El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XVII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (VI).
Una sociedad que se vanagloria de su transparencia,[1] —transparencia en la comunicación, transparencia en el tiempo, transparencia en la información, transparencia en el lenguaje— corre el peligro de hacer extensivo este atributo a los individuos, fomentando así la producción en serie de ciudadanos cristalinos, llanos y expuestos.
El hombre adopta, así, las características del mercado y se vuelve un producto más. Un aplanamiento subjetivo de este orden conlleva la negación de la existencia del alma, es decir, de un mundo interior, desconocido incluso para sí mismo.
Con el ánimo de indagar en alguno de los efectos de este nuevo paradigma, expondré algunas ideas acerca de la vergüenza, un sentimiento clásico, presente en la clínica de hoy en día, que justamente es indicador de una transparencia incómoda para el propio sujeto.
La inspiración para escribir esta ponencia surge de la práctica clínica. Algunos pacientes manifestaron pensamientos y vivencias que los avergonzaban y cuya interpretación requería una visión más amplia que la psicoanalítica clásica: la expresión de deseos sexuales reprimidos. Se impuso la necesidad de una apertura hacia otras concepciones y, a la vez, la de realizar un análisis para re-pensar la vergüenza en nuestra sociedad actual.
Con el afán de ir más allá, comenzaremos nuestro recorrido partiendo de los textos freudianos. Luego nos introduciremos en algunos aspectos de la religión que nos darán una mayor comprensión de este sentimiento como fenómeno social y finalmente tomaremos algunas ideas de la filosofía que nos permitan ampliar y profundizar en nuestro entendimiento.
Una última reflexión nos llevará a pensar cómo se juega la vergüenza en nuestra sociedad actual, transparente, sin velos, donde lo que prima es la exposición.
Interpretar impulsos sexuales reprimidos detrás de un episodio que produce vergüenza es lo que tenemos facilitado desde el discurso psicoanalítico.
Ya en el Manuscrito K, texto de 1896, Freud expone esta idea. En ese momento estaba desarrollando la teoría traumática según la cual la génesis de la neurosis se debe a la resignificación de carácter sexual en la adolescencia de una vivencia prematura y traumática que había sido reprimida en la infancia. Con la resignificación, el recuerdo de esa vivencia infantil se ligó a un reproche y ambos fueron reprimidos.
Nuestro interés se centra justamente en el reproche porque éste puede, por diversos estados psíquicos, mudarse en otros afectos que entrarán en la conciencia. Y uno de ellos es la vergüenza; ésta surgirá por el temor a que los otros sepan acerca de lo que ese sujeto se reprocha, es decir, sepan acerca de la vivencia reprimida. Me hago un reproche por causa de un suceso —temo que otros estén al tanto— por eso me avergüenzo ante otros.[2]
Observamos no sólo que hay una vivencia sexual reprimida detrás de la vergüenza, como habíamos adelantado, sino que, además, está involucrado el saber, es decir, hay un temor a que los otros sepan acerca de algo que es motivo de reproche para el propio sujeto, aunque sea inconsciente. El mecanismo en sí mismo es curioso. Esto nos daría una explicación a las veces que alguien puede sentir vergüenza en situaciones que no reconoce como bochornosas.
Y, por último, la mirada de los otros tiene un papel importante, aparece como sancionadora y motivadora del afecto. Veremos que esta mirada exterior será un factor constante en las concepciones que iremos abordando.
Ahora bien, aquí se abren algunas preguntas: si el temor es frente al saber de los otros, ¿podría generarse una relación tal con el saber en la que inconscientemente quedara facilitada una inhibición en la capacidad intelectual, puesto que si yo no sé, los demás tampoco sabrán?, ¿podría ser que lo causante de la vergüenza no fueran exclusivamente mociones de índole sexual? y, en relación a la mirada, si esos otros no estuvieran en la escena ¿emergería la vergüenza? Iremos retomando estas preguntas a lo largo de la ponencia.
En Tres ensayos sobre teoría sexual, diez años más tarde con respecto al Manuscrito K, Freud aborda la vergüenza como un dique psíquico que, junto a otros, se edifica durante el período de latencia y actúa inhibiendo y dirigiendo a la pulsión sexual.
Durante este período de latencia total o meramente parcial se edifican los poderes anímicos que más tarde se presentarán como inhibiciones en el camino de la pulsión sexual y angostarán su curso a la manera de unos diques (el asco, el sentimiento de vergüenza, los reclamos ideales en lo estético y en lo moral).[3]
La educación no hará más que reforzar una disposición biológica, por lo tanto, estos diques se formarían aún cuando no haya habido una instrucción que los promoviera.
En el niño civilizado se tiene la impresión de que el establecimiento de esos diques es obra de la educación, y sin duda alguna ella contribuye en mucho. Pero en realidad este desarrollo es de condicionamiento orgánico, fijado hereditariamente, y llegado el caso puede producirse sin ninguna ayuda de la educación.[4]
Los diques se crean a partir de esa misma energía sexual que se intenta domeñar, es ella la que aportará la fuerza para elevar las barreras que llevan a contenerla.
¿Con qué medios se ejecutan estas construcciones tan importantes para la cultura personal y la normalidad posteriores del individuo? Probablemente a expensas de las mociones sexuales infantiles mismas, cuyo aflujo no ha cesado, pues, ni siquiera en este periodo de latencia, pero cuya energía —en su totalidad o en su mayor parte— es desviada del uso sexual y aplicada a otros fines.[5]
La vergüenza tiene, entonces, una doble cara, por un lado, emerge frente a las mociones pulsionales reprimidas y, por el otro, debe su fuerza a la sublimación de la sexualidad infantil.
A partir de aquí nos preguntamos, en primer lugar, si efectivamente la vergüenza es inherente al hombre, como Freud señala. En segundo lugar, si su intensidad depende de las fuerzas sexuales que han sido sublimadas. Y por último, en qué medida nuestra cultura occidental padece más la vergüenza por el influjo de la religión cristiana, puesto que exige un plus de represión de la sexualidad.
Con respecto a la primera pregunta, no nos atrevemos a afirmar que sea un sentimiento universal. Lo que sí podemos decir es que está presente en nuestra cultura occidental, con diferencias notables entre las diversas sociedades y con variaciones respecto al género y la edad.
Ahora bien, que la intensidad de la vergüenza venga dada por la intensidad sexual sublimada parecería una hipótesis acertada. De todos modos, la clínica nos muestra que la intensidad de la vergüenza muchas veces viene dada también por la intensidad de aquello reprimido que debe permanecer inconsciente.
Para poder dar respuesta a la última pregunta es necesario una breve incursión en la religión católica, puesto que ella es la que está más presente en nuestra sociedad. Vamos a ello.
De tan amplio campo de estudio, sólo tomaremos algunas líneas del Antiguo Testamento, en particular del Génesis. De éste se han realizado innumerables interpretaciones desde la ciencia, la antropología, la filosofía, etc; además de las lecturas oficiales que ha hecho cada Iglesia cristiana y las distintas tradiciones judaicas. Su nombre proviene del griego γένεσις que significa nacimiento, creación, origen.
Para abordar la cuestión de la vergüenza nos centraremos en el versículo 3, titulado La caída. Este versículo narra el momento en que la serpiente tienta a Eva a comer el fruto prohibido, engañándola con la idea de que si lo hace será como Dios: «el día que comiérais de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal». La mujer, siguiendo los consejos de la serpiente, comió y dio de comer también a Adán: «Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores».
De este relato podemos extraer dos momentos bien diferenciados: un antes y un después de comer del árbol prohibido. Si el después está marcado por el abrir los ojos, por un despertar que podríamos interpretar como metáfora de apertura al conocimiento, el antes nos lleva a un momento de no saber, de inocencia.
Esta apertura entrama, desde el comienzo mismo, conocimiento, sexualidad, puesto que recubren sus genitales, y vergüenza: abrimos los ojos, los cuerpos se revelan, ahora, desnudos y -por vergüenza- los cubrimos. De este modo, el conocimiento de la sexualidad debe ser aquello frente a lo que hay que avergonzarse.
Ahora bien, como lo penoso en sí es el sentir la vergüenza, se produce una inversión, ésta ya no sólo surge como resultado de un acto o pensamiento, sino que pasa a actuar de forma intimidatoria:¡Ojo, cuídate de tus pensamientos y actos, no vaya a ser que luego tengas que avergonzarte! Para no avergonzarnos controlamos e interceptamos todos los pensamientos del plano de la conciencia que podrían llegar a ser considerados sexuales.
Entonces, por un lado, si la vergüenza tiene este carácter intimidatorio en uno mismo, puede ser usada como arma de manipulación hacia los otros: ¡Haz lo que te digo, no me hagas hacerte pasar vergüenza! Amenaza que de ejecutarse puede llevar al otro a la humillación.
Por otro lado, apartando los pensamientos de carácter sexual no nos libramos de la vergüenza, puesto que no podemos evitar aquellos que son inconscientes y que la consciencia sancionaría.
Además, respondiendo a la primera pregunta que nos hacíamos en el apartado anterior acerca de si podría ser que un control de este orden rebase en otros ámbitos, la respuesta es afirmativa. Freud, en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna, aborda esta cuestión y dice:
En el género íntegro de las mujeres puede comprobarse con facilidad una aplicación especial de esta tesis sobre el carácter arquetípico de la vida sexual para el ejercicio de otras funciones. La educación les deniega el ocuparse intelectualmente de los problemas sexuales, para los cuales, empero, traen congénito el máximo apetito de saber; las aterroriza con el juicio condenatorio de que semejante apetito de saber sería indigno de la mujer y signo de una disposición pecaminosa. Ello las disuade del pensar en general, les desvaloriza el saber. La prohibición de pensar rebasa la esfera sexual, en parte a consecuencia de los inevitables nexos, en parte de una manera automática, en un todo semejante al efecto que en los varones producen la prohibición religiosa de pensar o la relación de vasallaje de los buenos súbditos. [6]
De este modo, no es caprichoso pensar que la vergüenza se desplace y emerja frente al pensar y al conocimiento en general, no sólo frente a mociones de índole sexual. Así se desencadenan una serie de conexiones, como mínimo, llamativas: ser el listo de la clase es para avergonzarse, las mujeres prefieren pasar por tontorronas antes que sentir que saben de qué va[7] (eso sería muy embarazoso), exponer los conocimientos es exponer la propia intimidad, etc.
Así, el conocimiento y el saber pasan a comportarse como si fuesen los genitales, uno sabe que el otro los tiene, a condición de que no los muestre, puesto que mostrarlos sería alardear de ellos y eso, por supuesto, es para avergonzarse.
Ahora bien, respondiendo a la pregunta que nos llevó a este recorrido por la religión, la respuesta que damos es también afirmativa. En el proceso de desarrollo de la sexualidad hay un plus sancionador proveniente de la religión católica que provoca un desplazamiento hacia ámbitos a los que no tendría que ser extensiva, así amplía e intensifica este sentimiento.
Una vez respondida la pregunta, nos permitiremos una nueva interpretación a partir del fragmento del Génesis, ésta es pensar la vergüenza asociada al origen, es decir, al de dónde venimos.
Retornemos al Génesis: en el paraíso el hombre y la mujer viven en una completa armonía entre ellos y con la naturaleza. La sexualidad y la muerte no pertenecen a ese reino. Yahvéh Dios es el que sabe y quien establece las normas del lugar. Todo es perfecto... hasta que comen del fruto prohibido tentados por el deseo de ser como dioses: conocedores del bien y del mal. Yahvéh Dios, llevado por el enfado, los expulsa, pero previamente castiga a la mujer condenándola a parir con dolor y al hombre conminándolo al sufrimiento para obtener el alimento, por el resto de sus vidas.[8]
En un sentido metafórico esta configuración la repite cada ser humano en su vida. La infancia y prepubertad son las etapas de la vida en que todo transcurre sin muchos esfuerzos, creemos que nuestros padres son como Dios, es decir, son omnisapientes, sus acciones y pensamientos son superiores a los de otros padres, sus valores y creencias explican cómo es el mundo. Pero cuando crecemos y comenzamos a interaccionar fuera del núcleo familiar, a vincularnos con otras familias, a analizar sucesos en otros ámbitos y a comparar a otras figuras parentales con las nuestras, se produce un proceso de desidealización, doloroso tanto para los adolescentes como para los padres. Éstos dejan de ser dioses y se transforman en seres de carne y hueso. Este tránsito lleva años, en el mejor de los casos.[9]
La vergüenza es uno de los sentimientos que puede surgir, ya no vinculado con uno mismo, sino en relación con los otros, en estos casos con las figuras parentales.
Lo manifiesto y más próximo a la conciencia es la vergüenza por lo que piensan, por el cómo se mueven, cómo visten o cómo hablan. En la etapa de la adolescencia, momento vital en el que todo es cuestionado, esta crítica facilita la separación, necesaria para crecer respecto de los padres.
Y, dando un paso más, aparecer vinculado con el origen mismo, dícese clase social, país de origen, lengua materna, etc.
Ahora bien, cuando con el paso del tiempo lo que emerge ya no es un primer distanciamiento dado por la rebeldía sino que el desarrollo intelectual, ideológico o afectivo nos permite tomar cierta distancia y realizar un análisis de esos padres y en un sentido amplio, del origen mismo, la vergüenza en estos casos es sentida como vergüenza del ser.
En ella, a veces lo que se juega es una identificación con esa modestia y retraimiento que ellos han vivido, por ejemplo, por ser inmigrantes o por vivir en un barrio determinado. Aunque la siguiente generación ya no pertenezca a esa condición social reproduce el comportamiento de las figuras parentales, viven la vergüenza de ellos en su propia carne.
En otras ocasiones el cambio de clase social puede despertar este sentimiento. Si bien en nuestra sociedad está muy bien valorado el ascenso social no se tiene en cuenta que no implica sólo un cambio en las condiciones económicas, sino que el tránsito comporta reconocer e integrar una serie de códigos, de referencias, de formas de moverse por el mundo, además de los aparentes cambios en la vestimenta, el lugar de residencia, las actividades de ocio, etc.
Este pasaje requiere un proceso de elaboración psíquica para que el individuo pueda llegar a asumir aquello por lo que luchó. Entonces, la vergüenza puede aparecer en los momentos en los que se evidencia el origen y el proceso de asunción aún no se ha hecho carne. Económicamente o culturalmente se pertenece a una clase, pero la vergüenza es el indicador de un origen considerado inferior que aún permanece.
Hasta aquí hemos abordado la vergüenza como intimidatoria cuando actúa hacia uno mismo, con la otra cara de manipulación cuando es dirigida como amenaza hacia los otros, la vergüenza como inhibidora del pensamiento no sólo sexual sino también intelectual y reforzada por la religión católica. Por último, la vergüenza vinculada con el propio origen.
A partir de aquí nos gustaría introducirnos en las ideas de algunos filósofos para ver qué otras cuestiones nos permiten pensar.
Hacer un recorrido por todos aquellos filósofos que han recogido este tema sería un trabajo interminable. Por ello nos detendremos sólo en algunos fragmentos de las obras de tres filósofos: Aristóteles, René Descartes y Baruch Spinoza, con el objetivo de ampliar nuestro entendimiento.
En cada uno de ellos haremos una breve introducción a sus nociones para poder enmarcar de una forma más adecuada las ideas que plantean.
En la teoría aristotélica toda acción humana tiene un fin en sí mismo, y ese fin lleva justamente a un bien.[10] No hay un único bien, sino que hay muchos tipos de bienes y pueden ser clasificados de varias maneras, por ejemplo, los pertenecientes al alma, como las virtudes, los pertenecientes al cuerpo, como la belleza, los exteriores como el poder y la riqueza.[11]
No todo fin que un hombre se proponga alcanzar es de por sí bueno. El actuar bien viene dado de antemano por una costumbre social, por la educación y, sobre todo, por las leyes que rigen la comunidad. La repetición de las buenas decisiones es lo que genera el hábito de actuar bien.
El fin último que persiguen todos los hombres es la felicidad.[12] Ésta consiste en actuar en conformidad con lo que cada hombre es, con su propia función, en otros términos, actuar según su singularidad. En la medida en que sus actos le conduzcan a realizar esa función, serán virtuosos; en el caso contrario serán vicios que lo alejarán de su propia naturaleza, y por lo tanto, de la felicidad.
Así, la virtud es identificada con el hábito de actuar según un término medio en relación a nosotros mismos. Si nuestros hábitos nos llevan a una de las actitudes extremas, el defecto o el exceso, nos salimos de la virtud para entrar en lo que denomina vicios. De este modo, el hombre es virtuoso cuando su voluntad ha adquirido el hábito de actuar rectamente, de acuerdo con un justo término medio que evite los extremos.[13]
Una vez hemos dado este marco de referencia, nos centraremos en algunos fragmentos en los que aborda la cuestión de la vergüenza.
En Retórica dice que la vergüenza es cierto pesar o turbación relativos a aquellos vicios presentes, pasados o futuros, cuya presencia acarrea una pérdida de reputación.[14]
La vergüenza en cuanto a vivencia es un pesar que consterna a quien la padece, y emerge frente a ciertos vicios en los que no sólo han alejado al ser de sí mismo sino que también han puesto en juego su reputación. En este sentido es un indicador de que se ha obrado o se podría obrar no de acuerdo a la virtud.
Y remarcamos podría porque es interesante señalar la dimensión temporal que introduce Aristóteles, no sólo atañe al presente o al pasado, es decir, a actos que ya han ocurrido, sino que también involucra el futuro. La vergüenza puede sentirse por algo que aún no se ha ejecutado y que quizá no llegue a ejecutarse nunca, o sea, por ideas que permanezcan sólo en el ámbito de los pensamiento como potenciales acciones.
La vergüenza, así, es una suerte de regulador social, puesto que si los hábitos están enmarcados dentro de las leyes de una comunidad y la reputación es lo dañado, es debido a que los actos no fueron acorde a la regulación establecida. En Ética a Nicómano hace una aseveración rotunda a este respecto, dice:
Tampoco es la vergüenza propia de un hombre cabal, puesto que sigue a las malas acciones (tales acciones no deben cometerse, y lo mismo da que sean vergonzosas en verdad o que lo sean en la opinión de los hombres: en ninguno de los casos deben cometerse para no tener que avergonzarse); y es ya propio de un hombre malo ser de tal índole que pueda cometer una acción vergonzosa.[15]
Esta afirmación actúa como una máxima de acción en la que la vergüenza da cuenta de una dimensión ética, puesto que un hombre cabal jamás tendrá nada de qué avergonzarse. Y agrega:
Pero si alguno que por naturaleza es capaz de cometer un acto de este género, cree que sólo por el hecho de ruborizarse de ello es ya un hombre de bien, incurre en un gran absurdo.[...] Ciertamente la impudencia, que no conoce el pudor, es un vicio; y el que no se ruboriza del mal que hace, es un miserable; pero no se hace más hombre de bien sólo por ruborizarse después de haber cometido cosas tan culpables.[16]
El rubor frente a un acto del mal no es más que un indicio de reconocimiento de la falta, pero ello no cambia el corazón de nadie. Para Aristóteles, lo único que podría justificar un actuar vergonzoso es la edad, ya que la vergüenza pertenece a un período particular de la vida, a la juventud, en la que el brío y la impulsividad están detrás de muchos de los actos que se realizan. Es de esperar que con los años éstos se vayan apacigüando y se llegue a un justo término medio.[17]
Podemos pensar que en Aristóteles la vergüenza es una afección que introduce cierta conciencia que guía y a la vez sanciona nuestro hacer. Aquellos que sientan vergüenza están alejados de la virtud y, por lo tanto, nada más ni nada menos que de la felicidad:
[...] vivir bien y obrar bien es lo que llamamos ser dichosos; y así ser dichoso o la felicidad sólo consiste en vivir bien, y vivir bien es vivir practicando la virtud. En una palabra, la felicidad y el bien supremo constituyen el verdadero fin de la vida.[18]
En Descartes veremos una dimensión diferente.
En el libro Las pasiones del alma Descartes desarrolla meticulosamente la naturaleza de las pasiones, situándolas como punto de unión del cuerpo y del alma. A lo largo de su obra sostiene que las pasiones proceden de los sentidos: movimientos, agitaciones, percepciones corporales; que producen alteraciones en el cuerpo (por ejemplo, aceleración o disminución del ritmo cardíaco, cosquilleos, dolor, excitación) y que son las únicas percepciones que no pueden confundir al alma.
Sólo reconoce seis pasiones primitivas:[19] la admiración, el amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza. Las demás están compuestas por algunas de estas seis, o bien son especies de estas mismas.[20] Puesto que la vergüenza, en particular, deriva de la tristeza, comenzaremos por ella:
Definición de la tristeza:[21]
La tristeza es una languidez desagradable que consiste en la incomodidad que el alma recibe del mal o de la falta de algo que las impresiones del cerebro le presentan como suyo. [...]
Como pasión tiene un tinte molesto para el alma, una incomodidad que proviene del mal o de la falta de algo. Ahora bien, con respecto a la vergüenza, en el Artículo 205 llamado De la vergüenza[22] dice:
La vergüenza, al contrario, es una especie de tristeza fundada en el amor de sí mismo y que procede de la opinión o del temor de ser vituperado, es, además de eso, una especie de modestia o de humildad y desconfianza de sí mismo; pues cuando se considera tan fuerte que no se puede imaginar ser despreciado por nadie, no es posible fácilmente ser vergonzoso.
Entonces, en la teoría cartesiana encontramos un nuevo elemento vinculado con la vergüenza: el amor por uno mismo. La vergüenza es una herida narcisista producida por la opinión o la reprobación que otros han hecho de un acto o de un pensamiento.
Desde esta perspectiva el amor de sí mismo crecería en función de la buena opinión de los otros y se rebajaría en la medida en que reprobaran la conducta. Pero esto no sucedería en todos, sino principalmente en aquellos que tienen cierta desconfianza de sí mismo y cierta modestia.
Esto permite comprender al menos algunos motivos de todas aquellas acciones que son mostradas, justamente, para obtener la aprobación ajena, todo aquello que es expuesto con el objetivo de agradar y de ese modo sentirse partícipe de una (pseudo)comunidad que consiente y promulga determinados valores, creencias, imaginarios sociales, etc.
En el deseo de aprobación y de pertenencia se pone de relieve el amor por uno mismo: si los demás me aprueban, yo debería aprobarme también. La vergüenza es así no sólo indicio de una mirada desaprobadora, sino también de la vergüenza de sí mismo.
Por último, nos gustaría abordar algunas cuestiones de la teoría spinoziana.
En Spinoza los tres afectos primarios son el deseo, la alegría y la tristeza. No ha de sorprendernos encontrarnos nuevamente con la alegría y la tristeza, puesto que Spinoza, si bien hace una crítica radical al pensamiento cartesiano, no deja de ser su contemporáneo. Junto con Gottfried Leibniz son los tres grandes racionalistas del siglo XVII.
En la teoría spinoziana los afectos son afecciones del cuerpo, que aumentan o disminuyen la potencia de actuar. Spinoza rompe la división cuerpo y alma, y en su pensamiento ambos están juntos: no podemos pensar el alma sin el cuerpo, porque no podríamos pensar justamente en su potencia.
De los afectos primarios, el deseo es la esencia del hombre, es lo que nos lleva a esforzarnos y a buscar la perfección.[23] Es lo que está primero: porque deseamos algo, que luego le atribuimos que es bueno para nosotros y esto nos lleva a movernos hacia su búsqueda. No a la inversa, como suele pensarse, que deseamos lo que que creemos que es bueno.
La alegría es, entonces, aquello que aumenta la perfección del cuerpo porque le da más potencia, en términos coloquiales, le da más fuerza para obrar en el mundo, al contrario de lo que sucede con la tristeza, que disminuye la potencia, que resta fuerza.[24] Por su lado el amor y el odio es lo que sentimos como causa de la alegría y de la tristeza, respectivamente.
Una vez hecha esta somera introducción, veamos que dice Spinoza acerca de la vergüenza. En la Proposición XXX, de su libro Ética, encontramos lo siguiente:
Si alguien ha obrado algo que imagina afecta a los demás de alegría, será afectado de una alegría acompañada por la idea de sí como causa; o sea: se considerará a sí mismo con alegría. Si, por el contrario, ha obrado algo que imagina afecta a los demás de tristeza, se considerará a sí mismo, por el contrario, con tristeza.[25]
De este modo, en este ida y vuelta no hay una diferenciación clara entre uno y el otro, uno es afectado por lo mismo que produce en el otro.
A partir de aquí dice:
Escolio: Como el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa externa, y el odio una tristeza acompañada también por la idea de una causa externa, esta alegría y esta tristeza serán, pues, especies de amor y odio. Pero puesto que el amor y el odio se refieren a los objetos, designaremos estos afectos con los nombres, a saber: a la alegría por la idea de una causa externa, la llamaremos gloria, y a la tristeza contraria a ésta, vergüenza: entiéndase bien, cuando la alegría o la tristeza nace de creerse el hombre alabado o vituperado; de lo contrario, a la alegría acompañado por la causa interna la llamaré satisfacción de sí mismo, y a la tristeza contraria a ésta, arrepentimiento.
La vergüenza es una tristeza generada por una causa externa, en particular viene dada por sentir la reprobación de otro. Aquí nos encontramos nuevamente con la sanción que viene dada por el entorno social.
Ahora bien, el punto que nos interesa destacar de la teoría spinoziana es que la vergüenza cae del lado de las pasiones tristes y, por lo tanto, quita potencia de actuar. Ya no es sólo una herida en el narcisismo sino que resta capacidad de acción en el mundo a quien la padece y, siguiendo lo señalado en la proposición XXX, resta potencia a los otros que son causa de esta afección.
De este modo da una nueva dimensión ética, la vergüenza no es un fenómeno individual, sino que conlleva una disrupción en el movimiento social. Justamente lo que aparece como causa es alguien que mira y que no puede sustraerse. Por ello debería cuidarse de realizar acciones que tenga como resultado este afecto, porque no sólo queda involucrado el actor, sino que repercute en quien lo observa.
Con esto damos por finalizado nuestro recorrido. Ahora sólo restan algunas reflexiones.
En todas las visiones que hemos abordado la vergüenza es uno de los múltiples hilos de afecciones con los que está tejido el ser humano.
Nuestro punto de partida fue la teoría psicoanalítica, en la que la vergüenza revela la existencia de pensamientos sexuales reprimidos. Si bien a lo largo de este texto hemos ampliado las lecturas que pueden hacerse al respecto en la clínica, esta interpretación no de deja de ser acertada en muchos casos. Principalmente en aquellos individuos cuya educación familiar y religiosa opera de forma represiva e inhibitoria en cuanto a la sexualidad se refiere.
Desde la concepción religiosa abrimos diversas líneas. Por un lado, abordamos el carácter inhibitorio de la vergüenza en el entramado con la sexualidad y el conocimiento. Por otro lado, apuntamos que podría ser utilizada como un arma de manipulación. Finalmente, abrimos una nueva dimensión cuando la vinculamos al origen.
La filosofía nos ha aportado nuevas ideas.
En Aristóteles la vergüenza es una guía de acción en el mundo que nos pone en el camino de la virtud y, como consecuencia, de la felicidad. Destacamos en René Descartes la herida narcisista como consecuencia de la sanción exterior y cuyo resultado es justamente la vergüenza. Finalmente, en Baruch Spinoza encontramos una cara menos saludable, puesto que, ligada con las pasiones tristes, la vergüenza nos resta potencia de acción y a la vez resta potencia a los que nos rodean.
Una vez finalizado este amplio recorrido, nos detendremos en una mirada actual.
Una reflexión que se nos impone es cómo pensar este afecto en la sociedad de hoy en día, en la que la vergüenza está devaluada porque se asocia con inhibiciones, represiones, con no poder ser uno mismo. No puede presentarse frente a la sexualidad porque es de retrógrados, no frente al exhibicionismo porque es ser anticuado, ni en los medios sociales porque es ser un reprimido.
Actualmente, lo que prima es la mirada y lo que se promueve es la auto-exposición, de forma tal que cada individuo se desnuda como si de un autómata se tratara.
Sin embargo, en este marco tan claro, se desencadenan movimientos contradictorios. Por un lado, todo esfuerza a restar importancia y valor a la evaluación que haga el entorno social: ¡Muéstrate, vive, disfruta del momento!, por otro lado, todos se exponen deliberadamente esperando el Like en la redes sociales, es decir, con la ilusión de ser aprobados y partícipes de los tendencias del momento.
En esta búsqueda de ser guays para el entorno social, muchas veces violentamos al propio ser. Exponemos partes de nuestra intimidad que nos dejan en situación de fragilidad y vulnerabilidad. Justamente porque no hay nada de qué avergonzarse.
De este modo, en esta sociedad de la transparencia lo que resta aún por pensar es la mirada interior que habla de una identidad ética, que pone ciertas barreras y límites a la exposición, siendo la vergüenza un indicio de esa estructura.[26]
Puntualizamos que la transparencia de la que hablamos aquí es de aquella que tiene un carácter represivo, que no tiene otra intención que aplanar la subjetividad y eliminar las diferencias. Somos partidarios de una transparencia de nuestros propios procesos de pensamientos, pero no de los que se supone que hay que pensar.
Reivindicamos que la vergüenza en un mundo de desvergonzados es necesaria para orientar nuestras acciones y para preservar cierta intimidad y la de los demás, nos acerca a nuestros pensamientos y nos lleva por un camino medio, en palabras aristotélicas. Nos revela la dimensión del alma.
Y si bien, en términos espinozianos, la vergüenza como vivencia resta potencia, si ésta se encuentra en el horizonte, vigilante, potenciará nuestro obrar haciéndonos caminar cerca de nuestra afectividad.
Una sociedad donde todo es exponible, incluso lo más íntimo sin que eso, aparentemente, provoque ningún daño, no es una sociedad de individuos transparentes sino una sociedad infantilizada.