El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XVI Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (V). El texto de esta ponencia contiene modificaciones con respecto a la que se presentó en las mencionadas Jornadas. En concreto se ha eliminado un caso clínico por razones de confidencialidad, lo que hace que el lector pueda percibir un corte argumentativo entre los puntos 3 y 4.
Es frecuente escuchar de boca de los padres las dificultades que encuentran en la tarea de educar a sus hijos. Consultan en internet, leen revistas especializadas, acuden a charlas y, si tienen un amigo que casualmente es psicólogo infantil, lo cosen a preguntas. Si solicitan terapia para su hijo es porque se encuentran desbordados.
Es difícil encontrar otro periodo histórico en el que el adulto se haya preocupado tanto por el bienestar de la infancia; en el que niños y adolescentes visiten con tanta frecuencia las consultas de psicólogos, logopedas, pediatras del desarrollo conductual, terapeutas para el desarrollo psicomotriz, profesores de refuerzo escolar, psiquiatras, neurólogos y, por supuesto, psicoanalistas. La lista, sin duda, es extensa, y todos ellos trabajan desde su ámbito profesional, su marco teórico y su experiencia clínica en la mejora de la salud mental de sus pacientes.
Bajo el paraguas del psicoánalisis conviven, a veces mal avenidas, diferentes corrientes que abordan desde su propia perspectiva los malestares infantiles. Las escuelas freudiana, kleiniana y lacaniana son los referentes. No obstante, sea cual sea la adscripción del analista, su trabajo irá encaminado a posibilitar que el niño hable de su sufrimiento. Su hablar no será como el del adulto. Su subjetividad vendrá expresada a través del juego. De este modo, el analista observará lo que despliega en él e irá prestando palabras que ayuden al niño a simbolizar su padecimiento. Esta actividad del analista (tan cercana a la función de rêverie de Bion)[1] es clave en el proceso de elaboración del paciente.
Pero, en esa tarea, el analista debe tener en cuenta no solamente el síntoma del niño, sino también los vínculos que va generando con su entorno. Y decimos que va generando porque, aunque el ser humano es eminentemente un ser social, no nace con una pulsión gregaria.[2] Por tanto, introducir en la terapia no solamente el primer vínculo que se establece entre madre e hijo sino también la vinculación con la historia familiar, con los amigos, los educadores y demás figuras importantes es fundamental.
Enfocar la terapia desde el vínculo despeja el camino de culpabilizaciones y reparte responsabilidades. Dolto afirma: «Los padres no tienen, en efecto, más que dos actitudes frente a los síntomas psíquicos o nerviosos. Alegan enfermedad, una anormalidad física o moral del niño, o su mala voluntad, su pereza o su maldad voluntaria. La primera de esas interpretaciones quita toda responsabilidad al niño, la segunda le atribuye toda la responsabilidad. Estas dos actitudes, tan falsa una como la otra, tienen como resultado anclar más al niño en el círculo vicioso de sus síntomas neuróticos».[3] Esta afirmación de la psicoanalista francesa es interesante, por un lado, porque se suele acusar a los psicoanalistas de acabar culpabilizando siempre a los padres de todo cuanto le pasa al niño y esto dista mucho de la realidad. Si algo caracteriza al psicoanálisis es que busca que el paciente se haga cargo de su síntoma, y el niño no queda excluido de ello. Por otro lado, en las palabras de Dolto encontramos una pista de cómo se situará el analista frente al síntoma, y ese lugar estará alejado del paradigma médico.
Desde el psicoanálisis, si es que podemos referirnos a él de forma homogénea, se detectan cambios en el tipo de pacientes que acuden a la consulta, y se hace más evidente en los casos de niños y adolescentes. Están cambiando los modos de educar, la estructura familiar, la forma de enseñar, la manera de vivir, y eso está repercutiendo en la crianza. Lejos de tener una respuesta a todo ello, el psicoanálisis anda algo desorientado. Pero esta desorientación propicia un movimiento en torno a repensar la teoría, proponer debates para discutir cuál es la posición ética del psicoanalista ante la realidad actual, proponer nuevas formas en la atención clínica, como la de modificar el encuadre, etc. Ya sea desde una determinada corriente, desde las instituciones o asociaciones, o a título personal, algunos psicoanalistas abren interrogantes, otros proponen debates y otros se mueven entre certezas.
Uno de los fenómenos que se está detectando en los últimos tiempos, y que es objeto de estudio en el campo psicoanalítico, es el aumento en el número de patologías de tipo narcisista o límite en niños y adolescentes.[4] Las formas de llamar a esta nueva clínica son varias y apuntaré algunas: patología límite (Misés), patologías del narcisismo (Hornstein), trastornos narcisistas no psicóticos (Rodulfo). Son pacientes que se sitúan entre la neurosis y la psicosis y cuya sintomatología es muy diversa: retraso en la adquisición del lenguaje, torpeza, sensación de vacío, incapacidad para pensar, ausencia de fantasía, dificultades en la contención de lo pulsional, acusada falta de simbolización, distorsionada valorización de la persona propia, dificultades para pensarse como uno separado de otro (alteridad), entre otros.
Es una evidencia que estamos en un momento de cambios y transformaciones profundas. Nadie imaginó estos cambios hace veinte años, y probablemente el mundo dentro de pocos años será muy distinto al que conocieron nuestros padres e incluso nosotros mismos. No deja de ser fascinante. Sin embargo, si hay algo que parece ser signo de este tiempo es la desvinculación. La desvinculación está adquiriendo proporciones de epidemia y ha tocado todos los estratos sociales (familia, instituciones). Cada día se disuelven más los vínculos y nos topamos con la peor de las soledades. Zygmunt Bauman ha acuñado un término para describir este estado de cosas: modernidad líquida.[5] La metáfora de la liquidez da cuenta de la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad individualista y privatizada, marcada por el carácter transitorio y volátil de las relaciones. Las instituciones tradicionales, antes sólidas, ahora se tambalean en sus cimientos y dejan de ser el marco de referencia. En este sentido, la familia está sufriendo fuertes cambios.
Estamos, pues, ante la emergencia de un mundo nuevo, y eso requiere repensar y actualizar la teoría. En este sentido, muchos psicoanalistas han puesto el foco en las consecuencias que está teniendo todo ello en la clínica. Para Hornstein, que aboga por una clínica del narcisismo, «el sujeto es un sistema abierto autoorganizador porque los encuentros, vínculos, traumas, realidad, duelos, lo autoorganizan y él recrea aquello que recibe».[6] Y aquello que recibe es la crisis de valores e ideales, el desempleo, la brecha entre riqueza y pobreza extremas, entre otros. Todo ello debe tener una repercusión en lo que vemos en la clínica de niños, y efectivamente la tiene. Rodulfo, cuando hace referencia a lo que ha catalogado como trastornos de tipo narcisista no psicótico en niños, describe el juego de éstos como algo que se diluye al poco de comenzarlo o cuyo aprendizaje se realiza como escrito en el agua, es decir, es inestable y siempre se puede deshacer.[7] Estas formas tan superficiales, estas identidades que se diluyen, nos recuerdan inevitablemente el concepto de liquidez de Bauman.
Aunque parece tratarse de novedades, en lo que respecta al psicoanálisis no son éstos los primeros estudios que tratan de los pacientes límite o narcisistas. La situación actual ha aumentado el número de publicaciones en torno a esta problemática, pero tenemos que remontarnos unos años para conocer algunas de las fuentes.
Si existe un psicoanalista que haya trabajado profundamente la cuestión del primer vínculo y las repercusiones en el desarrollo del ser humano, ese es Donald Winnicott. Junto a André Green,[8] teórico de la patología fronteriza, son dos de los autores de referencia para todos aquellos psicoanalistas que están trabajando actualmente en lo que se ha dado en llamar, de forma general, las patologías de tipo narcisista.
Las aportaciones de Winnicott son enormes para la clínica, no solamente de niños, sino también para la de adultos. Una de ellas es la denominada función de holding, fundamental para el desarrollo del niño. Es tarea de la madre realizar esta función, y ello significa que deberá sostener al bebé, protegerle de la irrupción de lo pulsional, adaptarse a sus ritmos, reconocer y aceptar su omnipotencia: «Al comienzo, gracias a una adaptación de casi el 100 por ciento, la madre ofrece al bebé la oportunidad de crearse la ilusión de que su pecho es parte de él. Por así decirlo, parece encontrarse bajo su dominio mágico (...). La omnipotencia es casi un hecho de la experiencia. La tarea posterior de la madre consiste en desilusionar al bebé en forma gradual, pero no lo logrará si al principio no le ofreció suficientes oportunidades de ilusión».[9]
Vemos cómo se configura un movimiento que va de la ilusión a la desilusión, de la fusión a la separación, de la omnipotencia a la necesidad de un otro. Este movimiento genera una zona intermedia necesaria para la iniciación de una relación entre el niño y el mundo, una separación entre éste y la madre con la que estaba fusionado. Esa zona intermedia no es interna ni externa, contribuyen a la vez la realidad interna y la vida exterior: «Es un estado entre la incapacidad del bebé para reconocer y aceptar la realidad, y su creciente capacidad para ello». La aparición de fenómenos y objetos transicionales juega un papel clave en los primeros meses de vida.[10] Cuando hay fe y confiabilidad existe un espacio potencial que puede convertirse en una zona de separación que el bebé (y más adelante el niño y el adulto) pueden llenar de juego[11] en forma creadora. El juego toma una gran importancia: «Para dominar lo que está afuera es preciso hacer cosas, no sólo pensar y desear, y hacer cosas lleva tiempo. Jugar es hacer».
Cuando se producen fallos importantes en el sostenimiento del bebé no se generan fenómenos transicionales. Sin el yo auxiliar de la madre, el yo del niño se desarrolla débil, fragmentado, y es incapaz de seguir un normal desarrollo de maduración. En el límite, el sujeto puede tener una experiencia de desmoronamiento. El núcleo de estas angustias son el de ser dejado caer[12] y dejan la vía libre para la presentación de patologías de tipo psicótico o fronterizo.
André Green tomó buena parte de las teorías de Winnicott como base para el estudio clínico y teórico del narcisismo y el de la patología fronteriza. En su obra De locuras privadas[13] defiende que la neurosis está cada vez menos presente en los divanes y elabora el concepto «fronterizo» desligándolo de la psicopatología.[14] Este concepto permite designar un cuadro clínico en adultos caracterizado por la falta de estructuración y de organización (...). En ellos, al contrario de lo que ocurre en las neurosis comprobamos: la ausencia de una neurosis infantil, el carácter polimorfo de la neurosis adulta, la vaguedad de la neurosis de transferencia. Se trata de pacientes que no son ni neuróticos ni psicóticos, están en el límite de ambos cuadros, pero no se trata de una fina línea sino más bien de: Un vasto territorio que no ofrece una división neta: una tierra de nadie entre la salud y la insania.
Para Green, la necesidad de actualizar la teoría psicoanalítica no supone dejar de lado la teoría de las pulsiones de Freud, es decir, no debe quedar neutralizada la primacía del principio de placer/displacer, el conflicto deseo/defensa, las fijaciones de la libido, o la estructura edípica.[15] En este sentido, Green no resta, suma: el conflicto no es solamente intrapsíquico, de lucha contra las propias pulsiones, sino también contra las pulsiones nocivas que provienen del objeto (del otro). Ese otro, que será el cuidador, en los primeros años de vida, es fundamental para la estructuración del psiquismo.
Los fallos de contención en los primeros años involucran al narcisismo, a la constitución del yo. El mecanismo de defensa imperante ya no será la represión sino la escisión, y no será el único.[16] Una escisión a dos niveles: 1) entre lo psíquico y lo no psíquico (adentro y afuera), que produce una amputación del yo y que no es equivalente a la escisión psicótica. Esta escisión hace referencia a un fallo en el límite entre el adentro y el afuera, es decir, al fallo en la experiencia del niño de vivir lo exterior como algo externo a sí mismo pero con capacidad de vincularse. ¿Qué produce la escisión? Una reacción del niño a la actitud del objeto, que puede ser o bien una falta de fusión por parte de la madre, o bien un exceso. En lugar de vínculos sanos, se generan procesos de fusión (que dan lugar a angustias de separación) o de separación radical (angustias de intrusión). Imposibilitan la formación del área de juego o de ilusión necesaria para la vinculación con el exterior. Las consecuencias sobre el pensamiento son directas: «(...) es en la ausencia del objeto donde se forma la representación de éste, fuente de todo pensamiento»;[17] 2) Dentro de la esfera psíquica que revela un yo fragmentado en diferentes núcleos que no se comunican.[18] Estos núcleos son como islas, sin posibilidad de conectarse entre ellas. Los pensamientos, las ilusiones, las fantasías, los afectos no se conectan o están totalmente confundidos, y a su alrededor se forma un vacío.[19] Los procesos terciarios no tienen lugar.[20] Es el analista quien debe establecer los nexos faltantes.
La realidad es que atendemos a muchos niños y adolescentes con problemas relacionados con dificultades de simbolización, discurso pobre, apatía, pasividad, dificultades para jugar, es decir, llegan con un cuadro que encaja aparentemente en una patología límite. En lo que sigue se insertan algunas reflexiones acerca la clínica de niños y adolescentes hoy.
Como comentábamos al principio, abordar la terapia sin tener en cuenta el vínculo sería un error, y con mayor razón para este tipo de casos. Los factores que entran en juego en la génesis de los diferentes padecimientos son, además de los biológicos y hereditarios, los condicionantes sociales y culturales, que influyen de manera decisiva en la producción de subjetividad. Esta idea, enmarcada en las series complementarias de Freud, introduce el aspecto social, ineludible para pensar estos fenómenos.
Cada vez tenemos más casos que nos suponen un desafío. Las patologías denominadas narcisistas describen sintomatologías que se ven claramente en la clínica. Pero ¿estamos ante niños más difíciles que los de otras épocas?, ¿sus padecimientos han cambiado y son simplemente otros? Como psicoanalistas, disponemos de una sólida teoría acerca del psiquismo humano y la certeza de que lo social y lo individual no son entidades separadas.
Estamos inmersos en una realidad social que no es ajena a la clínica, es más, la realidad social son los pacientes que vemos en nuestras consultas. O quizás sea más acertado decir, y apoyémonos en Winnicott para ello: no hay un interior, que daría cuenta de ese interior del paciente que trae como problema, y un exterior, que sería la realidad externa, el mundo en el que vive. El paciente, los padres, los profesores, los psiquiatras, los analistas, todos tenemos interiorizado lo social. Estamos sujetos a un entramado de relaciones, identificaciones, vínculos, desvinculaciones, creencias, etc., con los que funcionamos y pocas veces nos damos cuenta de cómo determina todo ello nuestra vida. Es tarea del analista estudiar estos fenómenos porque, de lo contrario, corre el riesgo de caminar tan a oscuras como sus propios pacientes.
Muchos niños ya vienen diagnosticados. Por ejemplo, uno de los diagnósticos más repetidos es el de TDAH. Nos encontramos de entrada con una dificultad: maestros, reputados psiquiatras, revistas especializadas, la ciencia, todos saben lo que le pasa al niño y eso tranquiliza a los padres. Nosotros venimos a decirles que no sabemos lo que le pasa, y en ese no saber están también involucrados tanto ellos como su hijo. ¿Quién aguanta la incertidumbre de no saber hoy día?
Querríamos hacer una observación acerca del diagnóstico y es que no podemos trabajar exclusivamente en base a ellos. Es un hecho que en el campo del psicoanálisis suele haber unanimidad en contra del diagnóstico TDAH. Por una lado, se tiende a una medicalización del niño, por otro, la etiqueta diagnóstica calla al niño. De una manera general, el analista debe tener cuidado con todo tipo de diagnósticos. Los aportes de la nueva clínica del narcisismo son interesantes y ayudan a tratar estos casos, pero lo que no podemos, como analistas, es posicionarnos en un lugar que no nos corresponde. Detengámonos brevemente en las forma de abordaje clínico, ya que encontramos diferencias en el propio campo. La propuesta de una parte del psicoanálisis es favorecer una apertura hacia postulados cercanos a la psiquiatría, ya que considera que el psicoanálisis cae en una cerrazón, en un reduccionismo que no beneficia a nadie. Otra, en cambio, se muestra totalmente en desacuerdo con las categorías diagnósticas, lo que se ve reflejado en la oposición frontal, por ejemplo, a la publicación del nuevo manual diagnóstico psiquiátrico, el DSM-5.[21] No obstante, esto no parece haber generado un debate, sino que estamos ante diferentes posiciones que se van ocupando en función de la escuela a la que uno se adscribe.
Como el abordaje clínico no es una cuestión menor, sería interesante el debate. Dijimos al inicio que nuestra guía no es la enfermedad, aunque para la psiquiatría sí lo sea. El riesgo de las clasificaciones es la reducción de los pacientes a síntomas, dejando de lado su singularidad. No se trata de enumerar síntomas ni de encasillar a los individuos en etiquetas. Entre otras cosas, porque acabamos poniendo etiquetas cuyos nombres describen el propio síntoma, y por tanto, no explican nada. El problema de las categorías diagnósticas está en lo que el paciente no dice; lo que queda fuera de los síntomas es lo verdaderamente importante. Y el psicoanálisis trata de eso que queda fuera.
No abogamos por el desconocimiento de los cuadros clínicos psiquiátricos. Al contrario, quien trabaja con niños y adolescentes sabe que debe conocerlos bien, ya que es la carta de presentación de prácticamente todos ellos cuando llegan a la consulta. Pero esa información habla del síntoma, se puede tomar como contenido manifiesto, informa de la preocupación de los padres, de cómo se sitúan ambos frente al padecimiento, de las expectativas que tienen, es decir, nos permite situarnos en torno al problema que traen y poco más. Si nos creemos el diagnóstico, le quitamos la palabra al niño, le silenciamos. No podemos partir de la categoría, porque en ese viaje perdemos escucha. Hagámoslo en sentido contrario: escuchemos qué dicen los niños con el síntoma y analicemos su realidad. Probablemente nos daremos cuenta de que lo que encierran todas esas clasificaciones es una denuncia del niño de una realidad social en la que está inmerso. Cuando éste no consigue aprender, hablar, simbolizar, relacionarse con los demás, está diciendo algo que va más allá: quién le ha escuchado, quién le ha protegido, quién le ha mirado, quién le ha sostenido.
Lo primero que nos debemos preguntar es cuál es la demanda, y es una pregunta necesaria, no solamente en éste, sino en todos los casos. ¿Qué nos piden los padres?: ¿que su hijo madure?, ¿que saque mejores notas?, ¿que pueda ir a la universidad y sea un hombre de provecho en el futuro? Como carta de presentación, muchas veces nos encontramos con un diagnóstico que nos señala un límite, una marca que últimamente se repite con insistencia: «TDA y dislexia». Eso es lo que les impide sacarse el curso y que no encuentren trabajo en el futuro.
Lo que hay de fondo es la pregunta de si el psicoanalista trabaja a favor de un sistema que se rige por el éxito y el fracaso. Los chicos deben sacar buenas notas, saber a lo que se quieren dedicar cuanto antes, porque si no puede ser tarde; aprender chino a los tres años porque es el futuro y deben estar preparados, y si no lo consiguen, pues han fracasado. Esto toca directamente el narcisismo de los padres e indirectamente el de los niños. Los padres ya no tienen hijos, tienen proyectos, y vuelcan en ellos todas sus expectativas. Los niños quedan marcados como diferentes (diferente como tara, no como singular) y, lo que es peor, con la certeza de que no van a poder cumplir los deseos de sus padres. Ambos, padres e hijos, entran en la vorágine de un mundo que abandera la libertad pero que impone una severa esclavitud: la del tener éxito, la del dedicarse a una profesión que te guste, la del sacarse un título. Y si el niño no saca buenas notas, siempre tendrá la ayuda farmacológica.[22]
Tomemos el caso de Xavier, un chico de 16 años que está confundido con la madre. No se piensa como alguien separado de ella, capaz de crear una realidad propia. Podemos aventurar que en los primeros años el movimiento presencia-ausencia descrito por Winnicott no se ha producido de forma satisfactoria (la madre admite sus propias dificultades para vincularse con su hijo cuando era más pequeño). Consecuentemente, los objetos transicionales faltaron o estuvieron escasamente investidos (Xavier fue un niño que prácticamente no jugó). Veremos en el transcurso de su terapia que de niño no accedió a una plena capacidad de jugar solo, primero en presencia y luego en ausencia de la madre. Se organizó así entre ambos una relación de dominio y de control mutuo en la que el niño parece a la vez dependiente y absorbente (la madre invierte gran parte del tiempo en el problema de Xavier: hacer los deberes con él todos los días, hablar con los profesores para que le traten con menos exigencia que al resto de alumnos, etc).
En una ocasión, escuché en la calle un padre que le dijo a su hija de no más de cinco años de edad: «Pero, vamos a ver, ¿salgo de casa y estás mareada?». A veces la incapacidad para diferenciarse parte de los padres y no de los hijos, a los que no dejan separarse. O el caso de una paciente, madre de un hijo pre-adolescente, que dice: «Tenemos que estudiar para el examen de matemáticas».
Ya en un anterior trabajo apunté la idea de que la infancia está desapareciendo y los límites entre niños y adultos se están difuminando. Esta es la primera delimitación que se resquebraja. ¿Quién no se puede separar: el niño o los padres?
Estamos acostumbrados a ver cotidianamente en internet listas de consejos para todo: «7 motivos por los que tu hijo no hace los deberes», «Cómo ser un buen padre: 24 pasos (con fotos)», «8 trucos para ser una buena madre y estar estupenda». Desgraciadamente, la idea de qué hacer en caso de... o consejos para... se extiende a la paternidad, y no debemos extrañarnos. Hemos olvidado que hace un tiempo era impensable que alguien a quien no conocieras de nada te dijera cómo tenías que educar a tu hijo. Entre otras razones, porque el encapsulamiento de la familia ha dejado fuera a la familia extendida y, por ende, al resto de la comunidad. Una de las consecuencias es que se han perdido el relato de las anteriores generaciones y los vínculos comunitarios donde esa sabiduría circulaba. Hoy día los padres están completamente solos en su función paterna y es una obligación saberlo todo. Quizás por esto, y aunque se suele decir que los niños no vienen con manual de instrucciones, lo primero que piden los padres en la consulta es precisamente eso.
Se percibe una inseguridad general en los padres, que buscan respuestas y acuden a los consultorios de especialistas. Rechazamos el modelo patriarcal en el seno familiar, pero no tenemos sustituto, sólo estamos guiados por la aspiración de ser un padre ideal. Ese padre ideal da respuestas antes de que los niños pregunten. Se lo dan todo antes de que despierte la curiosidad en ellos. Responden a lo no preguntado y a cuestiones que no tienen respuesta.
Escuché a una madre comentar a un grupo de amigas, probablemente madres también, que había conseguido que su hijo dejara el vicio de coger un osito y llevarlo a todas partes. Su razón era de una lógica aplastante: «Es un auténtico engorro llevar el osito a todas partes». Por supuesto, la madre no tiene por qué saber que le está quitando a su hijo su objeto transicional, pero lo auténticamente delirante es que lo hace porque le supone a ella una molestia. Bauman[23] dice: «Tener hijos implica sopesar el bienestar de otro, más débil y dependiente, implica ir en contra de la propia comodidad». El compromiso que se adquiere es elevado e irrevocable, y este tipo de obligación va en contra del germen mismo de la moderna política de vida líquida: «Despertar a ese compromiso puede ser una experiencia traumática». Se necesita tiempo y ganas para escuchar a los hijos, tiempo para contarles cuentos y no enchufarles la televisión. Pero esto parece suponer mucho trabajo para una sociedad como la nuestra.
Las cada vez mayores dificultades para hablar, pensar y, en última instancia, simbolizar nos deja desconcertados. Beatriz Janin[24] sostiene que los adultos están desconectados de sus hijos y éstos no están siendo escuchados. Se rompe así un vínculo afectivo, que es el que testimonia el interés y el afecto por el otro. Precisamente, es gracias al vínculo afectivo que se adquiere el lenguaje y se desarrolla la inteligencia. Se aprende a hablar desde que nacemos: primero el laleo, luego el seguir la boca de la madre, repetir sonidos, emitir los propios sonidos... Se va construyendo poco a poco el placer de emitir sonidos, y eso tiene algo de juego. Se libidiniza el lenguaje gracias al vínculo con el otro. Cuando el niño grita y llora (y más vale que lo haga), la madre le da palabras a lo que le pasa, le da un sentido, y eso posibilita el desarrollo del lenguaje y la capacidad para pensar.
Hemos visto en la primera parte que las fragmentaciones que se producen en el yo en este tipo de casos producen un pensamiento con poca capacidad para realizar nexos. Esto propicia desbordamientos pulsionales por la dificultad de convertirlos en palabras. La función materna de traducir en palabras lo que le pasa al niño y hablarle ha fallado, y el niño comienza una actividad motora febril. Incapaz de parar, de encontrar la forma de contener sus propias pulsiones, caerá en una de las clasificaciones diagnósticas de las que le será difícil salir. O bien puede caer en un lugar de pasividad casi total: el niño que toda madre querría tener, un niño no demandante, que ni llora ni ríe, que no habla probablemente porque el tiempo de ausencia de aquel que le cuidaba rebasó un tiempo que le sumió en la desesperanza.
Barcelona, abril 2016