Textos para pensar


Un tránsito por las sombras
Sombras del deseo

Juan Carlos De Brasi [CV]

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Nota del Editor

El presente texto, así como los que le siguen en la serie —titulada colectivamente Un tránsito por las sombras y que éste inaugura—, contiene un extracto de las intervenciones realizadas por Juan Carlos de Brasi en el conjunto de tres Jornadas Psicoanalíticas organizadas por el Espacio Psicoanalítico de Barcelona bajo el título genérico de El deseo en la vida cotidiana. La ética del psicoanálisis: las VII Jornadas, celebradas el 27 de octubre de 2001; las VIII Jornadas, celebradas el 27 de abril de 2002 y subtituladas La sublimación, y las IX Jornadas, celebradas el 26 de octubre de 2002 y subtituladas Dinero y pulsión de muerte.

El ambiente general de las exposiciones da por sentada, especialmente en la primera de las Jornadas, una cierta familiaridad con el seminario lacaniano sobre la ética del psicoanálisis y sus temáticas centrales: el deseo del analista, la idea de «ceder en su deseo», la cuestión del héroe, la tragedia de Antígona, etcétera. La titulación y la división en capítulos, a modo de destacado, ha sido añadida por el Editor, con el objeto de dar aire al texto. Se ha procurado, por lo demás, no alterar demasiado la estructura del discurso hablado, que se presenta siguiendo su desarrollo cronológico, aun a riesgo de incurrir con ello en alguna repetición; creemos que el texto resultante conserva mejor, de ese modo, la frescura de los encuentros. La edición está a cargo de Josep Maria Blasco, María del Mar Martín y Fabián Ortiz, y ha contado con la colaboración de Laura Blanco, Carlos Carbonell, Norma Cirulli, Silvina Fernández, Mª Ángeles Ibáñez, Irene Martín, David Palau y Olga Palomino. Todos ellos han leído diversas versiones del manuscrito y han contribuido a mejorarlo notablemente con sus comentarios, correcciones y sugerencias.

Sombras del deseo

En este momento histórico, parecería que hablar de el deseo en la vida cotidiana es bastante capital, importante, porque parecería que el deseo, en la vida cotidiana, falta. Sobra depresión, sobran otras cosas: malestares (en la cultura y en la no-cultura), y parecería que es una doble falta, la del deseo: falta en la vida cotidiana, y se falta a sí mismo, porque, a la larga, como el deseo no tiene objeto, siempre está jugando por el lado de alguna falta.

Estamos viviendo, efectivamente, en una cultura de simulacros: sabemos que hay una guerra,[1] pero nadie sabe si esa guerra existe, no sabemos si es una guerra de videojuegos o es una guerra real. Estos simulacros, parecería que el deseo los propone como espejismos, y estos espejismos son muy interesantes de ser develados, ya que hacen a nuestra propia vida.

Eso incorpora algo que tiene que ver con una dimensión que está planteada, pero no suficientemente explicitada, suficientemente engarzada: hasta la aparición del psicoanálisis, realmente, la noción, el problema del deseo en las diversas éticas, está formulado de diferentes maneras, pero no a partir del concepto psicoanalítico de inconsciente, de deseo inconsciente, como lo hace la ética del psicoanálisis. Ese deseo inconsciente está diseminado en las diferentes éticas de una manera muy distinta a aquélla que pauta y con la que corta realmente el psicoanálisis.

Hasta Freud, no hay teoría del psiquismo

Si uno pudiera, de alguna manera, detectar una noción de deseo en esas distintas éticas —ahora, en una panorámica, vamos a ver cuáles son realmente—, se daría cuenta de que casi siempre están ligadas al problema de la razón, la conciencia, el apetito, las inclinaciones; es decir, no participan de una teoría del psiquismo.

Aquí lanzo algo polémico, como tesis, para que discutamos: hasta Freud, no hay teoría del psiquismo. La Psicología no tiene una teoría del psiquismo, tiene otra cosa. Lo que está en juego no es si Freud transforma la conciencia clásica que, en sus distintas modalidades, atraviesa los discursos filosóficos; o si atraviesa y reformula el concepto de razón, o de irracionalidad. Lo que ocurre es que, hasta Freud —lo que se puede probar—, puede haber teoría de la psiquis, pero no del psiquismo.

La Filosofía tiene, y ha trabajado como nadie, lo que es una teoría de la psiquis, pero en ella no hay teoría del psiquismo, hay una teoría de la razón. Y eso hay que aclararlo, porque, tal como se divulga por ahí o se transmite en los mismos espacios académicos, Freud va a aparecer ora como un irracionalista, ora como un ser oscuro que formuló alguna teoría acerca de algo bastante inefable.

Un Freud inubicable

Desde la manera en que se aborda el logos griego hasta la noción de razón en Descartes, en Kant, en todos los discursos que podríamos denominar filosóficos, hasta Hegel, hay una teoría del espíritu, no cabe duda de que hay cientos de teorías del alma diferentes, que tendrán o no que ver con la creación; pero no hay teoría del psiquismo.

Esto hace que Freud resulte inubicable en estos discursos: no es ni racionalista, ni irracionalista; ni participa de una teoría de la psique, ni de una teoría del comportamiento. Es inubicable, porque desplegar una teoría del psiquismo sólo ocurre a partir de la formulación del concepto de inconsciente.

El psicoanálisis no es una psicología

Hay psicología, pero no hay teoría del psiquismo. A tal grado, que ahí es donde el psicoanálisis se separa de la Psicología. Se puede ver cómo ha aparecido: los estudios académicos, hasta los años sesenta-setenta del siglo pasado, incluían las carreras de Psicología y otras bajo Filosofía y Letras. Era una vieja clasificación y, también, una forma de dependencia de estos casi-saberes del saber filosófico. Y no estaban equivocados. Lo que olvidaron es que, al hacer la Facultad de Psicología, no iban a poder pasar de una psicología de las facultades, de la cual ya se ha dado mucha cuenta, y por la que todos pasamos en el colegio secundario: memoria, imaginación, etcétera; psicología de las facultades, aprendido como si fuera una psicología.

El psicoanálisis deja de ser una psicología y no puede confundirse con ella, sencillamente y para resumirlo, porque en la Psicología no hay teoría del psiquismo. Sí que hay, también, una concepción de la razón, de lo irracional: verán que todas las demencias, o las disfunciones, pasan a ser lo irracional, lo inmedible, lo que está fuera del ámbito de la razón. Sí que hay teoría de la psique —por eso se llama Psico-logía—, pero no del psiquismo, en términos del psiquismo inconsciente.

Figuras mixtas de la ética

El discurso filosófico no es que no conozca la noción de inconsciente; la conoce, pero de otra manera, confundida con la naturaleza, confundida con otro tipo de procesos. Desde el psicoanálisis aparecería la propuesta de una ética muy sui generis, muy específica: la ética del deseo. Aquí viene el otro problema: ¿hablar de una ética específica significa la exclusión de las otras, o pasará, como en las formaciones oníricas, que, de pronto, todos habitamos, en la ética, figuras mixtas?

Alguien le pregunta a otro —la pregunta ética por excelencia de los medios, y también de la vida cotidiana—: «¿Cuales son tus valores?». La ética de valores es muy tardía, a nadie le preocuparon los valores hasta el siglo xix, antes los valores eran valores útiles: el dinero que se tenía, etcétera; los llamados bienes. Y, sin embargo, aparece como pregunta ética por excelencia. Todo esto está coexistiendo en una temporalidad histórica determinada y, además, todos somos sujetos de múltiples éticas, pero la ética del psicoanálisis viene a aportar un sujeto y una ética específicos.

Aunque, como seres de la vida cotidiana, estemos constantemente hablando de obtener la felicidad. La felicidad ha pasado, como la Luna, a ser objeto de los discursos del corazón: todas las supermodelos buscan la felicidad, todos los hombres buscan la felicidad. Búsqueda iniciada, temática y, de alguna manera, sistemáticamente, con la ética aristotélica, es decir, con la formulación misma de la ética.

Fuera del campo de la ética fundamentada como discurso, no existe la ética

Aquí voy a otra determinación y a otra afirmación: fuera del campo de la ética fundamentada como discurso, no existe la ética. Es decir, no hay una ética oriental, no hay una ética asiática: no son éticas, son pequeños tratados morales, de costumbres, formas de regimentar la relación entre las personas, pautas. Quizá diez veces más sutiles y elaboradas, no estoy discutiendo esto; digo que la ética nace en el ámbito del discurso, y hay que tratarla en ese ámbito.

La ética, así, aparece con Aristóteles; antes de Aristóteles no hay ética. Uno podría decir: es cierto, pero sí que hay una noción del deber. En un famoso diálogo platónico, que se llama Critón o Del deber, la noción de deber está, la noción de comportamiento regulado por reglas de juego. Claro que sí; pero eso no conforma una ética, todavía.

Hasta que no está producida, no da lugar a prácticas sociales determinadas. Pongo un ejemplo muy concreto: los medievales no tienen noción de niño, no saben lo que es un niño. Cuando aparece el concepto de niño, da lugar a prácticas sociales: la Pediatría, la Pedagogía, son prácticas sociales a partir del momento en que se empieza a tener en cuenta al niño.

Del mismo modo que no habría posibilidad de un discurso feminista hasta que no hay una dimensión distinta de la mujer por la mujer misma. Y aparecen prácticas sociales: hay Organizaciones No Gubernamentales que defienden esto, hay prácticas sociales que le dan contenido. Ya no es que el discurso feminista no existe, porque hay instituciones que lo sostienen, y hay presupuesto, además.

La eudaimonia

Hasta Aristóteles, entonces, la ética no existe, no está trabajada conceptualmente como la trabaja él, fundamentalmente, en sus dos famosos libros: la Ética a Eudemo —que a Lacan le fascinaba, porque tiene la estructura de un seminario— y la Ética a Nicómaco, donde formula la noción de eudaimonia (εὐδαιμονία). Eudaimonia se puede traducir por felicidad, pero también incluye una noción de deseo, porque eudaimonia también quiere decir tener un buen demonio, que a uno lo mueva y lo alimente, como si uno tuviera un motorcito.

En la formulación de esa ética, la noción griega de eudaimonia se mantiene, a través de distintos discursos y planos, hasta la felicidad buscada por el ama de casa, la modelo, el galán trasnochado: todos en la búsqueda de la felicidad. La felicidad es importante: no para lograrla, porque no puede lograrse, sino porque pertenece a una larga temporalidad histórica, e inunda todos los discursos éticos y morales.

Desplazamientos de la ética

Con Aristóteles comienza a separarse lo que es ética de lo que es moral, no se confunde lo que hoy en día puede estar confundido. La moral siempre es del campo imaginario, la moral es la relación con valores transcendentes. La ética, si formula valores, siempre son inmanentes, siempre por realizar. El bien y el mal son valores, mientras que la ética jamás va a hablar del bien y del mal —sobre todo por la pregnancia y el tufillo teológico que tienen—, que aparecen como entidades ya constituidas: va a hablar de lo bueno y lo malo, que es absolutamente otra cosa. Y esto ocurre cuando la ética empieza a dejar de trabajar solamente el concepto de felicidad, y se va desplazando a trabajar otras áreas y otros planos.

La salud como bien

En la Ética a Eudemo empieza a jugar el problema del bien. Por ejemplo: la salud es un bien, y hay que mantenerla, porque la salud no es una cosa privada. Yo debo cuidarme a mí mismo —como dice muy bien Foucault—, pero, sobre todo, porque de ese modo cuido al otro. El cuidado de uno mismo no es el cuidado cosmetológico y de carácter estrictamente estetológico que se tiene hoy en día. Realmente, si, en un discurso platónico, la cara era el espejo del alma, habría que preguntarse qué pasa hoy después de la cirugía estética. ¿Qué es ese alma que está ahí? ¿Qué pasa con esa cara, qué refleja? Sería un alma de plástico, no un soplo vital. La misma noción de alma por la cual uno podría decir «esas culturas de plástico tienen un alma sintética», no es ni el alma griega, ni el alma de los medievales, ni el alma moderna, es un alma que anda por ahí plastificada, sobrevolando los cielos planetarios.

Lo bello y la belleza

Después, el término que pasa a la estética: lo bello. En la Ética a Eudemo, para un griego, lo bello no era la armonía de las formas, era ante todo la justicia, no lo ligado inmediatamente a la estética, a la proporción de formas, líneas, trayectorias, modelados: todo lo que después pasa como teoría de la belleza. Esa es la belleza, pero lo bello, sin embargo, era la justicia.

Lo agradable

Y, después, lo agradable: lo agradable no estaba ligado inmediatamente al objeto, no se trataba de que fuese agradable ponerse una linda chaqueta, o fuese agradable un objeto. No; lo agradable, para un griego, era unirse con el objeto amado. Cultura por excelencia bisexual, quiero decir psicoanalítica, en el sentido de que no se puede determinar un sexo con la precisión de la apariencia anatómica. En ese aspecto, los griegos son bisexuales, no homosexuales como se dice por ahí, no es para nada una cultura homosexual.[2]

El supremo bien

Lo que nos interesa en la Ética a Nicómaco es ese supremo bien —ya no es un bien cualquiera— al que tiende infinitamente una persona, el que conforma la felicidad (estoy haciendo un resumen grosero, por ser resumen, de lo que es la dimensión de la ética aristotélica). La eudaimonia, la traducida por felicidad, era el bien más perfecto del hombre. Perfecto no a la manera del cristianismo, donde ya está armado en otro lado, redondo e inmaculado, sino perfecto en la medida en que, por la atracción que ejerce hacia el sujeto, le produce dos cosas muy interesantes.

La virtud

Primero, lo hace virtuoso. Y ¿qué es, la virtud? Una disposición. Esta disposición habitual buena hace que el sujeto se vuelva virtuoso, por ir hacia ese bien de suprema perfección, ese bien supremo. Ese objeto no se puede conseguir. El tó agatón, el famoso bien de los griegos, es inconseguible. Inconseguible e inconcebible. Es —para decirlo mal, porque todavía me quedé en el siglo pasado— como el motor que hace que yo haga perfectibles mis acciones; es una disposición a actuar que hace que, en función de eso que yo nunca logro, vaya puliendo mis virtudes, sobre todo mis virtudes éticas, porque hay virtudes en el hombre que no son éticas.[3] Las virtudes éticas hacen que esa disposición que yo tengo hacia el bien me haga perfectible, sabiendo que nunca lo puedo alcanzar.

Delegación y representación

He ahí que aun el individualismo griego hay que pensarlo de otra manera, porque nunca lo alcanzo yo, siempre lo alcanzo tomando al otro como socio, como ciudadano, en la polis, en el ágora, en las reuniones al aire libre. Ese aspecto hace que los griegos sean como los tupís guaraníes, una civilización —yo no diría tribu— que existió en el cono Sur, dentro de la zona de lo que hoy es Paraguay, que no tenía ni Estado ni representante. Los griegos tampoco tenían representante: delegaban a alguien funcionario, que debía funcionar para hacer las cosas. Si este funcionario no funcionaba, no representaba a nadie, era directamente excluido. Es decir, tenían noción de delegación, pero no de representante.

Y detrás del representante se juega un concepto muy importante dentro de la teoría del conocimiento, que es el de representación. El representante no me puede representar. Para un griego, si alguien me representase, me quitaría mi libertad, me quitaría decisión, me terminaría quitando —palabra con la que todos se llenan la boca— la democracia. Que es delegativa, no representativa, y pareja para todos. No eran todos iguales, pero sí era pareja para todos, que es otra cosa diferente.

Eudaimonia y política

La eudaimonia está tramada con la política: es un supremo bien, pero tramado con la polis, con mi característica de ciudadano, con mi ser hablante. Era para los griegos, no para los que no eran griegos; era una característica muy especial, porque son los inventores de la democracia. Este supremo bien —como lo formula Aristóteles en la Ética a Nicómaco— hace que yo sea perfectible, que vaya perfeccionando mis acciones, como disposiciones habituales buenas, que me haga virtuoso, en relación a ese supremo bien que nunca lograré, pero que vale la pena, justamente, porque no lo podré lograr.

Si lo lograse, después tendría el problema que se le daba a Kant: ¿por qué una buena voluntad no debe lograrse nunca como buena voluntad? Porque, si no, se la transforma en medio, deja de ser fin. Ven que está rondando aquello a lo que, después, el psicoanálisis va a dar presencia conceptual neta, esta noción de deseo: si lo logro, ya no era eso, la felicidad deja de ser eso.

Con placer y por placer

Entonces, la eudaimonia es un término, si uno quiere, hasta formal, para dar cuenta de una ética, y de un movimiento ético del sujeto. Aristóteles va a decir: un acto virtuoso, un acto ético, se hace con placer, nunca por placer. Ni qué decir que Aristóteles no es un «placenterista»: con placer hay que hacerlo, pero por placer jamás, hay que hacerlo por ser virtuoso. Es a lo que se refiere la interpretación que Lacan hace de Antígona: fuera del interés lo tengo que hacer, si no no es un acto ético, es un acto que pertenecería directamente al ámbito del interés.

El acto ético, en este aspecto, participa de la virtud, también, de la sophía (σοφία), la philosophía (φιλοσοφία). La sophía es una virtud, pero no ética, es una virtud de otro orden, una virtud de carácter más intelectual, mientras que el acto ético debe ser desinteresado.

Por ejemplo, lo que ellos llamaban la phrónesis (Φρόνησις), la prudencia: eso es ético. El acto ético debe ser desinteresado, la sophía puede ser interesada. Es lo que le pasa a Antígona. Dice: yo lo hago, pero con total desinterés; si fuera por un hijo, podría tener otro; si fuera por un marido, podría buscarme otro; pero otro hermano no lo puedo tener, porque no lo puedo gestar. El marido lo puedo generar, el hijo también, pero el hermano no, el hermano viene de un connubio en otro lado, del cual yo soy también un paralelismo. Los hermanos son paralelos, los hijos y los maridos son cruzados. Se puede cruzar con un marido y producir un hijo y un marido: producir en el sentido de encontrarlo. Un hermano, no: está generado en otro lado. El hermano participa del paralelismo, por eso un hermano es sin familia, para Antígona, en la interpretación de Lacan (que, además, me parece correcta). Pueden decir: «Pero, ¿cómo?, ¿mi hermana, no es de mi familia?». Sí, sí: pero de la familia de mi padre y mi madre. Claro que sí, pero no de la mía. A lo que me quería referir era a esto: eso no puede lograrse, la felicidad no puede lograrse, porque es desinteresada, está fuera de todo interés, y, en el caso de lograrla, sería como un travestismo, una transmutación, lograría siempre otra cosa, no la felicidad; lograría un bien cualquiera, algo de mi interés, pero no la felicidad.

Sombras del deseo

Por tanto, ven cómo, aunque no haya formulada una teoría del deseo, sí hay una sombra del deseo que, por aprés-coup, desde el psicoanálisis, podemos ver ahí aclarando el concepto griego de felicidad. No oscureciéndolo: como es una sombra, lo debería oscurecer; pero como es psicoanalítica, es paradójica: anda en lo oscuro, pero aclara las cosas. ¿No es eso el síntoma, el fallido: anda en lo oscuro y aclara las cosas?

En una palabra, trabajando con el psicoanálisis nos damos cuenta de cómo hay una sombra del deseo en la famosa eudaimonia o felicidad griega.

La prudencia

Y aquí aparece Alberto Cortez[4] cantando a Aristóteles: «Ni poco ni demasiado, todo es cuestión de medida».[5] Ni el avaro, ni el pródigo: el prudente, lo que ellos llaman el mesotés, el término medio, el justo término medio. Esa es la formulación de la ética aristotélica: el avaro no, porque es un exceso retenido, y el pródigo no, porque es un exceso avaricioso; el prudente.

El griego tenía esa idea de la prudencia. La tenía hasta políticamente. Fíjense que generalmente se habla del exilio de Platón, cuando los griegos no conocían el exilio. El exilio de los griegos se llama ostracismo. Ostracismo era la salida voluntaria para no descompensar el movimiento de la polis, para no alterarlo. Yo salía, hacía mi exilio, mi ostracismo, pero no es que me echaban: me iba solo, voluntariamente, porque era un prudente.

Por eso estos hombres realizaban el acto ético por excelencia, no esperaban a ser echados, como lo hemos sido todos en un momento, de algún país. Eso era el ostracismo: para no alterar la prudencia del movimiento de la polis, para no alterar su democracia, ya que, hablando de enemigos, no los tenían dentro, los tenían por todos lados, pero siempre fuera de Grecia.

La ética griega de medios y fines

También la felicidad griega era una ética, a la vez, de medios y fines, lo que los griegos llamaban la boulevesthai (βουλεύεσθαι). La boulevesthai era tomar los medios como medios y los fines como fines, eran mucho más sabios. No que cualquier medio podía llevarte al fin. Yo mato a todos los chicos, así después puedo hacer Cáritas; no, todos los medios no llevan al fin. Ellos decían: el fin hay que tomarlo como fin. Quiero que los niños del mundo no pasen hambre: es un fin bárbaro, como fin. Pero los medios deben estar adecuados al fin, tienen que ser tomados como medios. Entonces tengo plantaciones, no de opio, se entiende, sino de patatas, de batatas, tengo guarderías, etcétera. Medios como medios y fines como fines. Los medios y los fines tienen que estar adecuados. Para un griego, cualquier medio no llevaba al fin, cualquier medio hacía que el medio fuera tomado como fin: «Cuando tenga mucho dinero, me dedicaré a pintar y a estudiar» después, tengo mucho dinero y ya no puedo hacer nada: estoy viejo, no reconozco los colores, empieza el otro drama. Un griego decía: no, el medio hay que ejercerlo como medio, y el fin como fin. Esto muestra la famosa sophía griega, la sabiduría. Aquí hay otra sombra del deseo, desde el punto de vista analítico.

El deseo de no postergarse

El medio como medio y el fin como fin; y, además, los medios debían estar adecuados al fin. Aquí cae la otra sombra del psicoanálisis: el deseo hay que ejercerlo ahí, no puedo postergarlo, no tiene postergación, es acto deseante, se ejerce in situ. El hombre prudente no era un mentecato, ni retirado, ni tímido; era un hombre muy fuerte y muy valiente, debía serlo para conservar esta ética de la virtud como disposición, los medios como medios, los fines como fines, la prudencia, todo esto. El héroe griego siempre es prudente, nunca es un imprudente, y sin embargo, es un héroe. Esto es importante, porque la noción de héroe es clave en la elaboración de la ética analítica.[6]

El banquete platónico

Entonces, la felicidad, la famosa eudaimonia griega, no es el placer, ni pasarlo bien, ni nada por el estilo. Todos oyeron hablar de El banquete de Platón. En el banquete griego no aparece la ingesta, aparece la bebida. Pero la bebida tiene una función poética, no era para después salir y manejar el auriga a ciento ochenta por hora y matarse en una curva. Realmente se libaba, porque hay todo un verso, que se llama espondeo, que responde a las formas de libación. Eran banquetes del hablar, del diálogo, de la poesía.

Después aparecen otros tipos de banquetes, hasta hay banquetes en los que la gente se reúne para no hablar, pero esos ya son más cristianos, banquetes del silencio. Mientras que nuestra noción de banquete es la de la gula: comérselo todo y bebérselo todo.

La felicidad no se logra

La felicidad griega no tiene nada que ver con lograr la felicidad: la felicidad no se logra, por eso decía que la eudaimonia griega está rondando la sombra del deseo. Incluso ser virtuoso no es un ser. Nadie es virtuoso: es una disposición a actuar de manera correcta, nada más. Está contemplado el error, actuar de otra manera; esto hace que la virtud sea tolerante.

Se vuelve intolerante a partir del cristianismo: o eres virtuoso o has caído en el pecado; o el mal o el bien. En los griegos es una disposición habitual buena, lo que quiere decir ética. En ese sentido, en el aspecto más aristotélico, filosofía de las costumbres, de los hábitos, en el sentido de esta diferencia: que los objetos inanimados no tienen hábitos, tiene una consistencia en sí misma. Lo único que crea hábitos o puede crear costumbre es el ser humano. Por lo tanto, es al ser humano que le cabe la ética, y a ningún otro. Esta ética va a ser la ética del bien supremo, pero toda ética es también una ética de medios y fines, medios que tienen que ser tomados como medios, y fines que tienen que ser tomados como fines.

El discurso del Estado

Toda la ética de medios y fines es la que está en el discurso común de la calle, porque ha pasado desde la ética al discurso común. Al revés de algunos populistas, sentimentalistas, afectivistas, antiintelectualistas, es decir, los que sostiene la teoría del Estado actual, cuya consigna es: «Piensa en los impuestos que debo cobrarte y yo, como gestor, te los cobraré; después yo pensaré todo lo demás por ti: te diré quién es malo y quién es bueno, te diré que desde el momento en que un americano descubre que Bin Laden es terrible, empieza a existir como monstruo». Si alguien dice: «Pero los talibanes no existían antes de que los crearan los americanos; no existían, no eran monstruos; empiezan a ser monstruos cuando alguien los nomina como monstruos», el Estado actual responde: «No pienses en nada más que en mi discurso, porque fuera de mi discurso está lo irracional, la locura, la marginalidad».

Parecería que la ética del deseo queda fuera del discurso del Estado; sin embargo, no por esto es asocial: al contrario, es todo lo que inunda la vida cotidiana, y la vida cotidiana está plagada del discurso de la ética de la felicidad —bastardeada ya—, de medios y fines, «tengo que tener dinero para», y después, cuando tengo dinero, el para es «para cuidarlo todos los días», porque si no lo pierdo. El para es que el medio se volvió fin en sí mismo, y empiezan todos los stress, las parálisis, las cardiopatías, bueno, todo lo que suele aparecer a partir de ahí.

Esto proviene del discurso de la ética pasado al discurso cotidiano, aunque la gente cree que es al revés. Es como la poesía, tiñe y le ofrece mucha terminología al discurso cotidiano. Cuando se dice, en las novelas del corazón, «hemos pasado una noche espléndida —supongamos que además es medio cursi la pareja— viendo la Luna», la Luna en el cielo estrelladoes el tema del Romántico, la Luna en el azur infinito, es toda la poesía del siglo xix, romántica, hablando de la luna, el espacio infinito, el azur, etcétera, y termina pasando a la revista del corazón. Pasa de la poesía al lenguaje popular, no es al revés. También está la ida y vuelta, cosas del lenguaje popular retrabajadas a nivel poético; pero no crean que todo se gesta en el lenguaje popular, como cree un populista, porque si no residiría un saber en el pueblo que es su propia esclavitud.

Gobernantes y gobernados

¿Se han fijado en que todos los presidentes actuales se quieren parecer a los gobernados? Aparece el presidente de México con su mujer y sus niños, la familia en el poder: « Soy un buen padre de familia, no crean, voy a tratar a todos como un padre bueno». Y lo hace el de Argentina, lo hacen todos. Pero resulta que el que gobierna no tiene que parecerse al gobernado, porque yo, como gobernado, puedo beber, ponerme borracho, pero el presidente no puede andar chocando por la calle.

Cuanto más se parece el que gobierna al gobernado, más grande es el dolo, el fraude y la mentira. El que gobierna —y esto es de los griegos— nunca se parece al gobernado, ejerce una función diferencial. En la Argentina había un señor muy populista, que se creía bárbaro y yo lo hubiera metido preso, fue vicepresidente de la nación, que era muy dado, y muy popular y todos lo amaban —amaban su propia miseria, se entiende—, porque iba a trabajar en taxi. Se tragaba una hora de embotellamiento de tránsito, de modo que trabajaba cinco horas menos por día, cuando lo que había que hacer era comprarle un helicóptero, para que llegase inmediatamente, o meterlo a vivir en un departamento en la casa del gobierno. Pero, como se parecía al pueblo, era bárbaro; entonces, el pueblo le pagaba y él no trabajaba, viajaba en taxi y se quedaba en el atasco.

Amar lo que se engendra en este nivel, la propia aberración, es como ponerse a besar las llagas. La ética viene a corregir todo esto, le diría: «Cumple con tu propio deseo; si tu deseo es gobernar, no puede ser quedarte atrapado cuatro horas en un taxi, porque entonces no estás hablando de deseo, estás mintiendo, no el “miento para decir la verdad” del psicoanálisis, sino la mentira al otro como fraude, eso es, fraudulencia».

La ética viene a corregir y a marcar como acto ético lo que está fuera de la moral. En ese caso, en el ejemplo bastardo que les ponía, de la moral popular. Se parece a nosotros, y por lo tanto es bueno. No; si se parece a nosotros, es una porquería. ¿Cómo va a ser bueno? Porque yo puedo dejar un cheque sin pagar, o quizá pague tarde los impuestos, pero un tipo que gobierna no puede hacer eso. Como se parece a mí, es bueno.

No hay yo de la ética

Es muy interesante que esta cercanía al yo haga bueno al otro. La ética arranca al sujeto del yo, básicamente, y lo pone en otro lado, por eso no hay yo de la ética, hay acto ético, que es otra cosa, sin yo. Todo acto ético, realmente, es una afrenta al yo. Porque el yo es inmoral, escurridizo, fraudulento, borracho; hace de todo, el pobre yo. El acto ético nos saca precisamente del «yo soy una persona ética»: cuando escuchen a alguien que dice eso, denúncienlo, porque a partir de ahí, en la vida de los sujetos, siempre viene lo peor.

Esta ética, por la que estamos yendo de manera matizada, esta ética de la eudaimonia, de la felicidad, que atraviesa las revistas del corazón y la verán enunciada todos los días, coexiste con la del psicoanálisis, con la ética del deseo, coexiste con la ética de medios y fines. Es como una persona mixta onírica, está formada por todo esto.

La ética de Spinoza

Y coexiste, también, con lo que yo llamaría una aberración en la ética —pero esta vez es un elogio—: la ética de Spinoza es una anomalía en la ética, porque la fundamenta desde otro lado.[7]

Todo esto está leído desde el psicoanálisis: hay que leer a Platón, pero desde Hegel, o desde Marx, no hay que leer a Platón desde Platón. Desde lo más desarrollado —o culminante, no desarrollado, que da una idea de progreso, como si uno fuera mejor que otro— se entiende lo otro, desde lo más elaborado hay que leer lo otro, el famoso aprés-coup. Desde la sombra del psicoanálisis estamos trabajando estas éticas.

El conatus

Trabajado desde el psicoanálisis, Spinoza tiene una idea de deseo, y lo define así: conatus por el cual cada cosa tiende a perseverar en su ser. Interesante esta idea de deseo, todavía muy física, ligada a la naturaleza: conatus es la fuerza que se ejerce sobre un cuerpo. Pone el deseo a nivel de la naturaleza, es quizá un deseo natural, todavía; pero, desde la sombra del psicoanálisis, es un avance respecto a la ética de medios y fines, porque ya empieza a poner una impelencia en el propio ser.

Y a perseverar, a perseverar en el ser, que esto es lo que le pasa al héroe: persevera en su ser, y lo que le pasa a Lacan cuando disuelve la escuela: yo persevero. Además de ser un padre severo (o perder esos gusanos), persevera en lo suyo, se autonomina héroe, inclusive héroe trágico.

O a Antígona: ella está desentendida, o desinteresada, de su propio castigo, porque no entierra a Polínice porque es su hermano, si fuera su hijo, sería por interés, si su marido, también. Pero también sería por interés si ella previese el castigo, y entonces, no lo hace. Inclusive, esto hace variar la idea de que el destino está fijo en un punto. No, el destino lo va haciendo Antígona, porque no tiene destino si no entierra a Polínice, si no desobedece el decreto de Creonte.

El deseo es amoral y altamente ético

El psicoanalista es altamente ético porque es amoral. Inmoral sería una intervención induciendo una acción para romper una norma; entonces, el psicoanalista sería un delincuente: «Me parece muy bien que usted capture todos los bonos, el capital de sus padres, y huya». Pero el deseo es amoral, no inmoral.

La inmoralidad tiene que ver siempre con un principio fuerte de realidad, una normativa cultural y demás. En el caso macropolítico de la guerra, uno podría ver cuál es la inmoralidad: creo un monstruo para denunciarlo como monstruo; eso es inmoral, inclusive en un concepto de guerra. Se induce una acción para, después de creado el monstruo, denunciarlo como monstruo, que empieza a existir cuando yo lo denuncio.

Además, lo inmoral es un ejercicio omnímodo de poder. Cuando yo digo que hay monstruo, ustedes, al unísono, dicen que hay monstruo. ¿Vieron por televisión algún bombardeo de la mayor producción de opio, que se halla en Afganistán? Yo no vi ninguna. No se bombardeó nada. Ahí tenemos una inducción inmoral, pero no amoral.

Que el deseo es amoral significa que es altamente ético. Dejar pasar todo lo que tiene que ver con el deseo del paciente, para que haya una dirección de la cura, porque si no el analista se vuelve el reproductor de los síntomas del paciente. Entonces, amoral e inmoral se oponen, totalmente; y lo inmoral tiene que ver con un principio fuerte de realidad; lo amoral no, tiene que ver, directamente, con el flujo del deseo.

Veíamos, en este tránsito por las sombras, cómo la ética psicoanalítica del deseo permite jugar con las distintas éticas, desde que la disciplina fuera formulada por Aristóteles.

Consideramos que el problema de la felicidad plantea medios y fines. Y que, de alguna manera, está rondando siempre la sombra del deseo, pues ninguno de estos fines se alcanza, por dos razones. Una, porque si se alcanzasen, se volverían medios; otra, porque, realmente, tienen que funcionar como aliento, en el sentido de que ese supremo bien, ese tó agatón, esa eudaimonia, no se pueden lograr nunca.

Una ética del deseo ligada al cuerpo

La eudaimonia pone en juego la vieja ética de medios y fines, y esto, realmente, empieza a resquebrajarse con la ética de Spinoza, que es básicamente una ética del deseo ligada al cuerpo. El cuerpo, en Spinoza, es un régimen de afecciones muy preciso, nada tiene que ver con el cuerpo gimnástico. En el cuerpo spinozista, el otro juega para formar mi propio cuerpo, lo que se compone con mi cuerpo es lo bueno, y lo que se descompone es lo malo. Bien y Mal ya no funcionan, en esta ética, pues son sólo valores trascendentes que van a dar en una moral que, a menudo, es poco ética.

Hegel y el deseo del otro

Por otro lado, se pone en movimiento aquella sombra del deseo, porque de ética del deseo se puede hablar propiamente a partir del psicoanálisis. Sabemos que Spinoza tiene una noción real de deseo, como conatus, por el cual cada ser persevera en su ser. Podemos constatar, también, que esto se continúa en Hegel, quien tiene una idea de deseo como deseo del otro. Pero, obviamente, ambas orientaciones carecen de la idea de psiquismo —inconsciente— que postula el psicoanálisis. Por eso decimos, parafraseando al Freud de Duelo y melancolía, que la sombra del deseo cae sobre estos discursos filosóficos de la ética.

La ética inmoral de Kant

Esos discursos también rompen con la moral, hasta llegar, realmente, a la ética kantiana, que es una ética inmoral, porque la moral en Kant tiene que ver con las inclinaciones, no con el imperativo, no con «actúa de tal manera que tu máxima pueda ser elevada a ley universal».

Nietszche y la ética de los valores

La moral no tiene que ver con la idea de ley. Estatuye normas, pautas; viene por vía cultural, étnica; es pura ideología, como denuncia muy bien Nietzsche. La moral siempre es la relación con un valor transcendente: el bien y el mal. Nietzsche, tomando esta línea spinozista, empieza a hablar de la genealogía de los valores: de lo bueno y de lo malo. Es el inventor de la ética de los valores, que después aparecen capturados por un señor que se llama Max Scheller, que parecería ser quien la enunció.

Nietszche trabaja la desvalorización de los valores vigentes, pero habla también de la sustitución de valores, sólo que los valores en Nietzsche ya no son fundamento de nada, son perspectivas, son juegos de la verdad, simulacros. Él mismo proponía un estudio sistemático de la noción de valor, inclusive a nivel universitario, es el primero en hacer un programa para estudiar de manera genealógica los valores, inclusive en la historia académica, institucional. Tan loco no era, me parece que lo volvieron loco otras cosas.

Sólo después de Nietzsche se puede hablar del problema de los valores y su crítica, y la idea de valor. En la ética spinozista el deseo está en cualquier cuerpo, mientras que en el psicoanálisis el deseo se pone a nivel humano, del juego y de la cadena significante, a través de un hombre que habla. Como Polínice, que por eso es enterrado, porque es un humano, un hablante, un ser del lenguaje.[8]

El problema del héroe

Me gustaría ahora demorarme un poco en el problema del héroe. Esto está poco investigado; en general, los héroes se tomaron como héroes de la tragedia, hasta se toma la tragedia de Antígona. Se habla a menudo de la tragedia griega, pero la tragedia griega no existe: la tragedia es ateniense, no es griega, porque los espartanos no tienen ningún autor trágico.

El héroe en el hombre común

El problema de los héroes es muy interesante, porque es una figura conectiva, entre los griegos. Esto que parece más bien elíptico no es nada elíptico, tiene que ver con el héroe tal como lo trabaja el psicoanálisis: estamos siempre con la sombra del psicoanálisis, que nos permite esta relectura. En general, se enseñan los héroes de la tragedia nada más, que son todos héroes guerreros: Agamenón, Aquiles, Ulises; son todos héroes de la guerra de Troya, así están los relatos de Homero y demás.

Pero resulta que a nosotros nos interesa otro tipo de héroe, el mismo que le interesaba a Albert Camus. Camus dice: ese hombre que va así, desorbitado, que parece un poseído, no es el que me interesa; me interesa ese señor que va todos los días a su oficina y, un día, nos enteramos por el periódico de que mató a alguien, esa especie de héroe anónimo. Cuando digo héroe, no quiero decir que se convirtió en héroe porque mató a alguien, sino que aparece un rasgo no previsto. Lo que interesa, dicho ahora en términos muy concretos, es el héroe barrial, que es el héroe del que habla el psicoanálisis; parece mentira, pero habla de ese héroe en el hombre común. En todos hay un héroe, solamente que no lo dejamos emerger, no aparece, no lo realizamos.

El héroe se opone al mago

Ése es un héroe no trágico entre los héroes griegos, que eran hombres de barrio. El héroe se oponía ante todo al mago. Ustedes estudian Filosofía y van a ver los cuatro elementos de Empédocles; bueno, resulta que Empédocles era un mago. Epiménides —el de la famosa paradoja de Epiménides, «un cretense dice: “todos los cretenses son mentirosos”» y, entonces, si dice la verdad miente y si miente dice la verdad— era otro mago. Los héroes se oponen a los magos.

El héroe da nombre a su lugar

Esto es muy importante, porque los héroes tienen que ver, justamente, con la muerte, en el sentido de la pulsión de muerte. Un héroe griego no hace grandes hazañas, es héroe porque le da un nombre y un realce a su lugar: a su barrio, ya en términos de traducción libre. Le da un nombre porque ha ganado competencias atléticas, o es un excelente curador, o un excelente retórico. También son estos héroes que hacen que un lugar tenga nombre. Esto es lo que defiende Antígona: es humano porque tiene un nombre, y porque es un ser del lenguaje. El héroe pone en juego la muerte para poder ser un ser del lenguaje, es un héroe que es cualquiera del barrio, o si ustedes quieren, cualquiera de las pequeñas polis.

Los mónymnoi

Este héroe es muy importante, porque tiene una doble oposición: primero, es un hombre común. Como tal, es lo opuesto de los dioses, no se le pide nada divino. Es un hombre común que, realmente, forja un destino excepcional, que da un nombre al lugar.

Pero, sobre todo, se opone —y esto no lo van a ver en cualquier lado, aunque en algunos textos aparece: son pasiones literarias de uno— a los llamados mónymnoi: los que no tienen nombre.

Eso es un antihéroe de barrio: aquél que, teniendo la posibilidad de ser héroe —no heroico: héroe— renuncia a su deseo de héroe, y entonces es un mónymnoi. No tiene nombre, mientras que el héroe tiene nombre y, por lo tanto, ha puesto en juego el camino más largo hacia la muerte, que es por la vida. Por amar la vida. La vida, en ellos, quiere decir la potencia de actuar, no el alargue biológico de la medicina. La potencia de actuar —de nuevo la sombra del deseo— este hombre la ha ejercido al máximo.

El camino más corto, ¿cuál es? Me muero, y se acabó. Pero eso es el morir, no es la pulsión de muerte. La pulsión de muerte toma el camino más largo, que es el rodeo; pero no rodea nada, el camino es el rodeo, o rodear es el camino. La pulsión de muerte tiene prohibida la definición: hay que rodearla. Si tiene algo de las mujeres de otra época, es que hay que rodearla, hay que cortejarla, hay que jugar con ella: instaura toda esta ceremonia. Morirse, se muere cualquiera. Si eligiera el camino más corto, el héroe, ¿qué sería? Un fascista, sería Mussolini (vivir en peligro, matarse), o un kamikaze. Eso lo hace cualquiera, porque es lo inanimado, que lo precede, a cualquier sujeto.

Dicho de manera sencilla, si no morimos o matamos algo todos los días, no puede pasar otra cosa. Ese es el rodeo. Tengo que matar en mí al tipo que no puede algo, para poderlo. Esas pequeñas muertes cotidianas, para poder transformarse en otra cosa.

El héroe como singularidad

Ese héroe del que estamos hablando es una singularización, no un individuo; es una forma de producir una singularidad. Todos los que han sido minorías tienden al establishment: se habla de poder gay, poder de esto, de lo otro; son todos parte del establishment, por eso ya no cuestionan nada.

El héroe, aunque sea uno sólo, es un proceso social de subjetivación, porque permite la posibilidad de que haya un nombre, y se gana una ceremonia. Ese largo camino hacia la muerte por la vida es el logro de una ceremonia: ser enterrado socialmente, y reconocido en ese lugar socialmente, a tal grado que puede ser enterrado sin que el cuerpo esté. Tumbas vacías hay muchas: la de Aquiles, la de Ulises, la del soldado desconocido.

Él trabaja para esa ceremonia donde, en el punto de la muerte, sigue estando la vida y la fuerza de la vida, que es el nombre de la comunidad. Ya hay subjetivación, ya hay singularidad, porque ha producido un nombre que le va a dar entidad a la colectividad. Es altamente individualizado y altamente colectivo. Da nombre a una comunidad como individuo, como forma subjetivada, pero de tal manera singular que, sin él, la comunidad no tendría ese nombre.

Butes, que es un héroe anónimo, da nombre a la comunidad: por él, la comunidad se llama Eteobutadas. Todo el juego de él es este dar nombre para ganarse la ceremonia, ceremonia de oposición al mago y a los dioses. Para decir: no sólo soy un hombre excepcional, soy excepcional porque le doy lenguaje a la comunidad, porque hago que tenga un nombre que no tendría si no fuera por mí, pero yo no soy sin ella, sin la comunidad que después me hará la ceremonia, el entierro, donde seré reconocido como héroe de esa misma comunidad.

Héroes estrictamente humanos

Héroe barrial, éste no es un héroe de gesta, no es grandioso, no es excepcional; es un hombre destacado, nada más. Ese que nunca salió en la televisión, realmente, es el héroe barrial. No quiere decir que no pase por la televisión: también podría pasar; pero no son héroes grandiosos, no son héroes que quieren parecer dioses, son héroes estrictamente humanos, que quieren ser mucho más hombres, en el sentido de que quieren ser mucho más lenguaje para la comunidad, son seres del lenguaje —Polínice de nuevo—, por eso son enterrados. En un caso, por Antígona; en otro caso, por la comunidad. Aunque el héroe haya muerto en otro lugar —sea porque fue a hacer una guerra o una competencia y murió, o porque hizo una competencia a remo y se ahogó y no encuentran el cadáver—, le ha dado nombre a la comunidad: Butes a los Eteobutadas, Taltibio a los Taltibiadas. Y no son héroes de la gran tragedia.

El héroe ctónico, y la ceremonia

Esos héroes son importantísimos, porque lo que quieren es ser hombres, seres del lenguaje, dar nombre a la comunidad, y que la comunidad les dé una ceremonia. La ceremonia que la comunidad les da es una ceremonia discriminada, es una ceremonia donde lo hacen más hombre que nunca, por haber dado nombre a la comunidad.

Esa misma comunidad tiene ceremonia a los dioses, hay sacrificios en Grecia, hacen un sacrificio, pónganle, de una gallina. A los dioses sólo se les hace la ceremonia durante el día, cortándole el cuello y manando la sangre, pero con el pico hacia arriba, hacia lo elevado: hacia los dioses. A los héroes no, son héroes ctónicos, son héroes de la tierra, héroes de la comunidad, héroes del suelo; entonces, se le corta el cuello, pero el pico está hacia abajo, es por la tarde, cuando la comunidad se reúne, en ese momento: son héroes comunitarios.

Es la pulsión de muerte: es el largo camino de la vida hacia la muerte para tener esa ceremonia de reconocimiento en la muerte, donde ya a él no le importa su vida biológica, sino que lo que le importa es que la comunidad recuerde, tenga su ceremonia, porte su nombre, haga sus ofrendas.


Notas

1 Se refiere a la invasión británico-estadounidense de Afganistán, iniciada el 7 de octubre de 2001 (es decir, veinte días antes de la celebración de las Jornadas) como respuesta a los atentados del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos de América. [N. del E.]
2 O como con el esclavo griego: el esclavo griego no era un siervo, era el escriba, el que sabía leer y escribir. El amo no sabía ni leer ni escribir, lo hacía el esclavo. Estos son juegos de fuerzas sociales que implican otra cosa, porque, si no, uno cree que el esclavo era ese tipo ahí esclavizado; no, el esclavo no podía ser liberto, participaba en otras cosas, pero era un señor de características muy apreciables. El esclavo era el que poseía la clave de la escritura, no era cualquier cosa. Está bien, era como cosa, en el sentido de que no era ciudadano; pero no lo confundamos con el esclavo esclavizado, ignorante, etcétera. Era mucho más sabio que su amo, sólo que había diferencias sociales y las mantenían de otra manera. No porque dejara de ser esclavo, sino para ubicarlo en su característica.  
3 Después, cuando aparece el cristianismo, ser virtuoso tiene que ver enseguida con la ética. En los griegos no: hay virtudes dianoiéticas, que son virtudes racionales, son virtudes de diálogo, son virtudes de conocimiento, pero no son éticas. 
4 Cantautor y poeta argentino. [N. del E.]
5 Título de una de las canciones de Alberto Cortez. [N. del E.]
6 Vid. Infra, el apartado titulado «El problema del héroe» en la p. 17. [N. del E.] 
7Yo creo que cuando Lacan pronuncia, en la disolución de su escuela, «je persevere
», yo persevero, puede ser leído como lo ha sido: «je pere severe», yo padre severo, pero yo le hice otra traducción: «je perds ces vers», yo pierdo esos gusanos, una traducción más libre pero que también le cabe: ya pierdo a la gente que no quiere escuchar nada, que está en otra, que ha hecho del psicoanálisis un buen lavado de cerebro y cuidado de las uñas. Como dice Lacan en La Cosa Freudiana, desde que los analistas van a la manicuría, sonamos. No porque vayan a la manicuría, porque él iría; quería decir: cuando la manicura se le pasa a la cabeza, está perdido el psicoanálisis.  
8 Un agregado: respecto a la problemática de los valores no podemos prescindir de Marx, y la compleja teoría del valor que fundó. De modo que Marx con Nietzsche entraña un trabajo en curso y, todavía, por hacer. 

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