El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por las autoras en las XV Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (IV).
El trabajo presentado en nuestra anterior ponencia Efectos del trauma ancestral silenciado [5] nos permitió mostrar cómo las emociones y los traumas silenciados no hablados ni elaborados se transmiten inconscientemente de generación en generación y provocan síntomas en los descendientes. En esta ocasión queremos explorar hasta qué punto las cargas de acontecimientos del pasado podrían haber contribuido a perpetuar la invisibilidad y el estado de subordinación de la mujer en la sociedad contemporánea.
La mujer vive en una realidad socialmente creada y legitimada de culpa, miedo, vergüenza, represión e inferioridad que se repite a lo largo de la historia. Para analizar esta evidencia tomaremos como ejemplo los atroces sucesos acontecidos en los primeros años del franquismo, el periodo que siguió a la Guerra Civil Española, un momento histórico en el que la represión hacia ella fue especialmente manifiesta. Si examinamos la evolución de la sociedad hasta nuestros días, resulta evidente que impera un orden simbólico, construido en clave patriarcal por el colectivo dominante de varones, donde la mujer ha sido siempre la gran olvidada. Sin ir más lejos, en el lenguaje, mediante la ambigüedad del género masculino, utilizado como opción neutra. La estructura masculinizada del idioma induce a la ocultación sistemática de las mujeres. Otro ejemplo de invisibilidad queda reflejado en lo que transmite la siguiente cita de Virginia Woolf:
Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural. Sin este poder, (...) las glorias de nuestras guerras serían desconocidas (pues) los espejos son imprescindibles para toda acción violenta o heroica. A pesar de que aparece la idea de que es fundamental en la vida del hombre, suele aparecer relegada a un segundo plano [22].
Tras esta reflexión, nos surge una pregunta: ¿dónde está la mujer? La hipótesis que sostenemos es que, por un lado, esta permanece atrapada en la carga transgeneracional del inconsciente familiar, que la condena a repetir determinados patrones transmitidos inconscientemente por el linaje de mujeres; por otro lado, las consecuencias psíquicas derivadas tanto de la diferencia anatómica de ambos sexos como de los factores socioculturales e históricos establecidos por el patriarcado han evitado que se expandiera y desarrollara sus posibilidades personales y sexuales. En concreto, consideramos que en el sistema capitalista hay un dominio sobre su sexualidad. Según afirma Ruth Benedith (citada en [17]), esta reacción masculina dominante se ha repetido a lo largo del tiempo en el ámbito de la medicina, donde se han tratado el embarazo y la menopausia como enfermedades, la menstruación como una afección crónica y el parto como un problema quirúrgico y programable. La figura femenina, dado que es un objeto simbólico y no un sujeto histórico,[1] se puede manipular con facilidad. Tal como afirman los historiadores George Duby y Michelle Perrot, «a las mujeres se las representa antes de describirlas o hablar de ellas, y mucho antes de que ellas mismas hablen». Este sobreentendido refuerza su inexistencia, puesto que asume las consignas del patriarcado y el «vivir sólo para los demás». Con el objetivo de investigar dichos supuestos, haremos un recorrido histórico y social sobre su figura, puesto que no es nuestra intención centrarnos únicamente en el punto de vista anatómico. Finalmente, cuestionaremos su posible permisividad y cooperación en el mantenimiento de una invisibilidad naturalizada y perpetuada en la historia. Según Karen Horney (citada en [17]) «una relación de dominación no está consolidada hasta que la entidad dominada no adquiere la ideología de la entidad dominante». Entonces, ¿permitió la mujer esta dominación?
Poco se ha hablado acerca de la represión ejercida sobre la mujer durante la posguerra, aunque sus efectos fueron diversos y variados. Nuestra intención no es generalizar, ya que cada caso tenía unas particularidades diferentes; más bien, lo que pretendemos es apuntar algunos efectos comunes acontecidos en este período y que siguen presentes para algunas de ellas en los ámbitos ideológico, político, económico y sociocultural, ya sea a nivel consciente o inconsciente. El trauma social de la Guerra Civil Española y el franquismo ha marcado, marca y marcará la subjetividad de muchas personas y ha dejado heridas abiertas de difícil cicatrización, que afectan tanto a los que fueron protagonistas de la historia como a sus descendientes. En el caso concreto de la posguerra, la represión fue convirtiéndose en la nota dominante y constante del bando ganador. Las vencidas mostraban una enorme tristeza, puesto que tuvieron que afrontar la violencia sexual, el miedo, la tortura, la desnutrición, la humillación, la miseria, la sumisión y vejaciones de todo tipo. Uno de los efectos producto de estas atrocidades fue el sentimiento de culpabilidad y la falta de credibilidad inherente al ser mujer, viuda, hija o madre del vencido: «Lo que he sufrido y sentido no puedo explicarlo ni a los que amo, porque miran hacia otro lugar. Aquellos a los que consideraba cercanos, ahora son distantes y no puedo sentirme comprendida, me siento culpable, como si yo hubiera sido la responsable y tuviera que pagar el pecado que cometió aquel legionario». [2]
Debido a que el régimen franquista impedía la denuncia de este tipo de afrentas, se rehuía hablar de ellas, incluso en el ámbito doméstico, y quedaban sepultadas bajo un manto de silencio que ha permanecido durante décadas. Este silencio se ha traducido en la incapacidad para realizar algunos duelos, ha favorecido una vida de sufrimiento continuado y, sin saberlo, se ha transmitido a hijos y nietos. Si hablar del pasado resulta tan difícil y conmueve en tan gran medida, debe de ser porque, en cierta manera, sigue presente. Tal como dijo Karl Marx: «Los seres humanos hacen su propia historia, aunque bajo circunstancias influidas por el pasado».
Como consecuencia del terror y el maltrato continuados a los que estuvo sometida una vez acabada la Guerra se produjeron incontables síntomas cuyo impacto se extiende hasta generaciones posteriores. Todo deja impronta en el psiquismo, y tarde o temprano se hace manifiesto. De todos los castigos impuestos, el silencio es, sin duda, uno de los peores. Como ya vimos en nuestra ponencia anterior, el dolor enterrado por el silencio acaba siendo el guión preferido de la memoria, al contrario de la creencia popular de que si no se habla de un hecho traumático este pierde fuerza y se olvida.
El régimen franquista recuperó la legislación que marginaba a la mujer para garantizar el modelo ultracatólico de los generales golpistas, que no es otro que el basado en la total subordinación de la esposa al marido y en su vuelta al ámbito doméstico: «Dale a tu hija una escoba y barrerá. Dale una aguja y coserá. Dale una sartén y freirá. Dale un hermanito y lo cuidará. Pero si le das un cochecito, de vieja serás madre de una camionera con bigote. Que la nena se ocupe de las labores de casa y si no puede ir a la escuela que no vaya». Este tipo de doctrinas las mantenían e impartían personas influyentes en la sociedad: notorios pedagogos, puericultores, religiosos, jerarcas y personal de calle de la Sección Femenina.[3]
A continuación citamos algunas de las medidas más relevantes que instauró el régimen:
La mujer impuesta por el régimen franquista queda muy lejos de lo que se había planteado en la Segunda República, cuando todos los programas incluían el principio de igualdad política. En líneas generales, consideramos que la represión decretada se afrontó de dos formas diferentes, en función de su estatus social, educación y valores familiares: conservadora y liberal.
Estaba bajo los designios del varón, primero del padre y luego del marido, ya que legalmente dependía de ellos para cualquier proyecto social. Así, debía buscar marido como seguro de vida y, salvo excepciones, la idea que se infundía de ellas es que no valían para nada más que para dar descendencia y para cuidar del hogar, ¡como Dios manda!. Si tenían la «suerte» de que el marido o padre tenía trabajo con el que la familia podía sobrevivir y no necesitaban trabajar, las amas de casa se encargaban «básicamente» de tres funciones: criar a los hijos, cuidar de la casa y cuidar del marido. Mientras que en los hogares más pobres o en los que el marido o padre estaba ausente porque había muerto en la guerra, lo habían fusilado por ir en contra del régimen o estaba preso, las mujeres, además de estas funciones básicas, debían trabajar fuera de casa. Asimismo, en ese contexto, la influencia de la Iglesia ejercía una presión enorme. Entre otras ideas, le imponía que el mundo no era para gozar, y ella así lo aceptó.
Compara a la joven paganizada, hija de este mundo, desenvuelta, provocativa, dada a todos los pasatiempos, ebria de sensaciones, vacía de actividades útiles, con la joven de exterior sencillo, modesta en sus vestidos, en sus posturas y movimientos, reservada, negándose a las diversiones peligrosas, pasando la mayor parte del tiempo en serias y provechosas ocupaciones, guardando su belleza interior de las profanaciones que la rodean [15].
Ya desde niña, el único objetivo que se le inculcaba era encontrar un buen marido, para casarse y tener hijos; esta idea se puede encontrar, todavía en la actualidad, en el imaginario de muchos hombres y, cómo no, de muchas mujeres. Como adoctrinaba la Sección Femenina, ser ama de casa era su sino: «La mujer que no posee habilidad para las labores femeninas, ni siente la atracción propia del sexo hacia los deberes del hogar, está incompletamente dotada». Como ven, las alusiones a su «falta» son constantes. Esto nos remite al concepto de la «envidia del pene» descrito por Freud en su texto La feminidad [7]. La niña admite su falta, reconoce su castración y se siente gravemente perjudicada por su diferencia física. Este descubrimiento de la niña de que no tiene pene se pone en juego en la mujer adulta de forma inconsciente y se traslada a que no tiene saber, no tiene hostilidad, no tiene inteligencia, no tiene preguntas ni respuestas, tal y como se apuntaba en la ponencia Docencia y feminidad [3]. Simplemente obedece y calla, por lo que formarse o hacer cualquier otra cosa fuera de estas funciones era muy complicado. En general, se volvían sumisas, prácticas y conservadoras, escogían alimentar a su familia en lugar de volcarse en la lucha por unos ideales. La «mujer bien nacida» debía ser pasiva y débil. Ser empresarial o agresiva era cosa de hombres. En el hombre y en el hogar es donde encontraba el amor y la protección a su debilidad e inestabilidad interior. Era la que seguía fielmente la ideología impuesta por el franquismo, una mera extensión del marido. Pasaba de ser persona a «señora de». Como en el caso de las casadas con hombres que pertenecían a diferentes instancias de poder, donde, a pesar de que eran testigos de los daños que sus maridos causaban a otras personas, no se cuestionaban la vida que vivían.
El marido es comparable al brillante, que resplandece y dispersa la luz del talento y actividades en las más diversas irisaciones y matices: el hombre adquiere fama y renombre para conquistar la vida; la mujer, cual callada madreperla, ve transcurrir su vida de amor y sacrificio encerrada en su hogar, para formar hombres útiles y mujeres fuertes, capaces de plasmar y regir un mundo mejor [15].
Por liberal entendemos la mujer que, obligada por las circunstancias o por iniciativa propia, se salió de la norma que imponía el régimen: desde la republicana hasta la que tuvo la posibilidad de formarse y hacer un trabajo cualificado. Encontramos muchas que compartieron vivencias, dolor e ideología en situaciones muy diferentes de clase social, edad y compromiso político. El denominador común de todas ellas fue el ser consideradas «mujeres desafectas» al nuevo régimen: presas políticas, familiares de presos, militantes de partidos (ilegales), mujeres e hijas de militantes (rojas, humilladas públicamente, vejadas o violadas con cualquier excusa) o exiliadas. Este estereotipo de «mujer roja» fabricado por las nuevas autoridades contó con el aval científico del psiquiatra militar y jefe de los servicios psiquiátricos del ejército de Franco, Antonio Vallejo Nájera, que tras atroces experimentos con mujeres encarceladas presentó informes en los que aparecían afirmaciones como las siguientes:
Toda mujer que haya defendido la República, se convierte, inmediatamente, en una especie de monstruo responsable de horribles asesinatos, incendios y saqueos, porque son las que alientan a los hombres para que cometan todo tipo de violencias... las mujeres lanzadas a la política no lo hacen arrastradas por sus ideas, sino por sus sentimientos, que alcanzan proporciones sin moderación, e incluso psicopatológicas, debido a la irritabilidad propia de la personalidad femenina. Se pensaba que había que limpiar España de esos «cuerpos enfermos» y «organismos morbosos», la mujer con su característica labilidad psíquica, extraviada, transgresora, todo ello, atribuible al régimen republicano donde se reconocía a la mujer con el derecho a ser libre [13].
Además de invisibilizadas, en numerosas ocasiones fueron acusadas de destruir hogares, hechas responsables de la catástrofe, y cometieron con ellas vejaciones de todo tipo: las violaban, les hacían beber aceite de ricino, les rapaban el pelo, las paseaban por las calles acompañadas de golpes e insultos, les robaban a sus hijos, etcétera. Esta cultura violenta suponía la humillación de la identidad sexual del cuerpo femenino. En el momento en que eran encarceladas como rehenes por ser las mujeres, las hijas o las madres de un republicano volvían a un papel secundario y, de nuevo, se hacían invisibles. Aquellas que sufrieron torturas, exilio y maltrato continuado esperaron años para ser madres por miedo y desconfianza en su capacidad de proteger a sus hijos de los peligros. Los hechos acontecidos durante la Guerra Civil Española también truncaron muchas expectativas de crecimiento en muchas de ellas con aptitudes intelectuales, científicas y literarias. La enorme represión del bando franquista frenó en seco la consolidación de un sistema científico en España. Cientos de mujeres fueron represaliadas, asesinadas, encarceladas o incluso exiliadas a países extranjeros. La mayor parte que accedió al mundo intelectual, al mundo político o de la ciencia fue con una actividad antifascista. Teniendo en cuenta todo lo sucedido en la época que nos ocupa y la ausencia de elaboración del impacto que supuso en nuestra historia, nos encontramos frente a un pasado que aún no ha pasado. El exceso de silencios cargados de emociones, el déficit de información acerca de nuestros familiares o la doble vida en la que se criaron los hijos de este contexto histórico son algunas de las cosas que marcan y están presentes en nuestro psiquismo.
Este breve recorrido por algunos sucesos del franquismo nos ha permitido recordar y mostrar que, a lo largo de la historia, la represión, la culpa, la vergüenza y el miedo han sido elementos permanentes en su construcción social. Según la deducción de nuestra ponencia anterior de que se necesitan cuatro generaciones para limpiar un trauma, y teniendo en cuenta que solo han pasado de una a tres generaciones desde estos atroces sucesos, podemos pensar que, actualmente, la sociedad española carga con muchas de las creencias y traumas que condenan a repetir inconscientemente los dictados ideológicos de aquella época. Observamos además algunas analogías entre los perfiles que encontramos en la posguerra con los roles que adopta en la actualidad. Aunque se diga lo contrario, y a pesar de que los avances que ha conseguido a lo largo de la historia son muchos e importantes, estos no son suficientes. Aún hoy en día, vive con las secuelas de la educación de sumisión, piensa siempre en cómo satisfacer al otro y se olvida de ella misma. El miedo a perder el amor la idiotiza y le mina su libertad y la posibilidad de aprender y crecer. La figura de la ama de casa sumisa y fiel del franquismo sigue estando presente, más de lo que se cree, en el inconsciente de muchas de ellas. La mujer de la España actual no sólo se encarga del cuidado de los hijos, del marido y del hogar, sino que además ahora añade una cuarta labor básica: trabajar. Asimismo, sigue sin atreverse a hablar, a pedir, a tocar puertas, a exigir lo que le corresponde, e incluso muchas se someten a un sufrimiento autoimpuesto que las conduce al olvido de sí mismas, la esclavitud y el sacrificio en nombre del amor y de unos dictados heredados y reforzados ideológicamente. Si antes la sumisión y el sometimiento eran patentes, ahora estos adquieren formas más sutiles. En algunos casos, sin ser muy consciente de ello, se ha convertido en una mercancía dedicada al disfrute, generalmente del hombre. Ahora está todavía más esclavizada: cánones de perfección imposibles, cirugía estética a la carta y todos los tratamientos de belleza que sean necesarios para estar guapa y joven. Hablamos, pues, de una forma de violencia simbólica y casi imperceptible que la somete a través de la publicidad, revistas, videojuegos, películas, vídeos musicales y demás contenidos. El perfil de luchadora de la posguerra a la que se le atribuía una actitud activa socialmente la podríamos comparar con la mujer actual que se masculiniza para ser igual o mejor que el hombre. En ambos perfiles encontramos que imita el modelo masculino, que quiere ser perfecta a los ojos de los demás y, por supuesto, a los ojos de ella misma. Se siente superior comportándose de forma dura, fuerte, insensible e independiente, a pesar de que tras esa apariencia muchas veces sólo se oculten inseguridades y carencias afectivas. De supermadre sacrificada y entregada que traga con todo y que no se deja ayudar o mujer objeto a superwoman fría y calculadora, que se rebela en vano contra el dominio y el poder del hombre identificándose y rivalizando con él. Este último caso puede tener relación con la formación de carácter derivada de la segunda posible salida al complejo de castración de la niña [7], donde esta desarrolla un fuerte complejo de masculinidad y se aferra a la idea de que, de alguna manera, tiene pene o que algún día lo tendrá. Llegados a este punto, y tomando estos dos perfiles divergentes, nos preguntamos, ¿por qué le resulta tan difícil encontrar alternativas? ¿Qué es lo que ocasiona que haya aceptado e interiorizado estos roles a lo largo de la historia sin buscar otra opción? Si la ideología ha conllevado la destrucción de su conciencia, si es construida por otro y actúa siguiendo unos dictados impuestos socialmente o en respuesta a la inferioridad que se le atribuye, ¿dónde está entonces la mujer? Obedece, se somete, cede, se rebela, rivaliza, se viriliza y se convierte en hombre. ¿Todavía queda algo de la mujer? Apoyándonos en diferentes materiales, queremos explorar distintas áreas cotidianas en las que esta invisibilidad es claramente manifiesta. Queremos mostrar cómo la educación, el lenguaje y la sociedad capitalista se vehiculan también como elementos dominantes y contribuyen a mantenerla supeditada a unos determinados roles. Finalmente, reflexionaremos sobre su posible permisividad en todo ello: ¿qué hace con este dominio?, ¿se conforma?
A raíz de las reflexiones de la escritora y filósofa francesa Simone de Beauvoir, consideramos que, a la hora de estudiar su psiquismo y su comportamiento, además de comprender el punto de vista psicológico y anatómico, es necesario incorporar también tanto la dimensión sociológica como la histórica. Si analizamos nuestra sociedad, encontramos un fallo esencial en la construcción del orden simbólico, un olvido importante: la mujer. En el teatro de la vida, si los hombres han representado la función sobre el escenario, ellas han actuado entre bambalinas. Para entender la génesis de esta minimización, creemos que es necesario hacer un recorrido por la teoría del patriarcado y analizar de qué forma este ha podido influir en la construcción de la mujer actual. Según sostienen diferentes estudios antropológicos [14], el primer vínculo social estable de la especie humana no fue la pareja heterosexual (mujer y varón) creada por el cazador, como sostiene la mayoría de científicos sociales, sino el conjunto de lazos que la unen con la criatura que da a luz. El vínculo original diádico madre-hijo se expande cuando algunas de ellas en estado de gestación o crianza, y las que ya habían pasado por esas etapas, se unen para ayudarse en la tarea común de dar y conservar la vida. De esta forma, se originaría el grupo social primario, que comprendería mujeres de varias generaciones y sus proles. Es lo que se conoce como el ginecogrupo, y sería, según Martha Moia [14], la primera forma de organización humana. ¿Cómo se pasó de este posible tipo de organización matricéntrica, en la que ella tenía un papel y una influencia fundamentales, a otro tipo de organización sexual y legislación de la herencia en la que pasa a ser inexistente y a estar relegada a un segundo plano? El psicoanalista austríaco Ernest Borneman afirma que durante la evolución histórica de la humanidad hubo dos perjuicios:
En su sentido literal, «patriarcado» significa «gobierno de los padres». Históricamente, el término se ha utilizado para designar un tipo de organización social en el que la autoridad la ejerce el jefe de familia varón que posee el patrimonio compuesto por los hijos, la esposa, los esclavos y los bienes. Por supuesto, la familia es una de las instituciones básicas de este orden social. ¿Cómo le afectó la instauración de este tipo de organización social? El matrimonio se organizó inicialmente como un contrato entre grupos de parentesco y sólo más tarde se convirtió en un contrato entre individuos. A través del matrimonio, escapaba de la autoridad del padre pero, en lugar de obtener la libertad, sólo cambiaba de propietario, no disponía libremente de su propio cuerpo. Actualmente, aunque la autoridad del marido se encuentra mermada por los cambios culturales, en determinadas ocasiones se sigue escenificando de la misma forma, por ejemplo, en las bodas, cuando el padre acompaña a la novia al altar, «la entrega». En la ceremonia, se perpetúa inconscientemente el significado primigenio de que la mujer es el objeto que se transfieren dos varones. Así que el patriarcado puede pensarse como el poder del padre sobre la vida y la propiedad de la familia. Asimismo, en la cultura patriarcal, en general, se responde de forma opuesta a los logros alcanzados socialmente en función de si se trata de un hombre, cuando se valoran sus capacidades, o una mujer, cuando se destaca que es menos deseable sexualmente, menos fiable como pareja y menos femenina. Otro aspecto en el que el patriarcado influye en ella es la nueva construcción que se atribuye al concepto de la «maternidad». En estos momentos, el estado, el trabajo y la ciencia son las entidades que dictaminan el momento adecuado para que pueda tener hijos. En este sentido, nos encontramos con la congelación de óvulos promovida por empresas como Apple o Facebook, que bajo supuestos beneficios laborales esconden una apropiación y manipulación de su maternidad, e inducen a que posponga el deseo de ser madre hasta el momento más propicio para la empresa. Partos agendados, el típico «estamos embarazados», fecundación in vitro, donación de óvulos, madres de alquiler... ¿Cómo es que permite esta alienación de su capacidad procreadora?
Otros ámbitos en los que la ideología patriarcal ejerce dominio en su construcción son los entornos social y educativo. Desde el nacimiento, se asignan unos roles que comportan una serie de expectativas vinculadas a los estereotipos, que la sociedad ha marcado como clásicos y deseables. Por ejemplo, los juguetes, que hoy en día siguen siendo tipificados para cada sexo, suponen una de las formas más claras de la transmisión de la masculinidad y la feminidad. El enfoque educativo destinado a los niños generalmente se centra en juegos en los que, desde muy pequeños, se favorece la creatividad y la curiosidad; se da la posibilidad de adquirir, conocer y desarrollar la habilidad espacial; se estimula la competitividad y la agresividad (con los coches y otros vehículos); o se favorece la independencia, el desafío, la autoridad y la ley (con las naves espaciales, las armas o los juegos de acción). En cambio, los juguetes de las niñas están diseñados para desarrollar las habilidades de la función madre: docilidad, ternura, amor, sensibilidad, romanticismo, preocupación por la imagen... Desde muy pequeñas, se les regalan muñecas y todos los accesorios para poder educar, cuidar y criar a aquel bebé-juguete, así como los complementos necesarios para hacer de su entorno en miniatura una casa a la que no le falte de nada. Según apunta Freud en su conferencia La feminidad [7], la preferencia de la niña por el juego, a diferencia del varón, está relacionada con el temprano despertar de la feminidad y le sirve de identificación-madre: hace con el hijo lo que la madre hacía con ella y el deseo hijo-muñeca se convierte, a nivel inconsciente, en un hijo del padre. Además, no se identifica únicamente con la madre de forma directa, sino que se da una transmisión inconsciente de la propia feminidad de la madre y de cómo esta vive su condición de mujer. Otro elemento a tener en cuenta en la construcción de la mujer es la influencia del lenguaje, donde encontramos conceptos elogiosos o neutros para la acepción masculina que se convierten en insultos de carácter sexista cuando hacen referencia a su acepción femenina. Estos son algunos ejemplos extraídos del Diccionario de la Real Academia: golfo (gran porción de mar que se interna en la tierra entre dos cabos) frente a golfa (prostituta); hombre público (el que tiene presencia e influjo en la vida social) frente a mujer pública (prostituta); zorro (hombre muy taimado y astuto) frente a zorra (prostituta). Estos marcados estereotipos corroboran de forma explícita cómo las diferencias lingüísticas vinculadas al sexo tienen diferentes roles sociales y mantienen funciones diferentes. Cabe matizar que esta variabilidad no se refiere sólo a las diferencias biológicas, sino que la sociedad determina el lenguaje, es decir, que las diferencias no vienen dadas por el sexo de los hablantes, sino que influyen otros factores externos como las normas, las creencias, las clases sociales, la política, la cultura y las leyes que cada grupo social posee. Asimismo, esto se refleja en diferentes atribuciones a los comportamientos del niño y la niña. Extraemos algunas perlas del libro Feminismo para principiantes [21] para conectarlas con la descripción de los perfiles que hemos ido desarrollando: cuando una niña se comporta con una actitud desenvuelta se dice que es grosera, basta, vulgar, irreverente, mientras que si es un niño el que actúa de esta forma se manifiesta que es seguro de sí mismo; si la niña es obediente se dice que es dócil, en cambio, el niño es débil; cuando la niña es curiosa se convierte en preguntona o cotilla, pero es inteligente si el curioso es el niño; si la niña no se somete es agresiva, no obstante, el niño es fuerte, y si la niña cambia de opinión se la señala de caprichosa y voluble, sin embargo, del niño se destaca que es capaz de reconocer sus errores. Las ideologías patriarcales no sólo afectan a las mujeres cuando las ubican en un plano de inferioridad en la mayoría de los ámbitos de la vida, sino que restringen y limitan también a los hombres, a pesar de su estatus de privilegio. Al asignarle a ella un conjunto de características, comportamientos y roles «propios de su sexo», el hombre queda obligado a prescindir de estos roles, comportamientos y características y a tensar al máximo sus diferencias con ellas. Así, los hombres deben renunciar a llorar, a ser sensibles o a cocinar, entre otras cosas, para cumplir con su estereotipo.
Siguiendo con los mencionados obstáculos históricos, educativos, ideológicos y psíquicos con los se enfrenta, nos preguntamos: ¿qué hace la mujer con todo esto? ¿Es el miedo lo que le impide reaccionar? ¿Dónde queda? Muchas cuestiones, muchos interrogantes y ninguno fácil de responder.
La mujer ha sido construida como objeto de deseo y de manera pasiva a lo largo de la historia. Aunque no sabemos definirla, lo que sí sabemos es que es una construcción de algún otro, ya sea de la religión, de la sociedad, de la política, de los valores imperantes, de la herencia transgeneracional y, cómo no, de la educación. La idea de civilizarla en el matrimonio se ha ido perpetuando a través de cuentos, leyendas, películas, novelas románticas o letras de canciones, y persiste de forma reiterativa en la actualidad. «Aunque al principio describan a las protagonistas femeninas como mujeres con gran talento y personalidad, es decir, como verdaderas heroínas, luego una vez que ellas han demostrado su valía, acaban rindiéndose a un hombre de forma incondicional» [17]. Tal como hemos apuntado en la introducción, «una relación de dominación no está consolidada hasta que la entidad dominada no adquiere la ideología de la entidad dominante. La subordinación de la mujer se naturaliza, se vuelve invisible, lo que explica la cooperación de las mujeres en la perpetuación de este orden» [17]. Para que pueda abandonar el papel de víctima y situarse en una posición activa, consideramos imprescindible hacer visible esta naturalización de su subordinación; solo de esta forma se podrá desenmascarar la ideología subyacente de un imaginario social que legitima la connivencia de hechos como los presentados en este texto y, en definitiva, los cristaliza, los atemporaliza y los convierte en esenciales. Ante esta naturalización, las reacciones más frecuentes y características, que la hacen anclarse en una posición de comodidad y conformismo con ella misma, son, por un lado, el victimismo con la queja y la culpa que conllevan, y, por otro lado, la rivalidad, que la conduce a situarse en una posición de lucha frente al hombre. Su miedo a perder las referencias identificatorias promovidas por el patriarcado y desviarse de los patrones establecidos, en gran medida, le hace temer el cambio, puesto que este está asociado a la soledad, a la marginación, a la culpa. Para evitar enfrentarse a este miedo se refugia en un victimismo y en una rivalidad que la pueden impulsar a la destrucción del otro. Si pensamos que la mujer es una construcción externa, si se queda sin estos modelos de referencia alienados, ¿qué le queda? Si pierde la identidad que ha sido construida por el otro, se encontrará con un vacío, un abismo ante lo desconocido, pero a la vez el único punto de partida para iniciar un cambio real. La dificultad y el miedo ante los cambios es lo que le impide emprender el camino hacia su propia autonomía. Si no es capaz de plantearse este cambio, lo único que le queda es situarse como víctima o rivalizar con el otro.
El victimismo es una salida falsa para la mujer, una forma particular de violencia, un refugio lleno de venganza por la situación, incómoda y cómoda a la vez, en la que se sitúa como paciente y observadora de una realidad que ella también eligió. Una de las manifestaciones de este victimismo es la queja. Esta expresión impide la acción, dificulta el cambio y conlleva, cómo no, un beneficio secundario de la posición sumisa, es decir, de este modo, adopta una posición cómoda para evitar cambiar. En muchos casos, es preferible la queja, ya que además esta sirve como medio para expresar la hostilidad y, al mismo tiempo, garantiza que nada cambie [4]. A parte de la queja, el victimismo también se manifiesta en forma de culpa, una acción que acostumbra a ser su acompañante fiel. A menudo, se observa que «disfruta» responsabilizándose de todo lo que pasa a su alrededor. El ardid de la represión durante siglos y siglos de historia ha logrado convencer a la sociedad de que nace pecadora, sufridora y dominada. El sentimiento de culpabilidad, que puede ser inconsciente, la acompaña desde el nacimiento: se la educa para ser buena hija y, más tarde, buena esposa o madre, para ser una trabajadora eficiente, comprensiva con su pareja, amiga incondicional, buena amante y, además, ser fiel a ella misma. Con toda esta carga a sus espaldas, se siente culpable de cualquier cosa, o de casi cualquier cosa: de si su pareja es infiel, de si algo sale mal, de si sobresale en cualquier ámbito, de si dedica poco tiempo a su familia, de si es creativa o, incluso, de si es inteligente.
Así como el victimismo es una posible consecuencia del miedo al cambio y un freno a la recuperación de su libertad, la estructura de la rivalidad es la misma: permite alejarla de la posibilidad de decidir la vida que quiere vivir. A lo largo del recorrido histórico que hemos realizado, hemos observado que la mujer se ha visto privada de su libertad, de su derecho al trabajo, de la capacidad de decidir e incluso de su autonomía. En un intento por procesar la hostilidad que le generan tales hechos, acrecienta su masculinidad, huye de la sumisión a la que se ha visto sometida y rivaliza con el varón. Sin embargo, cuando rivaliza, en realidad no actúa en plena libertad, sino que, como vemos, esta rivalidad surge como consecuencia del miedo a sentir, a una rigidez psíquica más marcada que en el hombre, a sentimientos que no se han podido elaborar y que se han transformado en lo contrario. Así, le es más fácil rivalizar, dirigir la frustración hacia ella misma y convertir esta forma de vida en una virtud. También le toca aceptar la falta y sufrir la herida narcisista de «no tener» para dar lugar al deseo de «ser» una mujer. En realidad, detrás de esta hostilidad hacia el hombre, pero también de una competición continua con otras mujeres por su belleza, por su posición o por sus triunfos, lo que en realidad se esconde es la necesidad de ser amada. En numerosas ocasiones, exigen igualdad sin cuestionarse qué pueden estar haciendo ellas en su círculo más cercano. Esta exigencia aparece con verbos como «luchar» o «pelear», y nos preguntamos: ¿luchar, contra quién?, ¿a quién va dirigida esa lucha activa? Quizá, en lugar de pelear, sería más productivo poder reflexionar sobre su condición y, así, facilitar la construcción y la producción que puede hacer al lado de otro. De ahí la importancia de aceptar la diferencia que existe entre hombre y mujer, ya que, como apunta Virginia Woolf: «Sería una pena que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como los hombres, o parecieran hombres, porque si apenas dan abasto dos sexos, considerando la amplitud y variedad del mundo, ¿cómo nos manejaríamos con uno solo?» [22]. En lo descrito a lo largo de nuestro trabajo, mostramos las diferentes capas de las que se compone la mujer actual desde el canon de feminidad donde está sumida, centrado principalmente en la maternidad y el cuidado de otras personas. Pensamos que conseguir hacer de su vida una historia propia es trabajo de cada una. La recompensa de hacerse cargo será poder elaborar lo que realmente le sucede para dejar de repetir comportamientos nocivos, limpiar la carga transgeneracional y colectiva, y cuestionar de manera radical el conjunto de creencias que ella misma también se ha creído. Solo de esta manera podrá emerger una versión alternativa a sus referentes actuales que contribuya, a microescala, a sentar las bases de una nueva construcción para las generaciones futuras. Es decir, pasar a la acción, dejar de lado el victimismo y la rivalidad que la hacen estar alienada, atreverse a decidir libremente cómo vivir acorde a la responsabilidad que tiene consigo misma. Como dijo Erich Fromm: «Si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o pensamientos que me hagan diferente, si me adapto en las costumbres, las ropas, las ideas, al patrón del grupo, estoy salvado; salvado de la temible experiencia de la soledad» [9].
Queremos agradecer a la dirección del Espacio Psicoanalítico de Barcelona por permitirnos, por segundo año, ser partícipes de estas Jornadas y por tomarse el tiempo de revisar nuestros escritos y aportar ideas y material para realizar esta ponencia. En particular, destacamos la colaboración de Juan Carlos De Brasi, María del Mar Martín, los integrantes del Grupo de Prácticas y agradecer a Laura Blanco, Fabián Ortiz y Ana Viñas el compartir con nosotras algunas de sus lecturas.
Barcelona, abril de 2015
[1] Danilo Albín. «Las chicas que se negaban a ir con los guardias eran fusiladas», Diario público.
[2] Philippe Ariès. L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Regime. París: Seuil, 1960.
[3] Josep Maria Blasco, Silvina Fernández y María del Mar Martín. Docencia y feminidad, 2012.
[4] Mabel Burín. Estudios sobre la subjetividad femenina. Mujeres y salud mental. Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano, 1987.
[5] Pilar Del Rey, Eva Rodríguez, Ana Sáncer y Núria Tayó. Efectos del trauma ancestral silenciado. En Textos para pensar, 2015.
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