes períodos históricos y sobre cómo circulaba el poder a través de la producción del saber acerca del sexo.[5]
A principios del siglo XX, con un procedimiento parecido al confesorio, aunque extremadamente alejado de la intencionalidad moralizante de la confesión católica, aparece el psicoanálisis, donde el individuo tiene la oportunidad de dejar de pensarse como desviado, y se convierte así en un paciente, o analizado, que puede escrutar sus pasiones, deseos y pensamientos sexuales hasta lograr responder la gran pregunta: ¿Cuál es mi sexualidad? [6]
Freud despliega su teoría de la sexualidad destacando algo extremadamente novedoso y escandaloso, aún en la actualidad: los seres humanos somos bisexuales desde nuestro nacimiento. Y es sólo más adelante, mediante el desarrollo hormonal, la educación y la influencia exterior, cuando conformamos una identidad y orientación sexuales. Esta revolucionaria concepción de la sexualidad se vio influenciada por los estudios de Wilhelm Fliess sobre la existencia de una bisexualidad natural o biológica.[7] Freud se fue alejando de esos postulados biológicos, e introdujo la idea de una bisexualidad psíquica.[8]
En Tres ensayos de teoría sexual (1905), reflexiona sobre este tipo de bisexualidad y sus procesos, que va desarrollando a lo largo de su obra, y que se refieren a la relación de esta bisexualidad con la represión, las identificaciones, las relaciones y elecciones de objeto. También medita sobre lo que se entiende por masculino y femenino. Y considera que todos estos procesos se enlazan entre sí y van conformando, en cada individuo, su identidad y sus vínculos sexuales. En el mismo texto[9], agrega en 1915 una nota al pie para aclarar los términos masculino y femenino en tres direcciones diferentes:
- En un sentido biológico, lo masculino se define con la presencia de semen, y lo femenino con la presencia de óvulos, y sus funciones respectivas derivadas.
- En un sentido psicológico, se refiere a la connotación de activo y pasivo. Aclara que es en este sentido que el psicoanálisis considera masculina a la libido, en tanto ésta es siempre activa, incluso en aquellos casos que persiga fines pasivos, y se presenta indistintamente en el hombre y en la mujer, sea cual sea el objeto de su elección.
- En un sentido sociológico, y recogiendo parte de las tesis de Fliess, considera que todo ser humano presenta una mezcla de caracteres sexuales biológicos, tanto del propio sexo como del contrario, así como una combinación de actividad y pasividad en sus conductas. De ello deduce que no existirían ni la pura masculinidad ni la pura feminidad.
Por tanto, constatamos que Freud no ofrece una salida inequívoca a la compleja cuestión de definir la masculinidad y la feminidad. Lo que sí deja claro es que la meta activa y la meta pasiva de la pulsión sexual siembran la base de la caracterización psicológica de masculinidad y feminidad, respectivamente. Así, en El interés por el psicoanálisis (1913), se lee:
Las diferencias entre los sexos no pueden reclamar para sí una característica psíquica particular. Lo que en nuestra vida corriente llamamos «masculino» o «femenino» se reduce para el abordaje psicológico a los caracteres de la actividad y de la pasividad, es decir, a unas propiedades que no se enuncian sobre las pulsiones mismas, sino sobre sus metas. En la relación de comunidad que de ordinario muestran en el interior de la vida anímica tales pulsiones «activas» y «pasivas» se espeja la bisexualidad de los individuos, que se cuenta entre las premisas clínicas del psicoanálisis.[10]
Sin embargo, años después, en El malestar en la cultura (1929) y en La feminidad (1932), complementa esta idea insistiendo en que lo masculino y lo femenino no casan con la anatomía, aunque añade que relacionar actividad con masculinidad, y pasividad con feminidad es por sí insuficiente. Concluye que lo que caracteriza la masculinidad y la feminidad no es sólo su relación con lo activo y lo pasivo, sino que también existe un aspecto desconocido que la anatomía o la psicología no pueden discernir: el factor cultural y los preconceptos sociales que existen acerca de los roles masculinos y femeninos son los que marcan estas atribuciones. Es decir, que el rol de género es lo que finalmente acabará marcando lo que se define como masculino y femenino en un grupo social muy concreto. Pero fuera de ahí, puede variar. Suena embarullado, pero así es. Para Freud, no existe un criterio definido sobre el asunto.
Otros psicoanalistas de la época, discípulos de Freud, como Winnicot y Jung, apoyan la tesis de la bisexualidad psíquica y la imposibilidad de definir los componentes masculinos y femeninos en todos nosotros. En concreto, Jung propone los conceptos de anima y animus, que considera los arquetipos femenino y masculino que habitan en el inconsciente colectivo de los seres humanos. Cada hombre y cada mujer habría reprimido en su inconsciente la otra versión de su género. Y la reunión de ambas versiones supondrían la sicigia. Winnicot también adopta el concepto de bisexualidad psíquica incorporándola a su propia teoría del desarrollo, y afirma que los elementos masculinos y femeninos están en todas las personas.
No obstante, el psicoanalista francés Roger Perron (París, 1926) informa que tras la muerte de Freud y del apogeo publicador de estos primeros teóricos del psicoanálisis, o sus derivados, se impuso una nueva forma cada vez más alejada de los conceptos originales de bisexualidad psíquica y de masculinidad y feminidad amalgamada. Esta nueva perspectiva se materializó con el apoyo dado por muchos psicoanalistas a prácticas clínicas que tenían como objetivo la reconducción del desviado hacia la normalidad moral de la época.[11] Así, el psicoanálisis, uno de los mayores intentos de abrir el tema de la sexualidad humana, y con un enorme potencial liberador y antiestigmatizador, quedó trocado durante bastantes décadas en otro más de esos mecanismos confesorios seculares de épocas anteriores en que se buscaba restablecer la moral sexual imperante.
Una vez establecidos estos preceptos, nos vemos obligados a reflexionar, aún más, acerca de la masculinidad y la feminidad, y su relación con el género biológico. El psicoanálisis se interesa en cómo el proceso edípico, esto es, los deseos libidinales y las identificaciones con los padres,[12] es crucial para constituir la manera en que hombres y mujeres viven y construyen, o reprimen, su ser masculino y femenino en la cultura.
Es evidente que en nuestra sociedad, masculino y femenino son términos que generan confusión. Y por lo que acabamos de comprobar en Freud, masculinidad y feminidad son ambiguos en tanto no coinciden con lo que se considera hombre y mujer desde el punto de vista anatómico. En cambio, sí hemos comprobado que, al menos a nivel psíquico, la actividad y la pasividad ayudan a representar la masculinidad y la feminidad, respectivamente. Pero tampoco dan cuenta de la sustancia de lo masculino y de lo femenino, ya que en ambos sexos coexisten particularidades activas y pasivas.
Comprendemos por tanto por qué motivo Freud busca en los componentes biológicos, psicológicos y culturales lo que determina la esencia de la masculinidad y la feminidad. Concluye que ninguno de estos elementos es suficiente para explicarla, y menos para correlacionarla con hombre y mujer, respectivamente.
Desde los Tres ensayos de teoría sexual (1905), Freud se refiere a la eventualidad del objeto y a la participación de la bisexualidad en el proceso de elección del mismo. Las elecciones de objeto de la niñez son independientes del sexo del mismo y se ven disminuidas por los vetos que impone la cultura. De todas maneras, tampoco llega a aclarar en toda su obra qué determina la elección homosexual o heterosexual. En la misma nota al pie de 1915, referenciada anteriormente, también considera una incógnita las inclinaciones finales hacia la homosexualidad y la heterosexualidad, y concluye que el desarrollo de cada individuo, y en concreto la resolución del Complejo de Edipo, será lo que determine la propensión hacia un lado u otro.
No obstante, para Freud también hubo siempre un componente biológico irreductible que predispone al niño hacia la homosexualidad, un elemento que concibió como constitutivo y previo a los eventos del medio ambiente del niño. Este factor constitucional, como uno de los condicionantes de las inclinaciones homosexuales, se aprecia de modo muy evidente en Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina (1920), cuando afirma:
Queda aquí una posibilidad de reconducir algo a un modelamiento por un influjo exterior, operante desde época temprana; y ese algo se querría concebir como especificidad constitucional. (…) Así se mezclan y se reúnen en la observación, de continuo, lo que en la teoría querríamos distinguir como un par de opuestos «herencia» y «adquisición».[13]
Y en páginas anteriores, ya resuelve que para saber si en el caso en cuestión:
(...) correspondía a una homosexualidad innata o a una adquirida, [se]hallará respuesta total en la historia del total desarrollo sexual de esa persona.[14]
Nos encontramos de nuevo ante un carácter irresoluble, y con respuesta difusa, de cuáles son las causas de las tendencias de elección de objeto. Por un lado, juegan los influjos edípicos. Por otro, también los innatos. Pero estos últimos, ¿en qué grado? La respuesta es: en el que fuere, ya que Freud se vio obligado a enfrentar un componente inanalizable que pertenecía más a la biología que al psicoanálisis. Así se demuestra cuando asevera:
No es misión del psicoanálisis solucionar el problema de la homosexualidad. Tiene que conformarse con revelar los mecanismos psíquicos que han llevado a decidir la elección de objeto, y rastrear desde ahí los caminos que llevan hasta las disposiciones pulsionales. En este punto cesa su tarea y abandona el resto a la investigación biológica.[15]
Ya hemos mostrado que Freud y algunos discípulos del psicoanálisis, o aquellos que después viraron hacia otras prácticas psicológicas, intentaron desmarcar el obturado tema de la sexualidad humana de la moral heteronormativa que había regido, como mínimo, desde la implantación del Cristianismo en Occidente y la caída del Imperio Romano. Sin embargo, también hemos informado de que este intento de apertura fue emulsionado por una parte importante de los psicoanalistas de los años cincuenta en adelante, que forzaron los conceptos teóricos freudianos hasta conseguir su desvirtuación.
Otro gran intento de descerrajar la sexualidad humana, e incluso de romper con el concepto de identidad sexual como construcción social condicionada por la moral sexual imperante, es la teoría queer, o mejor, la amalgama de teóricos, aunque fueron sobre todo teóricas, que surgieron a finales de los años setenta y a principios de los ochenta en Estados Unidos, y que se ha dado por llamar así.
El término queer puede funcionar como sustantivo, adjetivo, o incluso verbo. En todos estos casos, se define como contraposición a lo «normal» o «normalizador». E insistimos en que no es un marco conceptual o metodológico sino, más bien, una escuela de pensamiento, con diversas articulaciones intelectuales, que especula sobre la identidad sexual. Lo Queer describe múltiples teorías críticas, como las que analizan las relaciones sociales y políticas de poder dentro de la sexualidad y el actual sistema sexo-género, o como las que estudian deseos supuestamente transgresores como la identificación transexual y transgenerizada, etcétera. Y todo ello se ha plasmado no sólo en escritos teóricos sino en textos literarios, en películas, en música, en imágenes, y otros.
Las corrientes filosóficas post-estructuralistas, que cuestionan las identidades esencialistas de la subjetividad y destacan los efectos productivos del discurso, junto con los desarrollos críticos del feminismo lesbiano que iniciarán una crítica radical del discurso heterocentrado y de la noción de mujer, serán claves en la aparición y evolución de la teoría queer.
Sin duda, el pensador más influyente en los orígenes de la teoría queer es Foucault, considerado como el punto de partida filosófico, o el catalizador, de esta nueva corriente de pensamiento post-estructuralista. El primer volumen de su Historia de la sexualidad. La voluntad del saber, publicado en Francia en 1976, supuso una revolución en la visión de la historia, en los estudios de género y en el análisis de las relaciones de poder. Su trabajo, centrado en las dimensiones del saber, del poder y de la ética, tuvo una influencia clave en esta nueva manera de concebir la identidad sexual.
Más adelante, entre la década de los ochenta y principios de la de los noventa, las aportaciones de las activistas feministas y lesbianas, casi todas estadounidenses, como Monique Wittig (Haut-Rhin, 1935-2003), con su revolucionaria obra publicada en 1992, The Straight Mind and Other Essays,[16] como Adrienne Rich (Baltimore, 1929-2012),[17] y como Gayle Rubin (Carolina del Sur, 1949),[18] entre muchas otras, y desde distintas perspectivas, van a ser algunas de las principales artífices de esta revolución epistemológica en el análisis de las relaciones entre la identidad de género, la elección de objeto y los roles de género de matriz heterosexual. Por todo ello, creemos conveniente no referirnos a la teoría queer sino a las teorías queer. Hay tantas, y de tan diverso tipo, que requeriríamos de un estudio muy profundo para poder aprehender toda su envergadura.
Ya hemos mencionado que la conducta homosexual se ha considerado, dentro de un discurso religioso, médico y psiquiátrico, como desvío inmoral y patológico, y lo que es más importante, como una forma de identidad global que se le impone al sujeto. Y esto será clave para los teóricos queer a la hora de cuestionar cualquier forma de identidad esencialista, ya sea por nociones como gay, lesbiana, mujer u hombre. A su vez, va a servir como método de análisis de otras categorías, entre ellas una que nadie cuestiona: la heterosexualidad. De todos modos, el punto en común de todos estos teóricos queer es que suponen otro intento, junto con el psicoanálisis, de apertura del cerrojo de la sexualidad imperante, y de pensar y representar las sexualidades que han traspasado las fronteras de lo aceptado socialmente. Las teorías queer destrozan dualidades, dualismos, binomios, oposiciones, polaridades y todo aquello que implique categorizar y etiquetar por género, cuerpo, identidad, orientación, e incluso mediante el lenguaje.[19]
La pregunta que nos podemos hacer ahora es: ¿Qué ha sido de todos estos intentos de abrir la sexualidad desde puntos de vista tan diferentes? ¿Están influyendo en algo en nuestra sexualidad de principios del siglo XXI?
Como pequeño avance, mencionaremos a la teórica feminista italiana Teresa de Lauretis (Bolonia, 1938), famosa por haber acuñado la expresión queer theory, y que desde 1994, en el marco de sus conferencias sobre el tema, critica esas mismas teorías queer estableciendo que, actualmente, no son más que otra estrategia de marketing ya que se ha convertido rápidamente en un concepto vacío, producto de las compañías publicitarias.[20]
Algunas teóricas queer abogaron por intervenir en el lenguaje para eliminar los vocablos y expresiones relacionados con el patriarcado y la heteronormatividad. La motivación era clara: eliminar del discurso cualquier muestra de las relaciones de poder y de las polaridades sexuales, que, según ellas, discriminan.[21] En cierto sentido, esta motivación respondía al hecho de que el lenguaje es una creación cultural y, como tal, refleja el contexto social, los prejuicios más antiguos, y una visión del mundo dominante en la Historia. Intentar incidir en cómo hablamos, para demostrar que ahí se encubre un discurso de poder, es interesante y denota hasta qué punto se intentó reflexionar en cómo influye nuestra cultura en nuestras sexualidades.
En nuestras sociedades occidentales del siglo XXI, se observa fácilmente cómo la presunta tolerancia sexual, que tanto propugnan los medios de comunicación y muchos libros de Sociología, ha influido también en nuestro lenguaje. Este nuevo tipo de intervención en el lenguaje impide la utilización de ciertos vocablos o expresiones, por considerarse discriminatorios hacia algún colectivo sexual. Hay que sustituirlas por otras, más tolerantes y aceptadas por el supuesto discurso de liberación sexual. Así, ya no pueden utilizarse, dentro de expresiones coloquiales, palabras como «mariquita», «tortillera», «travelo», «traga», «mamón», «petarda», «loca», u otras parecidas. Supone heteroodio, micromachismo, microdiscriminación, etcétera. Y hablar de diferentes categorías o modos de vivir la sexualidad sin utilizar el término «correcto» puede ofender a alguien. Hay que utilizar los términos que se corresponden con las nuevas etiquetas inventadas por todos aquellos acólitos de la nueva libertad y la bendita tolerancia venida con el nuevo siglo. Se ha confundido el discurso de liberación sexual, defendido por estas teóricas queer, y se ha instaurado una nueva forma de represión lingüística. Antes no se podía hablar de lo sexual. Ahora ya no se puede hablar de nada sexual si no se utiliza el término adecuado. Y estas nuevas etiquetas del habla corresponden, se dice, con un discurso respetuoso e inclusivo de las diversas opciones sexuales existentes, tanto con respecto a la identidad de género como a la orientación sexual. Y todo por la supuesta tolerancia hacia lo queer. Nos parece que no era precisamente esto sobre lo que aportaron las teóricas queer con sus reflexiones.
Cada vez son más las personas que se autoexcluyen de la dualidad hombre-mujer, cuestionándola o apartándose de la obligación de llevar sus vidas según el rol de género establecido culturalmente para la masculinidad y la feminidad. Han surgido, y siguen surgiendo, múltiples alternativas sexuales que integran un amplio abanico de identidades asumidas por quienes tienen en común con las personas transexuales el no sentirse cómodos con su género biológico, sea porque asumen el otro, sea porque no desean pertenecer a ningún género en particular. Están fuera de la oposición hombre-mujer. Este mismo arco iris de diversidad de género tiene su sucesiva correlación en la variedad de elecciones de objeto sexuales, que no sólo quiebran el modelo heterosexual socialmente imperante, sino que también son capaces de romper el modelo de desvío imperante hasta el momento: el homosexual. Y todo ello abre un sinfín de posibilidades. El siglo XXI ha inaugurado un gran supermercado de la sexualidad con múltiples «productos» a elegir. La app de citas Tinder, por ejemplo, permite ahora a quienes crean una nueva cuenta, elegir ya no entre varios géneros y orientaciones sexuales, sino entre... ¡cuarenta!. He aquí la relación de las categorías, o etiquetas, más populares en las redes sociales y en las secciones de tendencias de revistas y periódicos, según estén relacionadas con la identidad de género o la orientación sexual.[22]
Según la orientación sexual
Heterosexual, homosexual, ginosexual, androsexual, monosexual, polisexual, bisexual, asexual, alosexual, demisexual, grisasexual, sapiosexual, heteroflexible, homoflexible, bicurioso, pansexual, lumbersexual, sexualidad fluida, spornosexual, escoliosexual, andróginosexual, transerótico, humasexual, antrosexual, sexeteriano.
Según la identidad sexual o de género
Mujer, hombre, transexual o transgenero, cisexual o cisgénero, intersexual, bigénero,cross-dresser, drag-king, drag-queen, andrógino, femme, FTM, TF, gender bender, genderqueen, no op, hijra, pangénero, transpersona, buch, two-spirit, agénero, género fluido, transgénero no binario, hermafrodita, género dotado, femme queen, persona de experiencia transgénero.[23]
Y la mayoría de éstas cuenta con una bandera que las representa, que es motivo de orgullo y de un deseo de reconocimiento en las diversas comunidades existentes, integradas en las siglas LGTB, en aras de una mayor libertad de elección sexual. ¿Es esto lo que promovieron los teóricos queer de los años ochenta? No lo creemos así. Más bien parecería que estamos ante un intento de etiquetado masivo de las diferentes formas de sexualidad, que cada vez es más amplio, y en que se fuerza al individuo a elegir entre un sinfín de «productos sexuales». Es el famoso «defínete» que la liberación sexual del siglo XXI nos ha procurado.
De la clásica nomenclatura LGTB (lesbianas, gays, transexuales, bisexuales), de los años noventa, han surgido estas nuevas agrupaciones que no se sienten representadas y exigen una sigla, su sigla, que las incluya. En 2013, el New York Times da cuenta de este fenómeno en el que estudiantes de varias universidades americanas proponen una nueva correlación de letras: LGTBQIA, siendo la Q de queer (o questioning, que se puede traducir por confundido), la I de intersexual, y la A de asexual.[24]
En 2016, los medios de comunicación escritos y las redes sociales añadieron la P, de poliamoroso y pansexual.[25] Y nadie descarta que en cualquier momento aparezca otra sigla que siga abultando esta sopa de letras sexual. La pregunta que surge inmediatamente se centra en conocer el motivo por el cual existe esta constante necesidad de ampliar la sigla, englobando a cada vez más gente en una etiqueta determinada. Es como si se pretendiera no dejar a nadie fuera. Y no es algo de lo que el sujeto pueda librarse. Simplemente sucede. Y quien no lo tenga claro se le aplica la Q de questioning, y listos.
Una vez etiquetados y enrollados en nuestra nueva bandera, la cuestión recae en saber si podremos des-etiquetarnos y cambiarnos de sigla y bandera. Porque si no fuera así, estamos condenados a una sexualidad dentro del margen que permita nuestra letra elegida, o asignada. Pero, ¿qué pasa con quien no quiera definirse en una de estas categorías sexuales estancas? Podría ser considerado, de nuevo, un desviado. Un desviado que requerirá confesión y una imposición de Penitencia que, o bien le reconcilie con su sigla y su bandera, o bien le imponga la búsqueda de su sigla y lo defina de una vez por todas. La libertad sexual, de la cual tanto nos vanagloriamos, y que teorías tan diversas como el psicoanálisis o la teoría queer, entre otras, intentaron examinar y abrir en su momento, parece de nuevo sepultada, reprimida, en nombre de esta compulsión de etiquetado.[26]
Esta nueva obsesión por definir, etiquetar e interpretar constantemente la sexualidad humana parece llevarnos a una única salida. A la intelección de que no hay salida. De que algo tan complejo, que depende tanto de cómo nos hemos conformado cada uno de nosotros, no puede ser clasificado con etiquetas generalistas. Freud lo observó. Los teóricos queer lo intentaron modificar. Y muchísimos otros pensadores, entre medias, lo han ido percibiendo. Las pasiones de los hombres no pueden definirse, categorizarse, etiquetarse. Es evidente que podemos analizar cómo nos sentimos y cómo hemos sido influidos culturalmente; y averiguar qué nos gusta y porqué, qué roles existen en nuestra sociedad y cómo eso nos ha influenciado en nuestras vidas. Pero ir más allá de eso parece perder el tiempo. Al fin y al cabo, la historia de la sexualidad no es otra cosa que la historia de cómo nos vinculamos y de nuestros afectos. Y éstos no pueden etiquetarse.
La comunidad LGTBIQ+[27] subraya la gran diversidad de culturas de la sexualidad, de identidades de género y de orientaciones sexuales. Ha ayudado, con el paso del tiempo, a personas que han sido históricamente marginadas en sus comunidades por motivo de su sexualidad. Este trabajo no pretende ser una crítica a la función de estos colectivos que han luchado, y siguen haciéndolo, por el reconocimiento de todas aquellas identidades sexuales no heteronormativas, y por la caída del modelo binario impuesto por el capitalismo patriarcal, el cual, según afirman, otorga privilegios al hombre heterosexual y ha sometido al resto.
Sin embargo, este reconocimiento no excluye nuestra voluntad de denunciar que, en esta compulsión de etiquetado para «integrar» todas las posibles identidades sexuales existentes, se está produciendo un nuevo encajonamiento y una voluntad de constante definición y redefinición de las identidades para convertirlas en meros productos que son objeto del mercado y de sus técnicas de apropiación. De este modo, consideramos que buscar la propia identidad sexual, dentro de un mercado pre-elaborado de productos, encasilla al sujeto, generalmente necesitado de pertenecer a algo que no lo machaque por ser diferente, en una estructura y en una categoría sexuales que no pocas veces le impedirá salirse. Y si lo hace, la mofa, el chismorreo y el «defínete de una vez» de todos aquellos que sí están «bien clasificados y definidos» en su etiqueta, está más que asegurada, hundiendo al sujeto, de nuevo, en la confusión, en el sentimiento de culpabilidad y en la angustia.
Hombre, mujer, masculino, femenino, género, identidad, orientación, genitalidad, etcétera, son términos relacionados con la sexualidad humana. Y ésta, como ya hemos visto, es difusa en su esencia, transformable en cuanto a su meta y objeto, alterable a lo largo de la vida de cada cual, dispar según con quien se establezca, y variable según la región del mundo en que se viva. La solución no puede ser matizar, eliminar, modificar o añadir términos constantemente. Si no que se tiene que admitir de una vez por todas que cada cual tiene su propia sexualidad, sin siglas, sin banderas, sin etiquetas. Lo único por lo que tendría que luchar cada uno es por la des-represión de todo aquello que le impida desarrollar plenamente su propia sexualidad, y por conseguir aceptar y ampliar su propio marco afectivo-sexual.
Michel Foucault, en su Historia de la sexualidad, señala que la sexualidad no es una característica biológica o un hecho de la vida, sino que es una categoría que incumbe a nuestros deseos más íntimos, esto es, a quién queremos, qué queremos y cómo queremos. Está dentro de nosotros y nos pertenece. Es propiedad de cada uno. Una propiedad que, como hemos examinado, está muy determinada por quiénes somos, dónde estamos y cómo nos consideramos.
Este trabajo ha tratado sobre algo tan complejo como lo sexual, sobre algunas teorías y pensadores que intentaron abrir el cerrojo de la sexualidad, y sobre cómo esas teorizaciones y aperturas fueron desvirtuadas para volver a cerrarlo, casi a escondidas. La historia de la humanidad está llena de conciencias revolucionarias que posteriormente han sido corrompidas por el mismo poder ante el que quisieron sublevarse. Han cambiado el curso de la Historia, eso sí, pero frecuentemente sólo han producido un cambio de manos en la cabina de mandos del poder.
En nuestro caso, la manía humana de categorizarlo todo, de etiquetar todo lo desconocido, responde a un intento de clasificar lo que no se comprende. No sólo se lleva a cabo en el ámbito de la sexualidad. Vemos como va invadiendo todos los campos del conocimiento humano. Se pretende otorgar una racionalidad que se desposee. Como arma evolutiva, ha sido implacable y eficaz. Como arma revolucionaria, un desastre al servicio del poder dominante. Los intentos de pensar la sexualidad desde una óptica diferente parecen enmarcarse en lo segundo, y constata que es un tema que no acaba de ser comprendido del todo.
Hemos terminado este estudio haciendo una breve referencia al marco afectivo-sexual del sujeto. Desgraciadamente, la compulsión de etiquetado traspasa la identidad sexual y está empezando a adentrarse en los afectos. Ya se habla de los arrománticos y de sus etiquetas derivadas, en que se tratan los vínculos sociales y afectivos como si fueran elecciones o necesidades personales que pueden preseleccionarse. Si nos pensamos que los afectos son lo más íntimo que tenemos, que no se atreverán con ellos, parece que nos equivocamos.
Quisiera agradecer a Josep Maria Blasco, por haber inspirado con sus reflexiones la idea de este escrito, y por otorgarme la determinación y el empuje necesarios para emprenderlo y desarrollarlo. También a María del Mar Martín, quien lo revisó y me otorgó la confianza y la ayuda adecuadas para desarrollarlo y finalizarlo, con buenos consejos e importantes aportaciones. Y, finalmente, al Espacio Psicoanalítico de Barcelona, y a todos aquellos que lo conforman, por la guía y el compañerismo mostrados.
A todos ellos, mi más afectuoso reconocimiento.
Barcelona, abril de 2018