El presente texto fue distribuido como soporte a la ponencia del mismo título presentada el sábado 10 de mayo de 2014 a las 10:30 en las XIV Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en psicoanálisis (III), y celebradas en la sede del EPBCN de la calle Balmes, 32 (Barcelona).
Una versión reelaborada de este trabajo puede encontrarse en el libro del mismo autor titulado Elogio del pensamiento, publicado en 2015.
En la Jornada anterior comencé con un texto sobre la problemática del pensamiento a secas, es decir, sin apelativos ni adjetivaciones. El escrito para esta nueva ponencia (así como las dos páginas para la mesa de trabajo, donde resalto una interferencia sustancial ausente aquí), es otro componente de un extenso desarrollo, en particular, sobre el asunto y que estimo de interés para el psicoanálisis.
El pensamiento a secas cuestiona la difundida idea de que él pueda ser una propiedad del llamado pensador (nombre portador de cierta opacidad). Por el contrario, éste recibe alojamiento en la propiedad de aquel pensamiento, al cual no le sobran patrimonios, como pregonan las escuelas, corrientes, tendencias e individualidades que reclaman el pedestal de la originalidad.
Sin embargo, esto no niega, sino afirma, que el pensante, como me gustaría llamarlo, construya, invente, singularice, alguno de sus cauces y deje marcas indelebles. De modo que nadie «tiene» un pensamiento, sino que una de sus líneas le incita, según sus pasiones, a crear o reabrir un nuevo curso en la médula de lo que parecía haber caído en un sueño de muerte o en la fantasía de una vida única y acabada.
Resta un asunto pendiente que ha sido soslayado de manera constante o tomado como objeto de una solución sin problema. Dicha solución tiene carácter imperativo y se afianza en el campo de lo obvio. Las preguntas omitidas, que rehúyen cualquier obviedad, podrían ser, ¿es cierto que el ser humano realiza un proceso de pensamiento en cada uno de sus actos? ¿No será necesario discriminar ese proceso de otros especímenes? ¿Englobar las diferencias bajo el rasero de que «siempre estamos pensando» no es atribuirle a la eternidad del tiempo una generalización inadecuada? Estas omisiones, que denominaría «cartesianas», son víctimas del sentido común.
En ambos casos mi respuesta es afirmativa: es preciso el deslinde e igualmente la renuncia a la generalización.
Tales aseveraciones brindan, a la vez, la oportunidad de sobrevolar (un desarrollo pormenorizado requeriría un grueso tratado) las tres líneas que, seguramente, esbozaré hacia la finalización del viaje.[1]
Ellas tienen y comparten el mismo convencimiento: no siempre se puede hablar de pensamiento, aunque se lo haga sin reparos. Es más, a menudo no se está pensando, sino que se trata de otros ejemplares condensados en la cláusula «pienso tal o cual cosa».
Se hallan bajo la mínima probabilidad de que dicho acto («pienso») pueda ser cuestionado, pues sonaría a una descalificación de la persona misma lanzar el interrogante ¿piensas? Entonces, sólo queda la evaluación del resultado —salida urbana—, o sea, si se está pensando bien o mal, de acuerdo, en desacuerdo total o en relativa discordancia.
Sin embargo, en el entreacto se ha deslizado una confusión naturalizada, de ahí lo escabroso para despejarla. Además, visto el asunto desde otro ángulo, los textos —manuales, diccionarios, vocabularios, etc.— especializados han contribuido a darle un tono de solemne confusión a lo que opera entre un «contenido mental», significativo o no, que rige cualquier maquinación humana, con el pensamiento, aunque éste requiera ser comprendido desde otros parámetros.
Consideremos, entonces, una serie (podrían tomarse o añadirse otras) de acciones diversas que pasan por entrañar cursos y decursos de pensamiento, mientras éstos, según estimo, han sido abierta o solapadamente rechazados.
Claro que, a la vez, es preciso distinguir los matices instalados entre el empleo rutinario y coloquial de una «palabra en su contexto» (cuestión diferente de la planteada aquí) y ella cuando ha sido objeto de una labor conceptual que la proyectó fuera del uso y sentido acostumbrados. Otra cosa es que el mismo término se use de manera indiscriminada pasando desapercibida su utilización.
Hechas estas puntualizaciones y sus excepciones (algunas de las más conspicuas las resaltaré enseguida), veamos ciertas muestras, las más corrientes, mediante un veloz e incompleto recorrido.
Por ejemplo, cuando surge una ocurrencia —que puede ser brillante o generar ruido superfluo— no hay correspondencia con ningún pensamiento, sino una mera estructuración del campo psíquico y la verbalización o gestualidad que la dispara. Desaparece con la misma fugacidad que apareció. Su pretensión empieza y acaba con ella. No tiene otra que morir en la escena donde cobró vida. Cualquier trascendencia o continuidad la sume en estado de estupor y en un clima ofensivo. La razón está de su lado. No ha nacido para durar, por lo tanto es un sacrificio inútil obligarle a que permanezca violentando su naturaleza ocasional.
En el mismo espacio, aunque de modo diferencial, hacen cola las evagaciones, conjeturas, fantasías, opiniones, comentarios, etc., todas ellas claves alimenticias de la vida cotidiana.
Por otro lado, las diversas formas de imaginación; clichés o lugares comunes; estereotipos y lemas o simplificaciones que no admiten discusión; juramentos o dictaduras de lo igual en cada uno; sintagmas cristalizados (saludos, ceremonias de reconocimiento, rituales de pertenencia), y demás, responden a otras funciones, de importancia comunitaria donde existen, que las de pensar, sean aquellas reproductivas o simplemente performativas.
Ampliemos algunos de los ejemplares mencionados. Las evagaciones-divagaciones las realizamos placenteramente sin que se les exija pensar mínimamente en algo.
Las conjeturas son gestos argumentales, a veces solemnes, satisfechos por haber esgrimido una hipótesis.
Las fantasías (que no se debe confundir con lo fantástico) son las que susurran a un pensamiento: todos tenemos. Su abundancia ha creado un pingüe mercado profesional que puja por ligarlas a alguna realidad, pero sus resistencias son más altas y fuertes que los castillos medievales. Ellas son las que susurran a las realidades más variadas: no pasarán.
Las opiniones gozan de un estatuto privilegiado en este conjunto pues logran, sólo gramaticalmente, confundirse con un borrón de pensamiento, p. ej. , en la frase «pienso que mañana hará calor». Ahí como en otros casos la opinión, acertada o no, juega con el intento de persuasión de que se está pensando por cuenta propia.
Los comentarios se caracterizan por un relato cambiante y descriptivo que transcurre en tiempo lineal. El llamado comentario común, lejos de fines comerciales, se subsume en la opinión, no como un rasgo azaroso, sino como base de la misma idea de opinión.
Los lemas o fórmulas de una idea, todavía incierta y desarticulada, poseen una certeza que reside en quién la formula. Están constituidos para ser transmitidos sin que su verdad y eficacia, fuera de todo pensamiento, sean cuestionadas.
Así funcionan los lemas corrientes. Sin embargo al ser insertados y articulados de otro modo como, p. ej., en la Ética de Spinoza (véase su Segunda parte), sufren una variación fundamental, estrechamente ligados a una demostración, un corolario, una definición, un postulado o sostenidos por un escolio, comprendidos en un régimen de proposiciones como son formuladas en su obra.
Para concluir con este listado provisorio e inacabado añadiría un conjunto cuya complejidad, al igual que las anteriores, posee ciertas particularidades que justifican una ligera mención y algún desarrollo. Obviamente, como todo lo previo, la selección y agrupamiento de sus componentes responde al criterio de ir señalando los más conocidos, quizás, porque en relación al pensamiento, reside en ellos lo menos pensado.
Por otra parte, lo reitero, el punto de partida del texto es el uso y atribuciones comunes de los términos en juego, así como el rápido señalamiento de elaboraciones que escapan de las formas habituales.
En principio lo que parece estar despojado de cualquier modo de pensamiento son los prejuicios. Estos no son meros juicios previos, clavados como aguijones en el corazón del entendimiento o en la comprensión de un asunto. Según mi perspectiva, los prejuicios entrañan una forma de condena anticipada —de ahí su rostro intolerante—, «los negros son...», «los camareros son...», «los rusos son...», «los médicos son...». El sonson es la música que hace danzar a los prejuicios. Esto es de sentido común. Y va hacia un sentir en común que asiste, continuamente, al desalojo del pensamiento. Así considerado, no puede dejar de figurarse como uno de sus mutiladores.
Sin embargo hay otros enfoques que, sin asignarle ningún modo de pensar, revelan su importancia para la vida comunitaria. O, al revés, son tomados como «los orígenes y las principales fuentes de todos los errores (de conocimiento y morales, aclar. mía)», pues «los prejuicios son la fuente de todas las opiniones falsas, todos los demás errores son los riachuelos que salen de ella», como afirma C. Thomasius, en uno de los capítulos de su Introducción a la lógica,[2] en el siglo XVII.
Tanto en contraposición como en acuerdo con el enfoque de Thomasius hay orientaciones que destacan la positividad de los prejuicios. P. ej., para la Escuela de Frankfurt, en especial para M. Horkheimer, el juicio previo o prejuicio era un juicio basado en experiencias y decisiones que lo validaban. De ahí que para Leibniz, en sentido riguroso, hayan podido ser «la verdad filosófica suprema». Y para Kant, sólo como una ilustración más, las proposiciones a priori eran el núcleo de la «ciencia pura».
Sintetizando. Eran muchas las voces que defendían, ambiguamente, el estatuto ontológico de los prejuicios como soportes de un conocimiento legítimo.
Sin embargo no podía afirmarse que el pensamiento, de manera similar al saber, circulara por los mismos carriles. En realidad todo evidenciaba un des-carrilamiento de las vías tomadas por uno y otro. Más allá de las diferencias y tipificaciones (prejuicio positivo, negativo, destructivo, rígido, maleable, etc.), sea Kant o Horkheimer, han resaltado, a manera de reflexión, el obstáculo potencial de los prejuicios.
Para el primero, si la verdad es el fin de un proceso infinito al cual el pensamiento debe aproximarse, entonces halla «en el juicio endurecido su más grave impedimento». Preciosa advertencia de Kant.
Por su parte Horkheimer estima que la consciencia se torna tribunalicia y su veredicto precede al relato del acusado. Es decir, el estado de indefensión en el que pueden hundirnos los prejuicios, los viejos y mentados praejudiciis que atacaba Thomasius.
No podemos omitir, en este bosquejo, la argumentación sobre los prejuicios que proviene de la hermenéutica, encarnada en la figura de H. G. Gadamer. En su magnífico libro Verdad y método, hablando de la precomprensión, ese comprender por anticipado en el marco de la anticipación de algo o sobre alguien es donde entran a tallar los prejuicios. En su texto estampa un cierto número de prejuicios que son imposibles de eliminar.
Si caemos en la presunción de que no tenemos prejuicios nos despeñamos en el peor de los prejuicios, al que denomina de «neutralidad». Después haré una observación al respecto.
Por otro lado, para Gadamer los prejuicios son condiciones imprescindibles de nuestro encuentro con la realidad, ya que guían nuestra mirada y juicios acerca de ella. No obstante pueden existir anticipaciones totalmente equivocadas. Éstas son los «prejuicios que ciegan», pero, complementariamente, están los «prejuicios que iluminan». De modo que la comprensión —punto de arranque hermenéutico— consistirá en diferenciar a unos de otros.
Observación. Es inobjetable que la presunción de no tener prejuicios (cara al progresismo frívolo) es el mayor de los prejuicios. Pero, en primer lugar, los prejuicios no se «tienen» (en todo caso ellos nos «tienen» a nosotros), se ejercen. Y si esto no ocurre sería más apropiado hablar de prejuicios larvados que no responden a ningún régimen de posesión.
Y, para redondear la observación, el asunto no estriba en carecer de prejuicios, sino en desactivarlos, neutralizando gradualmente sus avances en la sorda, por no tildar de sórdida, cruzada contra los procesos de pensamiento.
Vayamos ahora hacia otro espécimen: la fe. Las discusiones acerca de ella son interminables, a tal grado que su mención provoca, en general, actitudes «fideísticas» o radicalmente antagónicas. Sin embargo desde hace muchos siglos la complejidad de los actos y declaraciones de fe son de una complejidad inusitada. De modo que no se puede arrasar, sino intentar discriminar, la problemática de la fe.
Por eso en este escrito las referencias solo atañen a las modalidades de una fe que goza, expresa y declarativamente, de su fe al costado de todo pensamiento, puesto que lo considera su principal obstáculo. Y ello ocurre en la esfera celeste de la plena negación, donde el pensamiento es excluido junto con lo que moviliza una cadena sinonímica (razón, racionalidad, conocimiento, reflexión, etc.) donde bullen más diferencias que semejanzas.
La fe nace amalgamada con la creencia. Es una fusión común cuyo sentido, para quienes lo comparten, es indudable. Tener fe en alguien es creer a pie juntillas en él. Y, si ese ser es trascendente, para el sentir corriente, confusional y confesional, cualquier intento de elucidación o pensamiento es una ofensa que debe ser rechazada de plano.
Nada que entender, sólo el rezo y las plegarias nos eximen de ella. Esta es la creencia fideística y sus infaltables rituales (cánticos, bisbiseos, invocaciones), vulgar y mayoritaria. Para su doctrina, el «fideísmo», el pensamiento sobra y la fe es lo único que nos brinda una plenitud sin fronteras. Lo ilimitado del objeto de fe nos hace, imaginariamente, a imagen y semejanza de lo que libera nuestra finitud. Es el sueño mortal de la inmortalidad prestada.
Pero la fe y la creencia, en otros ámbitos, retoman los sinuosos caminos de la complejidad, las distinciones sutiles y las argumentaciones razonables que desechan cualquier «fideísmo» dogmatizante.
La creencia en D. Hume, por ser una referencia obligada, requiere un principio diferente al de la experiencia[3] para que la creencia sea tal. Entonces, ¿cuál será el personaje solicitado? Ahí es donde surge el hábito[4] que excluye, como se lo entiende a menudo, cualquier tipo de repetición ciega, pues no se trata de repetir algo siempre igual, sino las variaciones que se dan mediante la trasmisión del hábito. Por este mecanismo la imaginación, en clave comunitaria, se torna creencia. De ahí que las distintas formas de creencia desconozcan las manos pegadas y la mirada suplicante. Caso contrario se convertiría en fideísta, en una corporación de la trascendencia y no en la inmanencia de una sociedad civil polifacética que se renueva de manera habitual.
La fe, por su lado, tiene una serie de vericuetos que la separan tanto de la creencia como de la fe coloquial, vivida como único modelo por los «creyentes», que vuelven a soldar fe y creencia.
Entonces, es preciso recurrir a la teología y a un pensante donde el modelo hegemónico sufre alteraciones, fisuras y elaboraciones inusuales.
Hay dos testimonios ineludibles cuando se alude a la fe desde la teología. Uno proviene de la epístola de San Pablo a los Hebreos, que fue traducida poniendo a gusto términos (p. ej. demostración) extraños a los usados por el apóstol, donde la sintetiza como «la firme seguridad de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (Hebreos 11.1).
Otro surge, mil doscientos años después, con la dilucidación que hace Tomás de Aquino —el mayor teólogo católico— de la máxima de San Pablo. En su inconclusa Summa teológica interpreta que,
cuando se habla de convicción, se distingue la fe (fides) de la opinión, de la sospecha y de la duda (discriminación precisa), en cuyas cosas falta la firme adhesión del entendimiento a su objeto (el de la fe está fuera de toda visibilidad y adecuación).
En cuanto se habla de cosas que no vemos, se distingue (diferenciación protocolar) la fe de la ciencia y del entendimiento, en los cuales algo es evidente (queda definida fuera de toda evidencia fenomenológica). Y cuando se dice firme seguridad de lo que esperamos se distingue la virtud de la fe (al revés de la fe del creyente por la que se cree virtuoso), de la fe en su significado corriente que no se dirige a la beatitud (bienaventuranza eterna) esperada (sino a lo des-esperado por recibir la bendición divina).
La larga cita de la Summa aquiniana como mis apostillas entre paréntesis indican que para la fe así concebida el entendimiento, la ciencia, la razón o el pensamiento no son lo que atenta contra ella y debe ser aniquilado, sino lo que pertenece a espacios diferenciales, con los que no puede fusionar su territorio, aunque tampoco repudiar la legítima existencia de otros, como sucede con la fe llamada, teológicamente, «confusa».
La fe «turbada», la «obstinada fe», «la fe que obnubila», son las que crean los fantasmas de la razón, el poder demoníaco del pensamiento o la indeseable contaminación del entendimiento. En cambio la teología sistemática de Aquino, con la que difiero y respeto por eso mismo, no escapa a la profunda racionalidad de su construcción, a la fe como generadora de un entendimiento a su medida y el asentimiento de una voluntad que lo confirma en lugar de condenarlo.
Por eso para la crítica de la fe, como es formulada en el ámbito teológico, se debe tener en cuenta, también, lo que subvierte y no sólo lo que sacraliza.
La problemática de la fe sufre con Spinoza, según mi estimación, un vuelco radical. ¿Qué quiere decir aquí «radical»? Significa que tiene como finalidad discriminar rotundamente la teología de la filosofía.[5] Pero, asimismo, lo que toca estrictamente a la «simple fe» de la doctrina evangélica, cuyos dos Testamentos tienen como único objetivo infundir en los hombres una obediencia voluntaria, es decir, ni dogmática ni sectaria. De ahí que una determinación precisa de la fe «debe definirse diciendo que consiste en saber acerca de Dios todo aquello que no puede ignorarse sin perder todo sentimiento de obediencia a sus decretos, y lo que puede saberse sólo por este sentimiento» (curs. mías).
La fe, entonces, queda soldada al sentimiento y su saber es siempre saber de ese sentimiento, situando la verdad en un lugar ajeno a sus anhelos. Asimismo, sus requerimientos son otros. Ella, la fe, por sí misma, no es salvadora, tiene necesidad de las obras de las cuales obtiene su eficacia. Sin sus realizaciones es una «fe muerta», como la denomina el apóstol Santiago. Son ellas las que determinan quiénes son fieles o infieles, y no son las diferencias doctrinarias las que los califican.
Por otro lado, el sentimiento y la idea de Dios solo surgen por la caridad. Pero la caridad no es un reconfortante gesto de lástima hacia el prójimo, sino el testimonio del fideicomiso de la invisibilidad de Dios.
Spinoza continúa un sesgo abierto por San Pablo, continuado por Tomás de Aquino y que le da pie para orientar el sentimiento de la fe hacia dominios teológicos-políticos. Y, desde ellos, hay que comprender la figura del anticristo que dibuja el pulidor de lentes eternos.
Quien sea fiel a los mandamientos por su amor a la justicia y a la caridad, así no proclame los mismos dogmas que defienden los sectarios, merece el calificativo de fiel. En cambio, los represores de la «gente honrada, amante de la justicia», por el mero hecho de discrepar con ellos, les cabe el apelativo de anticristo.[6]
La fe, entonces, vehículo de diferentes opciones y actos de tolerancia se convierte en boca de los sectarios en todo lo contrario. Así, el anticristo mantiene una relación de identidad con el dogmático y el perseguidor. O sea: con el enemigo de la libre elección y la diversidad.
Considerada desde otro ángulo, la fe es una divisoria de aguas, pues las Escrituras repudian la obstinación, no la ignorancia. Vivir en Dios es hacerlo en los «dogmas de la fe»,[7] opuesto a lo dogmático. Y, nada en ellos, autoriza a otorgarles algún tipo de verdad.[8] Esta pertenece a otro ámbito, el de la filosofía.
Simultáneamente a esas particularidades, la fe se aparta de la creencia respecto a lo que sea o deje de ser Dios,[9] pues no le concierne en lo más mínimo, así como en otras cuestiones del mismo tenor. El asunto va en otra dirección, hacia «la bondad de esta doctrina, y decidir si es o no salvadora, si es o no necesaria en un Estado para que vivan en él los hombres en la mayor paz y concordia, y si no destruye innumerables crímenes y atentados en sus mismos gérmenes».
Obviamente, se trata de la fe como una de las claves del equilibrio, tolerancia, razonabilidad de la sociedad civil y el esfuerzo por evitar su deterioro.
Por lo tanto parece haber, para Spinoza, una verdadera cura por la fe en cuanto apertura, sin padecer las clausuras de la fe sectaria, gozadora dictatorial de sí misma, autoconvencida de ser lo único que da sentido a la existencia.
Entonces, la fe concebida como abierta e indulgente no deja de ser una fe en el pensamiento, ya liberado del unicato de la fe que sólo aceptaba la indiscutible sabiduría de las alturas.
El último ejemplar del catálogo que vengo desplegando (el lector, reitero, puede agregar a gusto los que juzgue convenientes) es la versión.[10]
Según mi apreciación, es el arquetipo de enemigo más acérrimo que pueda tener el pensamiento. Su ataque es incansable y su fin, confeso e inconfesado, es impedirlo donde atisbe su presencia. Es el susurro envidioso en la oreja ávida. Sin embargo la versión deja un aprendizaje, arduo y doloroso, que no se puede despreciar. Enseña, para quien desee aprender, a no escuchar, pues cuando se oye todo y cualquier cosa la escucha se vuelve un desciframiento constante, agotador e inútil.
Lo que estoy señalando puede vivirse como características que sólo ponen de relieve lo negativo y para nada lo que sería su relativa utilidad comunicativa. Pero ignoro cuál podría ser el rédito de ese padecimiento, salvo el de diseminar y retroalimentar la corrosión imparable que genera. De manera que supera la dimensión negativa hacia otra meta, donde lo negativo es, apenas, una palabra lívida. El primer tramo de la misma convierte, casi siempre, a la versión en animadversión. El segundo, concluyente, merece un tratamiento aparte.
Está aceptado en nuestra cultura —hay otras que evitan estos enquistamientos— que la versión acerca de... sea un componente, casi central, de la vida cotidiana. Permite, así, una falsa descarga porque, simultáneamente, se autorrecarga a sí misma, lo cual indica que sus efímeros y compulsivos desplazamientos la vayan transformando en una normopatía demandada y naturalizada como una de las drogas más eficaces. Cierto que su consumo, típico del consumismo, es un alivio para muchos y muy rentable para unos cuantos vividores mediáticos.
Partamos hacia el final. La guía será la vieja pregunta antropológica ¿qué es el hombre? y sus diversas respuestas. Algunas de las más conocidas le otorgaron el estatuto de «animal racional», «político», «bípedo implume», «homo ludens», «faber», «ridens», etc. Pero con la versión el conjunto sufre una alteración esencial, pues rompe con la cadena de rasgos atribuibles, en su mayoría observables, al hombre acorde con su definición por género próximo y diferencia específica. Sus determinaciones son sustituidas por una fórmula vacía de rasgos, donde priva la imagen hueca que marca su idiosincrasia mortal.
Existe una frase proverbial que muestra la conmoción de la pregunta y la volatilización de su contenido. El refrán dice: «Un hombre es el conjunto de las versiones que hay sobre él». Es el postulado inespecífico de cualquier hombre, sea varón o fémina. Pero, a la vez, convierte al hombre en un animal imaginario.
Nunca mejor dicho lo de «animal» (en el sentido acostumbrado, doméstico. De los que danzan realmente con la naturaleza, sean delfines, cerdos, rorcuales o lobos, nunca sabremos nada), ya que se le endosa el «imaginario» de la etología despojándolo de toda imaginación, de su dimensión propiamente humana. Así, su existencia queda sometida por el relato de otro cualquiera que un día, caprichosamente, proyecta, de manera gratuita, una serie de ocurrencias en una versión contundente. Quizás, con el agregado de una pizca de credibilidad, de hechos descontextuados y una intensa persuasión. Ello es casi una normativa, un régimen estabilizador de las versiones, ya que tanto la verosimilitud como la verdad fáctica está fuera de sus intereses.
Sin embargo, todavía lo más grave no aconteció. ¿Qué es lo «más» grave? Además, ¿es tan grave lo que denomino grave? ¿No estaré dramatizando en exceso? Creo que no. El espectro de la inversión, que contiene a la versión en la misma palabra, es realmente siniestro, pues genera una violenta pirueta ontológica.
El ser que alguien va construyendo, generándolo para llegar a ser lo que es —más allá de su agrado o no—, acaba siendo arrebatado y sustituido por la versión existente acerca de él, por un simulacro de ser. O en términos de la ontología clásica, la apariencia es la que determina a la esencia de manera irrevocable. Y sin retorno. No es raro, entonces, que la versión termine en animad-versión, como señalé antes.
Así, la versión consuma con gran eficacia el haber realizado ante nuestros propios ojos y oídos la conversión de la vida en espectáculo para un vasto público que recrea, permanentemente, una versión cuyo origen es desconocido. Es en ella donde el pensamiento comprueba su inexistencia y, parafraseando a Kundera, que su vida está en otra parte.
Abril de 2014