El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XVI Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (V).
En enero de 2015 tuve ocasión de participar como coterapeuta en un Grupo de Hombres agresores dirigido, entre otros, por el psiquiatra, psicoterapeuta familiar y coordinador del Centre de Salut Mental d’Adults (CSMA) de Sant Andreu (Barcelona), Joan Tremoleda. Estos grupos terapéuticos se inscriben dentro de los programas para personas que han cometido actos de violencia doméstica, y son subvencionados por el Departament de Justícia de la Generalitat de Catalunya.
En el marco de esta experiencia de intervención grupal pude conocer los trabajos de Carlos Yela que, desde la perspectiva de la psicología social, narra la importancia de los mitos románticos presentes en las relaciones amorosas y cómo éstos pueden influir en las dificultades que aparecen, tanto para resolver los posibles conflictos amorosos inherentes a toda vinculación afectiva como a poder resolver correctamente el duelo por una ruptura amorosa.
En mayo del 2015, en la ponencia titulada «Apego y relaciones desparejas», presentada junto a la psicóloga y psicoterapeuta Esther Verdaguer en las XV Jornadas «Aperturas en Psicoanálisis (IV)» del Espacio Psicoanalítico de Barcelona, ofrecimos algunas reflexiones frente a la observación clínica de por qué muchos de los pacientes que consultan tienen enormes dificultades para romper con relaciones que les provocan una alta insatisfacción, al menos consciente. Entre ellas apuntamos el papel de la historia y la sociología del amor, así como el de la importancia de los mitos románticos.
El objetivo de esta ponencia será ampliar lo ya iniciado en el anterior trabajo conjunto en el que conectamos la relación de pareja adulta, como una reedición de los apegos primarios siguiendo las propuestas de Hazan y Shaver, con las aportaciones de la psicología social al campo de las relaciones amorosas. Para ello me serviré, entre otros, de los trabajos del profesor Carlos Yela, de la Universidad Complutense de Madrid, y de recortes clínicos propios para ilustrar las diferentes temáticas.
Por mito debemos entender que es una creencia, aunque se halla formulada de manera que aparece como una verdad y es expresada de forma absoluta y poco flexible.
Al tratarse de una creencia, debemos necesariamente concebirla como un estado determinado de la mente en el que una persona concreta supone verdadero el conocimiento o experiencia que tiene de un suceso o una cosa. Sería algo así como un mapa pregrabado en nuestro sistema mental que nos permite orientarnos en la realidad y poder satisfacer así nuestras necesidades. La creencia no necesariamente ha de tener una base empírica; de hecho, la mayoría de nuestras creencias no la tienen o, como mucho, son fruto de una generalización apresurada extraída a partir de experiencias únicas.
Las creencias pueden aparecer a partir de pensamientos internos del propio sujeto (que en un momento u otro se habrán nutrido de estímulos externos) o se pueden adquirir de manera externa. Todos nacemos rodeados de una trama de creencias que constituyen la ideología de la familia y la sociedad en la que crecemos, y muchas de las cuales serán inoculadas inconscientemente durante los primeros años de vida.
Sumarse a unas determinadas creencias suele contribuir a crear y a mantener la ideología de un determinado grupo, sea familiar, de amigos, de trabajo o político. Es decir que tienen la función de hacernos pertenecer a algún lugar y por ese motivo, entre otros, son muy resistentes al cambio y al razonamiento.
Entre ellas encontramos los mitos amorosos, que constituyen un grupo de creencias cerradas, es decir que no admiten discusión, acerca de cómo se debe amar o vivir las relaciones de pareja.
Alguien que acude a terapia lo hace siempre con el objetivo de modificar algún aspecto de su vida que en general le provoca sufrimiento. La angustia o la resistencia al cambio (el hecho de que el paciente no haya podido operar esos cambios que anhela por sí sólo) vienen determinadas por la adhesión consciente o inconsciente a determinadas creencias sobre el mundo, tanto el externo como el interno.
El psicoanálisis, a diferencia de las terapias de corte cognitivo-conductual, opera con la interpretación como técnica de intervención que, en el marco transferencial, permite generar cambios sobre esas determinadas creencias. Desde un punto de visto cognitivo-conductual, la modificación de una determinada creencia irracional se aborda desde la reestructuración cognitiva. La cual no se basa en un modelo concreto de desarrollo del aparato mental, a diferencia del psicoanálisis. Las diferencias pueden parecer notables desde la técnica, pero el objetivo, aceptando humildemente el uso del psicoanálisis como terapéutica, no es tan diferente.
Así, pues, uno de los objetivos de la terapia psicoanalítica será promover determinados cambios por lo que respecta a la adhesión del paciente a determinados mitos románticos. Ahora, ¿por qué es tan difícil abordar cualquier pequeño cambio en nuestro sistema de creencias?
Debemos necesariamente aceptar que los mitos y creencias forman parte del superyó del sujeto, la instancia psíquica no presente, según Freud, desde el nacimiento, que se construiría tras la resolución del complejo de Edipo (aproximadamente entre los cinco y los seis años) y en la que encontramos el conjunto de pensamientos morales y éticos recibidos de la cultura a través de nuestras principales figuras de apego durante la infancia. A diferencia de las otras instancias psíquicas, el superyó tiene una parte consciente y la mayor parte de él es inconsciente. De esta manera, podemos afirmar que buena parte de las resistencias al cambio que ofrecen los mitos amorosos es porque se hallan anclados en la dimensión inconsciente.
A continuación, y para ilustrar de alguna manera de qué mitos estamos hablando, tomaremos como referencia los trabajos del profesor Carlos Yela, de la Universidad Complutense de Madrid. Yela considera los mitos románticos como el conjunto de creencias socialmente compartidas sobre la supuesta «verdadera naturaleza» del amor. Este autor ha realizado una revisión desde la psicología social de los principales mitos, así como sus orígenes y contenidos, y sobre las posibles consecuencias negativas que puede suponer la aceptación total o parcial de éstos. Son los que se resumen a continuación:
Este primer mito, quizás el más conocido, viene de la creencia en que elegimos a la pareja que teníamos predestinada de algún modo y que ésta es la mejor elección posible. Tiene su origen en la Grecia Clásica, vemos un ejemplo de ella en «El banquete», de Platón. Cabe distinguir también que las relaciones amorosas durante la Grecia Clásica estaban estrechamente ligadas con las sexuales y radicalmente separadas de las matrimoniales (Foucault, 1976). No deja de ser sorprendente que el famoso mito nazca en un periodo histórico donde la obtención del placer sexual con amantes o prostitutas estuviera tan separado del matrimonio, y sin que ese hecho supusiera angustia alguna. La media naranja platónica estaba relacionada con una complementariedad total, con el anhelo de perfección y de belleza que me podía aportar el otro, no con la necesidad.
Durante la Edad Media este mito se cristianiza y se intensifica con el Amor Cortés y el Romanticismo.
Esta creencia puede llevar a un nivel de exigencia demasiado elevado hacia la pareja, ya que toda su angustia vital puede pasar porque el otro no acaba de satisfacerle.
Úrsula tiene 30 años y acaba de romper con un matrimonio de 17: «Siempre creí que era él quien me acompañaría hasta el final. Me salvó de la enfermedad y ahí tuve claro que estábamos predestinados. Por ese motivo nunca reparé en cómo se estaba deteriorando la relación, ya que nunca llegué a pensar que se podía acabar».
Desde el psicoanálisis se conecta esta necesidad de búsqueda perpetua que parece nunca satisfacerse del todo con la búsqueda del primer objeto de amor, la madre, como momento mítico de célula narcisista, donde el bebé forma un todo indiferenciado con la madre.
El mito del emparejamiento está basado en la idea de que la pareja, sobretodo la heterosexual, es algo natural y universal. Es decir, que a partir de cierta edad, «lo normal» es estar emparejado y lo «anormal» es no estarlo. Este hecho puede dar lugar a graves conflictos internos en aquellas personas que se desvíen de esta creencia, ya sea porque no están emparejadas, porque están con personas de un mismo sexo o con más de una persona a la vez.
La extendida fórmula de que una determinada persona «ha rehecho su vida» en el momento de volver a emparejarse tras una ruptura daría cuenta de este mito y de cómo de anclado está en nuestro psiquismo. También el hecho de mirar a alguien como «rarito» por no tener pareja a una determinada edad sería otro efecto de dicha creencia.
Esta creencia está basada en que es imposible estar enamorado o en más de una relación de pareja a la vez. De nuevo, la aceptación sin cuestionamiento de este mito puede llevar a la persona que decide llevar más de una relación a la vez a buscar cuál de ellas es la «verdadera» y a generar un sentimiento de culpa con nefastas consecuencias.
Héctor tiene 32 años y lleva unos dos combinando dos relaciones de pareja; esta situación le genera un malestar y una angustia enormes, y por eso inicia terapia: «Por la que estaba primero siento un deseo sexual irreprimible, pero una relación de pareja estable con ella, con convivencia, sé que sería un infierno para los dos; desestima todo lo que yo hago fuera de estar con ella. La segunda me proporciona un ambiente sano, conversaciones muy interesantes y se interesa por todos mis proyectos, pero no me causa ninguna atracción sexual. Me siento fatal, pero no puedo pasar sin una de las dos. ¿Qué hago? ¿Qué me aconsejas?».
El mito de la fidelidad implica que todos los deseos sexuales deben satisfacerse exclusivamente con una única persona, si es que «se la ama de verdad». De aquí podríamos dar el salto y pensar también en esa tipología de parejas que comparten absolutamente todo su tiempo libre juntas y cualquier desviación de este patrón es vivido casi como una «infidelidad». Esto lleva a infinidad de parejas a sentir que si se está en pareja, pero uno siente deseos de estar con otra persona, irremediablemente eso indica que la pareja actual «no es la buena» o la «de verdad».
Lo curioso de este mito es que numerosas investigaciones, desde perspectivas sociobiológicas, como la de Silvia Ubillos y cols. (2003), muestran que las relaciones fuera de la pareja son un universal, algo que se ha dado en todas las culturas y en todos los momentos históricos. Así, pues, debemos pensar que la pulsión sexual no se satisface únicamente con la pareja. De todas formas, llevar esta última creencia, la de la perspectiva sociobiológica, a la práctica chocaría frontalmente contra las prácticas sociales convencionales, y eso generaría angustia. Por otro lado, someterse irremediablemente al mito de la fidelidad también puede generar angustia en determinadas personas.
La aceptación de tal mito implica que la corriente tierna y la corriente sexual (Freud, 1912) de la teoría freudiana se deberían mantener siempre en convergencia en la misma persona: la pareja.
Carlos tiene 23 años y lleva unos cinco con su actual novia: «Creo que empezamos muy jóvenes, con ella perdí la virginidad, y me siento muy a gusto. A veces siento atracción por amigas de la universidad o de otros grupos y me pregunto cómo sería estar con otra chica. No lo entiendo, si mi novia me sigue gustando... Con otras me permito una cierta seducción, pero si veo que puede haber algo serio, me retiro. No lo soportaría, me generaría tanta culpa y me sentiría fatal, pero también tengo muchas ganas de nuevas experiencias, ¿y si ella se cansa de mí y estoy renunciando a todo esto para nada?».
La creencia de que los celos son un signo de amor e incluso un requisito indispensable para un «verdadero amor». Este último mito serviría de apoyo a los tres anteriores. En este caso se emplea el primer sentimiento social del ser humano, los celos, para justificar en muchos casos conductas narcisistas y de control por parte de algunas parejas. También es un componente muy presente en las dinámicas violentas de pareja.
De nuevo Carlos: «Cuando ella se va de fiesta por ahí con sus amigas me pongo muy celoso, lo reconozco, no me hace gracia. Pero, racionalmente, entiendo que no le puedo decir nada. Aunque si siento celos, es porque realmente me importa, ¿verdad?».
Cabe destacar que estos cuatro mitos (del emparejamiento, de la exclusividad, de la fidelidad y el de los celos) fueron introducidos por el Cristianismo con el objetivo de instaurar un nuevo modelo de relación de pareja diferenciado del de épocas anteriores.
Esta creencia dicta una equivalencia entre el periodo inicial de vinculación, que suele pasar por el enamoramiento y las conductas pasionales, con el amor posterior. Es decir, que se debe sentir enamoramiento y pasión a lo largo de toda la relación. Infinidad de investigaciones han demostrado y distinguido los diferentes procesos psicológicos y biológicos que se dan en estos dos momentos, pero aun así muchas parejas siguen creyendo que si no sienten pasión, lo mejor es abandonar.
Este mito resulta de rabiosa actualidad si nos ponemos a pensar en la cantidad de portales web y aplicaciones para teléfonos móviles que han surgido en los últimos años y que facilitan hasta el extremo poder encontrar relaciones sexuales. De tal manera que, en la nueva erótica digital (Ubieto, 2015) las relaciones pasan a formar parte del consumo masivo de productos, donde «lo nuevo» siempre es lo mejor.
La omnipotencia amorosa implica que si hay verdadero amor todos los obstáculos internos o externos se sortearán. Es decir, que el amor, como tal, es suficiente para modificar o cambiar ciertos aspectos de la pareja. Este mito puede servir como una excusa genial para no modificar determinadas actitudes que generan malestar o incluso para negar ciertos conflictos que dificulten la vida conyugal. Como, en general, no se acaban resolviendo de manera mágica, los miembros de la pareja pueden acabar creyendo que es cuestión de tiempo («si realmente me quiere, ya lo cambiará»).
Paola, de 38 años, separada desde hace unos cuatro, con un hijo en común, él reside en Sudamérica desde hace unos dos años: «Sé que la separación era necesaria, para nosotros y para el chico, pero no puedo evitar pensar que un día él volverá y los dos repararemos nuestros errores. Durante este tiempo él ha estado con otra y sigue pareciéndome igual de inmaduro, no tiene trabajo ni nada claro. Aun así, creo que si los dos quisiéramos podríamos volver a intentarlo si de verdad nos queremos. ¿Esto es una tontería? ¿Me estoy volviendo loca o qué me pasa?».
En general tendemos a pensar que nuestra manera de amar es única y exclusiva. Este mito se expande sobre todo a partir del Romanticismo, pero la verdad es que las formas de amar están sujetas a presiones sociales, culturales, históricas y hasta biológicas. Por tanto, no reconocer este mito puede generar un exceso de confianza o culpabilización en la pareja que no lo puede pensar.
Otro ejemplo de esta influencia inconsciente también la encontramos en el momento de elegir el nombre para un hijo o una hija. Todos nuestros nombres son fruto de una época y un momento histórico. Uno escoge, pensando que ha hecho una elección original, pero si luego se toma el trabajo de consultar, por ejemplo, la web del Institut d’Estadística de Catalunya, ve, sorprendentemente, que ese es nombre es uno de los 25 nombres de niños o niñas más puestos en Catalunya en el último año.
Dicho mito se basa en la creencia de que una unión estable de pareja debe conducir en todos los casos a una futura convivencia.
Hacia finales del siglo xix se inicia una corriente ideológica, que se consolida a lo largo del siglo xx, que considera que el amor romántico y pasional se debe dar en el seno de una unión estable y de convivencia. Esto es contrario, por ejemplo, al concepto de Amor Cortés, que oponía la pasión y el deseo sexual al matrimonio. Es la primera vez en la historia en que se une un componente transitorio, que sería la pasión, con un elemento estable, el matrimonio o la convivencia. Esto puede empujar a parejas que llevan un cierto tiempo de relación a buscar la convivencia o el matrimonio como la única manera de progresar en la relación. De hecho, la idea de progreso tiene sentido si se busca la reproducción, pero si no es así, ¿hacia dónde se supone que debería progresar una relación?
Edgar tiene 39 años, lleva más de tres en una relación estable, no desean tener hijos, y siente que el siguiente paso sería la convivencia: «Es extraño, estamos muy bien, pasamos varias noches juntos a la semana y cada uno vive en su casa. Hay momentos en los que siento que ya está bien así, pero en otros pienso que “esto no es normal”, que si realmente la quisiera desearía irme a vivir con ella».
Quizás al finalizar este apartado, algunos oyentes o lectores estén seguros de que esta concepción mítica del amor no les afecta a ellos o que, en el fondo, no está tan extendida.
Varios investigadores de la Universidad de las Islas Baleares (Bosch, Ferrer & Navarro,2010) publicaron en julio de 2010 un estudio con una muestra de 1.351 personas de diferente edad, nivel económico, nivel de estudios, con pareja o sin pareja, entre otras variables, para evaluar el grado de adhesión a los diferentes mitos planteados anteriormente.
Del estudio se concluye que la mayoría de personas entrevistadas muestran altos niveles de aceptación de los mitos de la media naranja, la pasión eterna, la omnipotencia y el matrimonio y de rechazo del mito del emparejamiento. Dichos resultados son muy similares a los de otros estudios realizados hasta 15 años antes (CIS, 1995).
A continuación ofrecemos un breve resumen de algunas de las conclusiones que arrojan correlaciones entre variables.
Esto lo podríamos relacionar con numerosos relatos de pacientes femeninas que en consulta narran la nefasta relación de pareja que dicen soportar, pero a la vez la esperanza que albergan en que, si los aman de verdad, la situación se acabará arreglando. También está muy presente en dinámicas de relación violentas.
De hecho, este resultado lo podríamos acompañar del hecho observado que los hombres que viven solos suelen tener una peor calidad de vida (más niveles de uso del alcohol u otras substancias adictivas, mayores índices de suicidio, mayor probabilidad de llevar dietas poco saludables).
Es bastante común que, para preservar nuestra estabilidad psíquica y emocional, todo ser viviente intente justificar su actual situación con determinadas creencias. Así, pues, los pacientes que hayan estado, por ejemplo, la mayor parte de su vida emparejados tenderán a pensar que ese es «el estado natural del hombre» o aquellos que conserven la misma pareja desde hace mucho tiempo es más probable que defiendan el mito de la media naranja, por ejemplo. El verdadero trabajo terapéutico acontece cuando dichas personas pierden ese status quo, y por ese motivo se esfuerzan en recuperarlo a toda costa sin plantearse otras maneras de vivir su afectividad.
Este dato podría ser esperanzador, pero de todas maneras los niveles de creencia en personas con estudios universitarios son más altos de lo que cabría esperar.
Estos resultados podrían venir también sostenidos por los de otro estudio aparecido en 2015, donde investigadores de la Universidad de Valencia (Hernández Monleón, Simón Noguera, Muñoz Rodriguez & González Sanjuan, 2015) relacionaban claramente estar emparejado con mejor estado de salud. Aquí la cuestión clave sería ver cómo la frustración y angustia vital que puede llevar a diferentes procesos de enfermedad se producen cuando una determinada persona con una fuerte adhesión a dichas creencias debe elaborar un divorcio o un estado de viudedad. Si no se trabaja terapéuticamente con dichas personas es fácil, entonces, que del conflicto entre sus pensamientos y la realidad que le envuelve acabe surgiendo tal angustia que, a partir de cierto límite, atraviese la frontera psíquica y se sitúe en el cuerpo.
Tras realizar este recorrido por los mitos amorosos más comunes y de cómo su adscripción consciente o inconsciente puede tener consecuencias sobre la vida afectiva de las personas, me gustaría hacer algunas reflexiones sobre la intervención clínica frente a dichas creencias.
En el momento de intervenir sobre dichas creencias en los pacientes conviene tener en cuenta que estos mitos se han construido a lo largo de varios siglos, y son y han sido compartidos por miles de personas en el mundo Occidental; por tanto, antes de combatirlos debemos ofrecer algún otro tipo de asidero a quien los sufre. Como se ha comentado al inicio del trabajo, los mitos están relacionados con la sensación de pertenencia a un grupo, y cuestionarlos puede implicar confrontar a esa persona con un determinado sentimiento de soledad. Las creencias tienen la función de orientarnos o guiarnos en el mundo incierto en el que vivimos. Nuestra arquitectura psíquica, como si de una construcción medieval se tratara, está basada en una serie de creencias que se sostienen las unas sobre las otras, de la misma manera que lo hacían las bóvedas de crucería durante el periodo gótico para elevar los muros de las catedrales y dejar entrar así la luz; si retiro una de las piezas clave, dícese creencia, todo el peso de la cúpula podría caer y provocar un grave daño en la estructura general. El problema es que no sabemos cuánto peso de toda la estructura realmente soportan las creencias y mitos que rigen las conductas amorosas, y las debemos intercambiar por otro tipo de creencias, no simplemente negarlas o decirle al paciente que dicho mito es pura fantasía.
En muchos casos la modificación de ciertas creencias, sean de tipo amoroso o de cualquier otro, implica un cambio de estilo de vida y, por tanto, también un cuestionamiento de las creencias familiares, de las compartidas con el grupo de amigos o incluso con la misma pareja. En general el sujeto desea dejar de padecer sin tener que transformar ningún aspecto de su vida, cosa que no siempre se consigue.
En el fondo, si aceptamos radicalmente la premisa de la elección inconsciente de pareja, así como la base narcisista de la elección, deberíamos pensar toda pareja como una simple contingencia. Es decir, cómo los rasgos que posee o qué atribuyo a esa determinada persona tienen que ver con una carencia mía y, por tanto, cualquier otra persona que cumpla con esas condiciones que, a priori, son desconocidas para mí, también serviría como pareja. Como todos pueden entender, esto rompe inmediatamente cualquier tipo de romanticismo en lo que respecta al mundo de la pareja. Ya no hay una media naranja que buscar, sino que, tras un viaje interior, que puede ser proporcionado por el psicoanálisis, puedo depositar mis energías en aceptar la admiración que siento hacia algún aspecto de mi pareja y asumir también una cierta dependencia de ese rasgo, de esa condición que me debería llevar a potenciar la cura y el respeto por ese otro (llámese de cualquier manera) que también está realizando, seguramente sin saberlo, un camino similar al mío.
Uno de los más importantes teóricos del psicoanálisis de parejas, el psiquiatra británico Henry Dicks, planteó en los años 70 del pasado siglo el concepto de colusión para referirse precisamente al acuerdo inconsciente que determina una relación complementaria, en la que cada uno desarrolla partes de uno mismo que el otro necesita y renuncia a partes de sí que proyecta sobre el cónyuge (Dicks 1970; Willi 1978; Armant 1994).
Este concepto, basado en la idea inicial de elección de pareja freudiana (Freud, 1914) de tipo narcisista, permite pensar las relaciones de pareja refiriéndose a una complementariedad inconsciente, alejado totalmente del mito de la media naranja y, ademá, pudiéndose introducir los mecanismos de proyección e identificación proyectiva que permitirían una intervención individual o de pareja.
Ya para acabar, si tomamos en consideración las aportaciones anteriores en relación a los mitos amorosos, la actualidad de ellos entre la población española y algunas consideraciones en lo que respecta a la intervención, podemos lanzar alguna conclusión.
La principal sería que, aunque no atendamos a la pareja, podemos concebir el simple relato que el paciente individual hace de su relación de pareja como una extensión de su propio psiquismo, en el que, explorando los mecanismos de identificación y proyección empleados, podemos alcanzar una mejor comprensión de la neurosis del paciente. Es muy habitual que el paciente que tengamos delante emplee ingentes recursos psíquicos en intentar «comprender» la conducta o la neurosis de su pareja. Ahora, la neurosis de la pareja, cuando ésta es lo suficientemente estable y hay compromiso consistente, la debemos pensar como un aspecto complementario a nuestra propia neurosis. Así, pues, no nos deberíamos dejar llevar por los intentos conscientes o inconscientes que hará el paciente en intentar introducir en su propio análisis la comprensión de la neurosis del otro. Es más, un análisis exitoso será aquel que logre depositar la máxima responsabilidad en el sujeto que acude a análisis, aquél que le permita explorar su propia decisión a la hora de mantener ese vínculo amoroso estable, satisfactorio o no, y de renunciar o no a plantearse otras formas de vivir su afectividad.
Hasta aquí llega un breve viaje que se inició, de hecho, por mi interés en los trastornos del vínculo a partir de un curso de verano en 2014, impartido en la Universitat Ramon Llull, en la Facultad de Educación Social y Trabajo Social de la Fundació Pere Tarrés titulado Infància i trastorns del vincle, seguido de la elaboración de la ponencia, junto a la colega Esther Verdaguer, «Apego y relaciones desparejas» para las XV Jornadas «Aperturas en Psicoanálisis (IV)» del Espacio Psicoanalítico de Barcelona, y finalizando con la experiencia, ya mencionada en la introducción, en el grupo de Hombres Agresores del Departament de Justícia de la Generalitat de Catalunya, que me llevó a conocer los trabajos del profesor Carlos Yela y que me inspiraron finalmente en la redacción del actual trabajo. No sé si se trata de una interrupción temporal o definitiva, ya que el apasionante mundo de la pareja lleva a incontables preguntas que abren de nuevo el hambre de saber de cualquier valiente psicoterapeuta.
Barcelona, 1 de marzo de 2016
Armant, C. (1994). «Fundamentos teóricos». A A. Bobé & C. (. Pérez Testor, «Conflictos de pareja: Diagnóstico y tratamiento». Barcelona: Paidós.
Bosch, E., Ferrer, V. & Navarro, C. (2010). Los mitos románticos en España. Boletín de Psicología (99), 7-31.
(CIS), C. d. (1995). Actitudes y conductas afectivas de los españoles. Datos de opinión 7 (Consultado el 22.02.2016).
Dicks, H. (1970). «Tensiones matrimoniales». Buenos Aires: Hormé.
Freud, S. (1912). Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa. Buenos Aires: Amorrortu.
Freud, S. (1914). Introducción del narcisismo. Buenos Aires: Amorrortu.
Foucault, M. (1976). «Historia de la sexualidad». Madrid: Siglo XXI.
Hazan, C. & Shaver, P. (1987). Romantic love conceptualized as an attachment process. Journal of Personality and Social Psychology (52), 511-524.
Hernández Monleón, A., Simón Noguera, C., Muñoz Rodríguez, D. & González Sanjuan, M. E. (2015). El efecto del estado civil y de la convivencia en pareja en la salud. Revista Española de Investigaciones Sociológicas (151), 141-166.
Ubieto, J. R. (11.07.2015). Sexo y capitalismo. Decálogo de la nueva erótica digital. La Vanguardia.
Yela García, C. (2000). «El amor desde la psicología social. Ni tan libres, ni tan racionales». Madrid: Pirámide.
Willi, J. (1978). «La pareja humana: relación y conflicto». Madrid: Morata.