El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XVII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (VI).
Uno de los efectos que puede llegar a producirse en el transcurso de un proceso analítico es que el paciente elabore un relato de su vida. La materia prima será su propia historia personal; historia que, al empezar, contiene momentos que no recuerda, situaciones y experiencias desconectadas entre sí, decisiones a las que no puede dar explicación de qué fue lo que las motivó. Todo ello provoca sufrimiento en el paciente y le genera la sensación de un sinsentido y de un no control sobre quién es y qué hace, es decir, sobre su propia vida.
El marco de un análisis es un espacio privilegiado para la construcción de un relato vital. La asociación libre, las interpretaciones o las construcciones del analista, es decir, todo lo que hace posible el trabajo analítico, se pone en juego para permitir que ello acontezca. Hemos empezado diciendo que se trataría de un efecto, uno más de los que se producen en un análisis, aunque se podría ver desde otra perspectiva. No sería desatinado pensar que estamos ante una de las metas del análisis. Siguiendo al propio Freud en el texto «La fijación al trauma. Lo inconciente»,[1] vemos que uno de los propósitos del análisis es que el paciente logre llenar «todas las lagunas del recuerdo del enfermo, cancelar sus amnesias». Sabemos que es la acción de la represión la que conduce al olvido de buena parte de las cosas que hacemos, pensamos o sentimos, y genera síntomas. Si el levantamiento de la represión permite recuperar los recuerdos, llenar las amnesias, liberar las mociones pulsionales inconscientes, el paciente consigue recuperar no solamente recuerdos de situaciones olvidadas, sino también lo que significaron para él. Todo ello contribuye a apropiarse de su vida y a que en el horizonte se dibuje el ideal de una historización plena.
Estamos utilizando los conceptos de historia y relato, y quizás sería conveniente una aclaración acerca de la forma en que los estamos usando. Desde la perspectiva de la narrativa, historia responde a la pregunta ¿qué se cuenta?, es decir, el conjunto de los hechos, ya sean reales o ficticios, que no tienen una estructura o hilo argumental, pero que tienen un orden cronológico. Para que esa historia tenga un sentido o argumento determinado debe existir un narrador que tome los hechos y los organice para elaborar un relato. El orden cronológico y la forma de presentación queda librada al deseo del narrador.
Haciendo una analogía, en el recorrido vital de una persona subyace una historia. Esa historia contiene el conjunto de los acontecimientos que le han ocurrido a lo largo de su vida. Si todos tenemos una historia es, por tanto, posible que cada uno de nosotros podamos realizar un relato a partir de ésta. Seríamos ese narrador que organiza el material de una determinada manera y el resultado es cómo cuenta su historia.
Tomar la narrativa como lugar de convergencias con el psicoanálisis no es algo nuevo.[2] Precisamente en el seno del psicoanálisis existe una corriente denominada psicoanálisis narrativo, fuertemente influido por el filósofo Paul Ricoeur.[3] Esta corriente no sólo enfatiza los aspectos de narratividad sino también los de sentido y coherencia. Desde esta perspectiva, salud mental y relato coherente están íntimamente ligados. Si lo pensamos en términos de enfermedad, el relato incoherente no permite dar sentido a nuestra vida, lo que es lo mismo que decir que no tendríamos una vida nuestra.
En el proceso de elaboración de un relato tenemos que tener en cuenta varios aspectos. Comencemos por aquel que tiene que ver con las condiciones y modos de intervenir que se dan en el marco analítico y que permiten su emergencia.
Una de las tareas del analista es hacer aflorar en el analizado el material reprimido. Para ello dispone de dos vías de intervención: la interpretación y la construcción. Aunque parecen referirse a una misma manera de intervenir, existen matices que las diferencian. Veamos cómo definen Laplanche y Pontalis[4] ambos conceptos. En el caso de la interpretación dicen: «En la cura, comunicación hecha al sujeto con miras a hacerle accesible este sentido latente, según las reglas impuestas por la dirección y la evolución de la cura». En relación a la construcción, la definen del siguiente modo: «Elaboración del analista más extensa y más distante del material que la interpretación, y destinada esencialmente a reconstituir en sus aspectos tanto reales como fantaseados una parte de la historia infantil del sujeto. (…) En efecto, en el discurso del paciente, (…) el conjunto de la masa, espacialmente extendida, del material patógeno aparece como estirado a través de una estrecha hendidura y, en consecuencia, llega a la conciencia dividido en fragmentos o cintas. Es misión del psicoterapeuta reconstruir a partir de este material la supuesta organización».
Es interesante comprobar que la construcción es más abarcativa que la interpretación. La interpretación estaría más relacionada con hacer emerger un elemento inconsciente tras un lapsus o una ocurrencia del paciente. En cambio, una construcción es una presentación de una pieza de la historia olvidada del paciente. Esa pieza es comunicada y se deja que produzca un efecto en él. A partir de aquí, la elaboración del paciente aportará nuevo material que utilizará el analista para realizar una nueva construcción y volver a comunicarla, «y en esa alternancia sigue hasta el final».[5] Desde la perspectiva de Schafer, uno de los psicoanalistas más importantes del psicoanálisis narrativo, parece desprenderse la idea de que, en esa alternancia de reconstrucción-reelaboración, lo que se está jugando es una suerte de narración vital: «El paciente se narra a sí mismo, balbuceando al principio, y el analista lo «renarra» una y otra vez hasta que de esta forma acaba afectando la manera en que el analizando se termina por narrar a sí mismo, habiendo progresado entonces con ello al diálogo psicoanalítico».
A pesar de que el diccionario de Laplanche y Pontalis pone especial énfasis en el trabajo del analista, es importante no olvidar que el papel del paciente en realidad es fundamental en este proceso de recuerdo, construcción y elaboración.
Muchos pacientes, y desafortunadamente también muchos analistas, creen que lo que tiene que hacer el paciente es hablar en su sesión y esperar que el analista arroje luz sobre aquello que dice, de modo que produzca efectos inmediatos en él, casi de forma mágica. No es así, y por ello es necesario enfatizar el papel activo del paciente.[6] Su tarea será ir elaborando aquello que le va comunicando, que va construyendo el analista, junto con sus propias ocurrencias. El paciente tiene que elaborar, debe recoger esas construcciones (siempre que resuenen en él, que las sienta o conciba como algo que le incumbe) a pesar de las defensas yoicas que surgirán y la represión que se pondrá en juego. La lucha contra la represión es la batalla a librar. La victoria no está asegurada: la efectividad del trabajo analítico estaría supeditado a varios factores, entre otros al significativo factor cuantitativo.
Imaginemos que el paciente consigue articular un relato vital, que convierte su historia personal en una vida que puede ser contada con sentido y coherencia. Es inevitable hacerse la pregunta de si esa reconstrucción en forma de relato vital responde a la verdad de lo que sucedió, es decir, es una reconstrucción fidedigna de lo que aconteció en su realidad. ¿Cuál es la distancia que media entre los hechos, situaciones reales que vivimos, y lo que conforma el relato a partir de lo que vamos recordando en análisis? Y, por otro lado, hasta qué punto el paciente puede llegar a dar por verdadera una historia solamente porque contiene lo que puede soportar de sí mismo, es decir, hasta qué punto no ha caído en el autoengaño. ¿Cómo sabemos si no estamos ante un relato fantaseado, que nos agrada pero que no responde a unos hechos efectivamente producidos?
Tomemos el ejemplo de lo que ocurre en los niños. Sabemos que no son capaces de comprender sus estados internos. Sufren multitud de conflictos que les generan un intenso malestar y que no pueden conectar con una experiencia pasada. Al no tener la capacidad de comprensión de sí mismos necesitan las palabras que les presta el adulto. Ese es, por cierto, uno de los objetivos en la terapia con niños: poner en palabras su angustia y su sufrimiento. Para ello, utilizamos el juego, el dibujo y también los relatos. Es evidente que el relato en el niño no pasa por una elaboración propia sino por identificarse con los relatos que le hablen de su conflicto y amplíen su comprensión de sí mismos. Y aquí la literatura se convierte en ayuda para padres y educadores. Un claro ejemplo de ello son los cuentos de hadas.
Bruno Bettelheim[7] estuvo profundamente interesado en analizar y estudiar la influencia de los cuentos de hadas en la educación de los niños. Para Bettelheim, los cuentos de hadas surgieron a partir de mitos y personificaban la experiencia acumulada por una sociedad, tal y como los hombres deseaban recordar la sabiduría pasada y transmitirla a futuras generaciones. Estos cuentos proporcionan conocimientos profundos que han sostenido a la humanidad a través de las interminables vicisitudes de su existencia.
Según Bettelheim, los cuentos de hadas hablan al inconsciente del niño. Ayudan a clarificar sus emociones. Ponen en orden su casa interna. Los cuentos de hadas suelen plantear de modo breve y conciso un problema existencial. Están en sintonía con sus conflictos internos y ansiedades, le hacen reconocer sus dificultades y le aportan soluciones a sus problemas.
Si un niño pregunta: ¿pero este cuento es verdad? Bettelheim diría: «Cuando un niño pregunta si una historia es verdad, quiere saber si esta narración constituye una contribución importante para su comprensión y si tiene algo significativo que decirle con respecto a sus mayores preocupaciones». No importa si algo es verdad, sino si es verdadero para él, y es verdadero para él porque, al identificarse con los personajes, encuentra la manera de comprender sus estados internos, sus conflictos y ansiedades. El relato del otro le ayuda a conocerse.
Tomemos la afirmación con la que hemos acabado el apartado anterior y pensémosla para el adulto: no importa si la historia es verdad, sino si es verdadera para alguien.
Lo primero que vemos es que no siempre recuperamos el recuerdo, la situación que efectivamente se produjo, pero ello no impide que tenga consecuencias positivas en el paciente. Así lo señala Freud en «Construcciones en el análisis»: «El camino que parte de la construcción del analista debía culminar en el recuerdo del analizado; ahora bien, no siempre lleva tan lejos. Con harta frecuencia, no consigue llevar al paciente hasta el recuerdo de lo reprimido. En lugar de ello, si el análisis se ha ejecutado de manera correcta, uno alcanza en él una convicción cierta sobre la verdad de la construcción, que en lo terapéutico rinde lo mismo que un recuerdo recuperado».
En el momento que se le comunica una construcción al paciente puede suceder que no lo recuerde todo, pero que lo tome como verosímil al producir efectos terapéuticos. Por supuesto, si la construcción no le afecta en nada, no le ayuda a emitir conexiones con otros aspectos de su vida, puede que sea errónea o simplemente no sea todavía el momento de escucharla. Como sabemos, el paciente tiene su propio ritmo a la hora de darse cuenta de aspectos de sí mismo. En cambio, si eso que le comunica el analista lo toma como verosímil, y le permite hacer otro tipo de conexiones o deducciones, estaríamos ante una construcción que produce efectos.
Recuperar el hecho en sí no es tan importante. Podemos encontrarnos con un paciente que no recuerde el hecho en sí pero construya un relato. Y podemos encontrarnos también con un paciente que lo recuerde todo, que tenga una gran memoria, pero no construya el relato. ¿De qué depende, entonces, que se construya un relato?
Haciendo una analogía con el caso de los niños, lo importante para el paciente no es el hecho en sí, el recuerdo recuperado de lo que sucedió, sino lo que supuso ese hecho para él. Y aquí es importante señalar algo: lo importante es que se recupere el afecto que estaba vinculado a la situación reprimida. De la idea clásica de recuerdo como imagen o acontecimiento narrable objetivamente, giramos hacia lo subjetivo. Y eso ya no es el recuerdo de la imagen en sí, sino la recuperación del nexo, del vínculo: «esa situación me hizo sentir así»; o bien, «la decisión la tomé gracias a este hecho»; o bien «pensé algo que no pude tolerar y como consecuencia tomé decisiones equivocadas». Si lo que se recupera es lo que le sucedió en esa situación, lo que sintió, lo que hizo sentir al otro, lo que pensó, dotará de sentido y coherencia al relato, se tornará verdadero para el paciente.
¿No sería, entonces, plausible que lo importante sea que el relato vital funcione para el paciente como verdadero, no tanto como reflejo de una verdad (en el sentido de hecho real objetivo), sino porque se recupera el vínculo, lo que está ligado a lo afectivo? Recuperación de un vínculo no sólo en lo que concierne a un otro, sino también en cuanto a las conexiones entre momentos de una vida. Es un proceso, en última instancia, de dar sentido y coherencia a nuestra historia donde la recuperación de lo afectivo es la clave. Estamos hablando ahora de un sentido consciente, de aquel que hace que las piezas se reordenen haciendo que lo que se ha vivido signifique algo para el paciente.[8]
En «Hermenéutica y psicoanálisis», Ricouer dice que una interpretación psicoanalítica tiene el derecho a presentársenos como verdadera justo en la medida en que ayude al sujeto a superar las distorsiones que son la fuente de su mal entenderse a sí mismo, en la medida en que sea un instrumento al servicio del auto-reconocimiento.
En la misma línea se posiciona Schafer: «Ni siquiera digo que no sea una historia verdadera, sino que acabamos obteniendo una historia mejor, más verídica, sobre nosotros mismos, que aquella del principio». Para este psicoanalista no existen los hechos objetivos en análisis. Lo verdadero se encuentra en la coherencia del relato, la consistencia, la comprensividad, la sintonía con el sentido común, con la capacidad del analizado de actuar con eficacia y que esté abierto a los cambios.
Decíamos que existe el riesgo de caer en el autoengaño. Una de las consignas que se comunican al paciente es que diga todo aquello que le venga a la cabeza sin juzgar el material, sin tratar de ocultar nada, en última instancia, que sea sincero. Es una petición que resulta difícil de cumplir porque el paciente no siempre puede serlo, no por mala fe, sino porque cuestiones como la vergüenza, la desconfianza, pero, sobre todo, las resistencias opacan lo que dice. En la línea de la resistencia, bien porque tiene que comunicar algo que le resulte desagradable, bien sea porque ha de reconocer algo de sí mismo que le resulte en un punto insoportable, la cuestión está en que ha de evitar caer en el autoengaño o en la ilusión de que las cosas son, en verdad, de otra manera. Y ese posiblemente es el aspecto más complicado del proceso. Porque está en juego no tanto el conocerse a uno mismo sino el de reconocerse. Ricoeur lo ejemplariza interpretando el mito de Edipo Rey en este sentido: «El destino de Edipo es haber matado a su padre y esposado a su madre; pero el drama del reconocimiento comienza más allá de este punto, y este drama consiste enteramente en el reconocimiento de este hombre que antes había maldecido: yo era este hombre, en un sentido lo he sabido siempre, pero en otro lo he desconocido; ahora sé que lo soy». Y sigue: «Lo trágico en Edipo no es lo sexual, lo trágico es que no se reconoce el crimen como propio. Lo sabio sería reconocerse y cesar de maldecirse». En este sentido, si hablamos en términos de verdad, ésta pasa por el reconocimiento de lo que uno es y ha hecho. No es tanto que diga la verdad al analista, sino que no se la esconda a sí mismo por insoportable.
No cabe duda que historizar la propia vida supone alcanzar cierta singularidad. El relato de cada persona es único, no hay otro igual. En este proceso de elaboración se llega a la aceptación de aciertos y errores, al reconocimiento del quién soy y de lo que fui. Es por esta razón que se torna cada vez más difícil seguir siendo influenciado por otros relatos que no sean el propio, aquellos que, hasta cierto momento de la vida, funcionaban como verdaderos: el de la familia o el de la ideología imperante.
Cabe decir, no obstante, que no existe un único relato en la vida de una persona. Ni es único ni está cerrado. Precisamente la riqueza de una vida se puede plasmar en esos relatos que están sujetos a ser revisitados, reelaborados y conectados con vivencias pasadas y actuales. Todos ellos, en la medida que pueden dar cuenta de lo que pensamos y sentimos en un momento determinado de nuestra vida, dotan de sentido y de coherencia y, por tanto, alivian el sufrimiento.
Barcelona, mayo de 2017