El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XV Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (IV)
Desde hace algún tiempo se considera que los primeros años de vida del niño son capitales en la constitución del futuro adulto. El desarrollo de la pedagogía, de la pediatría, de la psicología infantil, entre otras ciencias que tienen como objeto de estudio la infancia y la niñez, se produce en el momento en que aumenta el interés y se toma consciencia de la importancia de esta etapa en la vida del sujeto. Ahora conocemos muchos aspectos del desarrollo vital y las diferentes fases por las que pasa el niño en su crecimiento. La aparición de la teoría psicoanalítica contribuyó a un mayor conocimiento de los procesos psíquicos asociados e hizo emerger algo que era novedoso: los niños tienen sexualidad.
Me centraré en una de las fases descritas en la teoría psicoanalítica: el periodo de latencia. Aunque aparentemente es una etapa de detenimiento en el desarrollo sexual, una especie de letargo hasta el advenimiento de la pubertad, se están construyendo de forma silenciosa mecanismos muy complejos ligados estrechamente con el pensamiento y la socialidad.
En este sentido, algunos psicoanalistas defienden que el discurso social y cultural actual no permite que el periodo de latencia se instale.[1] Esta afirmación es contundente pero permite reflexionar sobre la sociedad en la que vivimos y las consecuencias que las nuevas formas de educar o pensar la infancia pueden llegar a tener en el desarrollo de los niños. Para ello, destacaremos la importancia del periodo de latencia, cuál es su origen y, tras un breve recorrido por la historia de la infancia en occidente, examinaremos la posibilidad de que vivamos en una sociedad que impide la instalación del periodo de latencia.
El periodo de latencia se instala en el niño tras el sepultamiento del complejo de Edipo, por tanto su inicio es aproximadamente a los cinco años de edad y finaliza hacia los once, con el comienzo de la pubertad.
A pesar de ser una de las más importantes fases del desarrollo psíquico del ser humano, se trata de un periodo poco estudiado por los psicoanalistas. Freud describe esta etapa en Tres ensayos de teoría sexual y, a partir de esta obra, aparecerá mencionada siempre en relación con otros conceptos, sin realizar apenas cambios con respecto a su formulación inicial.
El desarrollo sexual se produce en dos tiempos. Entre una primera etapa de florecimiento de la vida sexual, que sirve como motor a la pulsión de saber, y el advenimiento de la pubertad, en la que todas las pulsiones parciales se subordinan al primado de lo genital, hallamos un periodo caracterizado por la inhibición de las pulsiones sexuales y un desvío hacia nuevas metas:
Hacia la época de la vida que es lícito designar como periodo de latencia sexual, desde el quinto año cumplido hasta las primeras exteriorizaciones de la pubertad (en torno del undécimo año), se crean en la vida anímica, a expensas de estas excitaciones brindadas por las zonas erógenas, unas formaciones reactivas, unos poderes contrarios, como la vergüenza, el asco y la moral, que a modo de unos diques se contraponen al posterior quehacer de las pulsiones sexuales [6].
Además este periodo abre la posibilidad de que la energía sexual sea desviada hacia fines ya no sexuales, sino puesta al servicio de logros culturales, lo que constituiría el inicio de la capacidad de sublimar:
Los historiadores de la cultura parecen contestes en suponer que mediante esa desviación de las fuerzas pulsionales sexuales de sus metas, y su orientación hacia metas nuevas (un proceso que merece el nombre de sublimación), se adquieren poderosos componentes para todos los logros culturales. Agregaríamos, entonces, que un proceso igual tiene lugar en el desarrollo del individuo, y situaríamos su comienzo en el período de latencia sexual de la infancia [11].
Este periodo se inicia tras la cancelación del complejo de Edipo de forma que la latencia actuaría como respuesta defensiva al complejo de castración, viniendo a interrumpir temporalmente el desarrollo sexual del niño. En El sepultamiento del complejo de Edipo se lee lo siguiente:
Las aspiraciones libidinosas pertenecientes al complejo de Edipo son en parte desexualizadas y sublimadas, lo cual probablemente acontezca con toda trasposición en identificación, y en parte son inhibidas en su meta y mudadas en mociones tiernas.
El periodo de latencia no sólo cancela el complejo de Edipo, sino que durante su primacía, se crea y consolida la formación del superyó y se construyen las barreras éticas y estéticas en el interior del yo.
Fijemos nuestra mirada en aquellos aspectos que tienen que ver con la sexualidad, el desarrollo del yo, el aprendizaje y la socialidad del niño en esta fase.[2]
Sexualidad. Las mociones sexuales, claramente manifiestas en años anteriores y que se satisfacían de forma autoerótica, han de ser sofocadas, y esto se observa en el tipo de relaciones del niño con sus padres, que suelen ser íntimas (amigos inseparables) y abarcan largos lapsos sin estar sexualizadas (D. Winnicott); solamente la moción tierna escapa de la represión. Es característica una lucha intensa contra la masturbación (M. Klein).[3] Estaríamos en un periodo de transición en el que, en los primeros años, los niños muestran una elevada actividad motriz claramente placentera (balancearse, correr, probar el equilibrio, rebotar, saltar, trepar) que funciona a modo de evitación de la masturbación y descarga de la agresividad, y, a partir de los ocho años, actividades más sedentarias, que son posibles gracias a la represión y que permiten acciones como leer y escribir ligadas a la motilidad fina (E. B. Kaplan). Muchos niños en esta etapa manifiestan claros rasgos obsesivos: algunos más sublimados como el gusto por coleccionar, los juegos de construcción o fabricar cosas; y otros más sintomáticos, como tics pasajeros, movimientos repetitivos, muecas, todos ellos funcionando como mecanismos para mantener atemperadas las pulsiones. Aparecen sentimientos de pudor y de vergüenza como formaciones reactivas. Además, es un periodo donde se da el primer amor sin manifestación claramente sexual (S. Ferenczi). Extracto de un caso:
Una madre de un niño de ocho años me pregunta si es normal que su hijo se haya enamorado. La niñita parece corresponderle y los padres han tomado la costumbre de quedar a cenar una vez por semana para que se vean. El niño espera ansioso el día y se avergüenza si la madre repara en su interés por la niña. Le pregunto cómo se comportan y dice que hablan y se llevan bien. Es como un amor platónico, dice la madre; más bien es un amor «latente».
Desarrollo del yo y aprendizaje. Es innegable la importancia de esta etapa en el desarrollo tanto del carácter como del aprendizaje. Para J. Piaget [16]: la edad de siete años marca un hito decisivo en el desarrollo mental. Una de las primeras cosas que vemos es que este niño se concentra con mayor facilidad y coopera cuando hay vida común (escuela). El lenguaje «egocéntrico» desaparece y las discusiones se hacen posibles. El niño piensa antes de actuar y aparece la capacidad de reflexión. Es el momento del pensamiento lógico y, en general, las operaciones racionales. Urribarri rescata la idea de Freud acerca de la importancia de la ensoñación diurna en estos niños, que actúa como una fantasía que produce alivio y resarcimiento de heridas narcisistas. Estamos ante un yo en construcción que va creando las defensas ante los embates de la pulsión y que vendrán a conformar el carácter del adulto (A. Freud).
Socialidad. Se pasa del egocentrismo del niño pequeño a la socialidad, cuyo mejor reflejo es el juego. A diferencia del niño más pequeño, ahora el juego tiene reglas y, si los participantes las desconocen, se ponen de acuerdo en cuáles son las que regirán. Aparece una moral de cooperación además de la autonomía personal. Camaradería, sentimiento de justicia, respeto mutuo y fair play caracterizan a este niño (J. Piaget). No obstante, las mociones agresivas no están desaparecidas: son canalizadas a través del juego o el movimiento pero pueden salir a la luz en forma de peleas, rivalidad, motes o insultos.
¿Pero cuál es la génesis del periodo de latencia? Algunos psicoanalistas apoyan un determinismo biológico y otros consideran que éste es sólo posible gracias a la presión cultural. Urribarri sostiene que en Freud hay una indefinición acerca de esta cuestión que ha llevado a realizar distintas lecturas del tema por parte de psicoanalistas interesados en el estudio de la latencia. Considero importante detenernos en este punto.
Si la latencia estuviese determinada biológicamente tendríamos muchas dificultades para sostener que la latencia no se instala. Si viniese dada por lo biológico e incluso por lo filogenético, en la especie humana habría un momento del desarrollo que conduciría al sujeto a vivir una serie de cambios en relación a la sofocación de sus pulsiones sexuales y el niño pasaría por la latencia independientemente de los condicionantes culturales.
Diseminadas en la obra de Freud aparecen varias sentencias claras a favor de una posición biológica:
Este desarrollo de la función sexual en dos etapas, interrumpido por el periodo de latencia, parece ser una particularidad biológica de la especie humana y contener la condición para la génesis de las neurosis [8].
Examinemos la hipótesis biológica: en esta línea se encuentra Anna Freud,[4] que afirma que la disminución de la actividad de los impulsos es debida a causas biológicas, por lo que es aprovechado por la cultura para enseñar al niño:
En efecto, el periodo de latencia, cuando el niño ya no está dominado exclusivamente por conflictos internos y sus instintos se han apaciguado en forma considerable, lo aprovecha la educación para iniciar el moldeamiento intelectual. Los maestros de todos los tiempos han obrado como si comprendieran perfectamente que la capacidad de aprender es en este periodo tanto mayor cuanto menos intensos sean los instintos; y, precisamente por ello, han condenado con la mayor energía y perseguido sin miramientos cualquier manifestación instintiva o actividad placentera que mostrase el escolar [...] No tenemos ninguna garantía de que la buena conducta del niño mayor (latente) sea resultado exclusivo de la educación, y no, simplemente, la etapa final de su desarrollo [5].
En esta línea, Ferenczi propone una hipótesis filogenética que es mencionada por Freud en «Inhibición, síntoma y angustia». Esta hipótesis sostiene que las manifestaciones geológicas de la corteza terrestre y sus catastróficas consecuencias para los antepasados de la especie humana han permitido precisamente su evolución y han contribuido a determinar el carácter y las neurosis de la especie. Para Ferenczi, la era glacial fue un periodo difícil para el ser humano, que le llevó a unirse y defenderse del peligro exterior. Los desastres de la era glacial forjaron antiguamente la primera sociedad familiar y religiosa de toda evolución ulterior. Esta era glacial es reeditada en el ser humano en el periodo de latencia [4].
Los argumentos en contra de la tesis biológica van en la línea que expone Urribarri:
La fisiología y la endocrinología modernas no dan cuenta de un fenómeno de esta índole (por ejemplo: no se registra disminución de los niveles hormonales o de los ritmos de crecimiento), lo que le quita el posible sustrato «orgánico» a dicha formulación «biologista». [...] Por otra parte, si hubiera una disminución del impulso biológicamente predeterminado, a la vez que operan las defensas establecidas a partir del desenlace edípico, ¿cómo se explica, por ejemplo, la lucha contra la masturbación.[5] los deseos incestuosos y las ocasionales prácticas genitales de los latentes?.
Precisamente es el propio Freud quien apunta a esto mismo: Es posible que el periodo de latencia no se instale y no es forzoso que traiga aparejada una interrupción total de las prácticas y los intereses sexuales [7]. ¿Cómo es posible que no se instale cuando defiende una hipótesis biologista?
Tomemos la génesis de las neurosis, ya que esta dicotomía que estamos trabajando nos recuerda en algo a esta cuestión. Freud plantea la necesidad de poner en juego tres factores para poder dar cuenta de la causación y desarrollo de una neurosis: la biológica, la filogenética y la psicológica [10]. Sin el concurso de estos tres factores no se podían explicar las variadas formas por las que un sujeto llegaba a enfermar. Considero que una posición acertada para el caso que nos ocupa es aquella que tiene en cuenta todos los factores en juego, a modo de las series complementarias para la causación de las neurosis.[6]
Sería plausible la idea freudiana de la existencia de factores biológicos y hereditarios ligados a la especie que predispondrían al tránsito por el periodo de latencia. Incluso podríamos aventurar que habría una variable constitucional que diera cuenta de los problemas que pasa el niño en esta fase, debidos a una escasa capacidad constitucional propia, por ejemplo, para sublimar en función de su economía libidinal. Pero más allá de esta variable individual existirían sin embargo fuertes condicionantes externos (sociales, culturales) que, dependiendo de su naturaleza, podrían llegar incluso a impedir que se instale. Todo ello deja en manos de la sociedad, de la cultura, la responsabilidad de aprovechar esta etapa de máximo potencial de aprendizaje y capacidad de sublimación del niño para ayudarle a alcanzar su plena constitución psíquica. Se trata de la conformación del que será el hombre de las próximas generaciones, protagonista de los logros culturales venideros.
Hemos puesto en manos de la cultura el peso de la cuestión pero, antes de adentrarnos en las problemáticas presentadas por los niños «latentes» en nuestros días, es conveniente explorar cómo era la infancia en anteriores periodos históricos para saber de dónde venimos, cómo se ha gestado el actual discurso sobre la infancia. Todo ello nos ayudará a contextualizar la época y el niño de hoy.
La idea de infancia es una construcción cultural relativamente tardía. En nuestros días hablamos de los niños como si siempre los hubiéramos pensado de la misma manera, pero esta creencia está muy lejos de ser real. La diferencia en cuanto al trato recibido por parte del adulto o cuidador entre, por ejemplo, la Edad Media y el siglo xx, es abismal: se pasa del infanticidio, los malos tratos o el abandono, a ser el centro de todas las miradas (his majesty the baby). Es en el siglo xviii cuando se empieza a pensar al niño como un ser que tiene necesidades afectivas, y no será hasta el siglo xx que se convertirá en un sujeto con plenos derechos.[8]
A mediados del siglo pasado varios historiadores, encabezados por Philippe Ariès [1]: afirmaron que el concepto de infancia surge en la Edad Moderna. Para apoyar esta tesis, el historiador argumenta que existe una clara ausencia de la representación del niño en el arte hasta bien entrado el siglo xvii; más concretamente: la representación de la niñez en esas épocas está alejada de la morfología que le es propia.
Ariès, interesado especialmente en la Edad Media, describe esta época como altamente comunitaria. Los niños vivían mezclados con los adultos desde que se les consideraba capaces de desenvolverse sin ayuda de sus madres o nodrizas, hacia los siete años. Es decir, existía la idea de niño (en el sentido biológico) pero no de infancia. No existía una preocupación por la educación o los cuidados porque no había ningún problema: el niño desde su destete o un poco más tarde pasaba a ser el compañero natural del adulto. Parecería como si el hombre del medievo sólo viese en él a un hombre pequeño que pronto se haría hombre completo. Sin embargo, el infanticidio y el abandono eran muy comunes en esa época, así como también lo eran en la Antigüedad. Las sociedades anteriores a la Edad Moderna se caracterizaban por la dureza de los hombres, donde el niño era el peor amado y moría más fácilmente que los adultos. No obstante, Ariès, sin negar la dureza de pretéritas condiciones de vida del niño, sostiene que en la actualidad éste ha sido alejado de la vida cotidiana de los adultos y ha perdido la libertad de la que gozaba en la Edad Media, al tener que someterse al marco más estrecho de la familia actual.
Lloyd deMause se muestra contrario a las tesis de Ariès. Así lo expresa en su libro Historia de la infancia [2] donde afirma que «[…] la idea de la invención de la infancia es tan confusa que resulta extraño que la hayan recogido últimamente tantos historiadores». Fundamentalmente la crítica de deMause va dirigida a la libertad del niño en la Edad Media. DeMause justamente piensa lo contrario: el niño de la Antigüedad y el de la Edad Media vivía en unas condiciones terribles, y sólo a partir del siglo xix es tratado como un ser digno de afecto y cuidados. En la citada obra hace una revisión detallada— a través de escritos, memorias, correspondencia y demás documentos— de lo que considera las verdaderas condiciones de vida de los niños.[9] A pesar de las dificultades que tuvo para realizar este estudio, básicamente a causa de lo que él llama la invisibilidad que ha tenido a lo largo de la historia, enumera una serie de martirios infligidos a los niños desde el imperio romano hasta el siglo xix en los que la muerte violenta, el abandono, los golpes, el terror y los abusos sexuales eran alarmantemente habituales.
No obstante, es fácil caer en un cierto moralismo que nos impida hacer una acertada lectura de la infancia en la historia si nos acercamos a ella con la ideología propia de nuestra época. Sin duda, las condiciones de vida en estas sociedades eran duras, pero lo eran tanto para niños como para adultos. Por ejemplo, no podemos dejar de lado el hecho de que la alta mortalidad infantil existía por el casi nulo desarrollo de la medicina, lo que pudo provocar, según algunos historiadores, la existencia del «tabú del apego». La falta de afectividad de los padres vendría causada, entre otras variables, por la elevada probabilidad de que sus hijos murieran antes de alcanzar la edad adulta.
Más allá de las diferentes visiones de los historiadores interesados en el tema, la idea que subyace es que ha habido cambios en el contenido del discurso sobre la infancia. A lo largo de muchos siglos se ha pensado que el niño era malo por naturaleza, idea fuertemente ligada al cristianismo. Sólo así se explica el cambio radical de discurso en torno a la infancia que supuso la obra Émile de Jean Jacques Rousseau, en el siglo xviii. Para Rousseau, contrariamente a lo pensado hasta el momento, el niño es bueno por naturaleza, considera la infancia como el periodo de máxima felicidad, periodo éste en el que debe ser protegido y atendido en sus necesidades afectivas. La nueva ideología presenta un niño débil e inocente, en contraposición a la concepción antigua, donde la Iglesia omnipresente lo consideraba un ser vil sometido a la corrupción del pecado original. En relación a este cambio de discurso dice Levin:
La sociedad emergente centró su interés en el niño confiriéndole un status y un reconocimiento tal que cambió el anterior rechazo, desinterés o desconocimiento, por la asignación de un privilegiado papel protagónico en la familia y en la sociedad [15].
Esta nueva ideología venía insertada en el contexto de las ideas de la Ilustración con una vuelta hacia el antropocentrismo, un deseo de combatir la ignorancia y la tiranía gracias a la razón. Pero no olvidemos que se estaban sentando las bases de una nueva sociedad, una sociedad que estaba experimentando cambios a nivel social, científico y sobre todo económico. El surgimiento de la era industrial pone en primer término los aspectos económicos y se hace necesario que el niño esté preparado física o intelectualmente para trabajar en las fábricas, bien sea como operario (clases obreras), bien como propietario (burguesía).
De este modo se desarrolla la pedagogía, y la educación de los niños pasa a ser una «cuestión de Estado». Paralelamente, los desarrollos médicos permiten la cura de enfermedades que en otro tiempo causaban la muerte y, junto con las medidas contraceptivas, baja drásticamente la tasa de mortalidad infantil.
A principios del siglo xx una novedosa teoría sobre el «alma humana» viene a aportar una nueva visión acerca del niño. En el año 1905 Freud publica Tres ensayos de teoría sexual y en esta obra aparece un niño inédito hasta el momento: Freud le reconoció una sexualidad específica. El niño pasará por una serie de fases (oral, anal, fálica, genital) que marcarán su desarrollo libidinal hasta el advenimiento de la pubertad, que traerá la madurez sexual. Según Levin:
(Freud) destacó a partir de la niñez el acceso a una estructuración de la vida psíquica que sería constitutiva y se perpetuaría a lo largo de toda la vida de la persona.
¿Los niños de épocas anteriores a la actual «pasaban la latencia»? ¿La sociedad ejercía el papel de sofocación pulsional? En una interesante entrevista entre Philippe Ariès y Françoise Dolto [3]: la psicoanalista francesa afirma que el hecho de que aumentara la esperanza de vida de los niños ha permitido reconocer y apreciar su desarrollo de una forma que en otras épocas hubiera sido imposible. En opinión de Dolto, la teoría psicoanalítica es perfectamente válida para los niños de todas las épocas, y marca como elemento estructural el complejo de Edipo y la necesidad de su sepultamiento.[10]
No obstante, es evidente que la forma en la que el niño ha transitado por esas etapas ha estado condicionada por el periodo histórico en el que ha vivido, la visión que los adultos han tenido de él y por las diferentes expectativas sobre cómo ha de ser el futuro hombre en cada época. El niño «latente» al que me referiré es el que está insertado en la compleja sociedad actual, donde siguen vigentes muchos de los postulados del siglo xviii pero con sus propios condicionantes sociales, políticos y económicos. Sólo si se piensa en los condicionamientos culturales actuales podemos ver qué dificultades y expectativas están puestas en el niño de hoy y cómo éste reacciona ante ellos.
Bajo la capa de aparente calma hemos descubierto un periodo de gran complejidad e intensidad, por lo que las dificultades en el camino del «latente» deben tener consecuencias destacables. Precisamente, muchos de los niños atendidos actualmente en las consultas de los psicólogos tienen entre siete y once años y suelen presentar estas problemáticas:
Se podría cuestionar si esto no ha sido así toda la vida, es decir, si siempre ha habido niños con problemas, niños movidos, niños que no atienden en clase, niños que no quieren estudiar. Sin duda es así. Sin embargo, hay una serie de indicadores que reflejan cambios en la sociedad actual donde aparece un discurso diferente sobre el niño, y esto está teniendo serias repercusiones, que se observan en la clínica. Joseph Knobel considera necesario conocer cuáles son los cambios que se producen en el entorno social para poder adaptar la teoría psicoanalítica a la realidad actual:
La necesidad de revisión y continua adaptación a los nuevos contextos sociales de los principios psicoanalíticos formulados por Freud hace ya más de 100 años es, sin duda, un imperativo de nuestro trabajo y labor como psicoanalistas y difusores del psicoanálisis [14].
Qué es lo que está cambiando en nuestra sociedad y cómo puede afectar al niño son preguntas que no se pueden eludir. Es comprensible que el niño experimente dificultades en el periodo de latencia, ya que se trata de una etapa compleja que exige de éste un soterrado trabajo (Urribarri y Anzieu)[11] que le preparará para la siguiente fase, la pubertad, y, en última instancia, conformará las bases psíquicas del futuro adulto. Pero ya hemos visto que, además de esta variable individual (constitucional), deben entrar en juego las colectivas para garantizar el éxito de la misión (máxime cuando el niño no tiene los recursos del adulto), y en este sentido, ¿realmente la sociedad está cumpliendo el papel que le corresponde? ¿Está propiciando la sofocación pulsional a través de reclamos culturales? ¿Está incitando la capacidad de sublimación? ¿Está alentando el placer de aprender en los niños? En otras palabras: ¿qué tipo de estímulos están recibiendo los niños de esta franja de edad en nuestra cultura occidental actual?
Knobel mantiene una tesis interesante: hay niños en los que no se instala la latencia. Estos niños muestran una serie de síntomas que giran alrededor de una hiperexcitación sexual:
Para que haya latencia algo tiene que quedar latente, si nada se reprime, la sexualidad polimorfa más típica de los primeros años de vida se instala como funcionamiento permanente en el psiquismo infantil. […] Estos niños pueden estudiar, es decir, poner cierta cantidad de energía mental al servicio de la sublimación y la simbolización. La cuestión sería ¿es esto realmente así? ¿Acaso este tipo de situaciones, la imposibilidad de hacer una latencia, no explica las problemáticas que bajo el epígrafe de patologías actuales nos encontramos en los niños de hoy? La hipótesis es que más de un conflicto bastante típico en la infancia puede ser producto de este exceso de sexualización que impide la puesta en marcha de la represión necesaria para que se instale la latencia. […] En muchos casos hay fracaso escolar porque hay fracaso de latencia: hiperexcitación sexual no reprimida.
Considera que si no se instala la latencia aparecen dificultades para tolerar la demora y la frustración, poco desarrollo de los procesos de pensamiento y lenguaje, además de una escasa capacidad sublimatoria.
Knobel sitúa las causas de esta hiperexcitación sexual de los niños «latentes» en un contexto social actual que, lejos de cumplir su papel de sofocador de la pulsión, estaría trabajando claramente en contra de la represión, exponiendo al niño a múltiples y variados estímulos: entre ellos, la omnipresencia de la televisión, que permite el visionado de películas o programas con alto contenido sexual o que promocionan la diversidad de encuentros sexuales como un valor, un discurso social «pseudoliberal» que promueve organizaciones de personalidad predominantemente narcisistas, sociedad que tiende a producir un sujeto consumidor generalmente de placeres con poca restricción, la desaparición de la autoridad, una incapacidad de los padres para poner límite a sus propias pulsiones parciales y a las de sus hijos, la evitación del trabajo parental de la educación, padres que operan desde identificaciones adolescentes e incluso infantiles.
Todas estas causas impiden la represión de las pulsiones y en última instancia la instalación de la latencia. Si no hay inhibición pulsional no es posible el aprendizaje ni la atención, y es llamativo que estos sean los «trastornos» más detectados en los niños de estas edades. Dolto:
[...] porque si no hay represión, no puede haber una utilización de la inteligencia en otra cosa, utilización basada precisamente sobre la represión de la pulsión genital y de la curiosidad que la concierne, que será desplazada a otra cosa. Y tal vez sea gracias a esta represión que la ciencia se ha desarrollado [3].
Es decir, muchos de los estímulos que recibe el niño dificultan la tarea de reprimir, y eso tiene consecuencias directas en su maduración. El goce inmediato, la propia infantilización de los adultos, actúan a modo de obstáculos en su proceso. Si el adulto no ejerce como tal, difícilmente un niño puede llegar a serlo.
A lo largo del recorrido histórico acerca de la infancia vimos que se han ido produciendo cambios a lo largo de los tiempos y es posible que estemos asistiendo a una nueva transformación que afecte a la visión sobre los niños de hoy. Tomemos el punto de vista del profesor de historia social en la Universidad de Kent, Hugh Cunningham. Cunningham sostiene que estamos viviendo un proceso inverso al experimentado a partir del siglo xviii, que tiende hacia la desaparición de la infancia. Los medios de comunicación masivos, la transformación de niños en consumidores y el debilitamiento de la autoridad de los adultos están propiciando la eliminación de las barreras tradicionales instaladas entre la infancia y la adultez.
María J. García, profesora de psicología de la Universidad de Buenos Aires, cita al sociólogo Neil Postman, quien considera que la estructura y autoridad de la familia han sido minadas por los medios de comunicación, que han tomado el control de la información recibida por los hijos. Los medios de comunicación se instalan en el ámbito privado y generan brechas en la relación padres-hijos que socavan la autoridad parental. La práctica de usar el televisor como niñera tiene además claras consecuencias en el aprendizaje:
En esta línea de pensamiento, Postman consideraba que la educación está muy afectada por la influencia visual de la televisión: [...] mirar televisión requiere un instantáneo reconocimiento de patrones, no una lenta decodificación analítica. [...]La televisión ofrece una (...) alternativa a la lógica lineal y secuencial de la palabra impresa y tiende a convertir en irrelevantes los rigores de una educación basada en la lecto-escritura [...] La educación sufre el constante bombardeo de imágenes simbólicas descontextuadas, que abruman de información a los televidentes, pero no les da tiempo para la reflexión o el análisis [12].
Por si fuera poco, a este obstáculo para el aprendizaje se le suma el hecho de que la televisión ocupa un rol central en la conformación de los niños en consumidores, y a raíz de esto se ha generado un mercado especializado en la infancia. Consecuencias hay muchas detrás de todo ello, pero resalto una que es importante: los niños no tienen oportunidad de aburrirse, de hecho se hace lo posible para que no se aburran. Se organizan actividades lúdicas dirigidas (parques temáticos, chiquiparks…), televisión, videojuegos, etc. Si se permitiera que el niño transitara ese momento inicial de molestia ante el aburrimiento veríamos cómo comienza a hacer muchas cosas. El aburrimiento en los niños es altamente saludable: despierta la imaginación, la curiosidad, les obliga a crear, a inventar.
No cabe duda de que estamos asistiendo a un debilitamiento de la autoridad de los adultos. Si los padres no tienen la autoridad, ¿quién la está ejerciendo? Es interesante la observación del Padre Ciriaco Izquierdo, que en La autoridad en la familia [18, p. 23], apunta a una tendencia de los propios padres a no asumir sus roles: Cuanto menos padres quieren ser los padres, más paternalista se exige que sea el Estado. Es cierto; no obstante, se da la circunstancia de que el Estado tampoco tiene la autoridad hoy en día. Es una de las herencias del siglo xviii que está desapareciendo. El relevo lo están tomando la ciencia y la economía (y la ciencia muchas veces siguiendo los dictados de la economía). En este sentido, el cóctel es peligrosísimo. Tomemos las farmacéuticas, que por un lado están impulsadas por claros intereses económicos (muchas veces por encima de la salud) y por otro lado, amparadas y reforzadas por el discurso científico. No tomo a las farmacéuticas por casualidad: llama poderosamente la atención el número cada vez mayor de niños medicados por «trastornos de comportamiento». Un dato objetivo: en Catalunya el 4–5% de los niños está medicado con anfetaminas para atajar sus «trastornos». Es corriente escuchar en boca de los padres: es un «bipolar» o es un «TDAH», asumiendo la etiqueta dada por el profesional como una verdad ontológica del niño. ¿Cómo es posible que con cinco años sus problemas sean tan graves que se tengan que atajar con medicación psiquiátrica? ¿No estaremos ante una negligencia social? Considero que hay un aumento de niños con estos problemas, pero no es una «etiqueta» (y mucho menos un medicamento) lo que necesitan, sino un cambio en la forma de pensarlos. La «etiqueta» desresponsabiliza a padres y enriquece a empresas.
Las farmacéuticas han sabido sacar partido a esta situación. Sus pastillas son para que su hijo no «fracase» en la escuela. Esta idea de fracaso encierra un oscuro plan. Los padres proyectan en el niño sus propias frustraciones y si éste no las cumple, «fracasa». ¿Pero realmente quién fracasa? Escribe Dolto:
En nuestros días, el niño es el portador del imaginario de los padres, y como cada vez hay menos hijos en las familias, cada niño carga con el peso de todas las esperanzas que defrauda. Esto es muy difícil de soportar, la pesada carga de las ilusiones perdidas de sus padres. Y lo que es más importante, esto conforma un círculo vicioso, crea un malestar: prolongación del infantilismo en el niño y del comportamiento infantil de las madres con respecto a sus hijos. Los padres se ven así apresados en su maternidad o paternidad [3].
La falta de autoridad se observa en la falta de los famosos límites. Han desaparecido, y esto produce niños que no pueden soportar la frustración y la demora en la satisfacción. ¿Qué consecuencias tiene en el niño la ausencia de «padre»?: narcisismo exacerbado, intolerancia a la frustración, agresividad.
Si quisiéramos reclamar una sofocación pulsional con el objetivo de que el niño obedezca y sea, desde bien temprano, un adaptado al sistema establecido actuaríamos precisamente como un elemento más en contra de la cultura. La latencia sienta las bases del pensamiento y la sublimación, por lo que permitir que se instale propiciará el desarrollo de niños que tendrán una capacidad crítica en la edad adulta, y la educación debe estar al servicio del desarrollo de ese espíritu crítico. Obedecer primero para rebelarse después. En clave de las fases de desarrollo sexual: latencia primero, adolescencia después.
Por otra parte, ningún tiempo pasado fue mejor. Ni presente. En la actualidad caminamos hacia una desaparición de la barrera niño-adulto, donde el adulto prefiere quedarse en lo infantil (o en la adolescencia), no responsabilizarse de la educación de sus hijos y no ejercer la autoridad. Estas condiciones no permiten un buen desarrollo psíquico en el niño, siendo especialmente grave cuando se trata de las capacidades a desarrollar en las edades «latentes».
Lo que escuchamos actualmente, cada día con más fuerza, es el aumento de agresividad de los niños y adolescentes hacia los mayores. En cambio, lo que subyace en todas las épocas es precisamente lo contrario: una forma de agresividad hacia los niños, más o evidente, dependiendo de la época. Actualmente, detrás de la entronización del niño, parece esconderse un deseo casi ancestral de violencia contra él. En este sentido, Levin señala: «[…] sin embargo, la trama afectiva que recubre al niño y aún lo eleva a un sitial de jerarquía, no ha conseguido modificar el riesgo latente o manifiesto de violencia que pesa sobre él» [15].
Barcelona, marzo 2015
[1] Philippe Ariès. L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Regime. Seuil, 1960.
[2] Lloyd deMause. Historia de la infancia. Madrid: Alianza, 1974.
[3] Entrevista entre el historiador Philippe Ariès y la psicoanalista francesa Françoise Dolto (1973).
[4] Sandor Ferenczi. «El desarrollo del sentido de realidad y sus estadios» en Obras completas. Tomo I. Barcelona: RBA, 1913.
[5] Anna Freud. «Introducción al psicoanálisis para educadores». Obras escogidas. Barcelona: RBA, 1958.
[6] Sigmund Freud. «Carácter y erotismo anal». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. IX: El delirio y los sueños en la «Gradiva» de W. Jensen, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[7] Sigmund Freud. «Conferencia 21. Desarrollo libidinal y organizaciones sexuales». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. XVI. «Conferencias de introducción al psicoanálisis» (Parte III) Buenos Aires: Amorrortu, 1978.
[8] Sigmund Freud. «Dos artículos de enciclopedia: "Psicoanálisis" y "Teoría de la libido"». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. XVIII: Más allá del principio de placer, Psicología de las masas y análisis del yo, y otras obras . Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[9] Sigmund Freud. «El sepultamiento del complejo de Edipo». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. XIX: El yo y el ello, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[10] Sigmund Freud. «Inhibición, síntoma y angustia». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. XX: Presentación autobiográfica, Inhibición, síntoma y angustia, ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, y otras obras. Buenos Aires–Madrid: Amorrortu, 1986.
[11] Sigmund Freud. «Tres ensayos de teoría sexual ». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. VII: «Fragmento de análisis de un caso de histeria» (caso «Dora» ), Tres ensayos de teoría sexual, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1978.
[12] María J. García. Conferencia: ¿El fin de la infancia? (2006). Revisado el 16 de mayo de 2015.
[13] Melanie Klein. El psicoanálisis de niños. La técnica del análisis en el periodo de latencia. Barcelona: RBA, 1932.
[14] Joseph Knobel. Cuando no se instala la latencia: niños hiperexcitados sexualmente. Revista de psicoanálisis con niños, 2017.
[15] Raúl E. Levin. El psicoanálisis y su relación con la historia de la infancia. Psicoanálisis APdeBA, Vol. XVII, № 3, 1995.
[16] Jean Piaget. Seis estudios de psicología Barcelona: Ariel, 1964.
[17] Rodolfo Urribarri. Estructuración psíquica y subjetivación del niño de escolaridad primaria. Buenos Aires: Noveduc, 2008.
[18] Ciriaco Izquierdo. La autoridad en la familia. Barcelona: Sociedad San Pablo, 2007.