El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XXI Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (X).
Desde luego, nadie en su sano juicio podría aceptar una declaración de intenciones de un ser humano sobre otro como la que aparece arriba. Nadie. Sin embargo, si hubiéramos reaccionado airadamente a estas frases y las hubiéramos proscrito como inadecuadas, nos hubiéramos perdido una de las canciones más reproducidas y famosas de las últimas décadas: Every breath you take, del grupo The Police, liderado por Sting, éxito mundial desde 1983 hasta nuestros días.
La pregunta que al autor del texto se le antoja es: ¿esa misma canción, hoy, sería sancionada, repudiada y acabaría, eventualmente, no viendo la luz? No parece una pregunta inadecuada, dada la imposición de la llamada corrección política que se ha establecido de un tiempo a esta parte y que ha impregnado gran parte de los discursos sociales... e individuales.
La corrección política, el hablar de manera políticamente correcta, se ha convertido en un valor irrenunciable para ciertos sectores autodenominados progresistas, que ven en estos nuevos modos de expresión una forma de cuidar e incluir en los debates contemporáneos a minorías o grupos de población históricamente oprimidos o excluidos.
Sin embargo, no todo el mundo comulga con la corrección política. Diversas voces, desde distintos ámbitos, se han alzado en contra de lo que consideran una neolengua artificial que da lugar a un modo de neocensura verbal y, en última instancia, ideológica. Se han excedido los límites de lo que supondría expresarse teniendo cuidado del otro, dicen, y la corrección política se ha metamorfoseado en un arma que coarta la libertad de expresión y que impide una confrontación franca y abierta de posturas encontradas.
El debate, desde luego, está encendido y candente. Y, en lo que más de cerca nos concierne, asoma la pregunta sobre cómo influye este ambiente en los procesos analíticos. Desplegaremos algunas reflexiones al respecto más adelante.
¿Qué sería la corrección política?[1] Obviamente, aquello que se puede o no se puede decir siempre ha estado presente en cualquier conformación humana, en forma de tabúes, prejuicios y, claro, en forma de las estipulaciones y leyes que los gobernantes han impuesto a sus gobernados (un ejemplo diáfano y siniestro de ello es el lenguaje que se fomentaba en el terrible Tercer Reich alemán, donde los nazis proscribían términos como «conciencia» y «moral» en favor de otros como «pueblo», «país» y «raza») [6, p. 88].
Como tal, el origen del concepto corrección política podría rastrearse en las traducciones al inglés (political correctness) del Libro Rojo de Mao Tse-Tung, donde el líder chino insiste en consignas que siguen una «línea correcta», frente a las de la «línea incorrecta». También aparece la expresión «correcta perspectiva política» en un texto del revolucionario ruso León Trotski de 1932 (Problemas de la Revolución china).
Sin embargo, lo que hoy denominamos hablar de manera políticamente correcta surge como un fenómeno novedoso, reciente y, lo más curioso, impulsado (al menos, en un primer momento) desde la sociedad civil y no desde las autoridades políticas. Los antecedentes expuestos arriba solo hacen referencia al origen de la expresión. Otra cosa es el sentido y la dimensión que este concepto ha adquirido en nuestros días. Y aquí, es preciso remontarnos a otros tiempos. Y a otros ambientes.
Años 60. La execrable guerra de Vietnam levanta ampollas entre los sectores estudiantiles y progresistas de la sociedad estadounidense. En Francia, florecen las protestas que se conocerían como Mayo del 68, donde grupos, también de estudiantes en su mayoría, alzan sus voces contra las sociedades consumistas, capitalistas, colonialistas. Es un momento de efervescencia, insumisión. Aparecen referentes intelectuales. Uno de ellos es el filósofo alemán Herbert Marcuse, afincado en los Estados Unidos y adscrito a la llamada Escuela de Frankfurt.
Inspirador de muchos ideales de la época, Marcuse ejerce una crítica impiadosa y feroz contra la sociedad de clases, a la que, entre otras muchas cosas, la acusa de alienar al individuo hasta extremos aberrantes. Desarrolla el concepto de «tolerancia represiva» a lo largo de su obra. Y Marcuse, a la hora de explicar este término, no se anda por las ramas: «Este ensayo investiga la idea de tolerancia en la sociedad industrial avanzada. La conclusión a que llega es que la realización de la tolerancia exigiría intolerancia frente a las prácticas, credos, y opiniones políticas dominantes[2] –así como también la extensión de la tolerancia a prácticas, credos, y opiniones políticas que se desprecian o se reprimen– [...] lo que hoy se anuncia bajo el nombre de tolerancia sirve, en muchas de sus más eficientes manifestaciones, a los intereses de la represión» [5, p. 47].
Marcuse denuncia una trampa. Bajo la fachada de «tolerantes», los poderes aparentan nivelarse con minorías sin voz, a las que toleran por igual sus opiniones. Sin embargo, estas minorías no disponen de los recursos para hacerse oír y, ni mucho menos, para acceder a posiciones de protagonismo social, con lo que la presunta tolerancia de los poderosos no es más que una coartada perfecta para seguir oprimiendo a los excluidos: «Somos muy tolerantes con vuestras opiniones», parece que digan los que mandan. Pero la segunda parte del asunto, que sería «total, nadie las va a escuchar», estaría borrada.
Por eso, Marcuse enfatiza que este tipo de tolerancia es «represiva» y apuesta por darle la vuelta a la tortilla. Es preciso ser intolerante con quienes manejan los hilos, para que no puedan sofocar a las minorías. E incluso aboga, para ello, por la supresión «del derecho de libre expresión y libre reunión» y por la retirada de los «derechos cívicos» y la «opresión» de los «viejos» y «nuevos amos» de este mundo. Y añade: «Que la tolerancia sea retirada a los movimientos retrógrados antes de que puedan volverse activos y que también se ejerza intolerancia frente al pensamiento, la opinión y la palabra...» [5, pp. 68, 70]. Para que los amos dejen de ser amos, y los esclavos dejen de ser esclavos, se leería de este razonamiento.
Poco después, a partir de la década de los 80, se introducen con fuerza en los campus universitarios estadounidenses (y por extensión anglosajones), especialmente en los departamentos de Artes y Humanidades y Literatura, las elaboraciones teóricas de pensadores franceses, en especial de Jacques Derrida y de Michel Foucault, cuyas obras supusieron un cuestionamiento radical en muchos aspectos.
Derrida ejerció una crítica profunda al sentido dado o natural que pudiera albergar un texto, en un pensamiento que se ha popularizado con el nombre de deconstrucción. Para Derrida, no hay interpretaciones apriorísticas de un texto, cuyo contexto no es uno sino múltiple, y cuya significación sería cuestionable más allá de su apariencia.
Foucault, por su lado, desvelaba en su obra las relaciones de poder que se producen en cualquier intercambio humano. Y hablaba no sólo de un poder descendente, sino también horizontal. Y, lo que es más importante, muchas veces velado a la simple vista, escondido, ladino. Y ubicuo, presente en cualquier lugar («es un poder que está en todas partes y en ninguna», escribe Dudda).
La influencia de estos y otros autores galos en los ámbitos universitarios de Estados Unidos (donde se popularizó con el nombre de French Theory) arraigó como una continuación de los movimientos contestatarios que estallaron en los 60. «En esa década, en las universidades occidentales, especialmente anglosajonas, se produjo una alianza curiosa entre izquierda política y teoría literaria», argumenta Dudda [1, p. 133]. Y añade, citando a otro autor (François Cusset), que «la izquierda» empezó a ver en cualquier texto «un autor», que escondía un «sentido» aparente y que, en última instancia, respondía a unos intereses del poder «imperialista».[3]
Esta interpretación (¿o quizás podría decirse sobreinterpretación?) de dichas corrientes de pensamiento supuso un cuestionamiento radical de los cánones culturales (filosóficos, artísticos, literarios...) preponderantes hasta el momento. Todo era cuestionable y, es más, se propugnaba la necesidad, desde luego loable, de dar voz a los grupos y sectores sociales tradicionalmente apartados de un foco que, hasta el momento, había solamente alumbrado a los varones blancos y heterosexuales, con algunas honrosas excepciones.
Las políticas de identidad empezaron a fomentarse como una respuesta a las políticas y prácticas represivas que habían sido dominantes, de manera más o menos camuflada, hasta el momento. Pero, precisamente, el cuestionamiento de unos modelos supuso la imposición de otros: los de lo políticamente correcto (pc). Y también supuso la imposición de sus excesos, arguyen los críticos de este cambio de paradigma.
Desde luego, algunos ejemplos deberían llevarnos a la reflexión sobre si se está llevando el asunto de lo PC a unos límites desaforados.
En Estados Unidos, una de las obras literarias clásicas, Huckleberry Finn, de Mark Twain, ha sido rechazada en algunos ámbitos por el uso de la palabra nigger (la palabra que se usaba entonces para referirse a los negros); y en algunas universidades se han llegado a habilitar los conocidos como espacios seguros (safe spaces), lugares donde los estudiantes se pueden retirar y relajar si algún debate les provoca un estrés excesivo; una medida que contrasta con aquello a lo que debería aspirar cualquier universidad: convertirse en un entorno para debatir, argumentar y criticar posiciones enfrentadas sin tapujos, y no esconderse de ellas en un rincón.
Paradigmático, en este sentido, es un espacio seguro preparado en una universidad de Nueva Inglaterra y equipado con «cuadernos para colorear, juegos de plastilina, cojines, música relajante, mantas, galletas, chuches y un vídeo con perritos juguetones. Añadieron la presencia activa de algunos psicólogos de apoyo» [6, pp. 321 y 76, 77].
Más. En Columbia, varios alumnos de su universidad censuraron textos de la mitología griega, como las Metamorfosis de Ovidio, por contener «material sensible y ofensivo que margina las identidades de los estudiantes en el aula. Estos textos, creados a partir de historias y narrativas de exclusión y opresión, pueden ser difíciles de leer y discutir para un superviviente, una persona de color o un estudiante de origen humilde». Y se abogaba por la colocación de trigger warnings (algo así como un aviso a navegantes, y que de hecho funciona en algunas universidades) para advertir de la presencia de elementos que pudieran tener un efecto traumático sobre la persona [1].
Podríamos encontrar, desde luego, muchísimos más ejemplos del estilo.
Esta nueva moral, semejante higiene verbal que nació en los campus anglosajones se ha ido extendiendo desde entonces (y gracias también a la rapidez con que circulan las nuevas tendencias en las redes sociales) a prácticamente todos los ámbitos sociales y cotidianos, lo que ha producido un curioso fenómeno: los poderes (sobre todo, políticos) han adoptado como suyos unos postulados que no partieron de ellos, para demostrar sus mejores intenciones y su apoyo a las causas justas. Algo que ya, de por sí, nos debería hacer sospechar.
Es entonces cuando aparecen, en ese afán buenista, monstruos verbales como el famoso «miembros y miembras» de la exministra Bibiana Aído; o el Donatge del Consell de Dones d’Horta-Guinardó a les dones víctimes de la violencia masclista utilizado como título de un acto en 2016 por el Ayuntamiento de Barcelona para no utilizar la palabra Homenatge que incluye, en catalán, la palabra home (hombre) e incorporar la palabra dona (mujer); o más recientemente, el saludo a las «autoridades y autoridadas» de la vicepresidenta del Gobierno español Yolanda Díaz en un acto en el Congreso Federal de Comisiones Obreras, el pasado mes de octubre.
Sin embargo, seguramente, lo más preocupante del asunto no es que los poderes quieran adueñarse para sus propios intereses de vientos que soplan desde otros lugares, sino que los instrumentalizan para ampliar su propia capacidad de coerción. En España, sin ir más lejos, padecemos la Ley de Seguridad Ciudadana (conocida como la ley mordaza) bajo cuyo paraguas pueden perseguirse afirmaciones que, antes, estaban dentro de la libertad de expresión. Pero que hoy, podríamos decir siguiendo el hilo de esta argumentación, no son políticamente correctas.
Además, hablar con corrección (para los enemigos de este lenguaje, con eufemismos y subterfugios) también ha dado lugar a que estos mismos poderes se hayan acogido a expresiones muy zafias para edulcorar, rebajar, manipular o, directamente, borrar el verdadero sentido de algunas situaciones. Por ejemplo, que una empresa rescinda el contrato a muchos de sus trabajadores se ha convertido en un ere, ya no en un despido masivo muchas veces poco justificable; o sea, a uno ya no lo «echan a la puta calle» (¡cómo se va usar semejante expresión!) sino que a uno le «aplican» un Expediente de Regulación de Empleo. Todo muy pulcro. O el gobierno de un país que bombardea a otro efectúa, de un tiempo a esta parte, una «guerra preventiva»; y si lanza sus bombas sobre un barrio popular o una escuela y asesina a centenares de personas explica que se han producido «daños colaterales», en lugar de reconocer que ha despedazado impunemente a un montón de seres humanos inocentes que nada tenían que ver con aquello. Pero, claro, no vayamos a decir las cosas de una forma tan descarnada, no sea que afecte a nuestros sentimientos políticamente correctos (y, sobre todo, a nuestros intereses) y tengamos que ingresar, para recuperarnos del impacto, en algún tipo de safe space habilitado al efecto.
Y por si no fuera poco, esta encendida polémica entre los que abogan por la corrección política y por quienes la rechazan ha acabado creando otro tipo de monstruos. Y no precisamente verbales, como veíamos antes. La misma clase dirigente que se subió al carro de lo PC para su propio provecho o distorsión de los hechos, encontró también la fisura para obtener beneficio, en este caso alineándose con el bando contrario.
«Creo que el gran problema que tiene este país es ser políticamente correcto», soltó Donald Trump en uno de sus muchos (y no el peor, desde luego) exabruptos [1, p. 12]. Tipos como el expresidente de los Estados Unidos, u otros líderes populistas como Boris Johnson en Gran Bretaña, Jair Bolsonaro en Brasil, Matteo Salvini en Italia o Viktor Orbán en Hungría han hecho de la incorreción política (o quizás cabría decir simplemente de la incorrección) una de sus señas de identidad para captar a parte de un electorado hastiado de lo PC y que se ha refugiado en discursos cavernosos y llenos de testosterona; pero que, en último término, han concedido a estos personajes una cuotas de poder impensables en otros momentos. Una formación reactiva en toda regla. «El líder carismático gritará más que nadie, y sonará sincero y auténtico, y por eso estará diciendo la verdad. La retórica auténtica es lo que presentan los autodenominados «políticamente incorrectos» como una de sus señas de identidad: decimos las cosas claras, las cosas como son, y las decimos sin complejos. Sin pelos en la lengua» [1, p. 36].
Ahora bien, volvamos al inicio ¿en qué nos concierne, desde un punto de vista analítico, lo expuesto hasta ahora?
Fragmento de una sesión con un paciente de alrededor de 40 años, tumbado en el diván y hablando de su «molestia» por una mala pasada que le había hecho un amigo.
—Sí, lo que hizo X me molestó—, dice, mientras se revuelve en el diván.
—¿Por qué te estás moviendo tanto?
—Bueno, es que estoy pensando en lo que me hizo X—, añade, aún visiblemente incómodo.
—Y eso te hace revolverte... Parece que te molestó realmente.
—¡Sí, la verdad es que me enfadé!—, exclama.
—Da esa sensación. Que te enfadaste, más que te molestaste.
—¡Sí, es que me cabreó mucho!—, acaba prácticamente chillando.
Cuando alguien inicia un análisis, le indicamos con claridad que la única regla que debe seguir es que diga todo lo que le venga a la cabeza, sin importar la idoneidad o no del contenido. Que el espacio de la sesión se asuma como un lugar de irrestricta libertad, para verbalizar lo que resultaría indecible en cualquier otro lugar.
Pese a semejante comunicación, nadie puede (el mismo Freud lo admitía) practicar al pie de la letra la llamada asociación libre, el discurso sin filtros. Aparecen la vergüenza, la moral, la imposibilidad de ensayar al cien por cien un ambiente tan experimental como es la sesión analítica. Aparecen también los sesgos transferenciales donde el paciente sitúa al analista en muchos lugares (la autoridad a la que no se puede enojar, el juez que le va a condenar...). Y aparecen, claro, los temperamentos más o menos inhibidos de cada uno.
Sin embargo, cada vez es más habitual observar en consulta fragmentos como el descrito arriba, donde se produce una notoria incapacidad por parte del paciente para mostrar el propio enojo, la rabia, el resentimiento, la crispación. O situaciones con pacientes que, tras muchas vacilaciones y cavilaciones, acaban expresando algo que les parece «mal» o que lanzan algún tipo de palabra altisonante o insulto con un «con perdón» por adelantado. La pregunta que surge es: ¿quién debería perdonarle? Precisamente, el diálogo descrito arriba tiene que ver con un hombre que estaba profundamente preocupado por ser cuidadoso, respetuoso, pero a quien, al mismo tiempo, le disgustaba que sus allegados le calificaran como una persona «políticamente correcta». O sea, no podía dejar de ser aquello que no quería ser, por algún tipo de imposición que aparecía desde no se sabía muy bien dónde.
Y así, surge una duda que, al menos, parece plausible: ¿no es posible que la presión por ser «correcto» se haya infiltrado también como un gota a gota, como una lluvia fina, hasta en un espacio tan confidencial como la sesión analítica? Precisamente, el lugar que sí podría y debería ser un safe space para el paciente, donde sí podría verbalizar todo aquello que no puede expresar en ningún otro lado, se convertiría en una continuidad de un discurso social dominante y que lo ha permeado todo; un discurso en el que la confrontación, las muestras de lo hostil y ya no digamos los improperios están censurados por lo público.
En este sentido, el lenguaje pc sería un elemento más que actúa en favor de la represión del sujeto, una suerte de autocensura (y neocensura) impuesta desde lo ambiental. Una especie de nuevo superyó social que (como cualquier superyó que se precie) ha impregnado el ámbito del analizante y supone un obstáculo más en el camino de conquistar toda la potencia que en el experimento analítico se da al decir todo aquello que a uno le plazca. Para quedarse tan ancho.
Si la formación del superyó nace de la interiorización de las figuras paternas e introyecta toda una serie de mandatos y prohibiciones que acaban con la expresión de las mociones más indómitas del niño inmerso en el complejo de Edipo, ¿no aparece aquí un paralelismo?: del «esto no se puede decir» de los padres al «esto no se puede decir» (porque es «incorrecto») de la autoridad (académica, profesional, política…), que sanciona las palabras malolientes. «Son caca», parece que le digan al adulto-niño.
En el recorrido por el origen de la palabra tabú en su texto Totem y tabú, Freud dice que «el tabú se expresa también esencialmente en prohibiciones y limitaciones». Añade que, entre las metas del tabú, hay que considerar «poner a salvo a los débiles» y que la simple mención de la palabra proscrita se castigaría con la «máxima severidad». Igualmente, indica que la neurosis obsesiva y el tabú tienen como «prohibición rectora» evitar el «contacto» con el objeto cargado y maldito [4].
Entre los críticos de la corrección política se señala que este uso del lenguaje se ampara en eufemismos. Y eufemismo, según Google (que recoge la definición de la editorial Oxford Languages), significa «palabra o expresión más suave o decorosa con que se sustituye otra considerada tabú, de mal gusto, grosera o demasiado franca».
No hay que hilar muy fino para establecer cierto paralelismo entre los tabús a los que aludía Freud, que prohíben, protegen a los débiles, castigan su falta de cumplimiento, evitan el contacto con lo peligroso y las expresiones políticamente correctas que sancionan según qué manifestaciones (las cancelan, en último término), y quieren dar voz a los oprimidos, cobijarlos.
¿Y qué problema habría, se podría objetar, en que el lenguaje PC pretenda proteger a los sectores históricamente vapuleados modulando lo que decimos? En principio, ninguno. Sin embargo, desde un punto de vista analítico, el refugio en el tabú, en el eufemismo, en no decir aquello que se quiere decir, sí es reprobable.
En el apartado anterior, hemos abundado en que este escenario supondría un elemento superyoico y represor añadido para un sujeto que se autocensuraría. Ahora, nos planteamos qué consecuencias tendría esta autocensura. La más evidente y preocupante sería: la desconexión que se produce con los propios afectos, en especial, con las mociones más agresivas que nos habitan, por mucho que ello nos moleste, y con las que, sí, algo hay que hacer, y no ignorarlas, precisamente.
En su libro, Darío Villanueva dice que «morderse la lengua» se definiría como «contenerse en hablar, callando con alguna violencia lo que quisiera decir». Y, como se comprueba una y otra vez en los divanes, la violencia, la hostilidad, siempre acabará yendo hacia algún lado (la pulsión, en este caso de muerte, siempre se satisface, como afirma Freud): irá hacia fuera, destruyendo el mundo; irá hacia adentro, autodestruyéndonos y, en todo caso, irá rauda y veloz hacia una formación de síntoma. A menos que decidamos no mordernos la lengua, expresar nuestra cólera y, después, puesta sobre la mesa, ver qué demonios hacemos con ella.
En Psicología de las masas y análisis del yo, Freud advierte que «primero uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la cosa misma» [3, p. 87]. Si decimos en consulta que algo nos «molesta» en lugar de afirmar que nos «cabrea»; si no podemos insultar, y destripar verbalmente a nuestros seres más queridos (sí, también a esos) y si no podemos vocalizar tantas cosas... ¿de qué cosas, precisamente, estamos hablando?
Es más. Pensar que no diciendo algo, evitamos ese algo, es precisamente el primer paso hacia el abismo. El buenismo que considera que la «higiene verbal puede cambiar la realidad de las pulsiones sociales más ingratas e injustas» [6, p. 71] es, precisamente eso, buenismo. E ingenuidad. Lo que no se nombra por pudor sí existe, puede ser reprimido y acabar habitando en el inconsciente; y después, debido a un mecanismo psíquico tan palmario como el desplazamiento, se materializará en otro lado. Quizás en silencio, pero posiblemente haciendo un destrozo en la realidad. La agresividad es un magnífico ejemplo de ello. «¡Era tan buena persona, nunca se le oía una mala palabra!», se suele oír en los informativos cuando alguien comete una barbaridad y los periodistas preguntan a sus vecinos sobre el perfil del individuo en cuestión.
Como dice Dudda, «la corrección política es varias cosas: una actitud moralizante que busca corregir desigualdades mediante símbolos o reglas de comportamiento; una intervención sobre el lenguaje, a veces demasiado ingenua, que tiene que ver con los eufemismos y los neologismos» [1, p. 49]. En estos casos, nunca está de más recuperar a Freud, tantas veces tan actual, cuando previene frente a los más bondadosos: «... agrego que la compasión no puede describirse como un resultado de la mudanza pulsional desde el sadismo, sino que exige la concepción de una formación reactiva contra la pulsión» [3, p. 124]. Es decir, que hablar con la mejor intención, con la mayor corrección, no transformará la pulsión de muerte, solo la sofocará bajo una mascarada de cordialidad que, en algún momento, saltará por los aires.
Retomando las anteriores palabras de Freud, si un análisis cede en las palabras, está tocado de muerte.
Hasta aquí, hemos expuesto algunas de las repercusiones que el lenguaje PC podría provocar en un proceso analítico... por el lado del paciente. Pero ¿qué pasa con el analista?
En este ámbito, acontecen varias preguntas. ¿Puede este clima ambiental influir en el modo de intervención del analista? Es decir, ¿puede que el analista esté también tocado por este uso del lenguaje y sea más correcto de lo que debería ser en ocasiones en sus comunicaciones con el paciente?
Pero, y suponiendo idealmente que el analista tiene detectados (analizados) estos puntos oscuros para no caer en ellos, aparece otra dificultad: que sus palabras sean recibidas por el paciente, no desde lo analítico, sino desde lo social. Veamos.
En ocasiones, a lo largo de un recorrido terapéutico, es preciso intervenir con contundencia, con crudeza, e incluso con crueldad, para que las palabras tengan efecto en el paciente, para que le toquen ahí donde se espera que provoquen un resultado benéfico para él. El psicoanálisis es a veces, visto así, impiadoso. Hurga donde duele, para que se pueda desinfectar la herida psíquica.
Por ello, no es impensable que el analista pueda incluso proferir palabras aparentemente insultantes al paciente si lo cree preciso; huelga decir, no para faltarle el respeto, sino para que éste reaccione en algún sentido. Es decir: no se insulta, se interviene, con más o menos fuerza, buscando una finalidad curativa. Recordemos: la sesión es un lugar experimental, donde experienciar aquello que no se puede vivir en ningún otro lado (de hecho, también se le deja muy claro al paciente que puede decir lo que quiera respecto de la figura del analista, otra cosa es que lo haga...).
Ahora bien, en un mundo tan PC, donde el paciente muchas veces ya viene enfermo de lo que se debe y no se debe decir, ¿desde dónde escucha esa intervención? Cada vez es más frecuente que, ante comunicaciones duras, éste se revuelva y proteste porque «éstas no son maneras de decir las cosas». En la calle, seguramente no. En sesión, sí.[4]
Porque si a alguien en el diván se le indica que se comporta como un «marica reprimido» no se está cayendo en ningún prejuicio homófobo: se le está indicando algo al paciente sobre sus procesos psíquicos, sobre sus coartadas para no salir de una situación penosa, sobre sus síntomas, en el encuadre de una terapia en la que esas palabras tienen una finalidad concreta.
No nos cansaremos de insistir. En este sentido, a veces, el analista debe decir algo que, en lo social, tendría un significado muy distinto. Debe hacerlo (y no es que pueda, sino que tiene que) porque en ese momento, para esa persona en concreto (con su recorrido vital, con su ideología...) y en ese registro, esa es la intervención que más le puede zarandear y, en definitiva, sacarla del atolladero. Por muy inadecuada que nos resulte si la extrapolamos al contexto público.
Pensemos: si se le dijera al paciente que se comporta como «una persona de sexualidad alternativa a la socialmente dominante y con ciertas tendencias a ocultarse a algunas cosas sobre sí mismo», y no como un «marica reprimido» no conseguiríamos, desde luego, el mismo efecto. No. No es lo mismo.
Desde luego, el lenguaje ha sido históricamente y es una herramienta para instrumentalizar el poder, para detentarlo y para perpetuarlo. Y para denigrar. No hay ninguna duda de que palabras como «negro», «gitano», «maricón», «subnormal», «mongólico», «maruja», «charnego», «sudaca» y un largo etcétera han sido y son utilizadas peyorativamente para estigmatizar, vapulear y maltratar a muchos colectivos no dominantes socialmente. Y las mujeres, como mitad del colectivo de la raza humana en su conjunto, pueden dar buena fe de ello, por ejemplo.
Contra eso, sin contemplaciones, hay que luchar. En este sentido, el uso de la corrección política[5] ha puesto de manifiesto la utilización malvada del lenguaje, ha descubierto al enemigo. Sin embargo, estas líneas quieren expresar la preocupación de que su imposición desmesurada (recordemos el sinsentido del «autoridades y autoridadas») pueda dejar en papel mojado o en la superficialidad una problemática con mucho mas fondo. Y, sobre todo, hasta qué punto esta inercia no se está infiltrando hasta un lugar tan íntimo y privado (incluso diríamos que irreverente) como el diván, con las consecuencias indeseables que ello puede comportar y que hemos descrito antes.
De un tiempo a esta parte, parece que ya no hay debates. Sólo posiciones irreconciliables, polaridades ideológicas. Blanco o negro. Neoliberal imperialista o comunista trasnochado. Independentista-supremacista o españolista-fascista. Y las últimas etiquetas: tragacionista o negacionista. Se diría que se ha perdido el espacio para la argumentación, la confrontación dialéctica (ahora, se pasa directamente a la descalificación sin más). ¿De verdad es todo tan patéticamente simplón? Y con el lenguaje PC uno tiene la impresión de que nos encontramos ante una nueva dualidad: o se está acérrimamente a favor o se es un trumpista. Ahí se termina el abanico de posibilidades. Sofocante, asfixiante.
El psicoanálisis no debería ser ajeno a estas inercias ni esquivar la complejidad de este asunto, en este escrito sólo esbozado panorámicamente. Entre otras muchas cosas, porque afecta a una esfera vital y fundamental en cualquier proceso analítico: las palabras. Con las que vivimos, nos expresamos, nos conmovemos y lidiamos cada uno de los días de nuestras vidas.
Barcelona, marzo de 2022
[1] Ricardo Dudda. La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos. Barcelona: Debate, 2019.
[2] Sigmund Freud. «Psicología de las masas y análisis del yo. La identificación». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xxiii: Más allá del principio de placer, Psicología de las masas y análisis del yo, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[3] Sigmund Freud. «Pulsiones y destinos de pulsión». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiv: Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, Trabajos sobre metapsicología, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[4] Sigmund Freud. Tótem y tabú, y otras obras. En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiii. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[5] Herbert Marcuse. La tolerancia represiva y otros ensayos. Madrid: Catarata, 2010.
[6] Darío Villanueva. Morderse la lengua. Corrección política y posverdad. España: Espasa Libros, 2021.