El presente texto fue distribuido como soporte a la ponencia del mismo título presentada el domingo 11 de mayo de 2014 a las 11:30 en las XIV Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en psicoanálisis (III), y celebradas en la sede del EPBCN de la calle Balmes, 32 (Barcelona).
Una versión revisada ha sido publicada como capítulo primero del libro La piel del alma (EPBCN Ediciones, 2017).
¿Y a ti, te han traicionado? Iniciar un texto con una pregunta es quizás empezar «a traición», de forma inesperada, para algo que, de entrada, tendrá que ser inofensivo. Este es uno de los usos actuales de la palabra traición. Aunque originariamente su signicado era «entrega, enseñanza»,[1] a lo largo de la historia ha experimentado prácticamente una inversión. Con una clara influencia de los Evangelios,[2] la traición ya no es sólo «entregar» sino «entregar al enemigo»,[3] lo cual la aleja notablemente de su sentido original y del término «tradición», con el que comparte etimología.
Basándonos en esta primera aproximación, resulta difícil pensar que la respuesta a la pregunta sea mayoritariamente «sí, me han traicionado»; puede pasar, pero es poco habitual que uno haya sido entregado a un enemigo, al menos en un sentido literal. Sin embargo, lo más probable es que la gran mayoría sienta que sí, que efectivamente lo hicieron, lo cual nos obliga a abrir el sentido de la traición. Mentirosos, infieles, chivatos, hipócritas, todos ellos pueden habernos hecho sentir traicionados. Pero, ¿son la mentira, la infidelidad, la delación, la hipocresía, actos que en sí mismos conllevan una traición?
Tomemos el caso de la mentira: una mentira en sí no tiene por qué ser una traición. Es necesario que se jueguen, como mínimo, dos factores más: que yo tenga plena confianza en la persona que me ha mentido, y que nunca hubiera anticipado que me pudiera mentir. Por estos dos motivos la traición tiene el poder que tiene, en el acto mismo de ser traicionado queda roto el vínculo con ese otro (por demolición de la confianza) y, en un cierto sentido, quedo roto yo, en tanto en cuanto la relación con ese otro forma parte de mí (y también, mediante el autorreproche: ¿cómo no me he dado cuenta antes?). Algo que desvincula y que actúa de forma inadvertida; es inevitable aquí observar la resonancia con la pulsión de muerte.[4] Nos estamos aproximando a la traición desde lo observable, lo evidente, pero ¿y si, siguiendo la pista de la pulsión de muerte, la respuesta a la pregunta fuese: sí, me han traicionado, algo se ha roto y además, no me he dado cuenta? El tema se complica, pero se vuelve también más interesante.
Para lo que sigue retengamos tres cuestiones que iremos desarrollando a lo largo del texto:
Una de las experiencias del adulto más comúnmente calificada como traición es la infidelidad amorosa. Ella puede remitirnos a, si no la primera, una de las primeras situaciones de triángulo de nuestra vida: el complejo de Edipo. Es conocido por todos el amor que sienten los niños hacia sus padres y que, en el contexto del complejo de Edipo, además de una fuerte rivalidad, se juega también la amenaza de la pérdida de su amor. En el momento en el que el niño ansía con exclusividad el amor de sus progenitores puede sentirse traicionado al tener que compartirlo.[5] La analogía con la situación de la infidelidad amorosa en el adulto es clara, pero la diferencia también lo es: la madre o el padre nunca se comprometieron a ofrecerle un amor exclusivo al hijo; el adulto, en cambio (supongamos que sea este el caso), prometió fidelidad y no cumple su promesa; es este incumplimiento un componente fundamental que le da valor de traición a esa infidelidad.
Se dibuja así otra forma más de traición: la promesa (de fidelidad, lealtad, amor, cuidado, etc.) y su incumplimiento. Evaluándose según estos parámetros, los padres, por el momento, son inocentes respecto de cualquier forma de traición: no incumplen ninguna promesa y no entregan al enemigo. Ahora bien, también es cierto que (y esto se observa con sorprendente frecuencia en las sesiones psicoanalíticas) los hijos mantienen un fuerte reproche hacia los padres hasta edades muy avanzadas y en algunos casos durante toda la vida. Este reproche y la hostilidad que lo acompaña bien pueden explicarse tanto por las corrientes afectivas del complejo de Edipo como por la caída de la imagen de los padres en el período de la adolescencia. En esta última, el hijo se da cuenta de que los padres no eran como él los había imaginado o, para ser más precisos, como él los había idealizado. Pero ¿sería necesaria toda una vida para superar esto? No es nuestra pretensión quitarle valor a estos procesos; de sobras sabemos que se juegan en ellos factores como la represión o la amnesia,[6] que contribuyen a su complejidad; nuestra intención es saber si hay algo más que sostenga ese reproche.
«Nunca me dijo que me quería»: esta frase es, en la actualidad, una forma clásica de reproche. Resulta muy llamativo el hecho de que, en muchas ocasiones, esté dirigido hacia el padre. Como crítica no parece estar a la altura de la ardua tarea que puede suponer ser padre, impresiona que no haber dicho «te quiero» sea un error a pagar prácticamente de por vida.[7]
¿Qué puede haber detrás de tal reproche? Si escuchamos con atención, descubrimos que detrás del «nunca me dijo que me quería» se esconde, en muchos casos, un «no me ama»; y no estamos hablando de sentimientos: «No respondió a mis preguntas», «no me escuchó», «no me vio», «no me orientó», «no me habló», «no estuvo», etc. Y estamos aquí, claramente, más allá del complejo de Edipo. Para lo que nos interesa, es indiferente el motivo por el cual el padre[8] no está: sea porque está anulado por la madre, porque es todavía más hijo que padre, porque ve al hijo únicamente a través de su propio narcisismo o por mera incapacidad. La cuestión es, citando a Erich Fromm, que «si bien el padre no representa el mundo natural [esto le corresponde a la madre], significa el otro polo de la existencia humana; el mundo del pensamiento, de las cosas hechas por el hombre, de la ley y el orden, de la disciplina, los viajes y la aventura. El padre es el que enseña al niño, el que le muestra el camino hacia el mundo».[9] Y si este padre no está, el hijo se queda en la estacada.
Este no estar del padre puede ser, sin más, la primera traición: él no cumple su promesa y entrega a un hijo que, en muchos casos, jamás tomó. Y aquí pueden surgir dos preguntas: ¿qué promesa? y ¿a quién lo entrega? La respuesta es fácil para la primera, una promesa quizás nunca verbalizada pero que está implícita: «Puesto que te he engendrado, seré tu padre».
Para la segunda, quizás la respuesta sea menos evidente: a otros padres que tampoco lo quieren tomar, vale decir: el Estado y sus instituciones, toda una serie de organismos que se presentan como protectores, como aportadores de recursos, de guía y educación, y que tampoco cumplen su función. Claramente analizar a fondo esta cuestión nos llevaría muy lejos, pero no está de más destacar, al menos, una de las formas en las que se efectúa este incumplimiento.
Alan Watts trabaja en su libro «Psicoterapia del Este, Psicoterapia del Oeste»[10] la idea de que lo social mismo (encarnado en instituciones pero también en sus propios integrantes y en la ideología ambiente) envía un mensaje completamente contradictorio a los individuos. Por un lado les dice: «Eres libre (pero tienes que casarte, tener hijos, comprarte un móvil, una segunda residencia, el iPad, tener un trabajo seguro y divertirte -eso sí, como yo te diga-).»[11] Y, por otro lado, ordena: «Cumple las normas porque si no las cumples, como eres libre, es responsabilidad exclusivamente tuya. (Y no seré yo el único que te castigue si no lo haces, tu propio grupo social lo hará, rechazándote)». Es decir, si acepto las normas dejo de ser libre, con lo cual recibo como castigo perder mi libertad, y si no las acepto seré también castigado. Enloquecedor. Esto remite a la noción de «doble vínculo» de Gregory Bateson. Mediante el doble vínculo, «se llama al individuo a acometer dos direcciones de acción que se excluyen mutuamente, pero al mismo tiempo se le impide todo comentario sobre esa paradoja. Lo condenan a usted si lo hace y también si no lo hace, con el agregado de que no debe enterarse de que esto es así».[12]
No sólo no te protejo, no te guío, no te acompaño, no te doy los recursos, cuando se supone que es parte de lo que tengo que hacer, sino que te introduzco en una situación psicotizante a condición de que no te des cuenta, vale decir, a traición.
Llegamos a este tercer punto con dos traiciones, ambas, en la mayoría de los casos, vividas sin ser conscientes de ellas. Topamos ahora con otra pregunta: ¿y yo, también soy un traidor? Cada cual puede mirar hacia atrás en su vida y hacer la reflexión: ¿infidelidades?, ¿delaciones?, ¿promesas no cumplidas?... Es posible que, después de un repaso pormenorizado de nuestro pasado, la respuesta sea también sí.
Y, ciertamente, uno de los trabajos más dolorosos con el que podemos encontrarnos a lo largo de un tratamiento psicoanalítico es no sólo integrar las traiciones de las que hemos podido ser víctimas, sino también aquellas que nosotros mismos hemos cometido. La conciencia de haber roto algo, el sentimiento posterior de desvinculación y las repercusiones que tiene esta acción existen no sólo para el traicionado sino también para el traidor.
En palabras de Oscar Massota: «reina entonces el tiempo de la traición, el oscuro tiempo de la sorpresa; el instante en el cual se hunde el paraíso de la comunidad de los espíritus y emerge en su lugar la realidad del aislamiento de cada una de las personas individuales».[13] Y es este aislamiento el principal causante de angustia y dolor. Fromm desarrolla en uno de sus textos la noción de separatidad como la fuente de toda angustia; su resultado es, además de quedar aislado y desvalido, «ser incapaz de aferrar el mundo -las personas y las cosas- activamente».[14] La traición coloca a sus dos protagonistas en esta situación de aislamiento, de separatidad, de angustia, de dolor y de impotencia. Su efecto es explosivo, expansivo, devastador, ya que no quedaría circunscrito a la relación dual en la que se ha jugado la traición, sino que pondrá en danza la vida entera y parte de (si no todo) nuestro sistema de creencias.
Pongamos, para no caer siempre en el más típico ejemplo de traición (la infidelidad amorosa en la pareja), la traición en una amistad. Lo primero que aparece es la ruptura, la desvinculación de la que hablábamos, pero después, y quizás sea este el punto en el que se ejemplifica más su poder arrasador, acontece el baile de las creencias: ¿qué es la amistad?; ¿podré volver a confiar en alguien?; ¿era o no era mi amigo?; ¿es falso todo lo que viví con él?; ¿es buena o es mala persona?; ¿soy yo demasiado ingenuo?; ¿existe la maldad?; etc. -una larga lista de preguntas que, como vemos, excede a la vivencia concreta y desborda en cuestiones mucho más amplias. Este punto es para lo que concierne al traicionado.
¿Y el traidor? Es claro, y ya lo hemos mencionado, que también queda él en un estado de aislamiento, pero hay todavía algo más. Massota lo describe así en su libro «Sexo y traición en Roberto Arlt»:[15] «El acto de Astier, la traición, esa maldad gratuita y casi pura, ese acto por el cual el personaje niega su pasado y todos los lazos personales que vive en su presente, esa acción a contrapelo en la que daña a alguien a quien ama y beneficia a quien desprecia, está hecho con la estofa misma de la libertad.»Lo que está presente en el traidor pero no en el traicionado es la negación. En el momento mismo de la traición queda negado su pasado (en tanto en cuanto el traidor actúa independientemente de las promesas hechas y los compromisos asumidos) y queda negado el presente (ya que el traidor se aleja, con su acción, de sí mismo).
Siguiendo la pista de esta negación, nos permitiremos en este punto del desarrollo una excursión. Es difícil hablar de traición sin hacer mención de Judas Iscariote; de hecho, Judas y traidor son términos utilizados con frecuencia como sinónimos. En una cultura predominantemente cristiana, como lo es la occidental, muchas de las figuras relacionadas con los valores morales son herencias directas de las Escrituras o de la tradición cristiana.[16] Y es este el caso de Judas, que pasó a la historia como el máximo representante de la traición por haber entregado a Jesús a los sumos sacerdotes del sanedrín. Son muchas las interpretaciones que se pueden hacer y de hecho se siguen haciendo respecto de la figura de Judas,[17] pero nos centraremos exclusivamente en la que ha permeado los estratos más populares, de forma muy resumida: entregó a su Maestro por 30 monedas de plata y así, lo traicionó.
Lo que no es tan resaltado, pero que podemos encontrar en el Evangelio de Mateo, son los dos hechos posteriores a su traición: el arrepentimiento y el suicidio. «Entonces Judas, el que lo había entregado, al ver que [Jesús] había sido condenado, arrepentido, devolvió a los sumos sacerdotes y ancianos las treinta [monedas] de plata, diciendo: «Pequé al entregar sangre inocente». Pero ellos le dijeron: «¿A nosotros qué? Tu verás». Arrojando las [monedas] de plata hasta el santuario, se retiró; y después de marcharse se ahorcó».[18] Veremos, en lo que sigue, que estos hechos también tienen su importancia.
También en el contexto de la entrega de Jesús, encontramos otro hecho al que no se le suele dar tanto peso como al descrito en el punto anterior: son las negaciones de Pedro. En La última cena, Jesús anuncia a sus discípulos que todos ellos esa noche, a causa de él, darían un mal paso. Pedro se apresura a decir: «Si todos dan un mal paso a causa de ti, yo no lo daré. Jesús le dijo: «Te digo de verdad: esta noche, antes de que cante [el] gallo, me negarás tres veces». Pedro le dice: «Aunque tenga que morir contigo, de veras no te negaré».[19] Lo que viene después son, efectivamente, las tres negaciones de Pedro. Estando ya Jesús ante el sanedrín y Pedro sentado fuera en el patio, por tres veces afirman (dos criadas y otros que estaban presentes) que éste también estaba con Jesús el Nazareno, y Pedro, por tres veces, lo niega.
Y enseguida cantó el gallo. Pedro recordó la frase de Jesús, y «saliendo afuera, lloró amargamente».
Si examinamos con detenimiento estas escenas puede que nos llame la atención que el que haya pasado a la historia como traidor sea Judas y que poco o nada se diga al respecto de Pedro. La principal diferencia entre uno y otro es que la traición de Judas es directa, clara, incluso valiente; traiciona, pero es él mismo y delante de Jesús el que ejecuta, mediante un beso, la entrega. Después, tal y como hemos mencionado, Judas está a la altura de su acto: se arrepiente y paga con su muerte.
Pedro promete por su propia vida estar al lado de Jesús: aunque tenga que morir contigo no te negaré; y lo hace, tres veces, después de lo cual tan sólo «llora amargamente». En cada una de las negaciones él traiciona y se aleja cada vez más, no sólo de Jesús sino también de sí mismo. La acusación por parte de los presentes en la escena es cada vez más fuerte, transita desde el «tú estabas con Jesús» hasta el «verdaderamente, tú también eres uno de ellos, pues hasta tu habla te descubre». En esta última, no sólo está en juego el vínculo de Pedro con Jesús sino también su pertenencia al grupo de los discípulos y su origen, el lugar de nacimiento.[20] A esta serie que va in crescendo Pedro responde con una negación también cada vez más fuerte: va desde el «no entiendo lo que dices» hasta el «no conozco a ese hombre», maldiciendo y jurando.
¿Y cuál es el resultado de las tres negaciones de Pedro? Claramente traiciona a su Maestro, cuando dice no conocerlo, no saber quién es, niega el vínculo entre ambos, niega su camino, su guía e incumple su fuerte promesa. En contraste con Judas, se puede leer en Pedro el miedo y la cobardía, lo cual lo convierte en un acto infame y más cercano, si cabe, a la traición.[21] Pero, además (y esto es lo que más nos va a interesar), se traiciona a sí mismo, ya que, por mediación de la negación: no tiene maestro, no tiene grupo de pertenencia y no tiene origen; es decir: queda completamente desvinculado, aislado, de su mundo y de sí mismo.
Retomemos ahora nuestro rumbo: padres que no toman a sus hijos y así los traicionan, una sociedad que en vez de cuidar aliena, nosotros mismos faltando a nuestras promesas, las traiciones que se cometen en la juventud y en la edad adulta... Algunas de ellas conscientes y otras no tanto... Es mucho lo que se puede decir de la traición pero, con las negaciones de Pedro, llegamos a un punto quizás poco reflexionado y que nos acerca a lo que podemos considerar la verdadera traición: la que se comete hacia uno mismo.
Sólo hace hace falta observar unos minutos a un niño para que uno se dé cuenta de todo lo que ha perdido: la capacidad de asombro, la ausencia de vergüenza, la confianza, el placer por el juego, la curiosidad, la inocencia, la ingenuidad, la sensibilidad, el vivir al margen del tiempo. Y cualquiera podría decir «bueno, es ley de vida, uno no puede ser siempre un niño»; y es así, pero es necesario marcar una diferencia entre ser siempre un niño y renunciar a todas las cualidades del niño.
Es poco lo que en la obra de Freud encontramos sobre la pubertad o la adolescencia; su investigación se centra principalmente en el desarrollo hasta el complejo de Edipo y, posteriormente, en la vida psíquica del adulto. Pero, para lo que concierne a la traición tal y como la estamos trabajando, resultan fundamentales estos dos periodos. Esos momentos de máxima búsqueda de la diferenciación,[22] de la singularización, suelen ser en muchos casos también los momentos de la máxima negación y, por ende, de máxima traición. Con la irrupción de la genitalidad y con el incesante anhelo de encajar y de parecer mayor, empiezan a ser negadas las cualidades del niño. El adolescente las evalúa como inservibles para la tarea que se le presenta: ¿ingenuo?, ¿inocente?, ¿sensible?- Yo no soy así, lo cual más bien querrá decir: o dejo de serlo o no salgo vivo de aquí.
Es interesante estudiar este proceso a la luz del concepto de negación en Freud, en el que «un contenido de representación o de pensamiento reprimido puede irrumpir en la conciencia a condición de que se deje negar y [donde] se ve cómo la función intelectual se separa [...] del proceso afectivo».[23] Es decir, aquello que formó parte de mí y que posteriormente fue reprimido puede aparecer en la conciencia a condición de que sea negado: yo no soy sensible, yo no soy celoso, yo no soy así. En realidad lo soy pero la única forma que tengo de decirlo es negándolo.
Pero el adolescente todavía cree en la lealtad, en la vinculación, en el amor, en los referentes, etc. Su deseo de inclusión en un grupo, los códigos que respeta de forma inamovible, la confianza en el líder, entre muchas otras, son cualidades que denotan que todavía hay vida en él. Pero de nuevo, como en el caso de Pedro, la negación será cada vez mayor.
Para ilustrar esta negación progresiva nos serviremos de dos escenas reales. Hace unos meses, en un espacio terapéutico un joven realizó una pregunta sobre el amor (ingenua, si se quiere, pero verdadera), la reacción de los que estaban presentes fue la risa, una risa que conllevaba el mensaje de «ya te desengañarás», «eres demasiado joven»; se hizo aquí presente la voz de experiencia. Pero la risa también denota que hay algo reprimido en el que se ríe y, en este caso, lo reprimido era la pregunta misma. Este es un devastador efecto de la negación: uno también se hizo esa pregunta y la olvidó. Y no una, muchas. Preguntas para las que no encuentra respuesta y que son entregadas para que sean respondidas por otros: por el Estado, por la ideología ambiente, por las películas americanas... Después las olvidará.
En otro contexto distinto, un joven de unos treinta años se preguntaba en voz alta: ¿uno se apaga?, ¿va con la edad?, ¿o se puede conservar la luz? Como el que está a punto de morir, y lo sabe, y a pesar de ello se pregunta si puede seguir viviendo. Es otro tipo de muerte,[24] pero también lo es. Entregar la luz, negar haberla tenido y de nuevo, también olvidarla.[25]
En muchos ejemplos como estos podemos sostener la idea de que la negación es progresiva: primero niego lo que he sido, luego niego lo que me he preguntado y después niego haber estado vivo. Te negarás tres veces, y, después, lloró amargamente.
Por todo lo dicho presentamos la traición a uno mismo como la verdadera traición: en ésta, por mediación de una negación cada vez más fuerte (y que se manifiesta de formas distintas), el sujeto queda cada vez más alejado de sí y del mundo. Cumple las tres formas de traición que hemos ido desarrollando y, por este motivo, la convierte en la más fuerte. La negación, la entrega al enemigo y el incumplimiento de una promesa: prometí no ser como los mayores, no apagarme, no equivocarme como ellos y, sin embargo, lo hago; entregué mis preguntas, mis creencias, mis anhelos, renunciando a ellos, y así, me entregué yo mismo.
Y el problema no está en el «no», el problema es «qué» negamos. Nietzsche, en «Así habló Zaratustra»,[26] presenta las tres transformaciones del espíritu: cómo el espíritu se transforma en camello, y el camello en león, y el león, finalmente, en niño. El camello lleva la carga más pesada y sólo puede correr a su desierto. «Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: El espíritu aquí se transforma en león, desea capturar la libertad y ser señor en su propio desierto». Y lo consigue mediante un no sagrado, un no al tú debes y al que responde con un yo quiero.
«Pero decidme, hermanos míos, ¿qué puede hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? El niño es inocencia y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un primer movimiento, un sí sagrado. Sí, para el juego de la creación, hermanos míos, se requiere de una afirmación sagrada: el espíritu quiere ahora su voluntad, el que perdió el mundo gana ahora su mundo».
Barcelona, abril de 2014