Arjuna: Hola, Enric. Empieza el otoño y estamos en el puerto de Barcelona, después de varios años que no nos vemos. Yo te conocí hace más de 25 años, en unas actividades veraniegas en pleno Montseny.[1] No hacía mucho que había muerto Franco y todo estaba en ebullición. Nos interesaba el naturismo, el nudismo, el Yoga, la expresión corporal; teníamos demasiadas asignaturas pendientes.
Claro, tú eras un referente para nosotros los jóvenes, habías apostado por otro tipo de vida, se veía una luz al fondo de una sociedad mediocre, de una cultura represora. Pero para tí todo comenzó mucho antes, viviste en plena dictadura. ¿Cómo empezó todo para ti?
Enric Boada: Bueno, diría que hay uno o dos antecedentes que son importantes.
El primero: hacia los doce o trece años, una vez, en el colegio, estaba en clase —recuerdo la luz que entraba por la ventana, cosa rara en aquel sitio donde todo era tan oscuro,[2] debía de ser medio día—, y alguien, algún profesor, estaba leyendo algo del Evangelio. Todo esto para mí está muy confuso, pero si que recuerdo claramente que tuve un flash: lo que yo escuchaba, lo que decía aquello que estaban leyendo, no tenía nada que ver con nada de lo que nos enseñaban en el colegio, ni con lo que veía en casa, ni con nada de lo que nos habían enseñado. Allí se estaba hablando de otra cosa, estaba pasando otra cosa.
Esto por una parte. Después, llegó la universidad. Claro, en ella te abres, porque —imagínate— era la época en que todo estaba prohibido, Lorca estaba prohibido,… todo. Allí, en la universidad, me encontré con un personaje al que nunca más he vuelto a ver, un italiano que tenía —en italiano, claro— el Tao Te Ching, el Bhagavad Guita, los Sermones de Buda (que eran preciosos), un montón de cosas. Así que me compré una gramática de italiano para poder seguir esas lecturas.
Todo ello me produjo un impacto tremendo, pero no lo podía compartir con nadie, porque, en ese momento, nadie sabía nada de estas cosas. Además, en esa misma época, para colmo, encontré, esta vez en inglés, un libro con fotos de âsanas[3] de yoga de Rishikesh,[4] que eran del mismo Vishnudevananda[5] al que conocí años más tarde, cuando él ya era famoso.
P: Es curioso, porque yo el primer libro que conocí era de Sivananda, y las fotos eran del mismo Vishnudevananda. Recuerdo que aparecía un jovencito delgado, muy acrobático. Más tarde lo vi en Barcelona, bastante cambiado físicamente.
R: Cuando fui a ver a Vishnudevananda, recuerdo que estaba bebiendo agua todo el rato. Al final de la visita, la pregunta que me surgió fue: «¿cuantos años de yoga hay que hacer para llegar a estar así?». Pero al final me reprimí y no se la hice.
El caso es que llegué a casa, cogí el libro, probé a hacer la postura del loto y pude hacerla. Supongo que si no hubiera podido hacer el loto, hubiera dejado el yoga y no me hubiera interesado nunca más [risas]. Probé alguna otra postura y, a partir de ahí, muy riguroso yo, dejé de dormir en una cama. Imagínate, aquello en, mi casa, fue un escándalo: todavía vivía con mis padres.
P: ¿En qué año pasó todo eso?
R: Primer año de universidad, año 49. Tendría dieciocho años, o algo así. Así que cogí una esterilla, la coloqué en una galería que había en casa, y allí dormía, en el suelo. No sé cuanto tiempo me duró esto, pero nunca encontré a nadie con quien compartir todo aquello, así que con los años la cosa fue disminuyendo.
Tiempo después comenzó a influirme la filosofía perenne, la lectura de Aldous Huxley,[6] etcétera.
Mientras cumplía el servicio militar como piloto del Ejército del Aire en Tetuán, en el Marruecos que todavía era protectorado español, inicié el estudio del árabe y descubrí la vida de Charles de Foucauld, que murió asesinado en 1916 en su ermita del Assekrem, en el sur de Argelia.
El caso es que, al terminar el servicio militar, termine emprendiendo un viaje al Sahara, siguiendo los pasos de Foucauld, y pasé un año en meditación y silencio, con un grupo de veinte jóvenes de doce nacionalidades, en una fraternidad que se montó para intentar llevar a término las ideas del ermitaño.
También fui a Medio Oriente, Líbano, Siria, en fin, todos estos países, estudiando árabe y siguiendo en todo caso una búsqueda religiosa, queriendo encontrar, quizá, algo de verdad en todo lo recibido del cristianismo. También trabajé con los refugiados palestinos, que me bautizaron como Abu Ibrahim, ya que mi nombre, Enrique, resultaba cacofónico para la pronunciación árabe.
Lo cierto es que todo eso, con los años, se fue deshaciendo y, al final, terminé volviendo a Europa. Estudié Políticas en Francia; estuve inmerso en política clandestina en España, en un partido que ahora casi todos están en el poder,[7] de izquierda-izquierda. En fin, es igual, esto no es nada importante. La verdad es que todo ello también se me fue deshaciendo poco a poco.
En 1963 fui seleccionado como director para España en una empresa multinacional.[8] En ella permanecí más de diez años como director nacional. Era una empresa dirigida por diferentes países, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, y la sede estaba en Londres. Su actividad se realizaba en veintidós países de los cinco continentes. La verdad es que esto me hizo contactar con la realidad del mundo y su funcionamiento.
P: Claro, de repente te ves inmerso en ese mundo. De alguna manera, también puedes conocer el gran atractivo que hay en el poder.
R: Sí, diez años de visión, información y actividad internacionales. Estuve viajando por Australia y Nueva Zelanda, y tuve también que ir a India y China. Pero, al fin, comenzó a surgir un gran vacío.
Y en ese momento surgió una especie de desencadenante: me quedé enganchado entre la cuarta y quinta lumbar, me quedé clavado. Era el mes de Agosto, el día de mi aniversario; todo el mundo estaba de vacaciones, y sólo encontré un amigo médico (de otra especialidad) que se encargó un poco de mí, me dio algunos calmantes y me dijo que tenía que estar tumbado sin moverme para nada.
Pero, fíjate, no me lo tomé mal. En esa época me acababa de separar y, ahora que lo pienso, quizá el enganche de las lumbares fue por la gran actividad sexual que mantenía en ese momento y lo poco en forma que me hallaba. Así que, al quedarme clavado, le saqué partido a la situación y, durante esta convalecencia, no sé cómo, me llegaron las músicas del festival de Woodstock, me llegó un libro de Erich Fromm y Suzuki sobre el Zen.[9] Todo ello mientras yo continuaba trabajando desde casa, seguía dirigiendo la empresa desde allí.
Creo que el hecho de haber tomado calmantes durante ese mes, de alguna manera, me paró y me hizo tomar conciencia del estrés en el que vivía. Así que cuando ya empecé a poder moverme un poco, alguien me habló de hacer yoga. Y el yoga me fue fantástico. Recuerdo que mi compañera de entonces me decía: «¿por qué no haces otra cosa, no sé, natación?», pero a mí el yoga me fue muy bien.
Es gracioso, porque lo practicaba en la estupenda moqueta de mi despacho, y, a menudo, cuando en la empresa se decía «el señor director está reunido», era que el señor director estaba haciendo yoga [risas]. Practicaba en todos los viajes, y a los tres meses de hacer yoga, me hablaron de que venía un discípulo de Ramana Maharshi que practicaba Mahayoga.[10]
Asistí varios días, no todos, pero lo cierto es que ahí se me despertó un proceso, que consistió en que estuve como dos semanas en que por mi mente pasaba toda mi existencia, todos los momentos álgidos de mi vida.
Yo tenía cierta información al respecto, porque de muy joven había leído a Juan de la Cruz y me había interesado por la vida eremítica. Así que, en aquel momento, cada vez que podía, me escapaba dos o tres días a la montaña, me quedaba en una cueva y esperaba a que saliera lo que tenía que salir.
P: ¿Cómo recuerdas tú aquella época de los años 70 aquí en Catalunya? Yo lo recuerdo como un momento de «explosión», porque, por una parte, existía una inocencia de todo lo que venía de Oriente, y por otra parte toda una revitalización de lo que era higienismo y demás.
R: Sí, claro; en ese momento se movían muchas cosas. Creo que de la misma época era Can Valls, un camping naturista en Les Gavarres, Girona. Este era el primer lugar en España en el que se podía ir desnudo en plena montaña.[11]
Recuerdo las visitas de la Guardia Civil, venían con cualquier excusa, y el recibimiento que le hacíamos, ellos con su tricornio, y nosotros totalmente desnudos y orgullosos de nuestros cuerpos...
Todo entonces era descubrimiento: el nudismo, el vegetarianismo, el naturismo, hacer el amor con libertad, ciertas tendencias tántricas... Recuerdo que por aquella época me pidieron que llevara el Instituto Tantra que estaba por Calonge,[12] y durante dos o tres veranos se intentó seguir una línea de inspiración tántrica. Ahí recibí el nombre de iniciado Viswanath Chaitanya.[13]
Sí, sí: fue un momento en el que hacíamos todos los cursos, la gente viajaba a Inglaterra, a la India, y se seguían todas las terapias posibles, cosas de las que aquí nunca se había oído nada de nada. Fue un tiempo muy intenso. Luego llegó Arco Iris,[14] con miles de gentes que pasaron por allí; cada semana recibían a doscientas o trescientas personas. Yo también estuve por allí y conocí a Emilio y Carlos Fiel, lo que pasa es que no terminé de conectar con la visión que ellos tenían. Por aquella época hacía tiempo que ya daba clases de yoga.
P: Claro, aquellos tiempos pasaron, pero tú seguiste en la línea del yoga.
R: Sí, yo continué con el yoga. Digamos que todo lo que se había despertado en mí, cuando tenía dieciocho años, volvió a presentarse a los cuarenta. Pero, al mismo tiempo, tenía una gran orientación política y marxista. Recuerdo que había llegado a dar conferencias en París sobre marxismo. Los del partido me mandaban estudiantes desde España para promover la lucha antifranquista, la lucha universitaria sobre todo.
Siempre estuve influido por algo que dijo un teólogo alemán, Guardini:[15] que el siglo veintiuno sería el encuentro de la tradición oriental —seguramente a través del budismo— y del cristianismo en sus diversas formas. Y esto coincide bastante con mi camino, porque nunca me ha bastado con aceptar la visión de una de las dos partes y, aunque hago de profesor de yoga, tampoco me satisface absolutamente la llamada visión oriental, aunque esta manera de denominar las cosas termina siendo un poco banal. Y, además, la visión oriental pasa por muchos caminos como el Taoísmo, el Zen —que yo también he seguido—, el Yoga…
De hecho, en lo referente al Zen, empecé a practicar zazen[16] en 1967 con el maestro Taisen Deshimaru en París, ciudad a la que éste acababa de llegar.[17]
Así que al final he terminado intentando unir todo esto. Me pasa un poco como a ti. Pero, a veces, en las clases me queda un poco la sensación de que no puedo pasar lo más importante, porque la gente busca, sobre todo, relajarse un poco, poder calmar algo la mente, mejorar físicamente; claro, esta es la urgencia de nuestro tiempo. De manera que no te vas a poner a lanzar toda la caballería.
Te sigo contando. Luego, hubo un segundo impacto. Una de las veces que me fui a los montes, había dejado ya la empresa, y tuve una estancia bastante larga, digamos a tumba abierta, y comencé a aplicar los horarios que se aplican en los monasterios zen. Recuerdo que casi perdí el hábito de vestirme y, en una de estas, iba caminando y me encontré con unos guardias civiles. Todo esto en tiempos de Franco. Yo no llevaba nada, iba completamente desnudo. Pero, mira, les conté tantas cosas… [risas]. Me preguntaban qué hacía, y nada de lo que yo les contestaba les servía para explicar mi presencia allí, más bien podía generar todas las sospechas del mundo. Al final me dejaron. Por imposible, supongo.
En aquellos días, mi práctica consistió en ocho horas de meditación diarias, hacía yoga para estar en forma, caminaba por la montaña; dormía, pero poco, porque a medianoche también meditaba. Un buen día, sentí que ya se había acabado. Estuve cuarenta y dos días y —fíjate las cosas— en aquel momento tenía cuarenta y dos años. Fue allí, en la montaña —subiéndola, por cierto—, donde tuve, no sé como llamarlo, una experiencia en la que percibí una serie de cosas que están en el origen de lo que escribí años después, pero que en aquel momento no logré entender.
A partir de ahí volví a leer todo lo que ya había conocido, desde Mao Tse Tung hasta Freud. En un mes releí más de cuarenta libros, intercalando en la lectura la práctica de yoga para poder seguir. Era un poco como intentar unir todo lo que sabía, para ver si, de alguna manera, se podía conjugar, organizar.
Recuerdo que, en medio de todo este proceso, encontré, en una librería de Zaragoza, un libro que se llama Manifiesto para la supervivencia,[18] escrito por unos ingleses. Lo que era curioso —y muy inglés— es que ellos veían una transformación del mundo en cien años, pero su visión sólo la tenían para Inglaterra y, claro, esto daba un poco de risa. Pero, dejando aparte esto, yo pensé «caramba, estos tíos están diciendo cosas que yo he visto allí arriba en los montes» y, a partir de ahí, todo esto que te he contado se fue trabajando y trabajando en mi interior.
P: Sí, y todo ello lo plasmaste, recuerdo, en tu libro, que se llama Cuando morir sea una fiesta.
R: Un libro que, por cierto, había tenido dos o tres redacciones anteriores, que nadie quiso publicar.
P: Y, por fin, fue publicado en la editorial Icaria. El sueño que tú cuentas en el libro, después de los quince años que han pasado, ¿cómo lo sientes?
R: Es curioso, no he vuelto a escribir. Creo que, si lo volviera a hacer, lo haría más radical. En ese libro yo todavía me cubría mucho, hay cosas que están dichas, pero pienso que la gente cuando lo lee sólo lee unas palabras, no lo que implican.
En la editorial me decían que ese libro, en realidad, era el índice del libro que realmente tendría que escribir. Yo no me animé, en ese momento, a más, pero la verdad es que escribirlo me proporcionó mucho descanso, porque así tuve la oportunidad de poner junto mi pensamiento y, además, el esfuerzo de escribir ayuda a una concreción mayor, que a mí me va muy bien, porque tiendo a dispersarme mucho, ya que me lo paso muy bien pensando, casi más que en la acción misma. Para los que les gusten estas cosas, creo que según el Eneagrama soy un número cinco.
No nos damos cuenta de que el mundo montado por nosotros no irá hacia nada que tenga un mínimo de sentido, si no propiciamos una revolución. Si es que queremos seguir existiendo en este planeta, claro. Bueno, sabemos que muchas especies ya han desaparecido, y también sabemos que el sol terminará quemando la tierra, aunque sea dentro de miles de millones de años. Sabemos que esto no es para siempre. En este momento la revolución es totalmente necesaria, y va más allá de todas las religiones. Es necesario otro modo, hay que variar este sistema. Por eso hablo, por ejemplo, de detener la procreación. No creo que el reproducirse de cualquier manera se pueda sostener, simplemente, porque los animales, y entre ellos nosotros, tengamos el instinto de reproducción.
A veces me gusta recuperar el término «sobrenatural», porque creo que el hombre puede trascender la naturaleza que hasta ahora ha tenido, y hacer algo que funcione.
La última vez que estuve días por los montes, hace dos o tres años, no me venía nada especial, excepto la última noche, en la que sí aparecieron algunas percepciones fuertes. En una de ellas me vino la imagen de que todos los políticos o jefes de estado, un buen día, si nos volviéramos un poco lúcidos, tendrían que pasar por una especie de proceso de Nuremberg.
Lo utilizo como metáfora, pero es curioso como se critica a la sociedad alemana del nazismo por su manera de no querer enterarse de lo que ocurrió en aquella época y, sin embargo, todos sabemos actualmente que se está destruyendo el planeta, que existen masacres horrorosas, genocidios; nos estamos cargando el mar, el aire; en fin, montones de cosas que saben millones y millones de personas, y hacemos como aquellos alemanes, no queremos enterarnos.
Y encima soportando que todos los que están en el poder no hagan alusión a ello, sino más bien todo lo contrario. Por lo tanto, son cómplices absolutos de ello. Encubren una realidad que, si se conociera en su totalidad, sembraría el terror.
La otra percepción que tuve en el monte tiene que ver con la anterior. La visión —si se le puede llamar así— que tuve iba en el sentido de lo sumamente maravilloso que podría ser todo, si consiguiéramos partir desde otro punto de mira; porque el ser humano ha hecho cosas fantásticas, pero nos limitamos a poner parches a un mundo construido sobre bases erróneas, en lugar de crear un nuevo diseño y poner la energía en que vivir pueda ser algo realmente fantástico.
P: Es decir, tú reivindicas la utopía como motor, principio del movimiento, de la consecución de grandes ideales. Pero sabes que está la otra visión, y es que el mundo va a la deriva. En realidad esos grandes políticos de los que antes hablábamos controlan menos de lo que creen, y el mundo es tan sumamente complejo que ¿quién le pone el cascabel al gato?
R: Lo que ocurre es que nosotros, a menudo, funcionamos de una manera muy elemental: nos centramos en nuestro pequeño entorno, pensamos en nuestra nación, pensamos en la familia, en la propiedad privada… En fin, esta concepción del mundo, que nos viene de miles de años. Pero esta visión ya no nos vale, es retrógrada y, sobre todo, con ella no vamos a ninguna parte. Podemos hacer como que funciona y ayudarnos con terapias, libritos de autoestima, cosas de este tipo que nos hagan creer que somos buenos; está bien, yo lo respeto: que cada cual haga lo que pueda. Pero, por favor, que no piensen que hablan y actúan en serio.
Veamos. Estamos en un planeta: observarlo desde fuera debería dar una idea de lo estúpido de todo este montaje. Hay que atreverse a cuestionar absolutamente todas las tradiciones sagradas, todas las grandes culturas, las grandes nacionalidades y, desde ahí, remitirnos al planeta y habitarlo con una cierta racionalidad, con una cierta capacidad de relacionar el máximo de cosas; en eso se basa el progreso de la ciencia: en ver, analizar e ir relacionando cada vez más cosas. Pero parece que esto nos cuesta mucho trabajo. Sólo sabemos partir de nuestro pequeño mundo, nuestra cultura y demás. Para mí el camino comienza en cuestionarlo todo a lo bestia.
Cuando me entero de las inundaciones de Bangladesh, de China, de los terremotos, de los tsunamis, pienso: «¡estupidez, estupidez humana!». ¿Por qué nadie se atreve, de una vez, a decir que en esos lugares no puede vivir la gente? ¿Tenemos que esperar a que se vuelva a repetir otra vez? Porque a veces parece que queremos vivir en un lamento continuo, en un valle de lágrimas, para que algunos se sientan felices ayudando.
Me acuerdo de que alguien se preguntaba cómo sería la vida de todas estas personas que se sienten tan buenas ayudando a todos los desfavorecidos, si el mundo, de repente, funcionara a la perfección: suponía que se sentirían muy desgraciados. Me gusta ese planteamiento, porque introduce la sospecha sobre algunas buenas intenciones que, a menudo, sólo cumplen la función de hacernos sentir mejor.
En fin, hay que revisar todo esto, porque nadie lo ha hecho. Habría que poner todos nuestros avances al servicio de ello, utilizar los avances en comunicación y tecnológicos, tener valor para decir: «a ver, hablemos en serio, este es el mundo: ¿cuánta gente pueden vivir bien aquí?, ¿cómo van a vivir?». Pero, claro, si por el sólo hecho de que seas una mujer puedes tener todos los hijos que te de la gana, pues entonces no podemos seguir hablando.
P: En tu libro, apuntas cuatro niveles, que retomas de la tradición judía. En ellos hablas de «todo lo mío es mío, todo lo tuyo es mío» hasta llegar a «todo lo mío es tuyo, todo lo tuyo es tuyo».
R: Sí, pero con alguna objeción, sobre todo, en el primer y último nivel. Hablo de esto, porque, de alguna manera, me ayuda a organizarme con la historia y la evolución humana. Y por ello lo apunté en mi libro. Algún amigo, después, me ha comentado que ese punto es el que tendría que haber desarrollado más.
Cuando yo observo a un niño pequeño, no veo en él esa conciencia de «lo mío es mío y lo tuyo es mío». Creo, más bien, que somos nosotros, desde los otros niveles, los que decimos que los niños sienten así.
Después, también te encuentras con que el nivel «lo mío es tuyo y lo tuyo es tuyo» parece impracticable por el conjunto de la Humanidad, salvo en las grandes religiones, en los mensajes de Jesús o Buda. Ahí sí se propone la entrega desinteresada. Casi diría que esta propuesta coloca al santo en el ideal de supervivencia de los cazadores-recolectores, en un mundo, digamos, más básico, que no te atrape en compromisos como la familia, la propiedad, en una sociedad que condiciona tremendamente y que no permite evolucionar.
Esta es la línea que, en un principio, creo que intentaron seguir los monjes, los sannyasines y demás, pero que a la larga fue cediendo lugar a la propiedad privada. Lo que está claro es que cuando se alcanza la totalidad, ya no tiene sentido «lo tuyo» o «lo mío». De alguna manera, esto, que parece tan inalcanzable, habitualmente lo practicamos en nuestra vida cotidiana, por ejemplo cuando compartimos, sin sentido de pertenencia, determinados lugares del propio domicilio: yo no digo «el váter es mío» o «la cocina es mía», a menos que esté en una familia completamente disfuncional.
A nivel social o con la naturaleza esto también ocurre. Podemos estar en un bosque, compartirlo, sin necesitar que sea nuestro. Pero cuando comenzamos a privatizar, no nos damos cuenta de que esta propiedad priva a los otros de lo tuyo, pero también te priva a ti de lo de los demás, incluidas las personas.
Esta propuesta no se ha desarrollado nunca. Y a mí me parece que el momento actual exige algo por el estilo. La tierra tiene unos límites, y la libertad aparece cuando se reconocen los límites. Así que ese nivel del que empezamos hablando, ese «lo mío es tuyo y lo tuyo es tuyo» lo debieron de concebir como una manera de que, al menos, existieran unos cuantos que demostrasen que el mundo se puede vivir de otra manera. Pero estos siempre han sido una minoría, y lo que impera es gente totalmente sometida a una sociedad que «te hipoteca» en todos los sentidos.
P: Como decía Galeano, «dejemos el pesimismo para tiempos mejores», y recuperemos la idea de que el ser humano crece y está en evolución. Lo que ocurre es que estamos todavía en una etapa muy adolescente, y —en eso coincido contigo— existe el grave riesgo de que en este crecimiento nos podamos cargar el planeta, si ese proceso no se hace lo suficientemente bien o deprisa. De hecho, es evidente que vivimos una etapa oscura, como podemos observar en la gran cantidad de guerras, hambrunas, de genocidios.
R: Mira, existe un gran tabú, algo de lo que nadie quiere hablar: existe un gran problema actual, que es la superpoblación del planeta. Mientras cada vez haya más gente, no hay nada que hacer. No está muy bien visto decir ciertas cosas. Por ejemplo, creo que todos sabemos que los hombres tienen que poner límite a determinados instintos, sin ir más lejos al sexual, para el funcionamiento social. Pues, de igual manera, yo pienso que sería el momento de que las mujeres revisaran su instinto maternal. ¿Por qué cualquier persona, esté como esté, puede decidir traer un ser al mundo? Sería necesario un parón de la procreación durante un tiempo, cambiar esto de una vez, porque está claro que no funciona. Pero, claro, tendría que existir una mentalización muy profunda de qué es lo que está pasando.
P: Observemos, por ejemplo, el caso de China y sus políticas de hijo único. Aquella sociedad es compleja, y resulta que, en el mundo rural, los hijos son la fuerza, la mano de obra. No se puede olvidar que no existe una seguridad social para la gente mayor; así, se entiende, que los hijos representen esa seguridad. Por tanto, el equilibrio es muy difícil de conseguir.
R: Desde luego. Para mí, esa tampoco es la solución. Mientras no haya una visión más amplia, una toma de conciencia de cómo haríamos un mundo que funcione, y creamos, firmemente, en esa posibilidad, no hay nada que hacer. Por ejemplo, ningún programa educativo tiene sentido si, previamente, no se ha concebido un mundo posible. Y ese debería ser el único sentido de la educación: preparar a los más jóvenes para desarrollar un mundo posible.
Todo lo que nos dijeron que era bueno, ha resultado ser malo. A mí, durante una época, me iba muy bien hacer, exactamente, lo contrario de lo que se me decía: así solía acertar. Mira, si no hay una visión de conjunto, todo es defendible. Fíjate, por ejemplo, en la defensa que normalmente se hace de todas las culturas. Las culturas, ¿para qué están montadas? Pues para sobrevivir, para comunicarse y para relacionarse con el resto del planeta. Si son excluyentes, me las cargo todas. Otra cosa es que muchas de ellas hayan aportado cosas interesantes.
Por suerte, a ampliar nuestra mirada, nos ha ayudado mucho la antropología; nos ha mostrado las innumerables maneras de vivir diferentes a la nuestra. Si fuéramos capaces de plantear sin miedo cuántas personas, verdaderamente, pueden vivir bien en el planeta, y qué hay que hacer para ello, eso supondría un salto; sobre todo, un salto de conciencia, pero a la vez totalmente realista, en absoluto mágico.
El reino de los cielos del que habla el Evangelio está aquí, y la fe es creer que es posible. Las religiones no han favorecido mucho esto, porque siempre han situado ese cielo en otro lugar. En todo caso, yo, de ellas, extraigo lo esencial, aquello que me unifica. Utilizo sus textos, sus oraciones, como una manera de situarme en el planeta. Creo que era Raimón Panikkar[19] el que decía que la oración es algo que nos sitúa, que nos vertebra en el mundo. Pero lo que ocurre es que este mundo es literalmente imposible. Mira, sin ir más lejos, lo que está ocurriendo entre judíos y palestinos. Es brutal. A menudo los periodistas sitúan este conflicto en la ley del «ojo por ojo, diente por diente», y a mí, si fuese cierto, eso me resultaría un avance, porque lo que verdaderamente está ocurriendo es que si un bando mata a uno, el otro mata a diez.
A la Humanidad le está costando mucho tiempo darse cuenta de que la pura venganza no conduce a ninguna parte. Aquella famosa frase de Jesús que hablaba de poner la otra mejilla, quería decir que hay que romper por alguna parte la espiral, y, una vez más, que hay que tener otra visión.
Por primera vez en la historia, podríamos estar cerca del colapso total, del accidente total. Que se entienda: podrá o no podrá ser, pero es concebible. Esto va bien para darse cuenta de que no todas las épocas son iguales, y que lo que estamos viviendo ahora no tiene nada que ver con ninguna otra época, aunque a los historiadores les guste buscar analogías.
Basta con echar una mirada a las ciudades que hemos creado, en las que no existe ningún contacto con la naturaleza; la mierda de trabajos que acepta la gente para poder comprarse un piso o tener hijos; y, sobre todo, los derechos que creemos tener cuando hemos conseguido ese dinero, porque, ahí, decidimos ser irresponsables de, por ejemplo, saber cómo y de dónde vienen las cosas que compramos. Así que la perversión del sistema es que un hombre buenísimo, que cuida al perrito, que además hace caridad y se encarga cariñosamente sus hijos, puede estar contribuyendo sin darse cuenta a la devastación de cualquier parte del mundo, eso sí, todo ello con muy buena conciencia. De manera que esto no tiene remedio, si el ser humano sigue sin medir el resultado de sus acciones.
P: Es cierto que el cambio social es muy importante, pero también lo es el cambio personal, y para éste último hay un abanico muy grande de posibilidades, en forma de terapias, métodos, religiones, que se han incluido, de un modo quizás demasiado genérico, bajo el término Nueva Era. Pero creo que cabe cuestionarse si esa Nueva Era, realmente, es nueva, o si, por lo contrario, hay una misma ideología de codicia, especulación y engaño, eso sí, muy bien camuflada. ¿Cómo lo ves tú esto?
R: Yo creo que parte de lo que hacían los sacerdotes antiguos —confesar a la gente, consolarla y, básicamente, conducirla a aceptar el sistema, cumplir con las normas, aceptar la bondad de Dios, transmitir la idea de premio y castigo, en forma de cielo e infierno; en fin, todo esto— lo vinieron a asumir posteriormente algunos psicólogos. Y muchas de las terapias a las que tú te refieres, vienen a decirte que te consueles, te ayudan para que, al menos, dentro del horror en el que estás, puedas respirar un poco y estés menos angustiado.
Lo que hay que decir es que, generalmente, casi ninguna de estas terapias viene a proponer un verdadero cambio del mundo. Es más, en muchas ocasiones, se desaprovechan determinadas crisis por las que atraviesa el ser humano, tapando los síntomas con calmantes, o llevándote a la idea de que tú eres el único responsable de lo que te ocurre, y que aceptar las cosas pensando que «es lo que hay» es la única manera de pasar por el mundo, cuando lo cierto es que muchas de estas crisis podrían influir en el crecimiento de la persona, podrían hacerte concebir el mundo de otra manera.
Me acuerdo ahora de un chiste sobre el psicoanálisis: un tío que se meaba encima y acudió, preocupadísimo, a un psicoanalista para solucionar su problema. Al cabo de mucho tiempo se encuentra con un amigo, que le pregunta cómo se encuentra, y éste le contesta que francamente bien: ahora simplemente se mea, pero ya no le importa en absoluto, no le hace sufrir en lo más mínimo.
Es esta aceptación de todo lo que te pasa, a la que te conducen algunas terapias, lo que yo pongo en cuestión. Hace muchos años leí, en alguna parte, que una de las grandes tragedias de la Humanidad era la compasión. Porque en nombre de la compasión se hacen unas cosas horrorosas: la gente a la que no le dan derecho a morir con dignidad, por ejemplo.
P: Ya que hablas de eso, ¿por qué titulaste tu libro Cuando morir sea una fiesta?
R: Porque la muerte es el gran tema. Como decía Pablo de Tarso pero en otro sentido, la muerte será la última en ser vencida. Esa idea yo la reflejo en mi libro, y muchas otras de la tradición zen. Para mí, la única manera de vencer la muerte, es hacerla voluntaria, como ocurre cuando creamos una nueva vida. Y es que al sentido de la muerte va ligado el sentido de la vida.
En mi libro digo que el sentido de la vida es el esplendor y la gloria de la propia vida. Me acuerdo que alguien me preguntó qué significaba esto, y yo le dije que si él no lo entendía, si no lo había experimentado nunca, yo no podía explicárselo. Es como plantearse el sentido de un espectáculo de fuegos artificiales, es como no encontrarle sentido a hacer el amor, no percibir como en ese momento todo se intensifica, o esa plenitud de la meditación, en la que no existe el tiempo.
Entonces, para mantener el esplendor, tenemos que asumir como Humanidad nuestro derecho a concedernos la vida y la muerte. Primero tenemos que asumir el disfrute y la plenitud de la vida, pero luego creo que tenemos derecho a no asumir la indignidad de la dependencia, a poder decidir sobre nuestra muerte y sobre la memoria que de ti quede a la otra gente. Creo que se puede asumir «he vivido y, ahora, que sigan otros seres». La muerte es lo único que ha permitido la evolución.
P: Claro, la muerte es una estrategia de la vida.
R: Exacto, es una estrategia, no es lo contrario de la vida. Los contrarios, los extremos, son nacimiento y muerte, no vida y muerte.
P: Pero, claro, es la individualidad la que teme al cambio, a la transformación, y a eso estamos aferrados.
R: Creo que tenemos que darnos cuenta de que se puede vivir con plenitud. A mí me gusta mucho el término «gloria», y no sé lo que es, pero algo siento profundamente dentro de mí que es la gloria.