El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por el autor en las XIX Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (VIII).
Es bien sabido que en las últimas décadas la mayoría de Estados modernos han intentado regular y gestionar la intimidad de las relaciones humanas así como la expresión pulsional entre sus miembros. Hasta hace tan sólo algunas generaciones, las muestras de violencia y agresividad, que se ajustan a los modelos pulsionales propuestos inicialmente por Freud, que se daban en el marco de las relaciones familiares y/o conyugales eran relegadas al ámbito privado y en ningún caso se efectuaban intervenciones externas protectoras. Este hecho generaba que en la mayoría de sistemas familiares los miembros más débiles, comúnmente las mujeres y los niños, quedaran expuestos a los envites pulsionales de los individuos que ostentaban el poder.
Durante los años 80 del siglo xx en España aparecen las primeras leyes autonómicas, propiamente dichas, de regulación de los Servicios Sociales[1] enmarcadas en la construcción del supuesto Estado del Bienestar que permiten, no sólo dar satisfacción a las necesidades básicas de los colectivos más vulnerables de la población, sino también, indirectamente, dar protección a los más frágiles. Fruto de estas leyes, hordas de profesionales universitarios (trabajadores sociales, educadores sociales, psicólogos y pedagogos, entre otros) empiezan a sustituir a los colectivos religiosos que hasta ese momento habían tenido el monopolio, a lo largo de la historia, de la atención a los más desfavorecidos.
En la actualidad nos encontramos con numerosos trabajadores de «lo» social que diariamente actúan a modo de diques de contención pulsional en austeros despachos públicos de cualquier municipio recogiendo la angustia que generan temas como: violencia intrafamiliar, abusos sexuales, maltratos físicos y psicológicos, adicción a drogas, conductas delictivas, embarazos adolescentes, vínculos familiares y conyugales degradados o inexistentes, pobreza y precariedad de la vivienda, absentismo escolar e incontables situaciones similares que se repiten de forma transgeneracional en muchas de estas familias.
El objetivo del trabajo es reflexionar sobre la posición de los profesionales que atienden a individuos o familias pulsionales, es decir, conjuntos de miembros unidos en contextos donde el mundo pulsional y el principio del placer se imponen por encima del principio de realidad y que los dirige imparablemente a la cuneta de la inserción social. De esta manera, dichos seres, condenados a la satisfacción irremediable de los dictados de su inconsciente, aparecen siempre como improbables candidatos a vivir una vida digna posible en pleno siglo XXI.
La teoría freudiana de la pulsión ofrece un marco único e incomparable, y generalmente desconocido, para muchos de los artesanos de lo social que emplean parte de su vida en intentar apaciguar el sufrimiento de las familias en riesgo de exclusión social. Es por ello que a lo largo del trabajo intentaré establecer puentes entre los diferentes componentes de la teoría de la pulsión de Freud, con recortes orales extraídos de mi experiencia profesional de más de una lustro escuchando, acompañando, y, cuando ellas lo desean y permiten, interviniendo con familias en riesgo social en el marco de los equipos de protección a la infancia y la adolescencia de la Generalitat de Catalunya.
Recordemos aquí que el concepto de pulsión (Trieb) es uno de los pilares de la teoría psicoanalítica que menciona Freud a partir de 1905 en Tres ensayos de teoría sexual y que no abandonará jamás. Emplea un gran esfuerzo argumentativo para diferenciarlo del concepto de instinto, aunque como sabemos esta distinción no siempre ha sido respetada en sus traducciones. A lo largo de su obra el término va adquiriendo diferentes respuestas en la medida en que se define como «un concepto límite entre lo psíquico y lo somático» y va ligado a la noción de «representante», entendido como una especie de delegación de lo somático al psiquismo. Aparece en el contexto descriptivo de la sexualidad humana, pero rápidamente se extiende a todo el funcionamiento del aparato anímico. A su vez la teoría de las pulsiones es siempre dualista: inicialmente pulsiones sexuales y pulsiones del yo o de autoconservación y más tarde, a partir de 1920 en Más allá del principio de placer encontramos la oposición entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte.
Tomaré a continuación algunos fragmentos del texto clásico de Pulsiones y destinos de pulsión de 1915 para inspirar mi trabajo.
Para iniciar la exposición iré rescatando algunos fragmentos del texto original de Freud y añadiré algunos comentarios pertinentes en relación al tema que quiero abordar.
La pulsión sería un estímulo para lo psíquico (...) el estímulo pulsional no proviene del mundo exterior sino del interior del propio organismo. (Freud, 1915)
Si uno ha crecido en entornos más bien «normalizados»,[2] las estructuras del mundo exterior (casa, familia, colegios, amigos...) suelen ser estables y consistentes en el tiempo. Esta permanencia ayuda a que el psiquismo infantil se estructure de manera saludable y que el aparato psíquico pueda responder a estímulos externos mediante alguna acción conductual o motora del propio individuo. De tal manera, existe una coherencia entre la demanda externa que se hace al sujeto (por ejemplo cuando una educadora infantil o maestro interviene sobre una conducta inapropiada de un niño) y la respuesta que el individuo da.
Ahora, imaginemos un niño que crece en ambientes, que, sin llegar a ser necesariamente maltratantes, son muy cambiantes: itinerancia de domicilios, cambios de cuidadores, ruptura vinculares durante los primeros años de vida, cambios de pareja en los progenitores, cambios de colegios con el consiguiente esfuerzo adaptativo que el infante debe realizar, etc. La coherencia entre la respuesta interna pulsional que el sujeto da a los estímulos externos de un entorno altamente cambiante e impredecible necesariamente será más caótica y desordenada.
Además, desde la base de un apego seguro es más fácil responder a entornos cambiantes, sin embargo, sin una base psíquica estructurada, responder a cualquier estímulo externo que implique una mínima demanda del individuo puede provocar una respuesta desmedida (incapacidad en adolescentes para sostener la escolarización con aprontes agresivos, dificultades en los adultos para mantener puestos de trabajo donde haya una mínima presión, escapadas del domicilio en jóvenes a causa de una leve discusión familiar o directamente agresiones gratuitas a miembros de la familia frente a conflictos cotidianos).
Por otro lado, si el estímulo es externo, uno puede probar a escaparse de la situación mediante la respuesta motora, pero si se trata de una demanda interna, no hay huida posible. Aun así se dan en general una serie interminable de intentos fallidos de huir de la tensión pulsional para lograr el principio de constancia y éstos acaban provocando una cierta compulsión a la repetición: excesivos cambios de domicilio o de territorio por conflictos con compañeros de piso, demandas de cambio de profesionales que los atienden, promiscuidad, cambios de trabajo o incluso gestación de nuevos hijos que permitan «reparar» lo que no funcionó con los anteriores. En cada uno de esos intentos podríamos pensar que se intenta el bienintencionado anhelo de satisfacer el empuje pulsional.
La pulsión en cambio no actúa como una fuerza de choque momentánea, sino siempre como una fuerza constante. (Freud, 1915)
La meta de una pulsión es en todos los casos la satisfacción que solo puede alcanzarse cancelando el estado de estimulación en la fuente de la pulsión. (Freud, 1915)
Este aspecto es sumamente importante a tener en cuenta por parte de los trabajadores de «lo social» para evitar intensas cargas de frustración y de fracaso frente a cualquier tipo de intervención. La energía pulsional actúa como una fuerza constante con la meta de la satisfacción. En cambio cualquier tipo de intervención externa, ya sea educativa (refuerzos o programas individuales en el entorno escolar, figuras de vetlladors,[3] ingresos en unidades de escolarización compartida, etc.), psicológica (asistencia obligatoria a centros de salud mental (CSMIJ o CSMA) o de terapia familiar, socioeducativa (seguimiento por parte de educadores sociales, inscripción a centres d’intervenció socioeducativa diurna – centres oberts) es temporal o cuánto menos momentánea en la dinámica familiar. Por muchas horas en las que la persona, el niño o el adulto, esté atendida, fuera del marco familiar, la pulsión buscará satisfacerse al volver al lugar de origen del que partió.
Es decir, a no ser que algo de la propuesta reparadora externa pueda ser internalizada por el sujeto y activada en los momentos de conflicto entre la necesidad pulsional y el entorno, dicha intervención (con todo el coste social y económico que implica) estará condenada al fracaso. Es ahí donde es fácil encontrar sentimientos de desánimo o de sensación de que no hay nada que hacer en los profesionales.
Puesto que el estudio de la vida pulsional a partir de la conciencia ofrece dificultades apenas superables, la exploración psicoanalítica de las perturbaciones del alma sigue siendo la fuente principal de nuestro conocimiento. (Freud, 1915)
En conexión con lo dicho anteriormente, cualquier tipo de intervención será intentada siempre desde la conciencia. En algunos casos con una conciencia, no ya tanto psíquica como social y moral, es decir con el imperativo de lo que «se debería hacer»: asistir a la escuela, sostener un trabajo, aceptar un tratamiento en el ámbito de la salud mental, conseguir la abstinencia en el consumo de drogas o evitar reincidir en conductas delictivas, entre otras buenas intenciones. Así pues, si la intervención es externa y con afán de «normalizar», mientras que la energía pulsional es interna e inconsciente, por tanto, el fracaso de la expectativa de cambio está más que asegurado.
Si todos nacemos siendo un caldero pulsional y éste se va conteniendo gracias a la formación del yo y al advenimiento de las pulsiones yoicas, en ciertos contextos de riesgo social de carencia simbólica podemos pensar que la instancia yoica que media entre la satisfacción interna instintiva y la regulación externa es sumamente frágil e intermitente. El límite yoico es el que acota el conjunto pulsional y el que se alimenta de lo social mediante, por ejemplo, la aparición de los diques anímicos durante los primeros años de vida (pudor, vergüenza y asco). Podemos afirmar que las familias pulsionales son terriblemente dependientes del mundo social externo. Son dependientes de la presencia física de la intervención social para conseguir la regulación interna, es como si hubieran fallado los mecanismos de construcción interna del ”yo social”. De tal manera que en muchos casos sorprende la frecuencia con que ciertos afectos sociales no son sentidos por estos colectivos. Son los representantes del estado (trabajadores sociales, pedagogos, maestros, psicólogos, etc.) los que experimentan los afectos derivados de los diques anímicos, por ejemplo: pudor, vergüenza o asco frente al relato de ciertas escenas de desinhibición planteadas por los sujetos en riesgo social.
La estructura psíquica pulsional opera con una hegemonía del proceso interno hacia la respuesta externa, es decir un empuje desde el interior del organismo que busca satisfacerse en los límites del cuerpo, «el concepto límite entre lo psíquico y lo somático», con el propio cuerpo como objeto (autoerotismo) o necesitando de objetos externos (por ejemplo, en la función de la alimentación). En cambio, ¿qué ocurre si la intervención es externa, es decir un representante del Estado intenta un empuje desde fuera para operar un cambio interno, y además sin «permiso» o «voluntariedad» por parte del sujeto de intervención? ¿De quién es el deseo de cambio y de reeducación pulsional?
Desde el afán civilizante y normalizador del Estado se instaura un préstamo de deseo por parte del profesional hacia la familia, de tal manera que la demanda se invierte. Es decir, es el profesional el que interviene voluntariamente regido por la deontología de su disciplina y en muchos casos no es el receptor de la intervención el que realiza la demanda. He aquí algunos ejemplos:
Estos y muchos más serían ejemplos de situaciones donde el Estado intenta, a través de sus representantes, proteger a los individuos de ellos mismos, de su propia pulsión, en general destructiva. Son los representantes los que actúan a modo de yo auxiliares para evitar más malestar y sufrimiento en personas que son incapaces de escapar del imperio de su principio de placer: levantarse pronto por la mañana para llevar los niños al colegio, iniciar un tratamiento psicológico del niño que podría implicar algún cuestionamiento de sus capacidades parentales, dejar de ejercer la violencia para resolver las discrepancias, evitar el consumo de tóxicos o regular la propia sexualidad, sacándola de la inmediatez del placer de órgano.
La segunda parte del título del texto del neurólogo vienés nos habla de los cuatro destinos posibles de la pulsión, a saber: el trastorno hacia lo contrario, la vuelta hacia la propia persona, la represión y la sublimación.
De entrada, podríamos descartar ya la cuarta vía, la de la sublimación, como la más común en las familias pulsionales. La transformación de la energía libidinal en un fin preciado socialmente a través de la investigación intelectual, del trabajo o del arte se da en muy pocos casos, los cuales además se consideran de pronóstico positivo y por tanto acaban saliendo tempranamente de los circuitos de asistencia social o de protección. Este hecho genera, además, si no es pensado, otro motivo de desánimo en los profesionales de lo social: tan solo se acaba trabajando con los casos más cronificados o que no avanzan, es decir que en aquellas familias en las que funcionó el tratamiento social, éstas se acaban desvinculando de los servicios de asistencia pública.
En relación a la represión, es quizás en estos contextos, donde el concepto clásico quizás goce de mayor vigencia. Situaciones de abusos sexuales infantiles o de infancias tremendamente precarias son relegadas al olvido inconsciente y tan sólo recuperadas cuando las familias se encuentran con episodios similares en relación a sus propios hijos. Este hecho es encontrado, a mi parecer, en menor frecuencia en ambientes más normalizados.
Son quizás los dos primeros destinos los más habituales, el trastorno hacia lo contrario y la vuelta hacia la propia persona los más habitualmente encontrados.
El trastorno hacia lo contrario se resuelve, ante una consideración más atenta, en dos procesos diversos: la vuelta de una pulsión de la actividad a la pasividad, y el trastorno en cuanto al contenido. (Freud, 1915)
La vuelta hacia la persona propia se nos hace más comprensible si pensamos que el masoquismo es sin duda un sadismo vuelto hacia el yo propio, y la exhibición lleva incluido el mirarse el cuerpo propio. (Freud, 1915)
Este recorte nos puede llevar ineludiblemente al mayor número de prevalencia de autolesiones en adolescentes institucionalizados, en centros de protección y/o de Justicia Juvenil. Es decir, en determinadas situaciones donde el sujeto carece de los elementos simbólicos necesarios para afrontar el mundo exterior, una parte de su energía pulsional se dirige hacia sí mismo. Creando un placer inmediato al mirarse el propio cuerpo y distanciándose así de los motivos externos de preocupación (por ejemplo, casos de desinternamiento o a la inversa, alarma frente a los profesionales para provocar una separación del núcleo familiar). También podríamos pensar como autolesiones encubiertas aquellos casos de consumos de drogas agudos en adolescentes o adultos que acaban llegando al hospital por intoxicación o a recibir tratamiento. Aunque tampoco hay que descartar los que acaban en el cementerio por no haber encontrado antes un muro de contención a su pulsión autoagresiva.
La mudanza de una pulsión en su contrario sólo es observada en un caso: la trasposición de amor en odio. (Freud, 1915)
Esta afirmación freudiana que ha gozado de gran popularidad desde su publicación se puede encontrar de manera muy florida en las familias pulsionales. Desde enamoramientos adultos que llevan a la priorización absoluta de sus necesidades por encima de las de sus hijos a periodos de odio intenso que se tramitan a través de agresiones al cónyuge y que provocan un ambiente de violencia en el domicilio que puede desembocar en una situación de desamparo en los menores y una retirada de estos del núcleo familiar.
De la misma manera, esta cita la podemos aplicar en adolescentes con dificultades de arraigo tras haber estado separados durante varios años de sus padres. Tras la reunificación familiar pasan periodos alternos de intenso «amor» hacia los progenitores que los han «rescatado» de la situación de precariedad de su país de origen, seguidos de momentos de «odio» desmesurado que se puede expresar a través del aumento de casos de violencia filio-parental o realizando escapadas del domicilio con abuso de drogas con el único anhelo de dañar a los padres.
Como hemos comentado anteriormente, hacia 1920 y con la aparición de Más allá del principio de placer Freud describe la oposición en el campo pulsional a través de los conceptos de pulsiones de vida y pulsiones de muerte.
En los entornos de riesgo social es quizás donde hay que estar dispuesto a enfrentarse a una exposición literal de dicha expresión conceptual. En relación a la pulsión de vida, el deseo de unión y de construir unidades de vida más amplias es comúnmente encontrado por el profesional de «lo social» al contabilizar hasta más de cinco o seis descendientes en madres que ya tienen una inmensa dificultad en sostenerse a ellas mismas. Las mal llamadas «familias desestructuradas»[5] esconden en muchos casos una estructura primigenia que las lleva a extenderse por el mundo más allá de la realidad social en la que se encuentren. Tampoco hay que olvidar destacar el papel tan habitual y aceptado en determinadas culturas (por ejemplo, la dominicana o la boliviana) del caballero que tiene o ha tenido hijos con varias mujeres y que tan sólo de manera excepcional se hace cargo de su prole.
De la misma manera podríamos enumerar los incontables casos de embarazos adolescentes que se dan en las familias pulsionales. Situaciones que no se deben a una falta de formación en la materia o a dificultades para acceder a métodos anticonceptivos como se solía argumentar hace algunos años, sino que la gestación en chicas recién salidas de la edad puberal responde en muchos casos a un mandato inconsciente de ser madres, igual que sus propias madres que las tuvieron a los quince o dieciséis años y que no aceptan el aborto como método de prórroga de su adolescencia. En otros casos el embarazo aparece como un intento sintomático de reparación, encontrándose de base algún trastorno del vínculo. En todo caso, lo que percibe el trabajador social que lo atiende es que dicha concepción aumenta su sensación de fracaso pedagógico frente a sus usuarios. Sin embargo, no hay que perder de vista la fuerza irremediable del empuje pulsional y su intento enérgico de satisfacción.
Por último, desde el ámbito opuesto, la muerte se instala también en muchas de las familias pulsionales: suicidios, muertes por problemas de adicción a tóxicos, ajustes de cuentas por tráfico de drogas, homicidios encubiertos o fallecimientos por enfermedades por aspectos de salud que no se abordaron a tiempo. Aparece en este caso también una expresión clara y sin disfraces de la pulsión tanática.
Si frente a la primera problemática de la pulsión erotizante el profesional de «lo social» sufre un ligero aspaviento, frente a la desaparición de algún miembro de la familia éste sufre un descanso, ya que la lista de sus usuarios o demandantes quizás se verá reducida.
Así pues, angustia frente a las nuevas vidas y desahogo frente a la muerte, justo al contrario de lo que dictan sentir los convencionalismos sociales. Este hecho es importante tramitarlo en equipo a través del humor y la caricatura para hacer el trabajo más soportable.
A principios de los años 80, el psicólogo estadounidense Freudenberger describió el famoso síndrome de desgaste profesional[6] o también coloquialmente conocido como síndrome del burnout. La dolencia anímica viene dada por una intensa sensación de fatiga, ineficacia y desmotivación frente a un entorno laboral altamente estresante. Son las profesiones relacionadas con los servicios sociales y la salud mental, entre otras, una de las más expuestas a este tipo de neuroastenia.
Es precisamente una de las motivaciones del presente trabajo la de ofrecer algunas de las aportaciones teóricas del psicoanálisis en relación al concepto de pulsión para ofrecer un marco preventivo frente al desgaste laboral que aparece con frecuencia en el campo de los servicios sociales básicos y especializados.
Si entendemos algunos de los mecanismos de funcionamiento básicos de la pulsión como pueden ser, por ejemplo, su tendencia sine qua non a la satisfacción, podemos llegar a obtener unas expectativas más razonables en relación a la intervención externa que podemos ofrecer.
En caso contrario corremos el riesgo de caer, por un lado en una ingenua idealización de nuestro trabajo, creyendo que, casi de manera mágica ofreciendo algún tipo de soporte externo, la familia gozará ya de manera inmediata de mayor bienestar. El otro peligro, acaso más extendido tras una periodo largo de dedicación profesional sería el de, vistos los escasos cambios conseguidos en las dinámicas individuales o familiares tras las esperanzas iniciales depositadas, situarse en una desesperanza perpetúa. Dicho sentimiento de desaliento quedaría situado cerca del llamado síndrome de agotamiento profesional anteriormente mencionado.
Por último también me gustaría mencionar otros aspectos preventivos a tener en cuenta, a saber:
Freud ya manifestó en 1937, en Análisis terminable e interminable, las dificultades de ejercer dentro del campo humano y en concreto, de las llamadas tareas «imposibles»: gobernar, psicoanalizar y educar. En dicho texto se centra en la condición indispensable de análisis y de análisis didáctico del futuro psicoanalista, pero ¿y en las otras dos tareas?
La tarea educativa implica ejercer en su labor diaria un trabajo continuo de contención pulsional. En su momento, la podríamos pensar en referencia al trabajo con niños, pero a lo largo del texto se habrá podido comprobar que en el campo de los servicios sociales o de la salud mental también existe la tarea implícita de reeducación pulsional en adultos. Además, dicha necesidad de análisis se debería extender también a este colectivo profesional. Cuando cotidianamente uno se maneja con los significantes padres, familia, hermanos, pareja, entre otros, uno mismo debería tenerlos muy trabajados para evitar cualquier posibilidad de proyección o de intervención moralista sobre las familias pulsionales.
Otra de las ventajas de contar con un cierto bagaje de análisis personal pasa por encontrar cada uno ciertas herramientas para poder manejar la angustia de los usuarios y no llevarse a casa los problemas ajenos. ¿Si en el campo de la clínica psicoanalítica es tan indispensable el análisis y la supervisión al trabajar con un material altamente sensible como el alma humana, por qué debería ser diferente cuando uno trabaja con almas fragmentadas por sus circunstancias vitales?
En íntima relación con el apartado anterior, similares argumentos se podrían emplear para hablar de la necesidad de supervisión. En muchos casos el espacio de supervisión de casos sirve como catalizador del sentimiento de culpa del profesional, culpa por no haber acertado antes el diagnóstico, culpa por estar enfrentado en muchos casos a posiciones dilemáticas donde se tome una decisión u otra puede implicar una reacción negativa en la familia, o culpa por sentir que no se tienen más herramientas de intervención, aceptando los límites de todo sistema de asistencia pública. Es por ello que una supervisión continua y regular disminuye las posibilidades de una mala praxis o de la aparición de agotamiento profesional.
Si bien se enfatiza siempre la importancia de la supervisión de casos, no hay que descartar tampoco la supervisión institucional, ya que el equipo o la institución, en su buen devenir, actúan como contenedores de la angustia. Si éstos pasan por duros momentos, es fácil que la angustia desborde al artesano de «lo social» y que éste deba abandonar el proyecto para tomar un respiro.
De nuevo, estrechamente conectado con la última sección, no me gustaría abandonar el texto sin mencionar la necesidad de pensar el trabajo en equipo. El equipo como conjunto de individuos con diferentes disciplinas tangenciales (trabajo social, educación social, pedagogía y psicología, entre otras) que pueden llegar a sostener funciones complementarias sobre una estructura grupal. Si se tienen en cuenta las necesidades diferenciales del equipo y del grupo por parte de la institución se puede llegar a aminorar la sensación de fatiga o de desesperanza frente a los dramas humanos que se deben procesar.
Y, por último, uno de los aspectos que me parecen altamente protectores frente al posible burnout sería la capacidad de asumir una responsabilidad individual limitada. Es decir, dejar de lado la creencia en las intervenciones salvadoras, pero tampoco atribuyendo cualquier fracaso al sistema o a los mecanismos administrativos del Estado. Si cada uno puede añadir su grano de arena para aumentar el bienestar familiar de otros más necesitados, siempre respetando sus dinámicas y posicionamientos, se puede llegar a la humilde aspiración de obtener algo de luz sobre la desdicha humana. Esto se puede vislumbrar en la conocida cita de Tolstoi en Anna Karenina: “todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”.
Así, pues, obtener algo de conocimiento sobre la forma de vivir la desdicha de cada una de las familias con las que trabajamos sería una última legítima aspiración que reconforte a más de uno.
Barcelona, 23 de abril de 2019
Freud, S. (1915). Pulsiones y destinos de pulsión. Buenos Aires: Amorrortu editores.
— Tres ensayos de teoría sexual. Buenos Aires: Amorrortu editores.
— Más allá del principio de placer. Buenos Aires: Amorrortu editores.
Laplanche, J., & Pontalis, J.-B. (1996). Diccionario de psicoanálisis. (págs. 324-347) Buenos Aires: Paidós.