El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por los autores en las XV Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (IV).
«Junto con el apremio de la vida, es el amor el gran pedagogo» afirma Freud en uno de sus textos [1]. Y es cierto que, si observamos las relaciones en las que se da algún tipo de proceso educativo, no sólo está presente en ellas el amor, sino que, en muchos casos, las personas de las que aprendemos son para nosotros grandes amores.
El hijo aprende de los padres, el alumno del profesor, el discípulo del maestro, el paciente del psicoanalista. Estas relaciones pueden llegar a ser centrales en la vida del sujeto, no sólo por una cuestión afectiva sino también porque pueden funcionar como constitutivas, curativas u orientativas para él.
Una observación más fina nos llevará a detectar también otro proceso que acontece en todas ellas, y que no podemos desvincular del amor y del aprendizaje: la idealización. En palabras de Freud: «La idealización es un proceso que envuelve al objeto; sin variar de naturaleza, este es engrandecido y realzado psíquicamente» [2]. Es interesante destacar este aspecto de «envoltorio»: la idealización «envuelve» al objeto, es decir, lo incluye pero lo excede a la vez. La persona (o función) idealizada será portadora —a pesar de que no le pertence— de toda una serie de perfecciones, capacidades, poderes, atributos, que contribuye a nuestro deseo de acercarnos a ella y favorece el proceso de aprendizaje.
Sin embargo, el proceso de idealización no se circunscribe única y exclusivamente a las cuatro formas de relación mencionadas.[1] Está presente en muchas otras y desempeña un papel especial en el proceso de enamoramiento que acontece en el considerado vínculo amoroso clásico.[2]
Nos interesa destacar esta forma de relación ya que todas las otras mencionadas son consideradas relaciones asimétricas —en ellas el proceso de idealización parecería funcionar en una única dirección, del «menor hacia el mayor»—, en cambio, la relación de pareja está considerada como una relación simétrica, en la que el proceso de idealización puede acontecer en las dos direcciones. Este aspecto lo retomaremos más adelante en nuestro trabajo.
Ahora bien, del mismo modo que al psicótico el fragmento rechazado de la realidad, que ha sido sustituido por el delirio, se le va imponiendo en la vida anímica —generándole angustia, ya que lo que proviene de la realidad efectiva no coincide con la realidad alternativa que él ha construido—,[3] podríamos decir que al «idealizador» la realidad le va imponiendo, lentamente, la imagen real del objeto que él ha idealizado. En este punto se inicia el proceso de desidealización que, igual que en la psicosis,[4] irá acompañado de angustia, ya que la imagen real del objeto no encaja con la que había sido construida.
En la desidealización centraremos nuestro trabajo intentando desentrañar algunos de los mecanismos psíquicos que puedan estar en juego y algunas de las consecuencias afectivas y anímicas que puedan acontecer a partir de ella.
Para adentrarnos después en el proceso de desidealización, nos aproximaremos primero al de idealización.
¿Qué hacemos cuando idealizamos a un objeto? Freud aborda esta cuestión en Psicología de las masas y análisis del yo [4] a partir del estudio del enamoramiento y de la hipnosis; en este texto plantea que en el enamoramiento se da, por un lado, una entrega del yo al objeto y por otro, un falseamiento del juicio del que sería responsable, precisamente, la idealización.
Contemporáneamente a esta entrega del yo al objeto, que ya no se distingue más de la entrega sublimada a una idea abstracta,[5] faltan por entero las funciones que recaen sobre el ideal del yo. Calla la crítica, que es ejercida por esta instancia; todo lo que el objeto hace y pide es justo e intachable. La conciencia moral no se aplica a nada de lo que acontece en favor del objeto; en la ceguera del amor, uno se convierte en criminal sin remordimientos. La situación puede resumirse cabalmente en una fórmula}: el objeto se ha puesto en el lugar del ideal del yo.
Tomemos la última parte de esta descripción: en la idealización «el objeto se ha[bría] puesto en el lugar del ideal del yo». La formación del ideal del yo está directamente vinculada con el narcisismo, esta instancia psíquica es la destinada a acoger todas las perfecciones, todo el acopio narcisista de la infancia a la que el yo tuvo que renunciar en un momento de su desarrollo. De este modo, por más que ahora sea un objeto (el idealizado) el que pase a ocupar este lugar, no podemos olvidar que lo que está en juego es una formación que le pertenece al mismo yo que ahora es el idealizador. Esto nos lleva a plantearnos que, en un cierto aspecto, la relación con el objeto idealizado es una relación solitaria, en la que el otro no está, ya que no existe como un otro diferente de mí, y en la que me vinculo con lo que lo envuelve, mi propio narcisismo.[6]
¿Cómo podría entenderse este proceso a la luz de los dos grandes grupos de pulsiones? Desde el punto de vista de lo visible parecería que en el caso de la idealización todo fuese pulsión de vida: vinculación, síntesis, libido. Amo al objeto, quiero estar cerca de él, aprendo, me vinculo. Ni rastro de la pulsión de muerte: no hay crítica, no hay agresión, no hay hostilidad, no hay distancia, no hay límite, no hay odio. Esto nos plantea una situación que, de entrada, nos resulta inverosímil, ya que, tal y como Freud apunta en El yo y el ello [3], ambos tipos de pulsiones suelen manifestarse en el exterior mezcladas, en mayor o menor medida.
¿Estaríamos en este caso ante una excepción? ¿Un caso en el que Eros se manifestaría en el exterior en estado puro? Si miramos con más detenimiento la situación, y sabiendo que la acción de las pulsiones de muerte puede ser muda, podríamos sospechar que, en realidad, la pulsión de muerte está, puesto que aniquila al objeto. No lo veo, lo niego, por tanto lo destruyo: «En la ceguera del amor, uno se convierte en criminal sin remordimientos». Estaríamos, entonces, ante un caso de mezcla pulsional.
Ahora bien, podemos dar todavía un paso más. Planteamos que, en la relación con el objeto idealizado, se daría una mezcla pulsional en la que la pulsión de muerte actúa de forma muda (eliminando al objeto) y las pulsiones de vida de forma manifiesta (amando sin restricción). Ahora la cuestión es: una vez que el objeto ha ocupado el lugar del ideal del yo y, por lo tanto, ha sido aniquilado, ¿cabe este planteamiento? Es difícil sostenerlo, puesto que, si ya no hay otro y estoy amando una producción propia, no habría ni mezcla, ni desmezcla, ni posible ambivalencia, puesto que lo que no hay es objeto. El sujeto se relaciona con una parte de sí (su ideal del yo), lo que nos lleva a pensar que no hay una vinculación real con el exterior, y eso mismo, a su vez, eliminaría la pregunta sobre cómo se exterioriza la pulsión, puesto que en realidad no habría tal exteriorización.[7] Si la relación es con uno mismo no es tan inverosímil que haya expresiones puras de alguno de los dos grupos pulsionales, en este caso de Eros.[8]
Como ya hemos mencionado en la introducción, la realidad se va imponiendo poco a poco en la vida anímica del sujeto, le muestra en cuentagotas que el objeto real no coincide con la imagen del objeto idealizado. Es difícil anticipar qué va a ser en cada caso el desencadenante del proceso de desidealización y, a pesar de que es algo que se va dando lentamente, hay un momento en el que se presenta de forma abrupta. El objeto, que estaba colocado en un punto ciego, entra de repente en nuestro campo de visión. Es fácil de ejemplificar en el caso del enamoramiento: la vivencia del enamorado es que, sin más, su amado/a ha cambiado. ¿Qué ha pasado? A veces nada, quizás un gesto que no reconocemos en él o ella, quizás una discusión, quizás una frase que no cuadra con su ideal. En ocasiones son cuestiones nimias, en otras, aspectos objetivamente más importantes. Esto es extrapolable también a otras relaciones: la batalla campal que presentan los adolescentes a sus padres está también directamente vinculada con este proceso.
El primer movimiento que acontece en la desidealización es la retirada de grandes montos de libido. Ese otro se nos presenta ahora como un desconocido: no encaja, no es lo que amábamos, no goza de todas esas perfecciones (que eran, como ya hemos visto, una continuación de nuestro propio narcisismo), por lo tanto, no lo puedo amar.
LLama poderosamente la atención que, en la mayoría de los casos, a esa retirada de la libido no le suceda la indiferencia[9] hacia el objeto, sino una hostilidad feroz. ¿Cómo podemos explicar esta hostilidad? En este punto se nos abren varias vías que estudiaremos por separado. No son caminos excluyentes, ya que en el proceso de desidealización pueden darse de forma paralela.
La situación en la que nos encontramos en el proceso de desidealización es la de la entrada del objeto en nuestro campo de visión.
Sabemos que el aparato anímico está regido por el principio de placer y que, desde el punto de vista económico, su interés es el de mantener al psiquismo en un estado de mínima excitación posible. Conocemos también la existencia de la ambivalencia hacia los objetos y que ella es «tan originaria que [...] es preciso considerarla como una mezcla pulsional no consumada» [3]. Ante la entrada de un objeto se abren las dos posibilidades de descarga afectiva, en el caso que estamos abordando la vía del amor ya está obturada, de modo que ésta sólo resulta posible en una dirección: la del odio.
Este odio mantiene la vinculación con el objeto ahora desidealizado y halla su justificación racional en frases del siguiente orden: lo odio porque me ha engañado, lo odio porque ha cambiado, lo odio porque se ha equivocado, etc.
Otra vía para comprender la hostilidad dirigida hacia el objeto nos la proporciona el estudio de la manía. También en Psicología de las masas y análisis del yo [4] aborda Freud esta cuestión:
Sobre el análisis del yo es indudable que, en el maníaco, yo e ideal del yo se han confundido, de suerte que la persona, en un talante triunfal y de autoarrobamiento que ninguna autocrítica perturba, puede regocijarse por la ausencia de inhibiciones, miramientos y autorreproches.
Llama nuestra atención la similitud del proceso de la manía con el de la idealización. No es casual; en realidad podríamos decir que es el mismo proceso, sólo que en el caso de la manía le acontece al yo, y en el caso de la idealización, tal y como la estamos trabajando, se le aplica al objeto. Podríamos decir, entonces, que cuando idealizamos al objeto estaría aconteciendo un proceso análogo al de la manía pero a través del mismo, una suerte de manía «externa», aunque directamente vinculada con el yo.
Sigue Freud: «Es menos evidente, aunque muy verosímil, que la miseria del melancólico sea la expresión de una bipartición tajante de ambas instancias del yo, en que el ideal, desmedidamente sensible, hace salir a la luz de manera despiadada su condena del yo en el delirio de insignificancia y en la autodenigración.»
En el caso que nos ocupa, sería la separación tajante entre el ideal del yo y el objeto (que estaban fundidos hasta el momento) la que haría emerger una despiadada condena al objeto, con una severidad y un sadismo que sólo pueden provenir de una instancia como el superyó[10] (o ideal del yo). Estamos asimilando en este caso el proceso de desidealización con el de la melancolía y esto también es factible hacerlo, ya que nos encontramos ante la pérdida de un objeto, en este caso, el idealizado. En el caso de la melancolía el superyó le da al yo el trato que le corresponde al objeto. En el caso de la desidealización, el superyó le da al objeto real el trato que le correspondería al yo. Para sintetizarlo en una fórmula: el superyó le reprocha al objeto no tener los atributos que anhela el yo para sí mismo.
Por último, aunque esto no agota el tema,[11] podemos explicar la emergencia de hostilidad mediante los efectos del mecanismo de la identificación. Como ya hemos resaltado, el vínculo con el objeto idealizado no se circunscribe a la idealización, paralelamente se establecen otros lazos y se dan otros procesos. Uno de ellos, y muy habitual, es la identificación. En algunos casos, a aspectos reales del objeto: gestos, maneras de hacer, pensamientos, ideología, etc.; en otros, a rasgos que sólo le son atribuidos.
La identificación está directamente relacionada con mociones hostiles: «Desde el comienzo mismo la identificación es ambivalente, puede darse vuelta hacia la expresión de la ternura o hacia el deseo de eliminación» [4]. Además, en su núcleo mismo acontece una desmezcla pulsional, en la que la pulsión de muerte queda con las manos libres para actuar. El cúmulo de identificaciones con el objeto idealizado puede contribuir al vuelco hacia el deseo de su eliminación, que se puede manifestar durante la desidealización en forma de crítica, reproches, ruptura del vínculo, etc.
Hasta este punto, hemos centrado nuestro trabajo en los mecanismos psíquicos, instancias anímicas o mociones pulsionales que están presentes en los procesos de idealización y desidealización; sin embargo, más allá de lo que acontezca a nivel inconsciente y que pueda explicar la situación, existen toda otra serie de repercusiones conscientes (que vienen a sumarse a la de la hostilidad, que también lo es) que son las realmente experimentadas por el sujeto y las que le ocasionan dolor. A ellas dirigiremos ahora nuestra atención.
Es difícil imaginar una relación de la que se no se espere nada, en la que no se tenga esperanza o deseo de obtener algo, o en la que no se anticipe, de una forma u otra: hacia dónde se orientará la relación, cómo actuará la otra persona, cómo es, cómo siente, etc. En parte, es comprensible, ya que en el caso contrario nos enfrentaríamos, al menos en un primer momento, a un horror vacui difícil de soportar. Todo ello, más los aspectos que hemos ido destacando en puntos anteriores, contribuye al forjamiento de una serie de expectativas alrededor del objeto que las más de las veces no se corresponden con las que pueden ser satisfechas en la realidad.
Las formas en las que esto se representa son variadas, dependiendo del tipo de relación: el niño piensa que los padres lo pueden todo y busca en ellos la protección; el alumno piensa que el profesor lo sabe todo y busca en él aprendizaje; el discípulo piensa que el maestro tiene el secreto para la liberación y busca en él la guía; el paciente piensa que el analista conoce todo de su alma y busca en él la curación; el enamorado/a piensa que su amado/a es la persona perfecta y busca en él un incondicional amor. Todas estas búsquedas contienen un grado de verdad: los padres pueden proteger a sus hijos, los profesores pueden enseñar a sus alumnos, los maestros pueden guiar a sus discípulos, los analistas pueden curar a sus pacientes y los amados pueden amar a sus enamorados; el problema está en la primera parte de los enunciados, ya que, una vez que estos son negados por la realidad, cae también su segunda parte: si no es todopoderoso no puede protegerme, si no lo sabe todo no puede enseñarme, etc. En realidad es más grave, ya que no es necesario que estén en juego expectativas de totalidad en la conciencia, el resultado es: si no es lo que yo he imaginado no me vale nada.
Este no me vale nada está claramente comandado por la decepción, la desilusión, que puede sumir al decepcionado en una tristeza que bañe todo el vínculo, y que, sumada a la hostilidad, puede desembocar en la ruptura del mismo.
Ante esta decepción el primer destino de la libido retirada va a ser el yo. Por contraposición a la pérdida de valor que sufre el objeto, el yo va a ser engrandecido con ella. Es un replegamiento, una retirada como la de las tropas del frente de batalla una vez se ha acabado la guerra, aunque en este caso, más bien, acaba de empezar. Aparecen frases como: yo tengo razón, yo me siento mal, yo he sido dañado, yo he sido engañado, yo estoy triste, yo, yo, yo... que claramente confirman esta nueva posición narcisista en la que, de nuevo, no hay objeto. En todo caso, el objeto sólo existe para el reproche: tú dijiste, tú prometiste, tú hiciste...
Sumándose a la decepción y al replegamiento narcisista aparece lo que podemos denominar el efecto retroactivo: no es que el objeto no tiene valor ahora (y se anticipa que no lo va a tener más), sino que no lo ha tenido nunca. Esto vuelve a ser un rasgo característico de la melancolía aplicado al objeto en vez de al yo: «[El melancólico] se humilla ante los demás y conmisera a cada uno de sus familiares por tener lazos con una persona tan indigna. No juzga que le ha sobrevenido una alteración, sino que extiende su autocrítica al pasado; asevera que nunca fue mejor» [6]. En nuestro caso, el yo humilla al objeto, y en vez de pensar que quizás ahora no le «sirve» afirma que no le ha servido nunca. Por ejemplo, es cierto que para el adolescente, en la mayoría de los casos, los padres ya no le sirven para las tareas que tiene que afrontar en esa época de su vida: en este punto los padres caen, pero esto no implica que durante un vasto período de su vida no hayan funcionado como cuidadores, guías o protectores. Esto puede aplicarse también a otras formas de relación, en las que la desidealización arrasa hacia atrás en el tiempo. Para lo que al sujeto respecta, esta valoración de la realidad le puede suponer una gran desolación; en lo referente al objeto hallamos otro tipo de consecuencia: la no-gratitud. Pueden llegar a ser negadas todas las enseñanzas, dones, afectos, experiencias, etc., recibidas o vividas, ya que la atención está únicamente dirigida hacia lo que no es en vez de a lo que sí fue. Entendemos aquí que es por influjo de las mociones hostiles que predominan en este proceso; sólo se recuerda lo que desvincula, pulsión de muerte en su máximo esplendor y en una de sus peores versiones.
Quizás sea este efecto retroactivo uno de los más devastadores de la desidealización, ya que de la lectura que hacemos del pasado es de donde, haciendo una generalización, se extraen las decisiones para el futuro.
Para finalizar este punto, y a modo de añadido, recordemos lo presentado en la introducción: el proceso de idealización puede acontecer tanto en relaciones consideradas simétricas como en las asimétricas. Acostumbra a esperarse que en las asimétricas funcione en una dirección concreta, del menor al mayor, es decir: de los hijos a los padres, de los alumnos a los maestros, etc...; en la práctica, sabemos y observamos que no es así. También en relaciones asimétricas pueden darse procesos de idealización mutua, del mismo modo que acontece en los enamorados. Igual que, y esto es sabido por todos, los padres idealizan a sus hijos, los maestros, profesores, analistas, pueden idealizar a sus menores.[12] Los mismos mecanismos, las mismas instancias psíquicas y los mismos efectos anímicos y afectivos serán susceptibles de ponerse en juego en estos casos.
Hasta el momento hemos enfocado nuestro trabajo desde el punto de vista del sujeto que idealiza y desidealiza. Nos dirigimos ahora a la otra parte de la ecuación, ya que la idealización tiene también repercusiones en el objeto. Tal y como ya hemos destacado, éste está colocado en el lugar de la perfección, de la ausencia de crítica y de la máxima permisividad. ¿Qué efectos pueden acontecer en él en el proceso de desidealización?
Podemos abordar esta cuestión desde la relación analítica misma, esperando que sea también extrapolable a los otros tipos de relación ya mencionados. Es claro que el paciente, en la mayoría de los casos, idealiza al psicoanalista; idealización que puede estar sostenida también por aspectos transferenciales y que se entiende como necesaria para el proceso de curación del paciente. En varios textos de su obra advierte Freud sobre los riesgos que puede implicar esta atribución al analista: «Quizás también dependa de que la persona del analista se preste a que el enfermo la ponga en el lugar de su ideal del yo, lo que trae consigo la tentación de desempeñar frente al enfermo el papel de profeta, salvador de almas, redentor» [3].
Uno de los efectos que puede producir la idealización en el idealizado es la tentación de creerse ese lugar que se le otorga. Si el analista, en este caso, lo hace, además de quedar colocado en una posición de poder sobre el paciente, obtiene una satisfacción narcisista a la que puede resultar difícil renunciar. En relación a esta cuestión, Ferenczi hablaba en su texto Perspectivas del psicoanálisis de la importancia del narcisismo del analista y de su manifestación mediante lo que denomina contratransferencia narcisista:
El narcisismo del analista parece apropiado para crear una fuente de errores particularmente abundante en la medida en que suscita a veces una especie de contratransferencia narcisista que lleva a los analizados a poner en relieve las cosas que envanecen al médico y, por otra parte, a reprimir las observaciones y asociaciones favorables que le afectan.
Es posible que otro de los riesgos de la idealización del analista acontezca en el momento de la desidealización, ya que este proceso puede ser recibido como una afrenta narcisista. En este punto, y a modo de reflexión paralela, sería interesante valorar la posibilidad de que en algunos casos en los que consideramos que el paciente ha entrado en transferencia negativa, en realidad, nos encontremos ante un inicio de la desidealización que aparezca opacada por nuestro propio narcisismo.
Pedro J. Boschan[13] plantea, en su texto El miedo a decir y las vicisitudes de la desidealización en el análisis didáctico, que puede aparecer una resistencia, tanto por parte del analista como por parte del paciente, a la caída del lugar idealizado: «[...] la necesaria destitución del analista de ese lugar idealizado, de ese lugar de poder, evoca intensas resistencias en ambos integrantes del vínculo. Cuanto mayor haya sido la intensidad y compromiso mutuo en esa tarea, más difícil será aceptar esa destitución. [La] experiencia clínica nos muestra a menudo, cómo una idealización extrema o su negativo, la denigración, funcionan como defensas extremas frente a este difícil duelo». [14]
Esta mirada sobre el vínculo analítico puede ser extrapolada también a otras formas de relación. La afrenta narcisista y la resistencia a abandonar ese lugar pueden estar en juego en cualquier persona que haya sido idealizada. Existen muchas frases que apuntarían más bien en una dirección contraria a este narcisismo y resistencia: «Si el discípulo no aprende más que el maestro, la enseñanza no ha valido la pena», «es ley de vida que los hijos crezcan más que los padres», «los mejores alumnos son aquellos que cuestionan a los profesores», etc. Tengamos en cuenta que para «aprender más», «crecer más» o «cuestionar» tiene que haber acontecido, en mayor o menor medida, una desidealización; si no, hay pasos que son imposibles de dar. Pero la realidad es que, en el momento de la verdad, la desidealización hace estragos también en el desidealizado, ya no sólo desde el punto de vista de la afrenta narcisista, sino también desde el de la amenaza de la pérdida del amor.
Hemos abordado la dicotomía idealización-desidealización quizás desde su aspecto más crudo. Planteándolos como análogos de la manía y la melancolía, resaltando sus aspectos narcisistas, centrándonos en la hostilidad salvaje y la devastación que pueden conllevar o contener. Siempre es más productivo trabajar en los bordes, en los extremos, para observar en su máxima intensidad mecanismos, afectos, facetas, etc. que pueden estar presentes, en muchos casos, sólo en formas diluidas.
Lo que presentamos no es una demonización del proceso de idealización que, como ya destacamos en la introducción, acompaña y contribuye en los procesos de aprendizaje y no deja de ser una forma de amor. Ni tampoco pretendemos reducir la desidealización a un momento de enajenación en el que todo sería hostilidad y narcisismo. En ella, justo, acaba de entrar el objeto en la ecuación; un objeto que, en realidad, conocemos y desconocemos a la vez. No todos los reproches son falsos, no todas las críticas carecen de sentido, con esa irrupción de la pulsión de muerte también puede aparecer lucidez. Se abre la posibilidad a la crítica, al cuestionamiento razonado, a la distancia óptima para poder ver al otro. Para ello será necesario abandonar ese tablero de ping-pong que nos lanza de la manía a la melancolía, cambiar de partida e iniciar la del duelo.
Quizás ahí empiece el verdadero juego, con unos jugadores lesionados, con el narcisismo quebrado en dos, pero con la mirada clara. Para ello, esta vez sí, Eros y pulsión de muerte deberán dirigirse al objeto. Eros para acercarme a él, pulsión de muerte para detenernos a una distancia en la que lo podamos ver. La famosa mezcla pulsional quizás sea lo que posibilite mantener a ese otro como un otro.
¿Sabremos amarlo? Estamos en la era de la individualidad, del sé tu mismo, de la promulgación de la autonomía, es decir, la era de la exaltación del yo y del narcisismo. Pero también en la supuesta era del respeto, la tolerancia, la diversidad, la diferencia. Diferencias que cuando aparecen no podemos soportar, que queremos borrar, aniquilar y enterrar bajo nuestro suelo. Es más, todos nos llenamos la boca con frases como: «nadie es perfecto», «nadie te lo puede dar todo», «después del enamoramiento empieza el amor», «es imposible hacerlo todo bien», etc. Entendemos la diferencia y la imperfección con la razón, lo que no se sabe es si alguien las entiende con el alma.
Barcelona, abril de 2015
[1] Sigmund Freud. «Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanálitico (1916)». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiv: Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, Trabajos sobre metapsicología, y otras obras (1914-1916) Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[2] Sigmund Freud. «Introducción al narcisismo (1914)». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiv: Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, Trabajos sobre metapsicología, y otras obras (1914-1916) Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[3] Sigmund Freud. «El yo y el ello (1923)». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xix: El yo y el ello, y otras obras (1923-1925). Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[4] Sigmund Freud. «Psicología de las masas y análisis del yo (1921)». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xviii: Más allá del principio de placer, Psicología de las masas y análisis del yo, y otras obras (1920-1922). Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[5] Sigmund Freud. «La pérdida de realidad en la neurosis y la psicosis (1924)». El yo y el ello, y otras obras (1923-1925). En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xix. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[6] Sigmund Freud. «Duelo y melancolía (1917 [1915])». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiv: Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico», Trabajos sobre metapsicología, y otras obras (1914-1916). Buenos Aires: Amorrortu, 1984.