Textos para pensar


¿Padres suficientemente buenos en el siglo XXI?

Daniel Cañero [CV]

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Nota del Editor

El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XX Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (IX).

1. Introducción

Los niños comienzan amando a sus padres, cuando crecen, los juzgan y, algunas veces, hasta los perdonan.
Oscar Wilde

El psicoanalista y pediatra inglés Donald Winnicott popularizó durante la segunda mitad del siglo xx la expresión que hacía referencia a una madre suficientemente buena para desarrollar su teoría sobre la indispensable función de sostén que realizan los padres en la cura de los bebés, principalmente durante los primeros años de vida.

A pesar del esfuerzo de universalización de las premisas básicas planteadas por Winnicott y otros autores clásicos del psicoanálisis, es inevitable situar la función parental vinculada a un momento histórico y sociológico determinado, así pues, se es padre o madre en una época concreta. Es imposible escaparse, en el desarrollo de la competencia parental, de las creencias del momento, así como del contexto donde se realiza (nivel socioeconómico, estresores vitales, soportes familiares, etc.) [17].

Durante cientos de generaciones, las madres han actuado igual que sus propias madres, no desde los límites biológicos que hace tan sólo algunos años que se han empezado a alterar por las técnicas asistidas de reproducción, sino en relación con cómo educaban a sus hijos. Y se emplea expresamente el término de madre y no el genérico de padres porque han sido clásicamente las mujeres las encargadas de la cura de los pequeños. El padre tenía la tarea de proveer los medios suficientes para la subsistencia del núcleo familiar y de imponer su autoridad y ley traída del mundo. Esta distribución tradicional ha entrado en desuso desde hace ya algún tiempo: las mujeres son proveedoras activas de recursos para el hogar mediante su trabajo fuera del domicilio y un buen número de hombres reivindican un papel más activo en la cura de las criaturas. De la misma manera, ser padre o madre es una decisión que puede no tomarse, a diferencia de hace algunas generaciones, y por tanto la decisión implica un acto de responsabilidad difícilmente pensable hace algunos años.

A su vez, las ya no tan nuevas tecnologías de la información y la comunicación han venido a ocupar la autoridad que antaño tenían los mayores o los poseedores de conocimiento (padres, médicos, maestros, sacerdotes, dirigentes políticos, etc.) [19]. De tal manera que es urgente realizarse la pregunta: ¿qué serían hoy unos padres suficientemente buenos? ¿Siguen siendo válidas las premisas de autores clásicos como Freud, Lacan o Winnicott para referirse a las actualmente conocidas como competencias parentales? ¿Qué papel juegan las pantallas y el acceso universal a la información en el devenir de los padres y de los hijos? ¿Qué conexiones podemos establecer entre El estadio del espejo de Lacan, el Papel de espejo de la madre de Winnicott y las Black mirror[1] actuales?

El objetivo de este apartado será revisar las contribuciones clásicas de Freud, Winnicott y Lacan con relación al papel de los padres para el desarrollo psíquico y ampliarlo con algunas aportaciones actuales de autores coetáneos y cercanos como Ubieto, Recalcati o Lutereau. Será, seguramente, un peaje ineludible también para el autor introducir elementos de la práctica clínica y de la experiencia personal a través de este viaje por la paternidad postmoderna.

2. Breve historia oscura de la infancia

La historia de la infancia es la historia de la forma en la que los padres han tratado a sus hijos. […] Es una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco. Mientras más retrocedemos en el pasado, más expuestos estaban los niños a la muerte violenta, al maltrato, al abandono, al terror y a los abusos sexuales.
Lloyd DeMause

Preguntarnos en la actualidad por cómo ejercer la paternidad es una moda relativamente reciente. De hecho, si recuperamos nuestros conocimientos de la historia occidental, seguramente nos vendrán a la cabeza nombres de monarcas, conflictos bélicos, descubrimientos o revoluciones que han supuesto cambios históricos importantes, pero no tenemos ni idea de cómo la infancia ha vivido a lo largo de los siglos o de cómo eran las relaciones entre padres e hijos.

Siguiendo a DeMause [6], a lo largo de la historia las relaciones paternofiliales han estado marcadas por el infanticidio, el abandono o la ambivalencia.[2]

Hasta el siglo iv el infanticidio era una práctica habitual y de hecho buena parte de nuestro pensamiento occidental basado en la mitología griega y en el cristianismo reconocían esta práctica [15]. Desde el mito griego de Medea o de Cronos, que no dudan en asesinar a sus hijos por venganza o envidia, hasta el relato de Abraham del Antiguo Testamento, al cual Dios le pide que sacrifique a su primogénito Isaac, o incluso del propio Jesucristo. El marco legal de la patria potestas originado en el derecho romano y que establece que los hijos son propiedad del padre, ha permitido que hasta hace poco tiempo los progenitores pudieran dar la vida o dar muerte a sus propios hijos sin tener ninguna consecuencia. Aun así, debemos pensar que la inmensa mayoría de infanticidios se producían a causa de la miseria, porque no se podían alimentar, o porque nacían sin ser aceptados por sus familias de origen porque provenían de relaciones extramatrimoniales.

Entre los siglos iv y xiii, los mismos infantes que antes se mataban sin vergüenza, ahora se abandonan. El abandono constituye una forma filicida más discreta, se les dejaba abandonados en el bosque o en el río y si sobrevivían se les llamaba expósitos [15]. Obviamente, los expósitos eran objeto de la explotación sexual o laboral, desde la esclavitud hasta la mendicidad y la delincuencia en el momento en que se empiezan a forjar las concentraciones humanas que formaran las futuras ciudades. De hecho, en Cataluña las primeras instituciones benéficas que recogían a niños huérfanos o expósitos lo hacen para «limpiar» las calles de cientos de niños que incomodaban la vista de los ciudadanos y afeaban la ciudad, y una vez internados se les bautizaba para que al morir su alma fuera salvada [15].

Entre los siglos xiv y xviii empieza a cobrar cierta importancia lo que los padres hacen con sus hijos, pero de manera muy tímida ya que se sigue pensando el niño como un adulto pequeño que es lícito domesticar mediante una férrea disciplina, o que es directamente un pequeño demonio que hay que purificar ya que es fruto del pecado de la concepción, del placer carnal sentido previo a esta.

A partir del xviii, gracias a las aportaciones de Rousseau, defendiendo la pureza de la infancia y proponiendo la educación obligatoria, da un impulso a la gestación de la pedagogía moderna que describe a la infancia como un periodo evolutivo diferente al de la adultez, con necesidades a satisfacer diferentes a las de otros momentos de la vida, de gran fragilidad y de gran importancia para el desarrollo posterior del individuo. En el siglo xviii aparece también la pediatría como disciplina médica que muestra que los niños tienen un cuerpo diferente al de los adultos y empieza a descender la mortalidad infantil.

La mortalidad infantil es otro tema clave para entender el desinterés por las relaciones paternofiliales a lo largo de la historia, ya que la mayoría de los niños no superaban los primeros años de vida. Con lo cual, la descendencia, hasta que no tenía edad para trabajar, a partir de los 5 o los 6 años, no empezaba a ser atendida ni querida.

La crianza de los hijos era, básicamente, una inversión de futuro. La fuerza de trabajo de los niños servía para ayudar en las duras tareas del mundo agrario o industrial o para dejar la herencia de los bienes acumulados, con suerte, por los padres a lo largo de la vida. También para cuidar a los padres cuando fueran mayores y, a su vez, satisfacer también en una proporción mayor que la que podría pensarse las pulsiones agresivas y sexuales de los progenitores.

Durante el siglo xix, se empieza a extender el concepto de socialización de los niños y es por este motivo que la educación empieza a tomar cierta importancia en el mundo occidental. El objetivo de la crianza y la educación empieza a ser el de modelar seres autónomos que se puedan integrar en la sociedad de la mejor manera.

Y así llegamos a la irrupción del psicoanálisis a principios del siglo xx y a ver cómo el amor de los padres hacia los hijos se empieza a leer desde la óptica del narcisismo freudiano.

3. Freud y los padres

El psicoanálisis inaugura un periodo de complejidad para pensar las relaciones humanas. Hasta ese momento los devenires vitales estaban marcados por los oscuros destinos de nuestras relaciones con Dios. Es decir, las desgracias acaecidas durante la vida eran explicadas desde el concepto de castigo pecaminoso a causa de nuestras malas obras. Poca importancia se había dado con anterioridad al papel de los padres y la construcción que ellos mismos habían hecho de la parentalidad.

De hecho, si uno recorre las obras completas de Freud lo que se puede encontrar es el impacto de las acciones de los padres en el niño adulto, es decir, en el hombre o mujer adulto que consulta al psicoanalista y que narra su experiencia infantil y construye su novela familiar. Freud no prestó demasiada atención a cómo los padres[3]  vivían la relación con sus hijos, ni a cómo la experiencia de la parentalidad transforma el psiquismo de los adultos que ejercen una de las tres tareas imposibles mencionadas por él en Análisis terminable e interminable:

Y hasta pareciera que analizar sería la tercera de aquellas profesiones «imposibles» en que se puede dar anticipadamente por cierta la insuficiencia del resultado. Las otras dos, ya de antiguo consabidas, son el educar y el gobernar [17].

Cabe resaltar también que a principios de siglo xx la tarea de la educación de los niños recaía básicamente en las mujeres de la familia, que ejercían de correas de transmisión familiar e ideológica de la generación anterior y que, por tanto, no existían los ideales parentales de la hipermodernidad del siglo xxi. A su vez, es el psicoanálisis la primera disciplina en establecer una conexión entre los trastornos mentales de los adultos y la manera en cómo esos adultos fueron criados y educados. El puente entre los síntomas adultos y los estilos parentales es algo muy aceptado actualmente, pero hasta la irrupción del psicoanálisis no se había pensado de manera tan clara.

Desde las primeras premisas del psicoanálisis se observa un gran alejamiento de los postulados cristianos imperantes hasta ese momento que situaban la reproducción biológica como un deber moral. Bajo ese prisma, se concebían los niños como un regalo de Dios y a quien no cumplía esos preceptos se le condenaba socialmente. Es decir, no existía el marco ideológico que contemplara el no querer tener hijos.

Es en este ambiente cultural y social que el psicoanálisis viene a dar un giro copernicano al concebir las relaciones entre padres e hijos como una reedición del narcisismo propio.

El narcisismo primario que suponemos en el niño, y que contiene una de las premisas de nuestras teorías sobre la libido, es más difícil de asir por observación directa que de comprobar mediante una inferencia retrospectiva hecha desde otro punto. Si consideramos la actitud de padres tiernos hacia sus hijos, habremos de discernirla como renacimiento y reproducción del narcisismo propio, ha mucho abandonado [8].

En Introducción del narcisismo [8], Freud plantea que el amor que los padres dispensan hacia sus hijos supone una reproducción del narcisismo propio, de ahí la sobrestimación del objeto amado, ya que el hijo no deja de ser una parte de nosotros mismos. Los padres desplazan sobre el hijo su propio ideal del yo. Se desarrolla de esta manera toda una serie de escenarios narcisistas sobre la propia parentalidad que abren la puerta a las conceptualizaciones proyectivas que serán desarrolladas años más tarde por Klein.

La sobrestimación, marca inequívoca que apreciamos como estigma narcisista ya en el caso de la elección de objeto, gobierna, como todos saben, este vínculo afectivo. Así prevalece una compulsión a atribuir al niño toda clase de perfecciones (para lo cual un observador desapasionado no descubriría motivo alguno) y a encubrir y olvidar todos sus defectos […] [8].

Y es precisamente la sobrestimación del vínculo afectivo entre padres e hijos, que empieza a generar una nueva concepción del niño. Ésta se empieza a forjar durante la primera mitad del siglo xx y tras la Segunda Guerra Mundial tiene su eclosión en el mundo Occidental.

El niño debe tener mejor suerte que sus padres, no debe estar sometido a esas necesidades objetivas cuyo imperio en la vida hubo de reconocerse. Enfermedad, muerte, renuncia al goce, restricción de la voluntad propia no han de tener vigencia para el niño, las leyes de la naturaleza y de la sociedad han de cesar ante él, y realmente debe ser de nuevo el centro y el núcleo de la creación. His Majesty the Baby,[4] como una vez nos creímos [8].

No cabe duda de que este no es el único lugar de la obra freudiana donde se hace referencia al término padre, pero en todo caso no lo hace en relación con las funciones parentales. Freud desarrolla todo su marco conceptual sobre matar al padre conectado con el desarrollo del psiquismo infantil, pero no sabemos nada de ese padre que es matado simbólicamente por el hijo.

Podríamos distinguir en Freud diferentes tipos de padre. Por un lado, el padre como agente de seducción de Estudios sobre la histeria y que fue posteriormente abandonado. Un segundo padre como objeto de la pulsión, que siente los mismos afectos de amor y odio invertidos que el niño atravesando el Edipo. Un tercer padre situado en textos como Tótem y tabú, donde plantea toda la cuestión de la muerte del padre de la horda primordial y este concepto le sigue sirviendo para sostener el desarrollo del complejo de Edipo. Y, por último, el padre de la religión situado en El porvenir de una ilusión o el de Moisés y la religión monoteísta. Éste último padre estaría ubicado en una dimensión más existencial, que nos acompaña toda la vida y nos permite soportar el sentimiento de desamparo inherente a la raza humana.

4. Sobre la inevitable condición de hijo

La condición de hijo coincide con la del ser humano: en la vida cabe la posibilidad de que no lleguemos a ser padres o madre, esposos o esposas, incluso podemos carecer de hermanas o hermanos, pero ningún ser que vive en el lenguaje, ningún ser humano puede no ser hijo.
Massimo Recalcati

Es evidente que nadie puede escapar de la condición de hijo o hija y eso implica que cualquier persona que haya iniciado un psicoanálisis en paralelo a su formación psicoanalítica se habrá encontrado inmediatamente interpelada por la figura de Edipo y los afectos que le atraviesan. También es fácil identificarse con la sensación de desvalimiento humano y la necesidad de figuras parentales que nos protegen durante los primeros años de vida y que posteriormente se introyectan. Pero, cuando uno accede, de manera supuestamente voluntaria a la función paterna que implica la reproducción, puede llegar a preguntarse, por ejemplo, por el pobre Layo (padre de Edipo). El viejo Layo que momentos antes de morir en un camino de regreso a Delfos, enfrentándose a su hijo Edipo sin saberlo, le intenta golpear violentamente con un látigo. Edipo exige pasar primero y golpea al viejo que sin saberlo era su padre y lo acaba matando, el resto del mito es seguramente conocido por el lector.

Ese hijo parricida de la obra freudiana empieza a alejarse del infante que era concebido como un adulto pequeñito del cual tan sólo cabía esperar a que tuviera la suficiente fuerza física para colaborar en los trabajos familiares. Se sigue con la misma corriente pedagógica iniciada anteriormente que pretende domesticar a esos pequeños monstruos que resultan ser los niños.

Se inicia a partir de los postulados del psicoanálisis de Freud, un movimiento pendular en cuanto a las corrientes pedagógicas que se confunden en muchos casos también con los movimientos políticos del siglo xx. Desde modelos más rígidos y disciplinarios, sostenidos por las clases conservadoras, a estilos más permisivos y flexibles, propios de los movimientos más progresistas.

5. Sobre los primeros manuales de parenting

A principios del siglo xx, en Estados Unidos, aparecen los primeros manuales que tienden a dar indicaciones muy precisas sobre cómo criar a los hijos. Cómo alimentarlos, cómo sostenerlos, cómo dormirlos y sobre todo con claras advertencias para no amarlos en demasía para evitar que se convirtieran en seres demasiados débiles.[5]

Un capítulo aparte merece el manual El libro del sentido común del cuidado de bebés y niños del pediatra Benjamin Spock, publicado en 1946. Fue un libro que tuvo ventas globales de cerca 50 millones de ejemplares en todo el mundo y ha sido traducido a más de 39 idiomas. Spock fue unos de los primeros pediatras interesado en estudiar el psicoanálisis como vía para comprender las necesidades infantiles.

Spock defendía la existencia de un cierto sentido común hacia la crianza de los niños que podía emerger de manera natural en la mayoría de las madres. La exposición a determinados modelos ideales de crianza podía ser generador de angustia en madres inseguras. De alguna manera Spock, viene a ser un precursor del concepto de «Good enough parenting» o «padres suficientemente buenos» empleado por Donald Winnicott por primera vez en 1965 [21].

6. Winnicott y la madre suficientemente buena

El psicoanalista y pediatra británico Donald Winnicott realizó entre las décadas de 1940 y 1960 numerosas charlas radiofónicas en la cadena BBC donde narraba su experiencia con madres de bajos recursos económicos que no tenían acceso a los manuales de crianza anteriormente comentados. Observó que estas madres eran perfectamente capaces de criar a bebés sanos sin seguir las estrictas prescripciones que se estaban poniendo de moda en buena parte de Europa. En España, a causa del ostracismo cultural de la dictadura franquista, estas prácticas de crianza basadas en rígidos métodos se extendieron hasta prácticamente los años 90 del siglo xx.

De ahí que Winnicott desarrolló en 1965 el concepto de «madres suficientemente buenas» para priorizar el vínculo emocional para con los hijos como regulador del resto de funciones vitales, como la alimentación o el sueño. También percibió que el exceso de preceptos sobre la crianza actuaba generando angustia y malestar en ciertas madres y que muchas veces el sentimiento de culpa por «no hacerlo bien con el niño» era más incapacitante que la posible falta de práctica o de soporte del entorno.

Autores psicoanalíticos posteriores o contemporáneos a Winnicott como Dolto o Bowlby contribuyeron también a ampliar la mirada sobre la función de los padres en la crianza, pero el objetivo de este trabajo es el de conectar la concepción inicial de Freud de reedición del propio narcisismo con el papel de espejo de la paternidad actual. Y sobre la función del espejo es imprescindible mencionar el texto de Lacan El estadio del espejo como formador de la función del yo [Je] tal como se nos presenta en la experiencia analítica acompañado también de una mención que realiza el propio Winnicott en el Papel de espejo de la madre y la familia.

7. Sobre la función del espejo en Lacan y en Winnicott

Como bien sabemos, Lacan amplió y reinterpretó parte de los postulados freudianos introduciendo referencias tomadas de la filosofía y de la lingüística inicialmente. Posteriormente, recurrió a las Matemáticas, la Lógica y la Topología para seguir avanzando en su teoría [5].

De la misma manera que Freud, Lacan toma como punto de partida la percepción que tiene el niño o el sujeto en análisis sobre sus propios padres y se detiene en algunos momentos del desarrollo del cachorro humano para desarrollar aspectos de su teoría.

En El estadio del espejo como formador de la función del yo [Je] tal como se nos presenta en la experiencia analítica Lacan describe el carácter alegre que se puede observar en lactantes entre los seis y los dieciocho meses cuando reconocen su imagen frente a un espejo. Es interesante el júbilo que sienten al ver una imagen completa de sí mismos, aunque de entrada no la relacionen con ellos mismos, ya que les aleja de la imagen fragmentada que siempre tienen al percibirse a ellos mismos, experiencia esta última también extrapolable a los adultos. Encontramos, según Lacan, una primera identificación en esa imagen especular que es un ideal de nosotros mismos. Un yo que se formar a partir de imágenes superpuestas e identificaciones imaginarias que se irán sumando. Según Lacan, aquí se empieza a construir una matriz del yo ideal que se asemeja a una función matemática asintótica, es decir que por mucho que nos acerquemos a ese ideal, nunca lo apresamos del todo [5].

Esa imagen especular no solo se daría con un espejo, ya que este es un invento muy reciente, sino que también se podría dar con la cara de la madre, por ejemplo. Sobre esta observación Winnicott, algunos años más tarde, en un capítulo de su obra Realidad y juego [20] hace mención del Papel de Espejo de la madre y la familia en el desarrollo del niño. Esta observación de Winnicott es tomada para resaltar la importancia del entorno en el devenir del niño, así como para marcar que lo que ve el niño en el rostro de la madre es a sí mismo.

Pero ¿y la madre, qué ve en el rostro del niño? Ahí, me aventuro a conjeturar que se ve también a sí misma. ¿No será que el mismo júbilo que siente el infante al ver su imagen reflejada en el espejo o en el rostro de madre es el mismo afecto que sienten los padres al verse reflejados en sus propios hijos, como si de una Gestalt, una imagen acabada de la manera más perfecta posible se tratara?

Esta breve observación, extraída a partir de los textos de Lacan y Winnicott nos servirá como trampolín para intentar abordar la problemática de la parentalidad en los tiempos hipermodernos.

8. Parentalidad e hipermodernidad

Antes de abordar la parentalidad actual, es inevitable recordar los cambios de posición que han tenido los hombres, las mujeres y las parejas desde los tiempos de Freud al nuestro.

Freud se movió en una época donde el matrimonio era el principal anhelo de las mujeres, las cuales devenían histéricas por causas vinculadas al desamor, a la decepción sexual o por un exceso de espera del hombre de su vida. A su vez, los hombres solían enfermar de neurosis obsesiva por sufrir conflictos con su deseo y dudaban sobre la mujer a escoger para su matrimonio [14]. El universo freudiano está colmado de mujeres histéricas y varones neuróticos obsesivos. Existía por otro lado, un terror horrible a la soltería o a no tener descendencia.

En la actualidad, cada vez se teme menos a la soltería, y el tener descendencia se ha convertido en una opción, pero no en una obligación moral, como mínimo en determinados contextos formativos y socioeconómicos. Además, las formas actuales de reproducción permiten tener hijos sin necesidad de un compañero.[6] Así pues, esa extraña forma de compromiso en la que se ha convertido el matrimonio ya no se plantea como un proyecto que excede la satisfacción de las necesidades de filiación de la pareja y que clásicamente se traducía en tener hijos (o hipoteca), sino como un plan de obtención de placer inmediato en sí mismo por parte de la pareja.

Sally: Bueno, yo aprendí que el amor no es pasión y romanticismo […].

Jack: […] es tener a alguien a tu lado con quien envejecer… Lo realmente duro y lo que crea problemas enormes a mucha gente es tener expectativas elevadas [1].

Freud inaugura una lectura de la paternidad desde su teoría del narcisismo y, a su vez, podemos convenir que nuestra época actual es un momento particularmente hedonista. Es decir, vivimos inmersos en una continua búsqueda de placer, casi como filosofía de vida. Podríamos afirmar que el hedonismo va más allá del principio del placer, ya que lo sitúa como una doctrina vital. En nuestro mundo desarrollado, donde las necesidades básicas están satisfechas, el sistema capitalista se ha encargado de colocar un señuelo de felicidad en el consumo compulsivo de productos, bienes, servicios y…experiencias.

En la actualidad es habitual encontrar mujeres, y algún que otro hombre, que acceden a la reproducción por no querer perderse esa experiencia. Se trata de mujeres más enamoradas del embarazo que de la maternidad [14]. La paternidad se ha convertido en una experiencia más que no cabe perderse, como si de un viaje al lugar de moda se tratara o como si fuera una reserva en el último restaurant de la costa con estrella Michelin. Quizás en algunos años encontremos en el centro comercial más cercano Cajas de experiencia de paternidad[7] para regalar. ¿Y si cuando sea vieja me arrepiento de no haber tenido hijos? — expresa una paciente que se acerca a la cuarentena y se muestra preocupada por no haber pensado antes en la reproducción.

Siguiendo a Belsky [4], afirma el autor que las tres competencias básicas de toda estructura parental son la paciencia, la resistencia y el compromiso. Adquirir el rol parental implica trabajar el arte de la espera, ya que los niños siguen su propio camino de desarrollo y las acciones educativas no se observan hasta varios años más tarde; a su vez se trata de una carrera de fondo y de largo recorrido, no es algo que se agote velozmente. Y, por último, el acuerdo parental requiere del compromiso de no abandonar la crianza ni la educación de los hijos hasta que sean plenamente autónomos. ¿Paciencia, resistencia y compromiso en el mundo hipermoderno? Vivimos en un mundo que ha acabado con los tiempos de espera gracias a la conexión continua a Internet y a la aparición de los smartphones como apéndices corporales [19], así pues, no cabe la paciencia. Resistencia, como sinónimo de esfuerzo, es antagónica a la gratificación inmediata de placer por obtener un bienestar futuro, otra competencia de escaso valor en un mundo donde se sueña con perder peso, dejar de fumar, aprender un idioma o ponerse en forma sin esfuerzo. Y, ¿compromiso?, ¿en un mundo tan sumamente cambiante que nos obliga a dirigir el compromiso tan solo hacia nosotros mismos?

Son malos tiempos para la paternidad, ya que ésta supone un ataque frontal contra el principio de placer. ¿Cómo conjugar una actividad que requiere paciencia, resistencia y compromiso con la tendencia hedónica imperante?

Desde el punto de vista histórico seguramente no ha habido otro momento mejor para la infancia ––al menos en el mundo desarrollado—. Educación gratuita y universal desde los 3 hasta los 16 años, acceso global a la salud pediátrica y vacunación, servicios dirigidos a la infancia (centros de tiempo libre, actividades extraescolares, comedores escolares, etc.) y una concepción generalizada de evitar la violencia, el maltrato y el abuso hacia los más pequeños. Es decir, a nivel contextual, debería ser el mejor momento de la historia para desarrollar las funciones parentales, pero quizás también los ideales cambiantes de parentalidad nos estén enviando señales de angustia. La parentalidad es un proceso que se diferencia de la reproducción biológica, es decir podemos diferenciar la parentalidad biológica de la social [3] y de las estructuras del parentesco de la disciplina antropológica.

9. Segunda tópica freudiana y parentalidad

Nos intentaremos centrar en la parentalidad psíquica y, para ello, realizaremos a continuación un ejercicio de aplicación de la segunda tópica freudiana a la tarea parental. Por un lado, en la medida en que aparece en nosotros el deseo de ser padres o madres se empieza a generar un «Yo parental», una instancia anímica que enfrenta el deseo consciente de reproducirse frente al deseo del mismo orden de no perturbar el equilibrio mental. Es por ello, que, para muchos hombres y mujeres muy comprometidos con su ámbito laboral, tener hijos nunca encaja en la agenda, siempre se intenta postergar, aunque tampoco se quiera renunciar.[8]  Y es que la paternidad hipermoderna se suele vivir como una pérdida (de tiempo, de dinero, de proyectos, de energía, etc.). Cabe recordar que el deseo de ser padre es muy difícil encontrarlo de manera espontánea en los varones. Siguiendo a Lutereau, la paternidad depende del deseo de una mujer,[9] de querer ofrecer un hijo a esa mujer. Y es gracias al deseo de esa mujer que se puede dejar de concebir el hijo como una pérdida, y pensarlo como un acto de crecimiento vital y de creación de descendencia que puede trascender a los progenitores [14].

Me gustaría tener hijos, pero seguir teniendo tiempo para mí expresa un paciente recién entrado en la treintena y que empieza a saborear una cierta estabilidad económica. Y ahí aparece el compromiso intermedio del hijo único, auténtica plaga de nuestro mundo hipermoderno. Entendiendo el compromiso como síntoma que ofrece un desenlace al mandato reproductivo, pero también al yo hedónico que no quiere renunciar a su tiempo y a comodidades diversas. No entramos aquí a considerar las variables socioeconómicas o sociológicas que nos darían también cuenta de la caída demográfica y del envejecimiento de la población.

A su vez, en el momento de advenimiento del hijo, se activa un inconsciente pulsional que envía potentes señales de afecto amoroso y de odio al hijo. Por un lado, se acoge con pasión al nuevo ser y se puede llegar a vivir un horrible vacío tras una separación o el miedo a su fallecimiento.[10] Un paciente separado, con tres hijos de dos mujeres diferentes que los hace coincidir los fines de semana alternos en su casa describe de esta manera el domingo por la tarde tras dejar a los niños con sus respectivas madres: Cuando vuelvo a casa tras devolver a los niños en casa de sus madres siento un vacío enorme, no soporto el silencio de la casa, y la idea de que debo esperar dos semanas para volver a percibir la vitalidad de la casa me sume en una tristeza horrible.

Y, por último, tendríamos la instancia más difícil de manejar, el superyo parental. En una tercera instancia imaginaria se van sumando un sinfín de ideales de parentalidad que pueden acabar generando una gran angustia y parálisis en determinados padres. De base tendríamos las formas de crianza de la propia infancia, o el cómo los padres biológicos toman un especial brillo frente a la llegada del primer hijo. Se suelen salvar ahí a los propios padres, de esos pobres estúpidos que lo hicieron fatal a ser unos pobres tipos que lo hicieron lo mejor que pudieron. Si conectamos este tema con la historia de la parentalidad que se describe en el primer apartado, es fácil darse cuenta de que durante siglos y generaciones los ideales de parentalidad no habían cambiado demasiado. Bastaba con transmitir a las nuevas generaciones las conductas, hábitos y valores familiares de la generación anterior, para conseguir que los hijos se adaptarán a su tiempo y ejercieran pequeñas modificaciones con lo recibido de su herencia cultural. En cambio, desde la mitad del siglo pasado, los cambios se han sucedido a tal velocidad que es insuficiente, salvo en los aspectos más básicos, un traspaso generacional de las habilidades y valores.

Frente a la pregunta del padre moderno ¿lo estaré haciendo bien? ¿Seré un buen padre?, se inicia inmediatamente una escisión en el sujeto donde el yo parental es observado de manera estricta por los ideales parentales actuales. Se trata de un sujeto dividido por la suposición de un ideal de parentalidad, como si fuera una prescripción, y se activa inmediatamente una matriz de comparaciones con diferentes concepciones de la crianza. Concepciones que son tremendamente cambiantes y que actúan de modelos comparativos. Ser un buen padre ¿En relación con qué? ¿Con mis propios padres? ¿Con lo que dictan los manuales de pedagogía o de psicología del momento? ¿Con el resto de los padres de la escuela? ¿Con los amigos de juventud que también accedieron a la paternidad con las mismas dudas que uno mismo? ¿Con las fotos o vídeos de las redes sociales que destilan esos fugaces momentos de la era del selfie? A diferencia de otras épocas, la comparación continua a la que los padres actuales están sometidos puede llegar a generar una infinita inseguridad y sensación de mareo. Quizás sería interesante aceptar, tal como apunta Lutereau [13], que padre es el que no sabe.

Parece claro que cada generación deberá producir nuevas competencias que quedan lejos de las que los propios padres puedan proporcionar, y esto acaba generando, como se ha comentado anteriormente, una inmensa vulnerabilidad. Es por este motivo también que se habla de la caída de la autoridad parental.

Una parte de la función que cumplía la familia, y la jerarquía vertical que la sostenía, basada en muchos casos en tener más experiencia en la vida y por tanto mayores conocimientos, se ha desplazado a las redes sociales y a la conexión permanente que ofrecen los gadgets hipermodernos [19]. Nuestros smartphones tienen conexión permanente, los podemos apagar o poner en modo avión ––a diferencia de nuestros padres— y se sitúan horizontalmente en relación con nosotros, no existe una aparente jerarquía. Los hijos hipermodernos ya no van a preguntar a los padres como moverse por el mundo, se fían más de las redes algorítmicas de las gafam (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft). Hace algunos años se oía la archiconocida frase nene, como tu madre no te conoce nadie,[11] pero en unos años será inevitable reconocer que los algoritmos nos llegarán a conocer mejor que nosotros mismos [10], y, obviamente mucho mejor que nuestros padres. Por otro lado, la estructura vertical también remite al paso del tiempo, es decir que los mayores, o viejos, se encuentran encima de los jóvenes. Si la organización es horizontal, los padres se ahorran la angustia psíquica del envejecimiento y pueden advenir unos colegas más de sus hijos. Los padres actuales se sitúan al lado de sus hijos, no por delante, ni por encima.

La democratización de las relaciones de poder es un avance claro de las sociedades occidentales. Manifestaciones, procesos participativos, referéndums y elecciones permanentes se han establecido en nuestro horizonte para limitar los poderes sociales que hasta hace algún tiempo dominaban nuestro imaginario. Nadie dudará de la importancia de estos progresos. Ahora, ¿qué ocurre cuando la democratización se da en el seno de las familias?[12] Que las relaciones padres e hijos se tornan más horizontales y la distancia generacional se acorta. Por un lado, los hijos ya no necesitan a los padres, desde el punto de vista del conocimiento o la experiencia, y, por otro que el ordeno y mando de las generaciones pasadas a nuestros hijos les rechina. Si a su vez, se les anima a manifestarse pacíficamente para conseguir cambios en la sociedad, ¿cómo conseguir que acaten las órdenes de los adultos en un mundo que va desdeñando, por suerte, los organigramas verticales?

Y ya para acabar, una última observación que describe Recalcati [16]. En este mundo de padres e hijos donde se intenta democratizar la estructura familiar y horizontalizar las relaciones; los hijos ya no compiten por el amor de sus padres, como hemos leído en la Biblia o los mitos griegos clásicos. En la actualidad, los padres están angustiados por perder el amor de sus hijos y por este motivo suelen rechazar los conflictos [16]. Hay que ser simpáticos, hablar de manera calmada y dar cuenta de todas las decisiones familiares para evitar el rechazo de los hijos.

No deja de ser llamativo cómo hemos pasado, en escasamente un siglo, de ver la infancia de manera ambivalente y como un periodo vital que había que superar rápidamente, para que éstos colaboraran en la economía familiar y sobrevivieran, a concebir a los hijos como un objeto narcisista a sobreproteger. Todo sufrimiento ––cuando no también el esfuerzo— en los hijos debe ser suprimido. ¿Y no será que, en ese anhelo de ahorrar el sufrimiento y toda situación generadora de angustia, no anhelamos evitarnos a nosotros mismos esa situación, básicamente el compromiso con la función paterna que es la realmente complicada?

Sin duda es humano intentar evitar a toda cosa el sufrimiento en nuestros hijos, ya que no deja de ser también el nuestro, pero ¿se puede ahorrar el sufrimiento inherente a todo esfuerzo? El esfuerzo como sinónimo de demora de gratificación inmediata y fuente ajustada de displacer es hoy en día malvivido.

¿No se da en toda relación de trabajo intelectual (estudios), entrenamiento deportivo (actividades extraescolares) o en la adquisición de hábitos de orden e higiene (tareas domésticas) un cierto modo de esfuerzo ineludible? La paternidad hipermoderna pareciera que quiere trasladar a sus vástagos la consecución de objetivos vitales sin esfuerzo, anhelo tan solo al alcance de ciertas novelas de ciencia ficción.[13]

Freud habló del narcisismo propio reeditado en los hijos, es decir esa energía psíquica que vuelve sobre el propio sujeto para investirlo. ¿Y no es la sociedad hedónica y capitalista actual un fiel reflejo de ese acto de mirarse a sí mismo, de ese espejo lacaniano que marca un ideal del yo completo, del espejo de Winnicott que remite al contexto inevitable donde se nutren nuestros hijos o en el espejo negro de nuestro Ipad que nos devuelve una fantasía de conocimiento y de vida infinita?

Y es en el advenimiento de ese padre hipermoderno donde se logra perdonar al biopadre de origen, después de juzgarlo e incluso amarlo.

Barcelona, 7 de enero de 2020

Referencias

[1] Woody Allen. Maridos y esposas. usa: TriStar Pictures, 1992.
[2] Adolfo Aristarain. Martín (Hache). argentina: Coproducción Argentina-España, Tornasol Films y Adolfo Aristarain, 1997.
[3] Jorge Barudy y Dantagnan Maryorie. Los desafíos invisibles de ser madre o padre. Manual de evaluación de las competencias y la resiliencia parental. Barcelona: Gedisa Editorial, 2010.
[4] Jay Belsky, Robbins Elliot y Gamble Wendy. The Determinants of Parental Competence. Toward a Contextual Theory. En Beyond The Dyad. Boston: Springer Book, 1984.
[5] Josep Maria Blasco. El estadio del espejo. Introducción a la teoría del yo en Lacan. En Textos para pensar, 2005.
[6] Lloyd Demause. Historia de la infancia. Madrid: Alianza Universidad, 1984.
[7] Sigmund Freud. «Análisis terminable e interminable». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xxiii: Moisés y la religión monoteísta, Esquema del psicoanálisis, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1986.
[8] Sigmund Freud. «Introducción del narcisismo». En Sigmund Freud Obras Completas, vol. xiv: Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, Trabajos sobre metapsicología, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
[9] Erik Gandini. The Swedish Theory of Love [Película], 2016.
[10] Yuval Noah Harari. Homo Deus. Breve historia del mañana. Barcelona: Debate, 2016.
[11] Aldous Huxley. Un mundo feliz. Barcelona: Debolsillo, 2021.
[12] Jacques Lacan. El estadio del espejo como formador de la función del yo [Je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica, Vol. Escritos 1. Buenos Aires: Siglo XXI, 1949.
[13] Luciano Lutereau. El fin de la masculinidad. Buenos Aires: Paidós 2020.
[14] Luciano Lutereau. Mas crianza, menos terapia. Ser padres en el siglo XXI. Buenos Aires: Paidós 2018.
[15] Joan Pinilla. La infància, una història fosca. Les condicions de vida dels nens a Catalunya a través dels segles. Barcelona: Pagès editors, 2011.
[16] Massimo Recalcati. El secreto del hijo. Barcelona: Anagrama, 2020.
[17] María José Rodrigo, María Luisa Maíquez, Juan Carlos Martín y Sonia Byrne. Preservación Familiar: un enfoque positivo para la intervención con familias. Madrid: Pirámide, 2008.
[18] Élisabeth Roudinesco. Freud. En su tiempo en el nuestro. Barcelona: Debate, 2015.
[19] José Ramón Ubieto. Del padre al iPad. Familias y redes en la era digital. Barcelona: Ned Ediciones, 2019.
[20] Donald Woods Winnicott. Realidad y juego. Barcelona: Gedisa, 1993.
[21] Donald Woods Winnicott. The maturational process and the facilitating. New York: International Universities Press, 1965.


Notas

1Black mirror es una serie dramática de ciencia-ficción británica creada por Charlie Brooker. El título alude a la infinidad de «espejos negros» (pantallas actuales: computadoras, tablets, smartphones…) que nos rodean y al impacto de las tecnologías de la información y la comunicación en nuestra vida cotidiana. 
2 Es de especial interés la teoría psicogénica de la historia de DeMause, el cual sostiene que los verdaderos cambios de la historia no vienen dados por la tecnología ni la economía, sino que la evolución de las relaciones entre padres e hijos y sus cambios son el verdadero motor de la historia [15]. 
3 Una lectura interesante para conocer a Freud como padre de familia y hombre de su época se puede encontrar en Roudinesco: Freud. En su tiempo y en el nuestro [18]. Especialmente el capítulo que lleva por título «Familias, perros y objetos». 
4 Siguiendo las notas a pie de página de la edición de Amorrortu, es posible que Freud hiciera mención con esta frase a un conocido cuadro de Drummond expuesto en la Royal Academy of Arts de Londres. El cuadro muestra a dos policías londinenses parando el tráfico para que una niñera pudiera cruzar la calle con un cochecito de bebé. 
5 Un ejemplo de estas obras serían las de médico Truby King, el cual defendía rígidos métodos de alimentación de los bebés cada 4 horas y media o evitar alimentarlos por la noche. Tampoco era partidario de sostener en brazos a los bebés más de 10 minutos. 
6 Resulta harto interesante para este tema el visionado del documental The Swedish Theory of Love (La teoría sueca del amor) [9] donde se recogen las experiencias de mujeres suecas que deciden realizarse una inseminación en su propia casa y donde los hombres no intervienen para nada en la gestación. 
7 Las conocidas como «Cajas de Experiencias» o «Smartbox» nacen en abril de 2003 en Francia de la mano de Pierre-Edouard Stérin, fundador y presidente de Smart&Co, y que creó, junto a un emprendedor belga, «Weekendesk France» el concepto de cajas regalo en Francia. La idea inicial era crear una caja regalo con una imagen atractiva, fácil de usar y que ofreciera la posibilidad de elección por parte del cliente entre una variedad de actividades. 
8 Al respecto de la postergación de la paternidad, el periodista Albert Om en el 2010 realizaba una interesante entrevista al cómico Andreu Buenafuente en el programa El Convidat. Ambos hombres situados alrededor de los 45 años bromeaban sobre la insistencia de tener hijos al decir que: serem pares d’aquí a dos anys, perquè si dius l’any vinent t’has de posar ja, però passen dos anys i fa la mateixa mandra. 
9 No se entrará a valorar aquí las diversas formas de organización actuales (monoparentalidad u homoparentalidad) donde la idea planteada se debería matizar. 
10 Ver discurso sobre el amor del padre hacia el hijo en la película Martín (Hache) [2]. 
11 Chascarrillo popular que, en opinión del autor, es tan solo válido durante los primeros años de vida. Ya que en el momento en que los niños empiezan la escolarización —obligatoria o no— son los maestros y otros educadores los que pasan muchas más horas con nuestros hijos y los que mejor pueden llegar a conocer a los niños. En general, son los padres hipermodernos, los últimos en enterarse de ciertas dificultades que el narcisismo parental impide apreciar. 
12 Carles Capdevila, periodista y padre de cuatro hijos, realizó en 2015 la conferencia Educar amb humor de la cual resaltamos el siguiente texto «en casa hemos suprimido la democracia porque un día votamos y ganaron ellos cuatro. A partir de ahí decidimos que necesitábamos un gobierno fuerte». 
13 Cabría recordar aquí quizás la clásica novela de Huxley [11] Un mundo feliz, donde los seres humanos son asignados desde antes del nacimiento a determinadas castas que realizarán determinadas tareas en la sociedad y viven de esta manera sin frustración social. Y si sienten una ligera punzada de angustia ingieren una droga perfecta, el soma. 

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