El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XVI Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (V).
Una versión revisada ha sido publicada en el libro «La piel del alma. Sobre la traición» (EPBCN Ediciones, 2017).
Este texto pretende continuar el trabajo iniciado en la ponencia: «Te negarás tres veces. La verdadera traición».[1] presentada en las XIV Jornadas psicoanalíticas del EPBCN, celebradas en mayo de 2014. En aquella ocasión abordamos diferentes formas de traición —la entrega al enemigo, el incumplimiento de una promesa y la negación— en las que el individuo podía ser activo o pasivo, vale decir, traidor o traicionado. Transitamos por la traición de los padres a los hijos, del estado y sus instituciones hacia el individuo, de cada uno de nosotros a sus objetos de amor, para llegar finalmente a la que presentamos como la verdadera traición: la que se comete hacia uno mismo.
En esta ocasión, partiremos de la traición a uno mismo, iniciando un recorrido en el que nos centraremos, principalmente, en la traición mediante la negación. Abordaremos el tema desde algunas observaciones clínicas, buscando modos y mecanismos de actuación, y aproximándonos tanto al campo de psicoanálisis como al de la filosofía.
Es la observación de una reclusión y un aislamiento progresivo del individuo —en sí mismo y de sí mismo—, cada vez mayor y más frecuente, la que motiva este trabajo. Así, éste se presenta como una mera provocación a pensar, ya que no puede albergar la posibilidad de una conclusión o cierre definitivo. La pregunta que encierra es sencilla, la respuesta es la vida misma.
Alguien le dio una tarjeta, o buscó en la web, o lleva años pensando en psicoanalizarse, toma la decisión, con más o menos dificultad, y se encuentra ante alguien que dice que puede hablarle con libertad. Lo primero que sale de su boca es: «No me ha pasado nada en la vida».
Una escucha ingenua puede recibirlo como lo que en apariencia es: no me ha pasado nada en comparación con otros, no he sido maltratado físicamente, no me han violado, no he pasado hambre, no he vivido una guerra...[2] Está nervioso, ya se entiende que quiere decir que no le ha pasado nada tan grave, que no se puede quejar. Una escucha más cruel, si se quiere, piensa: está diciendo que no le ha pasado nada en la vida y lo peor es que tiene razón.
El discurso está racionalizado, ningún afecto acompaña a las frases, tampoco el cuerpo, da toda una serie de sucesos, en el mejor de los casos, bien elaborada y argumentada. Rupturas, infidelidades, familia, amistades, cambios de trabajo, abandonos, logros, estudios, expectativas de futuro ... Relato acompañado, en ocasiones, de llanto y, sin embargo, la sensación permanece, efectivamente, no le ha pasado nada.
No sabemos dónde está, sólo percibimos una ausencia, un no permanente que sólo está pronunciado en la primera autodenuncia.
En otros casos la frase es: «Me pasaron muchas cosas, pero ya no me afectan». Lo dejé a un lado, decidí pensar en otra cosa, rompí la relación, lo olvidé. La misma frialdad helada en el relato, la misma ausencia, el mismo discurso atropellado. Sin embargo está ahí, pidiendo algo que, de entrada, desconocemos qué es. Escuchamos pacientemente, con cierta extrañeza, a la espera de que en algún momento alguien vivo se presente ante nosotros. No ocurre.
Una pregunta simple tiene la capacidad de cambiar la escena: ¿y tú cómo estás? Freud escribe en uno de sus textos que las palabras son como ensalmos, que tienen la capacidad de llevar a alguien a la felicidad o a la desesperación, y este es un claro ejemplo de ello. La reacción que se da es el quiebre, algo se agrieta. Las formas de manifestación son diversas pero, en ese momento, tenemos delante a otra persona. Si sonreía su cara se ensombrece, si lloraba su cara se serena; la expresión facial, la mirada, el tono de voz, la animación del cuerpo, la velocidad del relato, todo se mueve a la vez y en cuestión de segundos.[3] Nos preguntamos, no sin asombro, cuándo fue la última vez que alguien le miró a los ojos y le hizo una pregunta. No es sólo su contenido lo que produce el efecto, la mirada directa, el cambio de registro, la introducción abrupta de un corte justo ahí donde esa persona cree saber de sí misma, hace que de un golpe su alma adquiera animación. Durará poco, rápidamente volverá al discurso anterior, pero nos muestra algo de mucho valor: todavía queda vida en ella.
Ambos enunciados contienen una negación, «no me ha pasado nada» o «no me afecta»; en nuestro trabajo anterior ya resaltamos que en el proceso de negación “se ve cómo la función intelectual se separa [...] del proceso afectivo”,[4] cosa que se pone en evidencia en el caso de estos pacientes. Pueden hacer el relato, partiendo de una negación primera, pero sin ningún tipo de proceso afectivo asociado. Podemos añadir todavía algo más: «Negar algo en el juicio quiere decir, en el fondo: “Eso es algo que yo preferiría reprimir”. El juicio adverso es el sustituto intelectual de la represión, su «no» es una marca de ella, su certificado de origen [...].»[5]
Preferiría reprimirlo, preferiría olvidarlo, preferiría no recordar qué pensé, qué me pasó, qué sentí, qué preguntas me hice, pero no lo consigo. ¿Qué hago? Niego que algo pasó, digo que ya no me afecta, lo cuento, lo pienso y lo vivo sin pasión aunque en realidad lo padezco.
La impresión que tenemos es que esta negación primera desborda en el resto del relato, en el de la vida entera. Del mismo modo que una representación reprimida puede bloquear series enteras de pensamiento o que lo inconsciente reprimido puede atraer material preconciente hasta conseguir así, también, reprimirlo, parecería que la negación tiene la capacidad de que ese no gane cada vez más terreno a la vida, en otro lugar.
Ya lo dijimos, la verdadera traición es la traición a uno mismo y ésta es una de sus diversas formas de manifestación. Con la negación de lo vivido conseguimos el inicio de un aislamiento del afecto y la experiencia que, en la mayoría de los casos, no puede recibir otro calificativo más que el de brutal. Éste colabora en una devastación del sí mismo que solo puede ser propia de la traición. Por el camino, también se habrá entregado al enemigo:[6] a una manera de ser y de sentir que es más el producto de un mercado que algo propio de un humano, a buscar un bienestar que nunca llega porque el camino es el equivocado,[7] a racionalizar su vida de tal forma que deje de doler. Tampoco lo consigue.
Ha entregado su vida entregando su pasión y ahí está, diciendo que no le ha pasado nada. En el fondo, tiene razón. No puede apropiarse de nada, no puede sentir nada, sólo un dolor sordo a sus oídos que vive parasitariamente en su mirada.
Partimos de observaciones clínicas, no porque esto sólo les pase a los considerados enfermos —lo que sería bastante tranquilizador para muchos—, sino para resaltar algo que consideramos debe ser tenido en cuenta: del mismo modo que las formas de manifestación de los síntomas se modifican según el momento histórico, las formas de padecimiento, anulación, aislamiento, negación y violencia a las que el hombre es sometido y a las que él mismo se somete, también lo hacen. Así es como se presentan ahora en los divanes, así es como se presentan en cada alma. Hay que saberlo.
No hablamos de casos aislados, cada vez con más frecuencia nos encontramos con pacientes que no presentan los síntomas clásicos, o al menos no en, lo que podríamos llamar, un primer round. No se trata de una moción edípica reprimida generadora de conflicto, ni de dificultades con su homosexualidad, por poner dos ejemplos de forma aleatoria; es peor, se trata de que el paciente no está. Freud afirma en uno de sus textos que «nadie puede ser ajusticiado “in absentia” o “in effigie”» y que, por este motivo, la repetición en transferencia tiene tantísimo valor. En la actualidad, podríamos aplicar esto, pero al paciente mismo, no podemos analizar a alguien in absentia, in effigie.
Esta situación requiere de un trabajo que se podría pensar como previo al análisis, pero que, más bien, es el análisis mismo. Si el paciente no habla no podrá tampoco escuchar, si no puede dar el peso que tienen a sus vivencias, a sus pensamientos, a sus preguntas, difícilmente podrá tocarle ninguna interpretación. El muro entre el mundo y él es enorme, nada llega, por tanto, cada grieta que se abre con cada pregunta será vital. Ahora bien, siguiendo nuestra descripción, observamos que el muro es doble: el primero genera el aislamiento del mundo, el segundo, construido a base de la traición, genera el aislamiento de sí mismo.[8] Deberemos agrietar los dos.
Además, el movimiento del análisis tendrá que darse desde el presente hacia el pasado y desde el presente hacia el futuro.
Hacia el presente-pasado: la recuperación de la memoria, de lo ya vivido con su afecto y sus consecuencias. Herbert Marcuse[9] lo describe así en Eros y civilización:
Si la memoria se mueve hacia el centro del psicoanálisis como una forma de conocimiento decisiva, es por algo mucho más importante que un mero recurso terapéutico; el valor terapéutico de la memoria se deriva del verdadero valor de la memoria. Su verdadero valor yace en la específica función de la memoria de preservar promesas y potencialidades que son traicionadas e inclusive proscritas por el individuo maduro, civilizado, pero que han sido satisfechas alguna vez en su tenue pasado y nunca son olvidadas por completo.[10]
Hacia el presente-futuro: a partir del inicio de la conexión con lo que hace, dice, hizo, dijo, piensa, pensó, es cuando empieza el verdadero viaje. Se abren preguntas: ¿por qué lo hice?, ¿esto de vivir de qué va?, ¿cómo sigo?; también heridas, que no dolían pero sangraban; y senderos que deberían llevar a la responsabilidad de haber vivido lo vivido y de haber traicionado lo que se ha traicionado.
La denuncia del abuso de poder, la violencia, la alienación y el engaño al que el ser humano es sometido por lo que él mismo ha creado (estados, instituciones, partidos políticos, avances tecnológicos, avances médicos, etcétera.), no es sólo necesaria, sino que no hacerla es condenarse a vivir un ciego simulacro. Ya mencionamos en otra ocasión que los estados y sus instituciones, la ideología ambiente y los mismos integrantes de la sociedad, traicionan a los hombres mediante el incumplimiento de sus promesas. Así, abordar la cuestión de la traición a uno mismo sin tener en cuenta estos factores nos dejaría a las puertas de una injusticia. Pero también es cierto que, si lo que aliena, daña, esclaviza y somete al hombre, lo ha creado y lo crea el hombre, debemos preguntarle a él cuál es su responsabilidad. No sólo al hombre como especie, como humanidad, sino a cada hombre, a cada uno de nosotros.
No podemos pensar al individuo únicamente como víctima de lo que acontece a su alrededor, ni tampoco como víctima de su propia traición. Así entramos en el campo de la responsabilidad.
El que se negó, ¿por qué lo hizo? Hay mil respuestas: la presión externa, la intención de agradar, de formar parte del rebaño; no supo defender su diferencia, tuvo una infancia complicada, le engañaron, le dañaron, era demasiado sensible, lo marginaron, etcétera. Todas ellas tienen fuerza, algunas por sí mismas, para despertar en alguien la negación. ¿Lo dejamos así? ¿Es esta la respuesta última? En tal caso, no podríamos seguir, ya que la respuesta podría tomar el valor de una excusa —y esto es lo que ocurre en la mayoría de los casos—. Lo que proponemos es una responsabilidad alejada de la culpa, una responsabilidad que pueda ser vivida como una libertad, hasta sus últimas consecuencias.
Cuando hablo sin afectación, cuando niego, cuando digo que no he vivido nada, elimino mi responsabilidad, pero creo mi propia cárcel.
Otros [hombres], por llevar el No en su subjetividad misma, se constituyen igualmente, en tanto que persona humana, en negación perpetua [...] ¿Qué ha de ser el hombre en su ser, para que le sea posible negarse? [...]. [No] se trata de tomar en su universalidad la actitud de «negación de sí». [...] Conviene escoger y examinar una actitud determinada que, a la vez, sea esencial a la realidad humana y tal que la conciencia, en lugar de dirigir su atención hacia afuera, la vuelva hacia sí misma. Esta actitud, nos ha parecido que, debía ser la mala fe.[11]
Jean-Paul Sartre[12] aborda en su filosofía el concepto de la mala fe. La presenta como una actitud intencionada (llega a hablar de proyecto de mala fe) en la que el hombre, en el momento en el que debería elegir, elude su responsabilidad y opta por el enmascaramiento de una verdad que en el fondo conoce: «Para quien pone en práctica la mala fe, se trata de enmascarar una verdad desagradable o de presentar como verdad un error agradable».
A pesar de su similitud estructural con la mentira (que siempre sería hacia otro diferente de mí), la mala fe no es exactamente un autoengaño. El que engaña es consciente de la verdad que oculta y el que está afectado de mala fe es, a su vez, el que enmascara y al que algo le es enmascarado; en el mismo instante.
Lo interesante del planteamiento es que el hombre de mala fe es a su vez engañado y responsable, conoce su intención (de forma «pre reflexiva»), pero se la oculta. Resaltamos que, puesto que esta actitud es un ejemplo de negación de sí, empieza así a dibujarse una conexión interesante con lo planteado hasta el momento. Podríamos decir que el afectado de mala fe es también un traidor, o mejor dicho, podríamos encontrar en la mala fe otra figura de la traición.
El hombre de buena fe no es el que tiene buenas intenciones, el hombre de buena fe es aquel cuyos actos tienen como última significación la búsqueda de la libertad como tal.[13] Elige, tolera la angustia de su elección y de su saberse responsable. El planteamiento de Sartre es radical en la cuestión de la responsabilidad: el hombre es responsable de sí, dibuja lo que es como hombre con cada uno de sus actos, en última instancia, se elige a sí mismo. Y da todavía un paso más: «Y cuando decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres».[14] Cuando me elijo como hombre, estoy eligiendo a la humanidad entera, puesto que «no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser».[15]
La repercusión que toma, desde esta perspectiva, la traición a uno mismo es enorme. Ya hemos tenido en cuenta el influjo que tiene lo considerado externo sobre el individuo, vemos ahora el que puede dársele en la otra dirección. Una humanidad de hombres que se eligen a sí mismos —dibujando así lo que debe ser la humanidad— como traidores, afectados de mala fe, encarcelados en ellos mismos, no podrán producir jamás algo que no sea una esclavitud.
Desde el punto de vista histórico, es un observable la cadencia: dominación-rebelión-dominación.[16] Esta misma cadencia se presenta también en muchas vidas. De un sometimiento a la educación y las normas en la infancia, se pasa a una rebelión en la adolescencia que puede permanecer durante parte de la juventud. En esos años de protesta y crítica necesarias son cuestionadas normas, maneras de ser y de hacer, límites, formas de sexualidad, imposiciones ideológicas, leyes, etcétera.[17] Lo que acostumbra a ocurrir con el paso del tiempo es que la fuerza de esas protestas y críticas se desvanece. Uno mismo se la quitará pensando que no hay nada que hacer. No sé qué hacer con todo lo que pensé e hice y acabaré haciendo lo que me dijeron, aprobando la típica frase: hijo, cuando seas mayor, ya verás cómo me das la razón. El desastre es todo lo que se pierde por el camino.
No presentamos esos años de rebelión como una situación ideal; la entrada en la sexualidad, la desorientación ante lo que pasa alrededor, el deseo desesperado de inclusión en el grupo de iguales, las primeras decepciones en la amistad y el amor, empiezan a plantar las semillas para la traición. Pero sí consideramos que la fuerza que acontece en ellos es la necesaria para construir algo vivible. Que quede circunscrita a esos años, que sea abandonada, es ya una elección.
Herbert Marcuse trabaja en Eros y civilización este baile entre la rebelión y la dominación, llegando a plantear que la verdadera traición es no haber consumado la liberación.[18] Lo aborda desde el punto de vista teológico e histórico, analizando causas y consecuencias de la crucifixión de Jesucristo y de las revoluciones políticas, pero esta conclusión nos sirve también a nosotros. La traición no es sólo la negación de uno mismo, sino que con ella hemos acabado con el que traía el mensaje y con el que contenía la fuerza para la liberación.[19] Renunciamos a ella. Después instalamos, de nuevo, una dominación.
En qué momento cada uno se pierde, no lo sabemos. En la adolescencia misma, a los veinte años, a los treinta; cuando se casa, cuando encuentra un trabajo estable, cuando siente que nada funciona... No se sabe. Tampoco sabemos si es posible no perderse, no traicionarse; aun así, sostenemos que somos responsables de ello.
La traición encierra siempre una cobardía, pero el cobarde:
[N]o lo es porque tenga un corazón, un pulmón o un cerebro cobarde; no lo es debido a una organización fisiológica, sino que lo es porque se ha construido como hombre cobarde por sus actos. No hay temperamento cobarde; hay temperamentos nerviosos, hay sangre floja, como dicen, o temperamentos ricos; pero el hombre que tiene sangre floja no por eso es cobarde, porque lo que hace la cobardía es el acto de renunciar o ceder; [...]. Hay siempre para el cobarde una posibilidad de no ser más cobarde y para el héroe de dejar de ser héroe.[20]
Podemos habernos perdido, haber cedido o renunciado, quizás por cobardía como sostiene Sartre, o seguro por ella, la cuestión es si es definitivo. Si una vez instalado el no en uno, existe la posibilidad de conquistar a un sí.
Son muchas las disciplinas que abordan movimientos posibles hacia algo que podríamos llamar una vida vivible. En el campo del psicoanálisis, Freud mismo presenta la neurosis de transferencia como el vehículo de tránsito entre la enfermedad y la vida. La filosofía, el budismo, las religiones, todas ellas contienen, en alguna de sus ramas, un pensamiento sobre algo distinto a lo que hay: el ultrahombre, el despertar, el reino de los cielos, la vida, el niño... Los nombres son diversos, las teorías también, lo que prometen, lo que requieren, etcétera; pero en lo que coinciden todas ellas es en la posibilidad de otro hombre, de otro mundo, de otra existencia.
Wilhelm Reich habla de las tres capas del psiquismo del ser humano, en la más profunda —a la que se llegaría una vez atravesada la que equipara con el inconsciente reprimido freudiano—, el hombre, en circunstancias sociales favorables, sería un animal honrado, laborioso, cooperativo, amante, y que si hay motivo odia racionalmente.[21] Herbert Marcuse propone recuperar algunas de las capacidades del niño que han sido reprimidas por el principio de actuación y que conforman una represión excedente que no sería necesaria para la existencia de la cultura y, menos aún, para la felicidad del hombre[22] Friedrich Nietzsche presenta el tránsito del camello al león y del león al niño. El león representa el no, la rebelión, y el niño representa el sí, el sí a una voluntad propia perdida y que posibilitaría la ganancia del propio mundo.[23]
Estos son sólo algunos ejemplos de algo que consideramos una constante en muchos pensamientos diferentes: la combinación, en la vida del hombre, entre algo perdido, algo a recuperar y algo nuevo digno de conquistar.
Demasiados textos, demasiados autores, demasiadas culturas, demasiadas religiones, como para que una negación individual, una traición, elimine otra vida posible.
En el bando contrario, la angustia, el tedio, el desasosiego, el miedo, la irresponsabilidad, la cobardía, el apego, el dolor, el sufrimiento: lo que detiene. Llamémoslo como queramos, muchos le han buscado el nombre y lo seguiremos haciendo. Todas ellas pueden ser figuras de lo que lleva a la traición, de lo que hace que cerremos los ojos y nos entreguemos. Pero si alguna vez volvemos a abrirlos, que muchos lo hacemos, diremos: una segunda vez es demasiado.
Un hombre es piel y con los años piel marcada. Las cicatrices son marcas pero también tejido nuevo, una sensibilidad diferente que sustituye a la primera. Ahí donde se hirió, donde se desgarró el vestido original, teje el hilo que une lo antiguo con lo nuevo. La cicatriz es la historia de lo que rajó la piel, el relato de cómo pasó, el tacto nuevo que contiene la memoria. Una herida escondida, que sangra pero ya no duele, es una traición. Una cicatriz al aire, no sangra pero te mira. Es tu nueva piel, te mira para que sigas.
Barcelona-Menorca, marzo de 2016