El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XX Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (IX).
La casualidad quiso que esta ponencia se terminara de escribir justo en la fecha (14 de marzo de 2020) en que el Gobierno de España decretaba oficialmente los primeros 15 días de «estado de alarma» por la propagación del fatal virus conocido como coronavirus Covid-19.
Un año después, en el momento de revisar estas líneas (marzo de 2021, en medio de otro «estado de alarma»), los estragos de esta distopía, en forma de pandemia, han hecho mella en todos los ámbitos imaginables (social, cultural, económico...) en prácticamente todo nuestro planeta.
Uno de estos ámbitos, desde luego, es el psíquico. Ignoramos aún qué consecuencias causarán el estrés y la angustia a que estamos sometidos por un virus que, en diciembre de 2019, a parecía como una lejana y penosa extravagancia sucedida en China. Precisamente por eso, por la dramática cercanía de los hechos (que no permite su análisis distanciado), y por una fatiga extenuante al respecto de este acontecimiento, el autor ha decidido no incluir prácticamente ninguna referencia del Covid-19. en el texto que sigue.
Sin embargo, en algún momento, algunas de las conclusiones que desea sostener nos remitirán, por inercia, a lo que hemos vivido estos últimos meses. Sobre todo, en relación al insoportable ruido ¿informativo? con el que nos han castigado la mayoría de los medios desde hace más de un año. El vértigo al que se han producido y producen las noticias, su omnipresencia, simultaneidad, y la ruptura, angustia y zozobra que han provocado en la cotidianeidad de miles de millones de personas sugieren puntos de contacto suficientes con el material de este escrito para, al menos, hacer una referencia a ello en forma de nota introductoria.[1]
Siendo, por otro lado, muy consciente de que, quizás, cuando alguien lea estas líneas en un futuro no muy lejano, aparezcan ya absolutamente caducas, envejecidas al lado de la próxima crisis, cataclismo o tragedia que dé lugar al siguiente bombardeo inmisericorde de rigor. En este sentido, nunca será suficientemente ardua la recomendación de leer el libro La doctrina del shock, de la periodista canadiense Naomi Klein, para que todos y cada uno de nosotros podamos vislumbrar el nivel de manipulación al que somos expuestos, cada uno de los días que conforman nuestras vidas. La pregunta es: ¿hasta dónde nos dejaremos manipular?
La práctica analítica no puede deslindarse del contexto social, cultural, histórico en el que estamos inmersos; los pacientes de hoy no son los de 1920, por ejemplo. Y la obra de Sigmund Freud, más allá de su rabiosa validez y actualidad en muchísimos aspectos, también debe ser leída y enmarcada en nuestro tiempo, para huir de rigideces y dogmatismos.
En este sentido, el texto que sigue deseará establecer un puente entre algunas de las teorías que expuso Freud hace cien años y algunas de las voces más escépticas respecto a la era tecnológica contemporánea. Y ello, pese a la aparente lejanía temporal y temática que separaría al creador del psicoanálisis (que no pudo ni imaginar Internet) de los pensadores del siglo xxi. La conexión, sin embargo, se fue estableciendo por sí sola, sin forzamientos, y sobre todo a raíz de observar, en la consulta, un fenómeno cada vez más frecuente.
Con recurrencia creciente, pacientes que acuden a las primeras sesiones experimentan serias dificultades para exponer sus malestares. No se trata de que no puedan explayarse en ellos; es que apenas pueden verbalizarlos. Sucede, sobre todo, con pacientes jóvenes (no necesariamente sin una formación académica superior). Acuden angustiados a explicar por qué sufren y, sin embargo, se sienten impotentes y torpes a la hora de desplegarlo, precisamente, cuando en las visitas iniciales hay más necesidad de descargar en palabras el sufrimiento acumulado.
En esas situaciones, aparece una demanda de ayuda en forma de frases como «no se me ocurre nada» (¡cuando acaban de llegar!) o «pregúntame algo». O, sin más, aparece un denso silencio. Un silencio que, en ese momento, no se antoja resistencial (o no sólo eso), como clásicamente se podría interpretar, ni tampoco aparece como un lugar de recogimiento antes de que emerja nuevo material al psiquismo. ¿Ante qué nos encontramos, entonces? Y, además, ¿qué podemos hacer, ahí, desde la posición de analistas?
Para responder las preguntas planteadas, es preciso, en primer lugar, detenerse y rebobinar la máquina del tiempo, en busca de los primeros indicios que nos señalen por dónde podrían ir los tiros. En 1908, Freud (citando las palabras de W. Erb) hacía referencia a las «redes telegráficas y telefónicas que envuelven al mundo entero», y añadía: «... las condiciones del comercio y del tráfico han experimentado una alteración radical; todo se hace de prisa y en estado de agitación: la noche se aprovecha para viajar, el día para los negocios, aun los "viajes de placer" son ocasiones de fatiga para el sistema nervioso» [4, p. 165].
Bastantes años más tarde (en 1970), el periodista Alvin Toffler vaticinaba un panorama igualmente poco halagüeño: «El "shock" del futuro no figura en el Index Medicus, ni en ninguna lista de anomalías psicológicas. Pero a menos de que se tomen inteligentes medidas para combatirlo, millones de seres humanos se sentirán cada vez más desorientados, progresivamente incapaces de actuar de un modo racional dentro de su medio. La angustia, la neurosis colectiva, la irracionalidad y la desenfrenada violencia, ya manifiesta en la vida contemporánea, son simples prefiguraciones de lo que puede depararnos el futuro, a menos de que consigamos comprender y tratar esta enfermedad» [10, p. 14].[2]
Son solamente dos ejemplos (podríamos encontrar muchos más) de dos autores que denunciaron la creciente aceleración de las sociedades mal llamadas modernas, con las consecuencias psíquicas que ello acarreaba para los seres humanos. Sin embargo, ambas citas, pese a su contundencia, envejecen ante la dimensión vertiginosa que se ha producido desde la irrupción de Internet y las nuevas tecnologías. Ya no se trata de que el mundo gire cada vez más rápido, que también, sino que se dibuja un escenario, esta vez sí, nuevo bajo el sol.[3]
Desde hace poco tiempo, ha aparecido en los medios de comunicación una nueva etiqueta (una más) para los más jóvenes. Se trata de la llamada generación alfa. Esta generación es la que sigue a los otrora populares millennials (nacidos entre 1980 y 1993) y a la generación Z (entre 1994 y 2010). En las tres generaciones, más allá de los burdos afanes de encasillamiento, se produce un alejamiento progresivo del mundo analógico, hasta el punto que se califica a los alfa como «la primera generación digital».[4]
El asunto, desde luego, no puede estar exento de consecuencias, muchas de las cuales aún desconocemos, puesto que nos falta perspectiva y tiempo para valorarlas. Sin embargo, otras ya han sido puestas sobre la mesa por diversos pensadores contemporáneos. Detengámonos en ellas.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han se ha convertido en una de las voces más críticas hacia el acelerón tecnológico. En su libro El aroma del tiempo [7] afirma que el psiquismo está empezando a colapsar en cuanto a la percepción del propio tiempo. Ya no se trata de un fenómeno lineal y asimilable para el ser humano, sino de algo que se le escapa, que lo sobrepasa.
Han asevera que la época de la aceleración (aquéllas de las que hablaban Freud o Toffler) ha quedado atrás. Hoy se vive en una «disincronía», una «atomización» y una «fragmentación» del propio tiempo que erosiona el sentido de identidad y la coherencia narrativa que pueda albergar la parte consciente de nuestro yo. El mismo yo que puede recibir o enviar mails, whatsapps, llamadas, likes de Facebook, mensajes de Telegram, publicaciones de Instagram, de Twitter, de Tinder, de TikTok, de Snapchat, avisos de Wallapop, de Amazon... y que puede conectarse para ver cientos de series en plataformas como Netflix, Hbo, MoviStar... Y eso, sin ser demasiado exhaustivo en el recuento de aplicaciones y plataformas disponibles. Y, tampoco, sin entrar en el cada vez más frecuente multitasking que invade la esfera laboral, donde las tareas se superponen sin solución de continuidad en aras y para gloria del mercado laboral contemporáneo.
¿Repercusiones? Para el surcoreano, entre otras, «inquietud hiperactiva, agitación y desasosiego». Y, obvio, una falta de tiempo que no casa bien «con el pensamiento» [7].
Sigamos. El estadounidense Nicholas Carr es otro de los pensadores más críticos con la era actual. En 2010, publicó ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Superficiales [3], donde ahonda en los daños que, argumenta, la Red está causando a nuestra capacidad de atención, concentración, contemplación. Afirma que la sobrecarga de estímulos imperante lleva al ser humano a la «angustia» y habla de una «cacofonía de estímulos» que «cortocircuita tanto el pensamiento consciente como el inconsciente, lo que impide a nuestra mente pensar de forma profunda o creativa. Nuestro cerebro se centra en unidades simples de procesamiento de señales, pastoreando rápidamente los datos hacia la conciencia para abandonarlos con la misma celeridad».[5]
Para terminar con este recorrido (que podría ser inmensamente más extenso, lo que sobrepasaría el marco de este trabajo), nos centraremos en la obra del filósofo italiano Franco Bifo Berardi, Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva [1].
Berardi explica que el ser humano ha sufrido una transición desde una sociedad predigital a una digital, lo que implica un cambio de un modo de comunicación «conjuntivo» a uno «conectivo». En la «conjunción», Berardi sitúa la «comprensión empática» del otro y una cierta demora psíquica y afectiva en el tiempo, mientras que en la «conexión» aparece la «adaptación a una estructura sintáctica» cada vez más acelerada y variable, más maquinal que humana. Y no duda en achacar a este cambio una «mutación antropológica» que tiene «efectos patológicos» sobre el alma; entre otros: «pánico, sobreexcitación, hiperactividad, trastorno por déficit de atención, dislexia, sobrecarga de información y saturación de los circuitos neuronales». De hecho, utiliza la expresión «cronopatologías» para referirse a dicho fenómeno [1, pp. 19–50].
Hay tanto ruido alrededor nuestro, se habla (hablan, se podría decir, siempre alguien que no es uno mismo) de tantas cosas y con tanta desmesura, que no hay espacio para que el individuo pueda desplegar su propio discurso, para que se pueda escuchar a sí mismo. Y lo ejemplifica de la siguiente manera: «La primera generación digital está mostrando síntomas de atrofia emocional a raíz de esta desconexión entre el lenguaje y el sexo. Se habla de sexo en todos lados, en los medios, la publicidad, la televisión; pero en el sexo ya no hay espacio para hablar dado que se ha desconectado del lenguaje». En este orden de cosas, Berardi dice que la «afasia» sería una de las consecuencias de la condensación comunicativa actual, y que la «dislexia», igualmente, se podría atribuir «como un síntoma de esta aceleración» [1, pp. 54–55].
Desplegamos dos reflexiones más del italiano, muy combativo contra las nefastas consecuencias del escenario que plantea, para retomarlas en breve.
A medida que los flujos electrónicos invaden la pantalla de nuestra atención, la valla protectora de la relevancia se rompe, ya que no logramos discriminar lo que es importante de lo que no lo es. El trauma, el deterioro físico de la funcionalidad cerebral y el estrés provocado por agresiones externas son condiciones que causan transformaciones con implicaciones psíquicas. [...] La hiperestimulación de la atención y los cambios dramáticos que afectan nuestro e ntorno pueden considerarse factores mutagénicos pertenecientes a la esfera del trauma y, por lo tanto, exigen una integración de las aproximaciones psicológicas y neurológicas [1, pp. 238–256, el enfásis es nuestro].
Y ahí es cuando el Freud de 1920 entra en escena.
Hace cien años, el creador del psicoanálisis elabora uno de sus textos más áridos y, al mismo tiempo, imprescindibles. En Más allá del principio de placer [5], expone, entre muchas otras cosas, su teoría de cómo el psiquismo procesa las excitaciones «de un mundo exterior cargado con las energías más potentes» gracias a una «protección antiestímulo». Se trataría de una especie de «membrana» superficial meramente receptora de todo aquello que percibimos de afuera, la cual filtraría pequeñas muestras que podrían ser reconocidas y, por tanto, ligadas (comprendidas) por los estratos contiguos y más profundos que rigen nuestra vida psíquica (de este modo, por ejemplo, un bocinazo lejano no activaría la misma señal de alarma que uno cercano y, una vez reconocido el sonido del mismo y su distancia, daría lugar a tomar las medidas pertinentes de protección, huida... o de indiferencia).
La protección antiestímulo, pues, cribaría las excitaciones del mundo, permitiendo que nuestro psiquismo lo asimile (en el sentido económico freudiano) y se oriente en él. Sin embargo, este equilibrio se puede ver truncado cuando las excitaciones que nos invaden son excesivas, abrumadoras, y desgarran esta protección antiestímulo, anegando la capacidad de asimilación, lo que daría lugar a una de las acepciones del trauma: a la neurosis traumática, que deja al individuo anclado, paralizado en un momento fatal. Por ejemplo, una explosión imprevista, un accidente repentino... serían dos situaciones que desencadenarían una reacción de terror insuperable para el sujeto, que podrían dejarlo fijado neuróticamente a ese trauma.
Freud señala: «Llamemos traumáticas a las excitaciones externas que poseen fuerza suficiente para perforar la protección antiestímulo. Creo que el concepto de trauma pide esa referencia a un apartamiento de los estímulos que de ordinario resulta eficaz» [5, p. 29].[6]
Con esta cita en la cabeza, y retomando las palabras anteriores de Berardi, ¿no parece, al menos, pensable que hay una cierta conexión entre «la valla protectora de la relevancia» que exponía el italiano, y que nos permitía discriminar lo importante de lo no importante, con la protección antiestímulo freudiana? Añadamos, además, que Berardi describía también un efecto psicológico perteneciente «a la esfera del trauma» producido por la «hiperestimulación de la atención» actual y los «cambios dramáticos» del entorno. Y aludía al «estrés» generado por las «agresiones externas», unas «agresiones externas» que se podrían equiparar con las «energías más potentes» freudianas.
Cierto es que el trauma del que hablaba Freud no es el mismo del que habla Berardi; sin embargo, ambos comparten el carácter de lo que no puede ser elaborado ni gobernado por el psiquismo, ya sea por la ruptura brutal y abrupta de la protección antiestímulo, pero también por el martilleo incesante de un mundo externo que no da tregua y que repiquetea nuestra valla protectora, no hasta el punto de perforarla, pero sí de erosionarla.[7]
Tras la erosión, entonces, llegará la parálisis. Parálisis, por ejemplo, en los afectos, en el habla (e incluso en la rigidez corporal) de aquellos pacientes que han crecido en un entorno casi exclusivamente digital, y a los que no les ha explotado ninguna bomba al lado, pero que han recibido el impacto de millones de inputs electrónicos cuyo significado sólo pueden comprender teóricamente. Porque ese es justamente el problema: que sólo hay comprensión teórica, la del desciframiento semiótico de palabras y frases despojadas de ironía, de matices, de lecturas entre líneas. Porque las pantallas no matizan, ni ironizan, ni leen entre líneas. En última instancia, donde sólo hay comprensión teórica del lenguaje como dispositivo, hay una profunda incomprensión.
Para terminar, pues, de responder a la primera de las dos preguntas iniciales: ¿Ante qué nos encontramos? Ante pacientes que ya han crecido en un entorno de simultaneidad e híper estimulación que los deja inermes para la simple expresión de sus propios malestares, presos de la misma angustia que denunciaba también Han y de la ausencia de profundización que señalaba Carr. Y que piden «pregúntame algo» porque no se les ocurre «nada».
Casi se podría pensar, siguiendo la clarividencia de Bauman, en una especie de trauma líquido, un trauma de baja intensidad, light, que no por ello deja de ocasionar serios sufrimientos. Si la línea que separa los extremos que delimitan la salud de la enfermedad está salpicada de múltiples puntos, ¿dónde habría que situar estas consecuencias de la sobreexposición digital actual? A tenor de lo expuesto hasta aquí, mucho más cerca de una neurosis con efectos... contemporáneamente traumáticos.
Abordemos ahora alguna respuesta a la segunda pregunta que abría este texto: ¿qué puede hacer un analista ante pacientes que se han quedado, literalmente, sin palabras?
En su texto Sobre la iniciación del tratamiento, Freud indica lo siguiente:
En ocasiones se tropezará con pacientes que empiezan su cura con la desautorizadora afirmación de que no se les ocurre nada que pudieran narrar, y ello teniendo por delante, intacta, toda la historia de su vida y de su enfermedad. No se debe ceder, ni esta primera vez ni las ulteriores, a su ruego de que se les indique aquello sobre lo cual deben hablar. Ya se imagina uno con qué tiene que habérselas en tales casos. Una fuerte resistencia ha pasado al frente para amparar a la neurosis; corresponde recoger enseguida el reto, y arremeter contra ella [6, p. 138].
Desde luego, el factor de la resistencia siempre hay que tenerlo presente, en los primeros compases de una terapia y posteriormente; sin embargo, dado el marco desplegado más arriba, ¿es pertinente seguir a rajatabla estas recomendaciones hoy en día? La sensación es que, ante pacientes que se han quedado sin palabras, o que únicamente pueden expresar su padecer de forma muy parca, es necesario lanzar algunas preguntas que ayuden a la persona a poder tirar de algún hilo. Otra alternativa, como un prolongado silencio (tan útil en otras ocasiones), equivaldría a aumentar su angustia en un momento inapropiado. Porque el silencio, como tantas otras cosas que conforman el lenguaje humano, también ha sido despojado, para estas personas, de otras significaciones que no sean el vacío.
En este sentido, se podría considerar que hay una larga labor preanalítica a abordar, que puede durar bastante tiempo. Y en la que hay que prestar elementos varios al recién llegado. A veces, junto a las preguntas iniciales que auxilien al paciente, hay que prestarle incluso el propio cuerpo, la propia gestualidad, para ir desatascando la rigidez psíquica y física que presentan algunas personas. Hacer que algo se mueva, aunque sea el cuerpo del analista al compás de sus palabras, para que empiecen a destensarse las palabras desde el otro lado, como si se sacudieran como se sacude una pieza de ropa demasiado acartonada.[8]
En situaciones de este calibre, muchas veces, da la sensación de que el contacto con el analista es el contacto más humano que han tenido estos pacientes hasta ese momento. Es decir, el que les permite abrirse más y, sobre todo, hacerlo sin interrupciones.
Berardi, al que retomamos brevemente aquí, señala que «el formato digital de la experiencia con su creciente velocidad e intensidad afecta, ante todo, a la reacción psíquica frente a los estímulos de información, la relación empática entre los organismos conscientes y sensitivos, y la cognición, es decir, la memoria, la imaginación y el lenguaje» [1, p. 322, el enfásis es nuestro]. El lenguaje, la memoria y la imaginación son tres elementos fundamentales en un análisis. En los tres se advierten fuertes carencias en este tipo de personas.
En casos así, como venimos diciendo, el primer paso será tender puentes para que el paciente pueda reconectar (y no en el sentido digital) con las palabras. Para que luego pueda empezar a discernir la sutileza, los matices, las contradicciones... que hay en ellas, y para que, también, pueda empezar a darles el peso que contienen (es curioso, en este sentido, que algunos pacientes explican experiencias muy duras casi con el mismo tono con el que describirían una acción cotidiana).
La recuperación del lenguaje debería acompañar al restablecimiento de recuerdos, que devuelvan la memoria al individuo. Una memoria que sería previa, desde luego, al descubrimiento de las lagunas inconscientes reprimidas. Una memoria que permitiría establecer un mínimo relato sobre la vida, una mínima historización de sí mismo; no como una acumulación fragmentada de bits de información o de selfies, sino como una línea de acontecimientos mayores o menores que se despliegan y que se conectan (de nuevo, no en el sentido digital) con alguna coherencia. Sin relato, sin historia, no hay análisis posible.[9]
Y sin imaginación, tampoco. Por eso, idealmente, la conquista del lenguaje y de un relato culminaría con la puesta en marcha de una cierta imaginación; ello daría lugar, al fin, a la posibilidad para asociar libremente y, desde allí, empezar algo así como un análisis, desanudadas ya muchas contracturas lingüísticas y establecido el suelo que permita hilvanar los distintos momentos vitales. Quizás todo este recorrido se trate, en cierto sentido, de una suerte de poseducación a la que Freud remitió, con otros abordajes, en algunos de sus textos.
Llegados a este punto, aparecen otras preguntas. No en relación al análisis, a los papeles desempeñados por analista y analizante, sino en relación al escenario que se dibuja. En un escenario de aceleración que quiebra el psiquismo, ¿qué se puede esperar?
La neuroplasticidad[10] y la capacidad del cerebro para adaptarse y transformarse en relación al entorno, a las experiencias, a las propias conductas, y que nos convierte en seres extremadamente complejos, ¿cómo responde a esta realidad externa de híper velocidad y simultaneidad? Distintos autores sostienen que nuestra plasticidad cerebral está desbordada ante el estrés al que lo somete el actual entorno, que nuestra psique no alcanza a moldearse a las infinitas y vertiginosas excitaciones que recibe.
Para remitirnos a uno de los desplegados aquí, leamos a Berardi: «Dado que la conciencia es demasiado lenta para procesar la información que viene de un mundo acelerado (...) el mundo ya no puede ser traducido a un cosmos, un orden mental, sintonía y simpatía. Lo que está en juego aquí tiene muy poco que ver con la política y la historia y mucho más que ver con la neuroplasticidad de la evolución del cerebro» [1, p. 271].
Si un proceso analítico en profundidad ayudaría al psiquismo a adaptarse a esta nueva realidad sería objeto de otro estudio; pero, al menos, sí debería aportar algunas herramientas que socorran al ser humano en medio de este torbellino: introspección, capacidad de entendimiento, posibilidad de desacelerar momentáneamente en sesión...
Hoy, el ser humano parece haber caído en la trampa denunciada por Séneca hace 2.000 años: «Quien está en todas partes no está en ninguna parte». Y de la capacidad que tenga de sobreponerse a los retos de este entorno parece depender mucho su bienestar futuro. Berardi, para terminar este recorrido, ve en este enfrentamiento entre individuo y mundo exterior un duelo absolutamente despiadado:
«Solo un exceso de imaginación puede encontrar la vía hacia una neuroplasticidad consciente, navegable. Pero lo que no sabemos es si ese exceso de imaginación aún puede tener lugar cuando se ha fijado el cableado cognitivo. Esta es la pregunta con la que tendremos que lidiar en las próximas décadas. Es el próximo desafío, el juego neohumano que hoy, en medio de lo que parece ser una imparable e irreversible catástrofe de la civilización humana, apenas podemos vislumbrar» [1, p. 342, el enfásis es nuestro].
Barcelona, marzo de 2020-2021
[1] Franco Berardi. Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva. Buenos Aires: Caja Negra Editora, 2017.
[2] Carlos Carbonell. Zombis. En Textos para pensar, 2016.
[3] Nicholas Carr. Qué esta haciendo Internet con nuestras mentes. Superficiales. España: Taurus, 2011.
[4] Sigmund Freud. «La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. ix: El delirio y los sueños en la «Gradiva» de W. Jensen, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[5] Sigmund Freud. «Más allá del principio de placer». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xii: Más allá del principio de placer, Psicología de las masas y análisis del yo, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[6] Sigmund Freud. «Sobre la iniciación del tratamiento». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xii: «Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente» (caso Schreber), Trabajos sobre la técnica psicoanalítica, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[7] Byung-Chul Han. El aroma del tiempo. Barcelona: Herder, 2015.
[8] Olga Palomino. La fuerza del relato. En Textos para pensar, 2018.
[9] Alba Solé (29 de mayo de 2019). Qué es la generación Alfa, la primera que será 100% digital. BBC News Mundo.
[10] Alvin Toffler. El «shock» del futuro. Barcelona: Plaza & Janés, 1981.
[11] Adrián Triglia (10 de noviembre de 2016) Plasticidad cerebral (o neuroplasticidad): ¿qué es?.