El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por Carlos Carbonell, Eva Rodríguez y David Palau en las XVI Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (V).
Para el título de esta ponencia se traduce del catalán una parte del título del libro I patir i patir i patir: a Eivissa, principis del XX (Matutes, 2014). Las referencias a la obra de Freud que aparecen en este texto están tomadas de las Obras Completas de Sigmund Freud, Amorrortu Editores (AE), traducción de José Luis Etcheverry, Buenos Aires–Madrid.
El devenir de la humanidad está vinculado de forma irremediable con el sufrimiento. Desde nuestra aparición en la escena de la Historia, los seres humanos nos hemos enfrentado a múltiples factores que han provocado nuestro padecer, ya sean de orden externo (por ejemplo, las catástrofes naturales) o de orden interno: nuestra propia destructividad, violencia, maldad y, en suma, todo aquello que en la obra freudiana podríamos englobar como la pulsión de muerte; o, simplemente, nuestra propia decadencia como organismo vivo y, asociado con ello, la propia consciencia de nuestra finitud.
De hecho, es prácticamente imposible pensar en el hombre[1] sin pensar en el sufrimiento, en las guerras, la destrucción, las enfermedades, el dolor físico o psíquico y las innumerables causas que nos hacen desdichados.
Por tanto, nada más alejado de las intenciones de los autores de este texto que el ignorar lo expuesto arriba. Sin embargo, una serie de reflexiones nos llevaron a desarrollar este trabajo: ¿Es necesario aceptar todo el sufrimiento que sentimos sin cuestionarlo? ¿Es posible trascender el sufrimiento o, al menos, algunas de sus manifestaciones? ¿Hay una parte de nuestro sufrimiento que proviene de nuestra propia neurosis y que, por tanto, sería evitable?
El hecho de que nos encontremos en una parte del mundo y en un momento donde muchas de las fuentes de padecer que han azotado históricamente al hombre han sido minimizadas, refuerzan, creemos, este planteamiento. Las sociedades occidentales viven uno de los periodos de paz más duraderos de la historia, y necesidades básicas como la alimentación o el cobijo están cubiertas para una gran parte de sus poblaciones. Aun así, todos seguimos sufriendo. ¿Por qué?
Desde luego, semejante pregunta no tiene una respuesta sino múltiples, y ninguna de ellas es simple ni cerrada. Por eso, con la intención de suscitar algunas aperturas, hemos realizado una primera aproximación al sufrimiento desde tres enfoques, conectándolos con el psicoanálisis: el religioso (desde la óptica judeocristiana), el filosófico (fijándonos en especial en ciertos autores contemporáneos) y el budista (como sistema de pensamiento oriental cuyos ecos empiezan a llegar hasta nuestros oídos occidentales).
De todas estas ramas, inabarcables por su extensión, hemos seleccionado algunas puntas que nos dejen repensar el sufrimiento; no para deshacernos de él (algo simplemente imposible), sino para enfrentarlo en las mejores condiciones que nuestra limitada naturaleza nos permita. Para no someterse a él con la resignación de que estamos condenados a este valle de lágrimas.[2]
El origen, la evolución y, en suma, la historia del cristianismo es, en gran parte, la historia del sufrimiento. «La historia de la espiritualidad cristiana fue siempre una escuela del sufrimiento», asevera el monje y teólogo Anselm Grün (2006).
Por eso, dada la magnitud de referencias cristianas sobre este asunto, nos ceñiremos en gran medida a los textos bíblicos del Nuevo Testamento y a las interpretaciones y transmisiones más dogmáticas que se han hecho de ellos.[3] Una transmisión tan criticada por Freud en algunos de sus textos, como El malestar en la cultura (1930 [1929]):
La religión perjudica este juego de elección y adaptación imponiendo a todos por igual su camino para conseguir dicha y protegerse del sufrimiento. Su técnica consiste en deprimir el valor de la vida y en desfigurar de manera delirante la imagen del mundo real, lo cual presupone el amedrentamiento de la inteligencia. A este precio, mediante la violenta fijación a un infantilismo psíquico y la inserción en un delirio de masas, la religión consigue ahorrar a muchos seres humanos la neurosis individual. Pero difícilmente obtenga algo más. (Freud, p.84).
Sin embargo, antes de llegar al Nuevo Testamento, en el primer texto del Antiguo Testamento que marca el inicio de la religión judía, el Génesis, ya se plantea un primer momento de corrupción espiritual humana, con nefastas consecuencias. Se trata del relato de La caída, cuando la serpiente tienta a Eva a comer del árbol de la ciencia del bien y del mal y ésta, a su vez, tienta a Adán, desobedeciendo el mandato divino. Yahvéh, furioso por este desacato, sentencia:
A la mujer le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con trabajo parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará. Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que Yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás». (Génesis, 3, 16-19).
El inicio de la Biblia es demoledor. Adán y Eva protagonizan el pecado original, son expulsados del jardín del Edén y el género humano arrastrará desde entonces la culpa, la mortalidad y el sufrimiento.
Si el Antiguo Testamento evidencia desde su arranque la naturaleza falible del ser humano, en el Nuevo Testamento todo ello se confirma. Jesucristo llega al mundo para liberar al hombre y mostrarle el reino de los cielos; en cambio, el Mesías es traicionado por Judas Iscariote, abandonado por sus primeros seguidores (los Doce Apóstoles)[4] y ajusticiado a una muerte cruel por su propio pueblo, que volverá a sufrir la culpa en sus propias carnes.
Una culpa que, en diferentes textos, recogió Freud para referirse a los orígenes sociales de este afecto, desencadenado también por otro asesinato: el del padre primordial (como describe en Tótem y tabú, 1913 [1912-1913]). En otro de sus escritos, ya al final de su vida, el fundador del psicoanálisis reincide en este asunto: «En realidad, ese crimen merecedor de la muerte había sido el asesinato del padre primordial después endiosado. Pero no se recordó el asesinato, sino que, en lugar de él, se fantaseó su expiación, y por eso esta fantasía pudo ser saludada como mensaje de redención (evangelium)». (Freud, 1939 [1934-1938], p.83).
En el Nuevo Testamento, la respuesta del Salvador, ante la falta de discernimiento de quienes le rodean, es asumir la redención del género humano mediante su propio sufrimiento. Como atestiguarán numerosos relatos:
(...) Y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo. (Epístola a los hebreos, 12, 1-3).
El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío. (Lucas, 14, 27).
El martirio y la muerte por crucifixión de Jesús darán lugar, desde entonces, a una simbología que apela al dolor y al padecimiento y que los cristianos asumirán como propia: la Pasión, el Calvario, la Cruz, la Vía Dolorosa o Vía Crucis, etcétera.
La historia del cristianismo quedó irremediablemente marcada por el fin terrenal de Jesús y la culpa ancestral que este desenlace provocó. Esta culpa ancestral podría remitir a otra culpa, derivada en este caso de la «herencia filogenética» que Freud tantas veces cita en sus textos, sin internarse mucho más allá, pero de la que deja puntas inquietantes, como ésta:
Pero una nueva complicación sobreviene si reparamos en la probabilidad de que en la vida psíquica del individuo puedan tener eficacia no sólo contenidos vivenciados por él mismo sino otros que le fueron aportados con el nacimiento, fragmentos de origen filogenético, una herencia arcaica. (Freud, 1939 [1934-1938]), p.94.[5]
Desde entonces, para el cristianismo (que, no olvidemos, ha impregnado nuestra cultura desde hace más de veinte siglos) será necesario sufrir como Cristo, padecer como Él padeció debido a la esencia corrupta del hombre, lo que nos conduce a la pregunta de hasta qué punto no se puede producir una identificación inconsciente con su figura, como indican expresiones del tipo vivir en Cristo.
Todo para acceder a una recompensa que llegará, se asegura, más allá de esta vida, según se afirma en el Nuevo Testamento: «Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros». (Epístola a los romanos, de San Pablo, 8, 18). «(...) sino alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria». (Primera epístola de San Pedro, 4, 13).
Este escenario justificaría un sufrimiento redentor, donde el padecer sería deseable e, incluso, necesario, mientras la felicidad o el bienestar se convertirían en afectos indeseables, ya que nos apartarían del Mesías. Sin embargo, el riesgo de que eso nos lleve al inmovilismo (esperando una salvación en el más allá) es evidente.
Así lo indica, por ejemplo, Anselm Grün (2006):
A veces recibo cartas de personas que se quejan de su situación en la vida y tengo la sensación de que ellas mismas se provocan su sufrimiento. (...) Algunas personas prefieren sufrir antes que afrontar las vías de solución que se le ofrecen. (p.139 y 140).
Incluso, este autor alerta del peligro de usar el sufrimiento como arma arrojadiza, en otra identificación poco saludable, en este caso con el prototipo de los mártires cristianos:
No obstante, persiste el riesgo de identificarse con el arquetipo del mártir. (...) Quien se siente mártir utiliza su sufrimiento como reproche frente a los demás o se coloca por encima de ellos. (...) Su sufrimiento es la expresión de la agresión contra sí mismo y contra los hombres. (p.50).
En este sentido, el apologista cristiano C. S. Lewis (2012) utiliza una expresión mucho más cercana al psicoanálisis: «Si no se admiten las causas [del dolor psíquico] ni se les hace frente, produce un terrible estado de neurosis crónica». Las palabras de Lewis nos conducen, por analogía, a la siguiente cita de Freud 1940 (1938):
Mientras más progrese nuestro trabajo y a mayor profundidad se plasme nuestra intelección de la vida anímica del neurótico, con nitidez tanto mayor se impondrán a nuestro saber otros dos factores que reclaman la máxima atención como fuentes de la resistencia. (...) Se los puede reunir bajo el nombre común de «necesidad de estar enfermo o de padecer» (...). El primero de estos dos factores es el sentimiento de culpa o conciencia de culpa, como se lo llama, pese a que el enfermo no lo registra ni lo discierne. (Freud, p.180). (El énfasis es de los autores).
¿Hasta qué punto lo cristiano, cuna de nuestra cultura, no tiene algo que ver con esta «necesidad de estar enfermo o de padecer»? ¿Son comparables la culpa que se deriva del cristianismo de la culpa que plantea el psicoanálisis?
Algunos teólogos contemporáneos han ensayado de nuevo el viejo reto de reconciliar la bondad de Dios y el dolor del mundo. Por ejemplo, el alemán Gisbert Greshake (2014) dice que el sufrimiento es necesario puesto que, de lo contrario, tampoco habría posibilidad de libertad ni amor: «Mantendremos, por tanto, que si el sentido de la creación es el amor entre el Creador y la criatura, ésta ha sido puesta realmente en libertad. De donde se sigue que, al crear Dios al hombre, queda dada también la posibilidad de que pueda acontecer el mal, aun cuando Dios, el Santo, no quiere en absoluto el mal». Pero la hipótesis anterior no evita que concluya: «En la experiencia del dolor que nace del pecado experimentamos la consecuencia de la culpa humana, de nuestro hallarnos enredados en la culpa».
Esta manera de querer compatibilizar de forma racional el amor divino y la maldad terrenal tiene sus antecedentes históricos más recientes en la teodicea.[6]
Y es con la teodicea donde surge la problemática de la cuestión de la justicia de Dios (theo—diké) o el por qué permitiría Dios la existencia del mal, la injusticia o el sufrimiento en su creación.
Fue Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) el filósofo matemático que más se dedicó a este tema y que construyó un raciocinio defensor de Dios que justifica los males del hombre, los cuales no podremos llegar a comprender dado nuestro carácter finito y limitado.
Uno de esos males son el dolor y el sufrimiento humanos, y su justificación coincide con los preceptos cristianos de culpa ancestral, y como medio para conseguir la entrada en el paraíso en otra vida. Ya hemos apuntado qué relación puede tener esta culpa ancestral con la derivada de la «herencia filogenética» de Freud.
Leibniz principia que el sufrimiento tiene una razón de ser, de lo contrario no podría ser ni explicado ni comprendido. Existe como castigo por un pecado o falta cometida por el libre albedrío humano otorgado por Dios y, por tanto, no puede culparse a Éste de la existencia del sufrimiento en el mundo. En su teodicea afirma: «Dios inclina al hombre a decidir y a hacer, pero no lo obliga».
El sufrimiento tiene una dimensión pedagógica y transformadora que tarde o temprano conduce a un bien mayor, de modo que no es nunca inútil ni inmerecido, y tiene que llevarse con resignación. El sufrimiento tiene entonces un sentido divino: sirve de corrección y ejemplo para perfeccionar al sufriente y entonces atraer al bien representado en Cristo.
Es en la Ilustración cuando la ciencia social empieza a tratar el problema del mal y el sufrimiento humanos, hasta entonces monopolizado por la religión, tal y como se aprecia en el pensamiento leibniziano, y se intenta profundizar en sus causas, distinguiendo las naturales de las sociopolíticas.
Así, el ilustrado pensador Immanuel Kant (1724-1804) criticará con mucha dureza esta tesis defendida por Leibniz e impugnará la teodicea agustiniana, la cual sostenía la bondad de Dios y explicaba el mal como resultado del pecado, enraizado en la naturaleza del hombre.
En su antropodicea afirma: «La especie humana puede y debe ser la creadora de su propia dicha», y asevera que el origen del mal no es sensitivo, ni físico, ni temporal ni herencia de los progenitores, sino que tiene un origen racional:[7] el mal surge cuando el hombre no se deja llevar por los preceptos de la razón y se deja seducir, embargar por lo sensitivo (las inclinaciones), por todo aquello que le lleva a ignorar la máxima kantiana del deber.
Este deber son, en la ética kantiana, los imperativos categóricos, que pretenden ser unos mandamientos autónomos (no dependientes de ninguna religión ni ideología) y autosuficientes, capaces de regir el comportamiento humano en todas sus manifestaciones.\newline
¿Podríamos considerar estos imperativos categóricos kantianos como la parte más rígida del superyó freudiano, continuamente al acecho, observando el cumplimiento de aquellos y cargando al sujeto de sentimientos de culpa si los transgrede?
Por ello, Kant hará recaer toda la responsabilidad sobre el sujeto moral y se pasará entonces de especular sobre el mal a luchar contra él. Es cuando la teodicea deviene antropodicea: la reducción del sufrimiento (y de la justicia) es algo exigible al hombre.
Karl Marx (1818-1883) considera que el problema planteado por el sufrimiento no consiste en darle un sentido, sino en suprimirlo, en transformar las condiciones políticas, económicas y sociales que lo han originado y perpetuado. Y condena a la religión por hacer creer al hombre que nada puede hacerse contra ese sufrimiento. Muy inspirado por Feuerbach, escribe: «La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo».[8]
La visión marxista ensalza la violencia como generadora de historia y propugna que la transformación radical de la sociedad a la que se aspira será un parto doloroso. Para Marx, el sufrimiento vuelve a ser necesario para transformar, de manera violenta, a la sociedad y, así, el dolor humano se convierte en justificado, necesario y desacralizado en aras del «objetivo final».
De todos modos será otro pensador de la «escuela de la sospecha»[9], Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900), quien a finales del siglo XIX arrancará la crítica más radical a la idea de que el sufrimiento humano haya de tener algún tipo de sentido. En sus escritos, existe otro tipo de sufrimiento o dolor que es purificador, oportunidad de perfeccionamiento y superación propios. Y trabaja como un martillo infernal que esculpe al ultrahombre poseedor del saber, el poder y la verdad superiores.
En La gaya ciencia (1882) escribe:
Sólo el gran dolor es el liberador último del espíritu, en tanto que maestro de la gran sospecha (...). Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo, en el que somos quemados como una madera verde, por así decir, nos fuerza a nosotros los filósofos a descender a nuestra última profundidad y a despojarnos de toda la confianza, de todo lo bondadoso. (...) Dudo que un dolor como ese haga «mejorar», pero sé que nos profundiza. Ya sea que aprendemos a oponerle nuestro orgullo, nuestro sarcasmo, nuestra fuerza de voluntad, y hagamos como el pielroja, que atrozmente que se le torture, se resarce de su torturador con la maldad de su lengua; ya sea que ante el dolor nos retiremos a aquella nada oriental —se la llama nirvana—, a aquel mudo, rígido, sordo entregarse, olvidarse de sí, extinguirse: de esos largos y peligrosos ejercicios de dominio de sí mismo se sale como una persona distinta, con algunos signos de interrogación más, sobre todo con la voluntad de, en adelante, preguntar más, con más profundidad, con más rigor, con más dureza, con más maldad, con más calma de lo que se ha preguntado hasta ese momento. (p.37).
Esta autosuperación nietzscheana mediante el dolor es enemiga feroz de la tradición judeocristiana, que no deja trascender al hombre. Hay que aceptar el sufrimiento con unas ansias conquistadoras de nuestro destino humano que incluyan el conquistar a Dios, hasta conseguir matarlo. Así, en la misma obra antes citada, escribe: «Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado».[10]
Hemos visto cómo la filosofía occidental derivó desde la teodicea hasta la antropodicea buscando una progresiva racionalización del mundo para reducir o incluso suprimir el mal (sea físico o moral) y, de este modo, los pensadores ilustrados europeos abrieron la expectativa de que hemos venido a este mundo a disfrutar y no a sufrir, de que tenemos «derecho a la felicidad». Y esta nueva mentalidad hedonista tomará impulso hasta el día de hoy en todo el mundo occidental y en su radio de influencia.
Se le atribuye al Buda histórico[12] el aserto: «El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional». Una afirmación que bien podría valer para disciplinas como el psicoanálisis, que, en coincidencia con las prácticas derivadas del budismo, llevan al autoconocimiento.
Este camino, que comporta hacerse cargo de uno mismo, trae aparejada una cuota de malestar que resulta variable de un sujeto a otro, y que en muchos casos se erige como resistencia contra la cura. Tal y como apunta Bert Hellinger,[13] «sufrir es más fácil que actuar». Así, el budismo propone prácticas que se asemejan a ciertos momentos del análisis en cuanto confrontan las pequeñas miserias yoicas con el despertar de una consciencia plena.
Si bien la frase atribuida a Buda, después de algunas pesquisas, no ha podido ser ratificada como de su autoría, vale la propuesta de su enunciado para poner en marcha las conexiones e intersecciones que este apartado se propone.
Buda[14] responde: «Es nacer, envejecer, enfermarse, estar con lo que se odia, no estar con lo que se ama, desear y anhelar y no conseguir». Borges y Jurado (1978).
Desde la concepción del sufrimiento budista, las escrituras hablan, en general, de cuatro encuentros, que a su vez despertaron en Buda la consciencia de cuatro sufrimientos comunes a todos los seres humanos: el dolor del nacimiento, el de la enfermedad, el del envejecimiento y el de la muerte. Esto nos remite a la noción de sufrimiento mencionada por Freud en El malestar en la cultura (1930 [1929]):
El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos. (Freud, p.77).
Desde la visión budista, se considera que la causa fundamental del sufrimiento es la tendencia del ser humano a desarrollar apegos y al desconocimiento del principio de la transitoriedad —todo está en constante cambio, nada permanece igual y nada nos pertenece—. Según la doctrina budista, para poner fin al sufrimiento se debe abandonar al yo, al egocentrismo y a una individualidad intrínseca («ausencia del yo»).[15]
La idea del Yo es una creencia falsa e imaginaria que carece de una realidad correspondiente, y la causante de los dañosos pensamientos de «yo» y «mío», así como de los deseos egoístas, de la avidez, del apego, del odio, de la mala voluntad, del engreimiento, del orgullo, del egoísmo y de otras máculas, impurezas y problemas. (...) Es la fuente de todas las perturbaciones existentes en el mundo, desde los conflictos individuales hasta las guerras entre naciones.(Rahula, 1990).
Algo que nos parece muy complicado en la historia de la humanidad y en la era de la exaltación del «sé tú mismo» y del narcisismo por encima de todas las cosas.
Unos siglos más tarde, Freud volvió a señalar el concepto del «yo narcisista» en Introducción del narcisismo (1914): se sufre porque el otro no es como yo soy o como yo quisiera que fuera. Así, el amor, por tener una estructura narcisista, conlleva siempre una dosis de sufrimiento. En este sentido, puede haber un paralelismo del «pequeño yo», que correspondería al neurótico sufriente, con el «gran yo», a la persona sana, transformada, la que descubre su identidad con el todo y deja de lado su identificación errónea con el ego aislado.
Buda veía que tanto hombres como niños y ancianos no sólo sufren por las calamidades a las que se ven sometidos, sino también por la frustración, la ansiedad y el descontento, estados que parecen ser una parte indispensable de la condición humana. El sufrimiento no está causado por la mala fortuna, la injusticia social o los caprichos divinos; más bien deriva de las pautas de comportamiento de nuestra propia mente, que reacciona con deseos, y los deseos siempre implican insatisfacción. Esto sería muy coherente con la visión de Freud acerca de la pulsión que siempre empuja hacia su satisfacción, pero no lo logra completamente. O, tal como lo describe en El malestar en la cultura (1930 [1929]):
(...) interviniendo sobre estas mociones pulsionales uno puede esperar liberarse de una parte del sufrimiento. Este modo de defensa frente al padecer ya no injiere en el aparato de la sensación; busca enseñorearse de las fuentes internas de las necesidades. De manera extrema, es lo que ocurre cuando se matan las pulsiones, como enseña la sabiduría oriental y lo practica el yoga. (Freud, p.79).
Cuando la mente experimenta algo desagradable, anhela librarse de la irritación, mientras que cuando la sensación es placentera, desea que el placer perdure y se intensifique. La mente siempre está insatisfecha e inquieta. Si, cuando experimenta algo desagradable, comprende simplemente que las cosas son como son, entonces, no hay sufrimiento. Si, por ejemplo, uno experimenta tristeza sin desear que la tristeza desaparezca, continúa sintiendo tristeza, pero no sufre por ello (Harari, 2014). La descripción que hace Freud en El malestar en la cultura (1930 [1929]), apunta, sin embargo, otro planteamiento:
(...) Así como satisfacción pulsional equivale a dicha, así también es causa de grave sufrimiento cuando el mundo exterior nos deja en la indigencia, cuando nos rehúsa la saciedad de nuestras necesidades. Por tanto, interviniendo sobre estas mociones pulsionales uno puede esperar liberarse de una parte del sufrimiento. (Freud, p.79).
La perspectiva budista, por tanto, entiende que la vida es sufrimiento desde el momento que nacemos. Así, el sufrimiento no proviene de la nada, sino que siempre es el resultado de sus propias causas y condiciones. Maitreya, «el Buda que viene», o quinto Buda de la actual era cósmica (Lama, 1997), emplea la analogía de un enfermo: para que una persona enferma se recupere, el primer paso es que conozca su dolencia. Una vez identificada la causa, comprenderá si su enfermedad es curable y sentirá el deseo de liberarse de ella. De ahí que no podamos ignorar nuestro sufrimiento, ya que no sentiríamos el deseo de liberarnos de éste.
¿Sería esto comparable con la importancia de reconocer la naturaleza del sufrimiento e ir a la causa como propone el psicoanálisis?
Uno de los fundamentos esenciales de la doctrina budista, según Dalai Lama,[17] está relacionado con la experiencia individual y el deseo innato de buscar la felicidad y superar el sufrimiento. Así como la felicidad es la meta que la gran mayoría de personas aspira alcanzar, el sufrimiento es un estado que también la inmensa mayoría desea evitar. Estas enseñanzas fueron recopiladas como las Cuatro Nobles Verdades: la verdad del sufrimiento, la verdad del origen del sufrimiento, la verdad de la cesación y la verdad del camino.
La primera Noble Verdad es dukkha,[18] la verdad del sufrimiento. Dukkha constituye la base de toda experiencia dolorosa y se refiere, generalmente, a nuestro estado condicionado por las desilusiones y emociones aflictivas.
El sufrimiento acompaña a aquellas personas cuya mente es indisciplinada e indómita o se aferran al convencimiento de la permanencia de las cosas. Así, alguien inmerso en el contexto del total apego a los objetos materiales, se hallará siempre confinado al reino del deseo. Lo mismo sucede con quien está fuertemente atrapado por desilusiones y emociones dolorosas, o bien constreñido por la red de su ego. La concepción de que somos únicos, constantes, permanentes, es una ilusión que impregna nuestra cultura occidental.
¿Sufrir es inevitable? Una mujer había perdido a su hijo y se lo contó a Buda. Él le contestó: «Ve por todas las casas y, de las que no sufran dolor, me traes una semilla». Descubrió dolor en cada casa que visitó. El dolor, aunque a veces no lo parezca, también es transitorio. Todo es transitorio, nada es eterno. En Occidente, vivimos como si fuéramos inmortales. El tiempo pasa, pero estamos inmersos en una cultura que nos dice que la vejez se debe negar. ¡Hasta a los muertos los maquillan y los exponen como si estuvieran vivos!
La segunda Noble Verdad es el origen de dukkha: la avidez.[19] El sentimiento de que la realidad está fallando es el dukkha que conlleva la posesión de algún objeto (ya sea un coche, una casa, una pareja, etcétera). Así, la avidez siempre conlleva sufrimiento: cuando uno no tiene lo que desea, cuando uno logra lo que desea (porque lo quiere retener) o cuando uno pierde lo que desea.
La ignorancia —«no saber», un estado de no reconocer la realidad de las cosas— y las emociones aflictivas son también el principal enemigo y fuente de sufrimiento. En el momento en que invaden la mente, destruyen la paz psíquica, a veces la salud e incluso las relaciones con los demás. Todas las acciones negativas son producto de emociones aflictivas y equiparables a enemigos internos.
Si un enemigo externo puede ayudar al crecimiento del ser humano porque lo pone ante una dificultad consciente, un enemigo interno es sistemáticamente destructivo porque puede permanecer inconsciente. Se asemejaría a la dificultad de disolver el síntoma neurótico descrito por Freud que sólo logra su acceso a la consciencia a cambio de deformarse hasta resultar irreconocible. A ello se añadiría el miedo del ser humano a enfrentarse a sus síntomas y a la resistencia a su cura: «Cuando emprendemos el restablecimiento de un enfermo para liberarlo de sus síntomas patológicos, él nos opone una resistencia fuerte y tenaz que se mantiene durante todo el tratamiento». (Freud, 1916 [1917], p.262).
También las experiencias aparentemente placenteras son, en última instancia, estados de sufrimiento. La clave radica en que se perciben como estados agradables sólo porque, en comparación con las experiencias dolorosas, proporcionan alivio. Sin embargo, el placer de dichas experiencias, según Dalai Lama, es relativo. Así como las experiencias dolorosas posibilitan ahondar en las causas que conducen al sufrimiento, conocer el origen de las placenteras debería aumentar nuestro placer o felicidad, pero no es así. Por ejemplo, un objeto que en su día proporcionó placer puede convertirse en causa de frustración, como la pareja, una relación de amistad, etcétera. La locura inicial de la pasión puede convertirse en odio y agresividad.
¿Se podría equiparar esta concepción budista al concepto de ambivalencia que desarrolla Freud en Pulsiones y destinos de pulsión (1915), donde el amor y el odio pueden ir dirigidos hacia el mismo objeto?
La tercera Noble Verdad es la cesación de dukkha. No nos podemos quedar atrapados en dukkha, sino que es necesario devenir no dependientes, alcanzar el Nirvana,[20] la Verdad absoluta, la Realidad última, ir más allá de la propia mente, despertar el potencial de claridad y armonía. Esto equivaldría, en una cura analítica, a alcanzar un estado donde se trasciende la neurosis. Tal y como apunta Freud en Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica (1918 [1919]): «No se debe educar al enfermo para que se asemeje a nosotros, sino para que se libere y consume su propio ser». (p.160).
Por último, la cuarta Noble Verdad es el Sendero que conduce al cese del sufrimiento y a la experiencia del Nirvana: una purificación total de nuestra consciencia, pensamiento, lenguaje, acción, esfuerzo, atención plena y concentración.
El recorrido histórico sobre el sufrimiento con relación al cristianismo, la filosofía occidental contemporánea y el budismo nos sitúa ante muchas incertezas. Dicho está que el sufrimiento humano es inevitable y que, a veces, el dolor invade nuestras vidas de forma imprevista, nos quiebra y nos vuelve impotentes ante su furia, su incomprensibilidad, su imprevisibilidad.
Sin embargo, no debemos olvidar que, al menos en esta parte del mundo, somos herederos de una cultura (la judeocristiana) que ha hecho del sufrimiento su leitmotiv; el dolor ha dado sentido a la vida de muchas de nuestras sociedades, y hoy esta concepción dramática del mundo aún se jugaría en nosotros de manera inconsciente. Negar esta posibilidad es, cuanto menos, imprudente e insensato.
La decadencia del espíritu religioso, el descrédito de algunos de sus postulados, no son óbice para que el sentido trágico de la existencia cristiana (y monoteísta en general) siga influyéndonos, mientras nosotros seguimos presumiendo de un laicismo o un ateísmo que no serían más que las capas de pintura superficiales de un dibujo que se despliega por otros escenarios más profundos de nuestro psiquismo.
Las acérrimas críticas de algunos pensadores occidentales modernos, que han intentado trascender esta necesidad de sufrimiento religiosa, no son más que hilos de los cuales habríamos empezado a tirar para deshacer la madeja. Y los planteamientos budistas que buscan enseñorearse del dolor no han hecho más que empezar a infiltrarse, de modo minoritario y en muchas ocasiones aún incomprendido, en nuestras mentalidades forjadas bajo el signo de la cruz. Mentalidades donde la creencia de que hemos venido a un valle de lágrimas se alimenta con el nefasto beneficio secundario de la enfermedad que tanto denunció Freud.
El sufrimiento es consustancial al ser humano. El inconsciente individual y colectivo, también. Su combinación, a veces, puede acarrear pesadas consecuencias, a menos que nos decidamos a combatir con todas nuestras fuerzas aquel dolor que sería accesorio y falaz, ya que formaría parte de la neurosis. O sea, de la necesidad de sufrir. De la necesidad menos necesaria que nos hemos impuesto.
Agradecer, una vez más, a la dirección del Espacio Psicoanalítico de Barcelona por tomarse el tiempo de revisar nuestros escritos y aportar ideas y material para realizar esta ponencia. En particular, destacamos la colaboración de Juan Carlos De Brasi, Mª del Mar Martín, Enric Boada y Rosa Daniel, así como la detallada corrección profesional del texto a cargo de Pilar del Rey. Agradecer además a Laura Blanco, Fabián Ortiz, Núria Tayó y a los integrantes del Grupo de Prácticas, quienes, con sus revisiones y sugerencias, nos han ayudado a disfrutar y a sufrir esta investigación.
Barcelona, mayo 2016
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Chaui, M. La historia del pensamiento de Marx, Revista «La teoría marxista hoy».
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