El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XXIII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (XII).
Todo sucede en unos dos o tres segundos, no mucho más.
Agosto de 2022. Estoy desayunando con Olga,[1] en la terraza de una preciosa casita que David[2] tiene alquilada en Tregurà de Dalt, en el valle de Camprodon. «Mira ese árbol», me dice Olga, «tiene toda la pinta de no haber crecido espontáneamente; deben de haberlo plantado». Señala, al hablar, un cierto abeto azulado, que, en efecto, exhibe un color muy distinto al de los árboles que lo rodean. Giro la cabeza para mirar lo que me está mostrando. Contemplo el abeto. «Es cierto», pienso, «no se parece a ningún otro árbol de la zona; es muy probable que Olga tenga toda la razón: debieron de plantar el árbol cuando se construyó la casa, como parte del jardín que la circundaba». Observo que se trata de un jardín bastante variado, y que otros árboles cercanos tienen también el aspecto de haber sido elegidos y plantados. Distingo, al fondo del jardín, unos postes, como si los advirtiese por primera vez, a pesar de que visito la casa desde hace ya varios años. Lo más probable, me digo, es que los hayan puesto ahí con el objeto de señalar la delimitación del terreno. No alcanzo a discernir si, además, están electrificados, para poder repeler así al ganado, aunque no me sorprendería nada si lo estuviesen.
Pienso en ese cercado, y en su función; mi imaginación se desplaza entonces hacia la fantasía de hacer construir una valla, que atine a señalar con más rotundidad el límite del terreno y, después, se me ocurre que sería hermoso edificar un muro, un verdadero muro de piedra. Habría —continúan mis ocurrencias— que construirlo de tal modo que la gente que pasa por el camino de abajo no pudiera atravesar ya más nuestro jardín, como lo suele hacer en ciertas ocasiones más de un despistado, intentando llegar hasta la carretera. Se trata, en suma, de un terreno privado, y no de parte de un camino, pero eso, por desgracia, no parece estar señalado con la suficiente claridad, lo que explica, de algún modo, esas demasiado frecuentes confusiones. Resulta bastante molesto estar tomando el sol, quizás desnudo, en el jardín, y toparse con un mochilero que intenta llegar hasta la carretera, mientras musita una disculpa apresurada. Recuerdo también otras conversaciones anteriores, en las que hemos fantaseado con poner, en la parte de arriba del camino, un cartel en el que pueda leerse con claridad «Camino particular»; de ese modo, podríamos evitar también la presencia de los visitantes que descienden, distraídamente, hasta nuestro jardín, y después, avergonzados, vuelven a subir, para ir a encontrar el verdadero camino,[3] situado, en la carretera, unos pocos metros más abajo.
Mi pensamiento vuelve a centrarse en la idea de construir un muro de piedra y, a ese respecto, me encuentro haciéndome preguntas sobre el dinero que podría llegar a costar hacer, bien hecha, una obra de esas características (probablemente, me digo a mí mismo, sería bastante costoso); me sumerjo después en una fantasía en la que nosotros mismos, mis compañeros y yo, David, Olga y todos los demás, somos los que edificamos el muro, con su encofrado y todo, y me aparece la pregunta de si habría que conseguir, para ello, una autorización del ayuntamiento. Después, mi atención comienza a dispersarse y parece irse diluyendo. No recuerdo haber pensado nada más.
Vuelvo a girar la cabeza; mi vista se posa, una vez más, en el mismísimo sitio en el que se encontraba antes de este intercambio: justo encima del muro bajo que encierra la parte superior del jardín; es el lugar en el que estamos, desde el principio, sentados, sosteniendo la conversación que aquí reproduzco. Sin saber muy bien por qué, le digo a Olga: «En Tossa de Mar, según me contaban mis padres, hicieron la muralla únicamente con una mezcla de cal y arena (además de las piedras, claro). Dicen que una mezcla así tarda meses en cuajar, pero una vez endurecida, se vuelve más resistente que la misma roca: aguanta, sin deteriorarse apenas, durante centenares, si no es que son miles, de años. En cambio, aquí, fíjate en estos muros: comparados con eso, son un verdadero desastre. El interior es de cemento, y las piedras que ponen fuera están hechas para imitar el tipo de construcción de los antiguos muros, pero se ve con claridad que no se obtiene el resultado esperado; en realidad, no tiene nada que ver. Puedes apreciarlo: en varios lugares, ya se está deteriorando y, sin embargo, se trata, tan solo, de una obra de los años setenta. En medio siglo, ya empieza a dar un poco de pena, ya va cayendo todo a trozos».
Entre el instante en el que Olga ha llamado mi atención sobre el árbol que tiene un color distinto al de los demás y el momento en el que he comenzado a hacer la comparación entre la muralla de Tossa de Mar y el muro que tenemos ante nuestros ojos, han pasado aproximadamente dos o tres segundos. Relatarle a Olga —pues lo terminé haciendo, después de que ella me interrogase al respecto— lo que había estado pensando, me llevó más de veinte minutos. Poner por escrito esa experiencia de acontecimiento, pensamiento y relato, en un primer borrador, dos horas completas, más o menos.
Se nos impone, pues, una pregunta: ¿Qué es pensar? ¿Qué significa, exactamente, «pensar»? ¿Había estado «pensando», en el periodo que medió entre esos dos instantes? Todo parece indicar que sí. Pero entonces, si eso que me aconteció fue realmente «pensar», tenemos que admitir algo que, normalmente, no es tomado en consideración: que el pensamiento puede acontecer a una velocidad vertiginosa, sin intervención ninguna de la voluntad, y con muy poca intervención de la consciencia misma.
Freud diría que el pensamiento se origina, siempre, en lo inconsciente, y que sólo algunos pocos de esos pensamientos se elevan hasta la consciencia. De hecho, yo no podría decir que mi proceso de pensamiento hubiese sido exactamente consciente, mientras aconteció en mí; creo, más bien, que fue el tener que volver sobre él, al intentar responder a la pregunta de Olga, «¿Qué estabas pensando?», lo que lo fue convirtiendo en algo más cercano a la consciencia. Hasta entonces, había sido preconsciente: capaz de consciencia.[4]
Pero se originó en lo inconsciente. En un proceso de estas características, uno tiene la impresión de poder casi palpar el movimiento de la carga,[5] tal como Freud mismo lo describe en el capítulo vii de La interpretación de los sueños, el movimiento de algo que se desplaza, a toda velocidad, de un pensamiento a otro, de una representación a otra.[6]
Al conferir forma de relato a esa experiencia, a ese conglomerado vivencial, atravesado por sensaciones, impresiones y ocurrencias; al ponerlo, como se suele decir, en palabras, con seguridad se termina por transformarla. No existe una cosa tal como una experiencia en sí, que después pasaría a relatarse, sino que el proceso mismo de descripción, el mismo relatar, contribuye a la construcción, a posteriori, de lo que después acabaremos denominando «la experiencia».
Se la transforma. En primer lugar, se lo introduce en el universo de la intersubjetividad: pasa, desde el momento mismo en que lo estoy relatando, a tratarse de algo que yo le he dicho a un otro, a ese otro particular al que se lo estoy diciendo; ese otro, después, podrá recordármelo, con posterioridad (por ejemplo, podrá decirme: «oye, eso que me dijiste el otro día me hizo pensar…»), de modo que eso ya contado pasará a formar parte de nuestra historia común, de aquello que entre los dos compartimos, es decir, de la materialidad de nuestro vínculo. Del mismo modo, por el mismo hecho de haber sido relatado, pasa a convertirse en algo susceptible de iniciar nuevas cadenas de pensamiento, sea en el otro, en mí mismo, o en una tercera persona que termine por estar al tanto de ellas. Y así sucesivamente: ha quedado modificado nuestro mundo compartido.
En segundo lugar, se lo introduce, también, en el terreno de la objetividad. Ha pasado a ser un hecho que yo le he contado al otro lo que sea que le haya contado; ya no hay vuelta atrás: no es posible des-hacer el hecho de que yo lo haya dicho. Desde luego que uno podría decir «creo que no he descrito bien lo que realmente pensé», pero, como remarca con toda pertinencia Freud, lo que no cabe bajo ningún concepto es decir: «bueno, no; eso no es lo que he dicho; déjeme decirlo mejor». No puede uno expresarse de ese modo.[7] Por eso Freud se anima a calificar a lo efectivamente dicho de «hecho psíquico».[8]
En tercer lugar, y esto depende fuertemente de lo anterior, se ha sustraído el material a la posibilidad, por no decir a la muy probable certeza, de su olvido posterior. Recuerdo eso que pasó, precisamente porque se lo conté a Olga, y no al revés. Termino por recordar lo que he contado, por el hecho mismo de haberlo contado; pero no está nada claro que, cuando cuento algo, cuente aquello que recuerdo: al contrario de lo que se supone, no es que conté lo que recuerdo, sino que recuerdo lo que conté. Recordamos las cosas que le hemos contado a otro, a algún otro; las que no contamos nunca, no está claro que las recordemos, puesto que, en caso de que después las olvidemos, no habrá nadie para recordarlas por nosotros, para recordar-nos-las.
Finalmente, y esta es una transformación de otra índole, la forma misma de lo ideativo ha sido profundamente alterada, al habernos impuesto el propósito de comunicarlo. Como hemos señalado más arriba, no tenemos ninguna constancia de que lo realmente acontecido, la «cosa en sí» —de existir—, haya tenido una forma lineal. Lo más probable, para decirlo todo, es que no la haya tenido en absoluto; de otro modo, se hace muy difícil de explicar la extraordinaria compresión de los contenidos, el hecho de que, en tan pocos segundos, tantas cosas hayan podido ser pensadas. Con toda probabilidad, se habrán inervado varios de los pensamientos simultáneamente, o lo habrán sido todos ellos, de un modo casi simultáneo. Es muy probable también que sea solo por una exigencia del relato hablado, de la estructura de la voz misma (y, por tanto, de lo que terminaremos por llamar con posterioridad nuestra consciencia) que aparece esa forma lineal. La linealidad, entonces, será algo construido después de la vivencia, ya que modificará la forma misma de lo que denominamos, sin mucha precisión, «lo acontecido», al tener que convertirlo en un discurso.
La linealidad de la consciencia, así, no sería nada ínsito o connatural a la misma consciencia, sino algo derivado de su ser-puesto-en-común mediante la voz en el relato. Es la voz misma la que es, por su propia naturaleza, lineal,[9] y después le comunica, a posteriori, su linealidad a lo que se postula como la descripción de lo concientizado. De ese modo, terminamos pensando que el atributo de una —la voz— lo es también de la otra —la conciencia—, y en eso nos hallamos errados. Reencontramos, bajo esta perspectiva, desde luego poco habitual, el concepto freudiano de la elaboración secundaria.
No suele volverse, en efecto, sobre la propia experiencia con tanto detalle, con tanto detenimiento; hasta el mismo hecho de poder hacer eso constituye una posibilidad muy inusual (hecho que, bien pensado, es bastante lamentable), algo, se podría decir, que parece casi literario: uno termina por traer a la memoria la magdalena de Proust. No suelen volver sobre su experiencia de ese modo ni siquiera los pacientes de psicoanálisis. Y es una lástima que no lo hagan, una verdadera pena, porque se supone que es, precisamente, lo que deberían estar haciendo, cuando se tumban en el diván. Es a lo que se les incita, es lo que se les pide, cuando se les exhorta a que asocien libremente: que comuniquen todas sus ocurrencias.
Las ocurrencias, así, no son ni conscientes ni inconscientes, sino que acontecen, a toda velocidad, en lo preconsciente. No son un producto de la voluntad, no hay ahí un «yo pienso», ni una decisión de pensar. Acontecen en uno, son cosas que a uno le ocurren: por eso son ocurrencias. Habría que quitar el «se» del habitual «se le ocurren», como cuando uno dice «cuente lo que se le ocurre», pues no se trata, como estamos pudiendo observar con claridad, de un proceso reflexivo.[10] En todo caso, sería sólo ex post facto que se volvería, que se re-flexionaría, sobre las propias ocurrencias y, por extensión, y ya más en general, sobre lo ocurrido.
Volvamos ahora pues sobre las ocurrencias. ¿Qué encontramos? Algo que se desplaza de un pensamiento a otro, ya lo hemos dicho. Pero, cuidado: esos pensamientos no son pensamientos cualesquiera; forman parte, en palabras de Freud, de determinados complejos: conjuntos de pensamientos e intereses saturados de afecto. Ese es el modo en el que define a los complejos en las Conferencias introductorias.[11]
En nuestro ejemplo, encontramos varios de esos complejos: el celo de la propia intimidad y el deseo de aumentarla (la fantasía de impedir el paso a los intrusos); el anhelo de disponer en propiedad de la casa y el terreno colindante (hacer obras, pedir permiso al ayuntamiento); la predisposición, de tipo ideológico, a hacer las cosas uno mismo, si ello es posible, así como la tendencia al ahorro (construir, nosotros mismos, el muro); la preocupación por el paso del tiempo y el deterioro de las cosas (que, antes, se hacían mejor: la muralla de Tossa, y el contraste con el muro de cemento, que se va estropeando); el deseo de perdurar (la mezcla antigua, que tarda en cuajar pero después es capaz de durar tanto tiempo); etcétera.
Por eso Freud prescribe la asociación libre: porque, si se la ejecuta como se debe (cosa, que —insistimos— no suele, por lo general, hacerse) se llega, de un modo casi infalible, a los propios complejos, es decir, a los temas que a uno le preocupan y le conciernen, y no necesariamente, como ciertas versiones han popularizado, a las propias limitaciones e inhibiciones.[12]
«Un momento», nos interrumpirá el lector, «tú no te estabas psicoanalizando con Olga, ¿verdad?». No, no; claro que no; pero el tipo de vínculo que tenemos ella y yo permite y posibilita esos retornos sobre lo ocurrido. Es más: se puede defender que ese volver-sobre es, en realidad, no solo una modalidad perfectamente legítima de conversación, sino incluso una modalidad sumamente deseable de conversación. Vendría a ser una manera de llevar la asociación libre a lo cotidiano, un hacer basar (una parte importante de) la modalidad vinculativa con el otro por la práctica misma de la asociación libre.
Ya escucho a algunos de mis lectores. Consternados, me preguntan: «¿Asociar libremente con los demás? ¿Te parece una buena idea?». Bueno, «con los demás» no sé; yo no he dicho exactamente eso. Quizás debería haberme explicado mejor, con algo más de detenimiento.
Pongámonos a ello. Para poder hacer algo así (integrar la asociación libre en la conversación con un otro que no esté oficiando de psicoanalista, en ese momento, para nosotros), habrá que cumplir, sin duda alguna, con una serie de requisitos.
En primer lugar, consideraremos los que tendrá que cumplir quien se encuentra en la tesitura de asociar. En general, el ciudadano medio no está capacitado para asociar en público, porque diría unas tonterías espantosas, se metería a sí mismo o a los demás en territorios realmente embarazosos, se le escaparían cosas terribles que después tendría toda la ocasión de lamentar, etcétera. Por eso, a ese mismo ciudadano medio lo que se le recomienda es que se psicoanalice, encerrado, en un entorno seguro, con su psicoanalista: para que vaya aprendiendo, despacito, a ir hablando tranquilamente; para que vaya pudiendo dejar salir y afrontar sus fantasmas interiores; para que le vaya perdiendo, en definitiva, el miedo a la asociación libre misma. A medida que se vaya curando, debería ir siendo también capaz de asociar libremente en su vida misma, no sólo durante el transcurso de su sesión analítica.
Para eso le debería servir el análisis; pero, en general, no le sirve, y por dos razones principales. La primera y más inmediata es esta: porque no tendría con quién hacerlo, lo de asociar libremente en su vida misma; volveremos sobre ello enseguida. La segunda es de otra índole: que algo así pueda realizarse, que pueda ser hecho, es una cuestión que, por lo general, ni siquiera se concibe. Encontramos, en la literatura analítica, poquísimos relatos que aludan a una posibilidad tal, si es que encontramos alguno: eso nos indica que se trata de algo que muy pocas veces ha sido llevado a la práctica. De ser las cosas de otro modo, alguien hablaría de ellas: de un modo u otro, algún practicante del análisis se habría molestado en conceptualizar una experiencia similar. Dejaremos el examen de las razones que explican esta omisión para más adelante: el despliegue de sus consecuencias, como tendremos ocasión de ver, nos llevará al corazón mismo de lo que el psicoanálisis podría haber llegado a instituir, aunque, por lo general, no haya sabido hacerlo — pues se ha quedado corto.
Volvamos, pues, ahora, de momento, sobre la primera cuestión, que habíamos dejado, por un instante, orillada: ¿con quién se podría hacer una cosa tal como asociar libremente en la vida misma, si no se tratase de nuestro psicoanalista? Deberá ser alguien que sea capaz de soportar todo lo que uno puede llegar a decir si asocia verdaderamente, que no experimente desazón ni inquietud ante nuestro nivel asociativo, ni tampoco intente interrumpirlo, por angustia o por incomodidad. Ese deber de no interrupción se extiende, también, a los asuntos que constituyen los propios intereses del que está escuchando. En las conversaciones consideradas «normales»,[13] todo el mundo suele interrumpir a los demás con sus propias cosas («oye, pues yo...»; «de esto que has dicho, yo…»; etcétera); en muchas ocasiones, terminan hablando varios a la vez. Desde luego, no se está uno callado durante demasiado rato; hasta podría considerarse inquietante, por no decir siniestro, cuando el otro calla durante mucho rato. La interrupción se espera, e incluso se propicia.
Pero, entonces, y precisamente por ello, como consecuencia, nunca podré saber, realmente, lo que pienso, en el sentido de que nunca podré poner en palabras la totalidad de mi experiencia asociativa. Siempre seré interrumpido, antes, por el otro. Nunca sabré lo que pienso, pues lo que pienso —aunque no solemos pensar así— no es, en realidad, ninguna otra cosa que aquello que digo, lo que efectivamente digo, lo que consigo decir. No es ninguna otra cosa ¿Cuál podría ser? «¡Hombre! Pues algo que yo pienso, aunque no lo diga», me contestará algún lector, seguramente con gran convencimiento. Desde luego, claro está; pero eso que se piensa pero no se dice, no existe más que como figura literaria. Es, si se quiere, un género dentro de lo dicho: el del callar absoluto, el secreto absoluto. Pero un secreto verdadero no existe. O quizás sí que existe; pero, en realidad, es irrelevante, da lo mismo — si es verdaderamente absoluto.[14] Pues no puede tenerse, de él, ningún testimonio, ni directo, ni indirecto; ya que, en caso contrario, ya no sería un callar absoluto, sino algo de lo que, teniéndose noticia, no está (todavía) dicho. Y eso es, ya, otra cosa.
Pero dejemos lo que callamos y volvamos a lo que decimos. Entiéndase entonces bien lo que estamos planteando: la modalidad comúnmente aceptada de conversación, su forma acostumbrada, su costumbre, tiene como consecuencia lógica la propia ignorancia del propio pensamiento. Se trata entonces, por extendidas que estén, de malas costumbres, o, para decirlo de otro modo, la modalidad comúnmente aceptada de conversación constituye un problema moral de primer orden,[15] ya que, sin que ello sea advertido, trabaja en contra del propio autoconocimiento.
Ya sólo por esa razón hace bien psicoanalizarse: para poder ir desarrollando lo que uno piensa, sin ser interrumpido por el otro. Para poder irse centrando en lo que a uno le concierne, sin ser interrumpido por lo que le interesa al otro. Para ir pudiendo averiguar, en suma, lo que uno piensa, que, si se siguen bien las reglas de la asociación, nunca es, exactamente, lo que uno pensaba pensar, antes de haberlo puesto en palabras.
En el límite (y también en el comienzo, cuando uno consigue hacer de ese límite un comienzo), uno debería poder asistir a su propio discurso, a lo que uno mismo dice, como si se tratase de otro. Como si uno mismo fuese otro que el que habla, o como si el que fuese otro fuese el que habla. Así, quizás, podrá uno enterarse de lo que ese otro de uno dice, de lo que ese otro de uno piensa.
Atravesado ese límite, se irá percibiendo que realmente es así; el potencial ya no será necesario; el que habla pasará a ser otro, y lo que habitualmente llamamos «uno mismo» quedará, entonces, radicalmente cuestionado.
Pues, a fuerza de ir repitiendo ese proceso, irá uno hallándose a «sí mismo». En un «sí mismo» que estará fuera de sí mismo; que estará ya, ahora, del lado del otro. Irá, así, «consumando su propio ser», para utilizar la expresión freudiana. El silencio en la escucha del otro producirá, de un modo sólo aparentemente paradójico, la posibilidad misma de que uno vaya aprendiendo a escuchar a ese sí mismo que es otro — cuando lo que (ese otro) dice ya no es lo que (uno) quería decir.
Ya no dirá lo que uno quería decir, pero tampoco se encontrará diciendo lo que uno no quería decir. Será el querer-decir mismo lo que irá quedando fuera de la ecuación: la intencionalidad, la voluntad, la significación, en su sentido clásico; el meaning, el significado, articulado con el yo, en «I mean»... Todo eso irá desapareciendo, y irá uno encontrando con una serie de aconteceres, de ocurrencias, que lo concernirán de un modo mucho más profundo que cualquier intencionalidad. De ahí el «consumar», de resonancias pindáricas, de la expresión freudiana.[16]
Ese otro que escucha, entonces, de alguna manera, debería poder posicionarse como un psicoanalista, escuchando sin escandalizarse, y también sin interrumpir. Pero, eso, una vez más, ¿no debería ser un resultado del análisis mismo? ¿No debería, todo paciente de suficiente duración, aprender, por fuerza, a escuchar como un psicoanalista lo hace, del mismo modo que no tiene más remedio que aprender, por fuerza, a asociar libremente?
Desde luego que sí, pensamos nosotros. Pero, claro, no podemos pensar de otra manera, porque somos partidarios (además de practicantes) del análisis grupal, de suplementar el mal llamado «análisis individual» con un análisis en grupo, donde se puedan ir aprendiendo muchas cosas que resultarán, después, imprescindibles para una vida un poco más humana. Donde se pueda, en particular, ir aprendiendo a escuchar, verdaderamente, al otro.
Nosotros: aclarémoslo; la referencia, en esta ocasión, va mucho más allá de un simple plural mayestático. Se trata de la institución misma a la que pertenezco, y que he contribuido a fundar, el Espacio Psicoanalítico de Barcelona; de su grupo fundacional, que formalmente coordino y al que tengo, también, el placer de pertenecer; del equipo mismo, en fin, que cotidianamente dirige y coordina los variados devenires del Espacio. Equipo, grupo e institución están atravesados, desde la fundación misma del propio Espacio, por la grupalidad. Para nosotros, las consecuencias de esa grupalidad aparecen, ya, como algo obvio. Son costumbres: hemos ido cambiando lo habitualmente acostumbrado por otras costumbres, nuevitas y relucientes. Es que nos parecen mejores.
Un hablante, entonces, que sea capaz de, verdaderamente, ir volviendo sobre lo ocurrido —que no se le ha ocurrido, sino que simplemente le ha ocurrido— e irlo convirtiendo, sin pausa ni vacilación, en un relato. Del otro lado, una escucha tranquila y atenta, que no consideraría interrumpir. Y también, todo hay que decirlo, un ambiente tranquilo: estas cosas no se pueden hacer con deadlines, con aparatos que transforman constantemente nuestra realidad en números y quieren substituirla por ellos, con el cronómetro en la mano, en la muñeca o en la cabeza.
Todo esto es necesario para poder hacer la experiencia.
No son, para nada, condiciones muy habituales; una situación tal, no es lo que más abunda. Aunque tampoco sea, stricto sensu, irrealizable: si lo fuera, no estaríamos hablando de ella. Pero es muy raro, decimos, encontrar una situación así, incluso se hace también raro, en ciertos ámbitos, concebirla. ¿Por qué? Antes hemos prometido que nos ocuparíamos de desentrañar esa pregunta. Hagámoslo ahora.
A primera vista, parecería que experiencias como estas deberían ser de lo más usual; a fin de cuentas, nosotros las hemos descrito como consecuencias directas de un análisis lo suficientemente prolongado, lo suficientemente intenso. ¿Por qué decimos a la vez que son experiencias que no se dan, que no se producen, e incluso que no están conceptualizadas? Por esto: porque las formas actuales de institucionalización del psicoanálisis no han sabido, no han podido, no han querido, o no se han atrevido a encontrar la manera de llevar el análisis mismo a las instituciones que dicen representarlo.[17] Porque el análisis se ha visto confinado, reducido, recluido, en el ámbito de la consulta denominada «privada», del llamado «análisis individual». Porque, salvo honrosas excepciones, las diversas formas de institucionalización del psicoanálisis han tenido horror de lo grupal,[18] de lo colectivo. El así llamado «análisis», de este modo, termina por limitarse a lo que sucede entre las cuatro paredes de la consulta; todo lo demás es un afuera del análisis… que queda entonces intocado por el mismo análisis y, por tanto, escapa a las regulaciones de este.
En la sesión, como se suele repetir (y como hemos visto, pues es una característica de la asociación libre misma), no cabrá desdecirse; pero, en las instituciones analíticas, se ve que sí que puede hacerse eso. No hay alternativa, realmente: o bien se incluye a la propia institución bajo el mismo régimen que el paciente en la sesión, o bien se hace con ella una excepción, con una excusa cualquiera, para la vida institucional (excusas como que la situación que se generaría sería intolerable, o invivible — cuando lo que sucede, en realidad, es que ni siquiera se lo ha intentado, o ya ni puede discernirse el modo de llegar a hacerlo). Y, si se hace excepción en un solo punto, esto ya lo advirtió Freud, toda la resistencia se agolpará ahí. La resistencia, en este caso, es ideológica. La institución se convierte, entonces, en el escenario donde puede llegar a desplegarse lo peor, sin temor a que sea sometido a análisis alguno: todas las estructuras de poder y de arbitrariedad encuentran de ese modo su posible punto de entrada.[19]
¿Cuál es la alternativa? Una institución que sea procesada, que sea pensada, concebida, desde los parámetros analíticos mismos; de otro modo, estaremos fabricando una especie de monstruo de Frankenstein: en un lado, el del diván, seremos muy psicoanalíticos, o al menos eso se supone; pero en el otro, en las reuniones de trabajo, en las decisiones institucionales, etcétera, pues seremos normales, seremos bien normalitos, como todo el mundo.
Ahora bien; si la institución debe ser pensada desde los parámetros analíticos mismos, eso impone la necesidad del análisis colectivo; el análisis deberá entonces permear la institución toda. El psicoanálisis grupal dejará, entonces, de ser una variante, una elección, una posibilidad o un capricho de cada escuela, de cada agrupación, y pasará a convertirse en condición de posibilidad del funcionamiento psicoanalítico de las instituciones analíticas mismas.
Porque —permítasenos una pausa, para hacer una pregunta— si el funcionamiento de las instituciones analíticas no es, él mismo, analítico, ¿de qué funcionamiento se trata, exactamente?
Por lo demás, si el análisis grupal se convierte en una exigencia de la institucionalidad misma, ¿hasta dónde se tendría que llegar? Parece absurdo, y hasta contradictorio, ponerle, en este punto, ninguna clase de límite: podríamos repetir aquí el mismo argumento freudiano sobre la resistencia. Tiene, pues, que llegar a todas partes. Todas las instancias de lo institucional, todos los aspectos estructurales, relacionales, organizacionales, tienen que ser sometidos a análisis. Todos los vínculos, y también las relaciones laborales. Los apegos y desapegos, las afinidades; todo. Pero eso implica una especie de análisis universal y continuo[20] (con «universal», nos referimos, claro está, a todos los miembros de una institución psicoanalítica).
Del análisis universal y continuo pasamos, con facilidad, a la organización de tantas instancias de análisis colectivo como sean posibles. Tanto la arquitectura formativa como la organizacional y la institucional pasarán a quedar atravesadas por el análisis colectivo, así como las vinculaciones mismas. Si se aplica con honestidad la regla de devolución,[21] los vínculos mismos van tomando una coloración analítica. Pero eso los convierte en vinculaciones de un tipo completamente nuevo, distinto a todo lo que existía —para cada integrante, y para el grupo mismo— anteriormente.
Profundicemos en esta cuestión, que tiene una importancia capital. En el análisis grupal se parte del deber metódico de ir disolviendo, una y otra vez, las fantasías, individuales o colectivas, que querrían explicar y reducir lo que se va produciendo entre los integrantes, para intentar convertirlo en efectos de figuras ya conocidas de la vinculación. Los integrantes tenderán a interpretar lo nuevo, así, mediante el recurso a lo viejo, a lo ya conocido; si una tal interpretación lograse imponerse, habría desaparecido, de la situación nueva, toda la novedad, y el grupo pasaría a no ser más que una instancia adicional de lo antiguo, de lo ya conocido, es decir, en la inmensa mayoría de los casos, de la neurosis de los integrantes. De esa manera, los integrantes podrán intentar creer,[22] por ejemplo, en un momento dado, que están desarrollando vínculos de amistad entre ellos; en otro, sentirán haberse enamorado de alguno de los integrantes, o concebirán la fantasía de haber encontrado una pareja; en aún otra ocasión, comenzarán a experimentar una gran familiaridad con algunos de los compañeros, etcétera. Nos enfrentaremos con una tendencia, ideológica e inconsciente, a reducir lo radicalmente singular que va apuntando su posible acontecer en el grupo a estructuras ya familiares y conocidas: la amistad, la familia, la pareja... Ese intento de reducción debe ser, él mismo, interpretado y radicalmente disuelto, eliminado; de lo contrario, la familiaridad empezará por devorar los conatos de singularidad del grupo, y con rapidez terminará por destruirlo desde dentro o, lo que es equivalente, por incapacitarlo, por desposeerlo de toda fuerza de cambio.[23]
Preservar esa fuerza de cambio requerirá, entonces, un trabajo continuo de crítica y de deconstrucción, una vía negativa, fundamentada en ir trabajando, repetidamente, con los integrantes, el hecho de que no son amigos, y que tampoco son familiares; que de ningún modo son una pareja... Esa des-identificación será la base para una posible apreciación crítica posterior de esos mismos conceptos que al principio cuestionamos con radicalidad: no se tratará ya más de vivencias obligatorias, impuestas por una moral ambiente, fija, que ya no sabe distinguir su propio origen ni su pretendida motivación, sino de un repertorio de aspectos, contingentes y omisibles,[24] algunos de los cuales podrán ser rescatados por los integrantes, o por el grupo entero, en una averiguación indagatoria de qué es lo que se va componiendo, según el caso, con los propios cuerpos y con el grupo mismo.[25] Dicho de un modo todavía más sencillo: de la amistad, del amor, de la pareja, de la familia, se tomará lo que le funcione a uno, lo que le funcione al grupo, y se desechará todo lo demás. Ya no será, por ejemplo, obligatorio tener una familia (o casarse y tener hijos, etcétera); pero, sin embargo, se podrán apreciar aspectos interesantes o beneficiosos en el conglomerado ideológico que se suele denominar «familia»; y lo mismo para las nociones de amistad, pareja, etcétera.
De este recorrido, del que aquí sólo hemos dado el más apresurado de los esbozos, se deduce con facilidad: los vínculos que se irán creando, en el seno de ese análisis colectivo y continuo, van a ser de una naturaleza nueva. Estaríamos tentados de añadir que eso es así por construcción. Y esa novedad nos permitirá, también, liberarnos de una pesada carga: la de la propia nocividad, la de las propias contradicciones internas ya superadas, de los antiguos conceptos, ahora radicalmente cuestionados.[26]
Si ahora nos retiramos hasta un punto más elevado, con el objeto de adquirir una cierta perspectiva, se nos hará patente que las condiciones de posibilidad para los modos de vinculación que integren en su escenario constitutivo la práctica misma de la asociación libre se hacen a la vez muy claras, pero también muy exigentes y muy complejas, y que se internan además en cuestiones que van mucho más allá de la individualidad y la intersubjetividad, ya que se insertan en la crítica misma de los modos de institucionalización del psicoanálisis. Pero esa exigencia y esa complejidad no implican, de ningún modo, que aquello a lo que se apunta sea una construcción imposible.
No entra dentro de nuestras aspiraciones delinear el camino por el que cada cual, cada grupo, cada institución, deberá internarse, si así lo desea, para ir encontrando esas nuevas modalidades vinculares. Sería querer convertir lo que se haya podido ir recorriendo del propio camino en un ejemplo, y los caminos siempre serán propios, no pueden ser reciclados, ni puede uno prestárselos a los demás.[27] Aquel que se interne por el camino de otro se perderá, sin duda, irremisiblemente. Un camino puede, sí, ser un ejemplo, pero de una cosa sola y en un solo sentido: puede ser, simplemente, el testimonio de que uno ha caminado, de que ha sabido, ha conseguido caminar. Y, si uno ha caminado, entonces caminar, abrir camino, debe de ser algo posible. Y caminar, de ese modo, se hace posible para todos.
Olga Palomino propició la conversación que disparó la reflexión que da comienzo a este escrito, y David Palau compartió la casa de Tregurà de Dalt donde esa misma conversación tuvo lugar.
Laura Blanco, Daniel Cañero, Carlos Carbonell, Norma Cirulli, Silvina Fernández, Mar Martín, Mireia Monforte, David Palau, Olga Palomino, Amalia Prat, Cristina Prats y Andrea Segura han revisado meticulosamente varios borradores de este escrito, detectando erratas, sugiriendo mejoras, y señalando puntos de la argumentación que requerían ser mejorados. Les estoy profundamente agradecido a todos.
Tregurà de Dalt–Barcelona, agosto de 2022–abril de 2024